jueves, 22 de abril de 2010
JUEVES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA: Jesús, pan de Vida, nos enseña el sentido del sufrimiento, y nos estimula a preocuparnos de los demás
Los Hechos (8,26-40) nos muestra hoy a Felipe, que un ángel le dice: «Ponte en marcha hacia el sur, por el camino que va de Jerusalén a Gaza a través del desierto». –(El evangelio está en los caminos y no en el Templo. ¡A Jesús se le encuentra por las carreteras! Por la vía que va de París a Marsella... Por la que va de Alejandría a Addis-abeba... Por la calle que va de «mi» casa a la casa de los demás). Y allí ve a un etíope eunuco, ministro de Candaces, reina de Etiopía, administrador de todos sus bienes, que había venido a Jerusalén, que regresaba y, sentado en su carro, leía al profeta Isaías. (Etiopía es el reino de Nubia, entonces su capital era Meroe, y se extendía al sur de Egipto más allá de Asuán, actualmente parte del Sudán, y Candace no era una persona real sino la dinastía de las reinas -entonces el país era gobernado por mujeres. Eunuco era en general un empleado de la corte, quizá ministro del tesoro).
El Espíritu dijo a Felipe: «Avanza y acércate a ese carro». Felipe corrió, oyó que leía al profeta Isaías y dijo: «¿Entiendes lo que estás leyendo?». Él respondió: «¿Cómo lo voy a entender si alguien no me lo explica?». Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. (Felipe iría en mula, la ataría al carruaje del ministro y subiría a leerle el pasaje que no entiende, el poema del Siervo que hemos meditado durante la semana santa. Y se sorprende de que el «justo» sea conducido al matadero como un cordero mudo, de que la vida del "justo" sea humillada y de que se termine en el fracaso. El sufrimiento... la muerte de los inocentes... ¡Es también nuestra pregunta! La injusticia, la opresión...¡es la pregunta de todos los hombres! A Dios no se le encuentra cerrando los ojos ante las verdaderas preguntas de los hombres. No se logra hacer que los hombres encuentren a Dios, si uno cierra los ojos ante las verdaderas preguntas humanas que nuestros hermanos se formulan).
A veces la vida nos deja tristes y desconcertados, con una visión pesimista de la condición humana. Hay presiones, surge un sentimiento de insatisfacción, nos falta aire... "Tengo pena de la vida, siento lastima de mis lagrimas, mis ojos están secos de tanto llorar, mi alma está resentida de tantos golpes, mi corazón lleno de cicatrices de tantas puñaladas, mi vida es un libro con palabras cubiertas de pena, escucho mi voz y sólo son lamentos, tengo pena de esta vida resignada, tengo pena de mi cuerpo cansado, de este corazón marchito, tengo pena de la sequedad de sueños, tengo pena de mi falta de amor…, tengo pena por no poder soñar, tengo pena de lo que soy"… Así se leía en Internet, es la sensación que tiene alguien que sufre.
Me acordaba de la historia de una chica joven, que desconsolada cuenta a su madre lo mal que le va todo: “-los estudios, un desastre; con el marido, la cosa no va bien, el examen de conducir suspendido”… Su madre, de pronto, le dice: "-vamos a hacer un pastel". La hija, desconcertada por esta salida ilógica, le ayuda entre sollozos. La madre le pone delante harina, y le dice: "-come". Ella contesta asombrada: "-¡si es incomible!" Luego le pone unos huevos, y vuelve a decirle: "-come", y la hija: "-¡si ya sabes que los huevos crudos me dan asco!" Y luego un limón, y otros ingredientes…, y la hija que insiste en que eran cosas muy malas para comer. La madre lo revuelve todo bien amasado, luego lo pasa por el horno, y queda un pastel que dice “cómeme” de sabroso que está. La madre le dice a su hija la moraleja: "-Tantas cosas de la vida son impotables, no nos gustan, son malas. Decimos: ¡vaya pastel! Y muchas veces nos preguntamos por qué Dios permite que pasemos por momentos y circunstancias tan malos, y trabaja estos ingredientes malos, los revuelve bien, de la misma manera que hemos hecho ahora... dejando que Él amase todo esto, bien cocinado, saldrá un pastel pero no malo sino delicioso… Solamente hemos de confiar en Él, y llegará el momento en el que ¡las cosas malas que nos pasan se convertirán en algo maravilloso! Lo mejor siempre está por llegar.
El tiempo nos da muchas respuestas, vemos que el dolor ennoblece a las personas y las sensibiliza, las hace solidarias, al punto de olvidar su propio dolor y conmoverse por el ajeno... Aprendemos a valorar las cosas importantes que están cercanas, y no desear lo que está lejano… El silencio de Dios ante tanto mal es un silencio que habla en todas las páginas de la Escritura Santa, de la fe de la Iglesia, que habla en Jesús colgado en la Cruz, que sufre callando, que sintió “eso” en su vida, y murió para con su dolor dar sentido al nuestro. Este Dios vivo nos deja rastros a su paso por la historia, como los montañeros que dejan marcas en el camino por donde pasan, hay unos mensajes que nos llegan como en una botella a la playa, en medio del mar de dolor, mensajes que se pueden oír en cierta forma, cuando tenemos el oído y corazón preparado. Son pistas que nos hablan de confiar, de amar, de que ante nosotros se abren dos puertas, la del absurdo (el sin-sentido) y la del misterio (la fe): abandonarnos en las manos de Dios es el camino que da paz, aunque no está exento de dolor, pero éste adquiere un sentido.
Y sobre todo es Jesús en la Cruz que en tres horas de agonía nos muestra un libro abierto, hasta exclamar aquel “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Él, sin perder la conciencia de que aquello acabaría en la muerte, cuando se siente abandonado incluso por Dios, se abandona totalmente en los brazos de Dios, y se produce el milagro: pudo proclamar aquel grito desgarrador por el que decretó que “todo está consumado”; así, con la entrega de su vida la muerte ha sido vencida, ya no es una puerta a la desesperación sino hacia el amor del cielo, la agonía se convirtió en victoria y podemos unirnos, por el sufrimiento, al suyo y a su Vida. Es ya un canto a la esperanza, a la resurrección, pues el dolor no se convierte en el ladrón que nos roba los placeres que hay en la vida, sino un camino que nos habla de que la muerte es la puerta abierta para el gozo sin fin que es el cielo. Jesús nos salva en la Pascua, pero sobretodo demuestra su amor en el sufrimiento llevado hasta la muerte, que es lo que tiene mérito: resucitar no tiene tanto mérito como dar la vida, esto sí cuesta, y es lo que hace Jesús por nosotros, para darnos la Vida.
b) Señor, que estemos atentos a las preguntas de nuestros hermanos.
-“Felipe tomó entonces la palabra, y, partiendo de ese texto bíblico, le anunció la Buena Nueva de Jesús”. La humillación de Jesús, su fracaso aparente, sólo son un pasaje. La finalidad de la vida de Jesús no ha sido la "matanza" del calvario, sino la alegría de Pascua. La finalidad de la vida del hombre no es el sufrimiento y la muerte a perpetuidad, ni la opresión y la injusticia para siempre...¡es la vida a perpetuidad, es la vida eterna, es la vida resucitada! «¡Era necesario que Cristo sufriera para entrar en su gloria!»
El pasaje de la Escritura que leía era éste: “Como cordero llevado al matadero, como ante sus esquiladores una oveja muda y sin abrir la boca. Por ser pobre, no le hicieron justicia. Nadie podrá hablar de su descendencia, pues fue arrancado de la tierra de los vivos”. El eunuco dijo a Felipe: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta? ¿De él o de otro?». Felipe tomó la palabra y, comenzando por este pasaje de la Escritura, le anunció la buena nueva de Jesús. Continuaron su camino y llegaron a un lugar donde había agua; el eunuco dijo: «Mira, aquí hay agua; ¿qué impide que me bautice?».
Este es el último punto de la andadura catecumenal, la marcha de toda iniciación cristiana, el ritmo del descubrimiento de Dios: 1. Una pregunta formulada por los acontecimientos, por la vida, por una lectura, por un encuentro... 2. Una respuesta hallada en la Palabra de Dios comentada por la Iglesia, y que da un «sentido» nuevo a la existencia... 3. La terminación del encuentro con Dios en un rito, signo sacramental, que explicita el «don que Dios hace al hombre»... La vida eterna, la salvación.
Y mandó detener el carro. Bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó. Al salir del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. El eunuco ya no lo vio más, y continuó su camino muy contento. Felipe se encontró con que estaba en Azoto, y fue evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.
-“Y el Etiope siguió gozoso su camino”. Jesucristo está presente en todos nuestros caminos, pero está «velado». Está en todas nuestras casas, en todos nuestros ambientes de trabajo... ¡portador de alegría! (Noel Quesson). Es lo que canta el Salmo (66/65,8-9.16-17.20): “Pueblos, bendecid a nuestro Dios, proclamad a plena voz sus alabanzas; Él nos conserva la vida y no permite que tropiecen nuestros pies. Fieles del Señor, venid a escuchar, os contaré lo que Él hizo por mí. Mi boca lo llamó y mi lengua lo ensalzó. Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi plegaria ni me ha retirado su misericordia”.
Dios concede con su gracia a quien se dispone, que mueve el corazón, lo convierte a Dios, abre los ojos del alma y da la suavidad para aceptar y creer la verdad. La fe y la gracia y la filiación divina se corresponden, pertenecen a una misma realidad. Y en el discurso de la eucaristía vemos que tanto la fe como la comunión dan la vida eterna, que también son la misma realidad, vivir en Cristo.
El Evangelio (Jn 6,44-51) nos muestra a Jesús que dice: “nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí. Esto no quiere decir que alguien haya visto al Padre. Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios. Os aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del cielo; el que come de él no muere. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Sacramento de nuestra fe, el núcleo de la fe está ahora anunciando Jesús en esta parte del discurso. El primer libro de la Biblia, el Génesis, afirma que Dios había hecho al hombre para la inmortalidad, pues estaba en un "jardín donde había el árbol de la vida". Siguiendo con lo que ayer veíamos, el último libro, el Apocalipsis, afirma que Dios volverá a dar esta inmortalidad: "Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el jardín de Dios". Jesús afirma aquí que esta inmortalidad nos está ya devuelta por la Fe, y por la Eucaristía... "Quien come de ese pan no morirá jamás": «El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos son distintos, más en la realidad hay identidad... Pan vivo, porque desciende del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era sombra, éste la verdad... ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de su vida...» (San Agustín). Se podría objetar: pero, ¡los que comen el pan eucarístico mueren como todo el mundo! Pues bien, Jesús afirma que el alimento eucarístico, recibido en la Fe pone al fiel en posición, ya desde ahora -en el presente- de una vida eterna a la cual la muerte física no la afecta en absoluto: «Cosa grande, ciertamente, y de digna veneración, que lloviera sobre los judíos maná del cielo. Pero, presta atención. ¿Qué es más: el maná del cielo o el Cuerpo de Cristo? Ciertamente que el Cuerpo de Cristo, que es el Creador del cielo. Además, el que comió el maná, murió; pero el que comiere el Cuerpo recibirá el perdón de sus pecados y no morirá para siempre. Luego, no en vano dices tú “Amén”, confesando ya en espíritu que recibes el Cuerpo de Cristo... Lo que confiesa la lengua, sosténgalo el afecto» (San Ambrosio).
El cristianismo es esto: ¡la divinización del hombre! El gozo y la acción de gracias -eucaristía en griego- deberían ser el estado normal de los cristianos. La grande, la gozosa, la "buena nueva" -evangelio en griego-, hela aquí: Dios nos da ¡su vida eterna! En este momento iremos viendo en el discurso un tono más explícitamente eucarístico: "el pan que Yo daré es mi carne... (Noel Quesson).
b) El discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaum sigue adelante, progresando hacia su plenitud. La idea principal sigue siendo también hoy la de la fe en Jesús, como condición para la vida. La frase que la resume mejor es: «os lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Ahora bien, a los verbos que encontrábamos ayer-«ver», «venir» y «creer»- hoy se añade uno nuevo: «nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no le atrae». La fe va unida a la gracia, el don de Dios, al que se responde con la decisión personal. Al final de la lectura de hoy ha empezado a sonar el verbo «comer». La nueva repetición: «yo soy el pan vivo» tiene ahora otro desarrollo: «el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Donde Jesús entregó su carne por la vida del mundo fue sobre todo en la cruz. Pero las palabras que siguen, y que leeremos mañana, apuntan también claramente a la Eucaristía, donde celebramos y participamos sacramentalmente de su entrega en la cruz.
Nosotros, cuando celebramos la Eucaristía, acogiendo la Palabra y participando del Cuerpo y Sangre de Cristo, tenemos la suerte de que sí «vemos, venimos y creemos» en Él, le reconocemos, y además sabemos que la fe que tenemos es un don de Dios, que es Él que nos atrae. Tenemos motivos para alegrarnos y sentir que estamos en el camino de la vida: que ya tenemos vida en nosotros, porque nos la comunica el mismo Cristo Jesús con su Palabra y con su Eucaristía. La vida que consiguió para nosotros cuando entregó su carne en la cruz por la salvación de todos y de la que quiso que en la Eucaristía pudiéramos participar al celebrar el memorial de la cruz. Creemos en Jesús y le recibimos sacramentalmente: ¿de veras esto nos está ayudando a vivir la jornada más alegres, más fuertes, más llenos de vida? Porque la finalidad de todo es vivir con Él, como Él, en unión con Él (J. Aldazábal), como pedimos en la Colecta: «Dios Todopoderoso y eterno, que en estos días de Pascua nos has revelado claramente tu amor y nos has permitido conocerlo con más profundidad; concede a quienes has librado de las tinieblas del error adherirse con firmeza a las enseñanzas de tu verdad», y también pedimos que seamos testimonios de la Verdad, como se dice en el Ofertorio: «¡Oh Dios! que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos». Es un vivir “para” los demás: «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Aleluya» (ant. de comunión). Y en la Postcomunión: «Ven Señor en ayuda de tu pueblo y, ya que nos has iniciado en los misterios de tu reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».
“Hoy cantamos al Señor de quien nos viene la gloria y el triunfo. El Resucitado se presenta a su Iglesia con aquel «Yo soy el que soy» que lo identifica como fuente de salvación: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48). En acción de gracias, la comunidad reunida en torno al Viviente lo conoce amorosamente y acepta la instrucción de Dios, reconocida ahora como la enseñanza del Padre. Cristo, inmortal y glorioso, vuelve a recordarnos que el Padre es el auténtico protagonista de todo. Los que le escuchan y creen viven en comunión con el que viene de Dios, con el único que le ha visto y, así, la fe es comienzo de la vida eterna. El pan vivo es Jesús. No es un alimento que asimilemos a nosotros, sino que nos asimila. Él nos hace tener hambre de Dios, sed de escuchar su Palabra que es gozo y alegría del corazón. La Eucaristía es anticipación de la gloria celestial: «Partimos un mismo pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir por siempre en Jesucristo» (San Ignacio de Antioquía). Oculto bajo las especies sacramentales, Jesús nos espera, y le decimos: Tú eres nuestro Redentor, la razón de nuestro vivir.
c) Ya en el desierto Dios había alimentado al pueblo con el maná. Y el profeta Eliseo había alimentado a cien hombres con veinte panes de cebada que alguien le había llevado de regalo, y también en aquella ocasión había sobrado pan. Ahora Jesús, el profeta por excelencia, el mediador de la nueva alianza alimenta al pueblo hambriento en el desierto. En el naciente siglo XXI de las telecomunicaciones, la globalización y el mercado mundial, todavía hay millones y millones de seres humanos hambrientos. Millones de niños siguen muriendo de la enfermedad más elemental que podamos sufrir: el hambre, la desnutrición. El milagro de Jesús es una protesta por nuestra falta de solidaridad. Con lo que desperdiciamos en vanidades, en comidas superfluas que después nos hacen daño: golosinas, helados, exquisiteces, con eso nada más podríamos alimentar a nuestros hermanos necesitados. Con lo que los países desarrollados gastan en producir armas, la humanidad podría solucionar el problema del hambre en el mundo. Pero nosotros no somos como Jesús, no somos capaces de compadecernos, ni de invitar fraternalmente a la solidaridad. La gente agradecida reconoce que Jesús es “el profeta que tenía que venir al mundo”, el nuevo Moisés, y quieren hacerlo rey, porque Él sí se compadece de sus sufrimientos y los alivia, no como los reyes de este mundo que solo han explotado al pobre pueblo. Pero Jesús sabe que su reino no es de este mundo, ha despreciado el poder universal que le ofrecía el tentador, sabe que su misión es hacer la voluntad del Padre, por eso se retira, solo, a la montaña. Un buen propósito para hoy sería cuidar esas visitas a Jesús en el sagrario, al Santísimo Sacramento, y pedirle una fe más viva, que nos aumente la fe, pues así fomentamos que Él pueda acrecentarla en nosotros.
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