la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio la oración de Jesús
en el Huerto de Getsemaní. El sacramento del servicio (lavatorio de
los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como
expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores
del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la
Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria
del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como
sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre
proclamado en este día, como la mediación de la presencia de
Jesucristo, el Buen Pastor.
El Éxodo nos cuenta que "dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de
Egipto: -«Este mes será para vosotros el principal de los meses; será
para vosotros el primer mes del año. Decid a toda la asamblea de
Israel: "El diez de este mes cada uno procurará un animal para su
familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para
comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el
número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será
un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito.
Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de
Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos
jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche
comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y
verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias
en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa,
porque es la Pascua, el paso del Señor.
Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus
primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los
dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre será vuestra señal en las
casas donde estéis; cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os
tocará la plaga exterminadora, cuando yo pase hiriendo a Egipto. Este
día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del
Señor, ley perpetua para todas las generaciones."»"
Esta pascua es profecía de la que hoy celebramos. Después de la Misa
podemos leer algunos pasajes como Marcos14 (32-42) y en general la
pasión del Señor, y entrar en los sentimientos de Jesús en esos
momentos de la oración del huerto: miedo y angustia ante la muerte,
tristeza y soledad, compromiso por cumplir la voluntad de Dios, amor
hacia todos nosotros. Los monumentos y la visita a iglesias (en algún
lugar la costumbre es visitar siete) es un acompañamiento a Jesús, en
momentos de ir y venir en la noche de la traición.
No sabemos si Jesús siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía
la cena acostumbrada y puede servirnos recordar que ésta constaba de
ocho partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta: El que presidía
la celebración encendía las velas, todos permanecían de pie y hacían
una oración. 2. La bendición de la fiesta (Kiddush): Se sentaban todos
a la mesa. Delante del que presidía la cena, había una gran copa o
vasija de vino. Frente a los demás miembros de la familia había un
plato pequeño de agua salada y un plato con matzás, rábano o alguna
otra hierba amarga, jaroses y alguna hierba verde. Se servía la
primera copa de vino, la copa de acción de gracias, y les daban a
todos los miembros de la familia. Todos bebían la primera copa de
vino. Después el sirviente presentaba una vasija, jarra y servilleta
al que presidía la celebración, para que se lavara sus manos mientras
decía la oración. Se comían la hierba verde, el sirviente llevaba un
plato con tres matzás grandes, cada una envuelta en una servilleta. El
que presidía la ceremonia desenvolvía la pieza superior y la levantaba
en el plato. 3. La historia de la salida de Egipto (Hagadah). Se
servían la segunda copa de vino, la copa de Hagadah. Alguien de la
familia leía la salida de Egipto del libro del Éxodo, capítulo 12. El
sirviente traía el cordero pascual que debía ser macho y sin mancha y
se asaba en un asador en forma de cruz y no se le podía romper ningún
hueso. Se colocaba delante del que presidía la celebración les
preguntaba por el significado de la fiesta de Pesaj. Ellos respondían
que era el cordero pascual que nuestros padres sacrificaron al Señor
en memoria de la noche en que Yahvé pasó de largo por las casas de
nuestros padres en Egipto. Luego tomaba la pieza superior del pan
ázimo y lo sostenía en alto. Luego levantaba la hierba amarga. 4.
Oración de acción de gracias por la salida de Egipto: El que presidía
la ceremonia levantaba su copa y hacía una oración de gracias.
Colocaba la copa de vino en su lugar. Todos se ponían de pie y
recitaban el salmo 113. 5. La solemne bendición de la comida: Todos se
sentaban y se bendecía el pan ázimo y las hierbas amargas. Tomaba
primero el pan y lo bendecía. Después rompía la matzá superior en
pequeñas porciones y distribuía un trozo a cada uno de los presentes.
Ellos lo sostenían en sus manos y decían una oración. Cada persona
ponía una porción de hierba amarga y algo de jaroses entre dos trozos
de matzá y decían juntos una pequeña oración. 6. La cena pascual. 7.
Bebida de la tercera copa de vino: la copa de la bendición.- Cuando se
terminaban la cena, el que presidía tomaba la mitad grande de la matzá
en medio del plato, la partía y la distribuía a todos los ahí
reunidos. Todos sostenían la porción de matzá en sus manos mientras el
que presidía decía una oración y luego se lo comían. Se les servía la
tercera copa de vino, "la copa de la bendición". Todos se ponían de
pie y tomaban la copa de la bendición. 8. Bendición final: Se llenaban
las copas por cuarta vez. Esta cuarta copa era la "Copa de
Melquisedec". Todos levantaban sus copas y decían una oración de
alabanza a Dios. Se las tomaban y el que presidía la ceremonia
concluía la celebración con la antigua bendición del Libro de los
Números (6, 24-26; explicación de Tere Fernández).
En una meditación, Ratzinger comentaba que "la Pascua judía era y
sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino
en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que
tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de
salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen
de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen
siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con
destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto,
en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen
protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser
continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre
amparada y reconstruida.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta
pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel
había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La
casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida,
el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que
permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se
celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la
inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la
ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se
consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros
eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la
ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo,
para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay
aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla
siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también
desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y
rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua
representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel
caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y
que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida
defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel
sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también
consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el
mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el
destino de la tierra y de la creación.
También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta
prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se
habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía
también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que
acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos,
llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la
familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también
una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su
familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los
amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la
tierra y de la historia.
Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de
esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es
para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las
fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros
mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es
la Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas
amenazantes del caos, que se confabulan para destruir el mundo. Sus
murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo,
es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce
límites. Este amor es la potencia que lucha contra el caos; es la
fuerza creadora que funda continuamente al mundo, los pueblos y las
familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz, en
el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno
proyectado hacia el otro.
Pienso que, sobre todo en nuestro tiempo, existen sobradas razones
para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y referencias, y para
dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza
del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno
de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las
fuerzas primordiales del caos que se oponen a lo que esa sociedad
define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide
del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del
mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es
amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del
hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.
Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí
solos alejar la capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden
hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la
nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este motivo, la
fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de
Israel y de Cristo, tiene también una importancia política eminente en
el más profundo de los sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen
necesidad de volver a sus fundamentos espirituales si no quieren
perecer, víctimas de la autodestrucción.
Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es
el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad.
Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de
suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente,
donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero debemos
añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la
criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta
bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe
y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede
sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran
familia, que le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de
ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva
ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de nuevo nos
adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria
del corazón. En esta noche deberíamos aprender de esta familia de
Jesucristo a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha
de guiarnos y protegernos.
Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de
la cultura de los nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera
el día en que iniciaban una nueva migración con sus rebaños. Lo
primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un círculo en
torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente
contra las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no
pocas ocasiones en el mundo desconocido del desierto. La ceremonia se
llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la
partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las hierbas
amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha
heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en
la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado
siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino
y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun
cuando tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos,
nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con el pie
en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo
cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el
otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y
expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte
hasta la nueva vida de la Resurrección.
Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para
nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice:
somos únicamente huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de
Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son
huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que huéspedes.
Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo
huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en
este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos
a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los
encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En
la ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo
se establezca definitivamente en la tierra prometida, se insiste en
prescribir que los peregrinos sean tratados igual que todos; y al
hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú mismo
fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el
punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida
misma, el ser el uno para el otro.
Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar
nuestra más secreta y profunda condición de peregrinos; nos hace
recordar que la tierra no es nuestra meta definitiva, que estamos en
camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no
constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a
decirlo, porque se nos echa en cara que los cristianos no se han
preocupado nunca de las cosas terrenas, que no se han entregado en
serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el
pretexto de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad.
Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único
cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza a ser lo que no
puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de
esta suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y
con los demás.
No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente
cuando tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando
nos hacemos libres los unos para los otros, y es entonces también
cuando se nos confía la responsabilidad de transformar la tierra,
hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta
razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y
definitivo trayecto del Señor, ha de ser para nosotros exhortación
constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en olvido que
un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la
vida, lo que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo
que somos; que, a lo último, deberemos responder sobre cómo -fundados
en la fe- hemos sido personas en este mundo, personas que se han dado
recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad". En
otro lugar, dirá el Papa que Jesús no celebró la pascua con cordero.
Siguiendo la costumbre del Qumram, que no reconocía el templo de
Herodes, esperando el templo definitivo, hacían este sacrificio. Jesús
celebró siendo él mismo el Cordero de Dios, puesto que era también el
Templo de Dios, que ya había llegado a este mundo.
El Salmo nos canta: "El cáliz de la bendición es comunión con la
sangre de Cristo. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor". Este cáliz es
identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición»
(1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (1 Cor 11,25; Luc
22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia
precisamente a la Eucaristía. San Basilio Magno comenta las palabras:
«"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa
de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones
recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado
de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía
de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se
entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre
todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno
del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios
ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la
salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate
espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que
nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre,
si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los
discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose
claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».
San Pablo dice a los corintios, pocos años después de morir Jesús,
cuando ellos han sido evangelizados: "Yo he recibido una tradición,
que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor
Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando
la acción de gracias, lo partió y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se
entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el
cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es la nueva alianza
sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria
mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz,
proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva".
Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de
sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que
habían ascendido a la ciudad santa con él. Dios es amor (1 Jn 4,8)
Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13).
Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de
manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la
asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más
profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del
Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos
los unos de los otros.
El Evangelio dice: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a
Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo
que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de
Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y,
tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se
puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla
con que estaba ceñido.
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los
pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora:
lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies
jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo».
Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y
la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse;
está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos».
Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios
todos».
Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y
les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me
llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues
si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también
debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para
que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»".
Seguimos con la reflexión que hacía Ratzinger: "La Pascua se celebraba
en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se
levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley,
porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los
confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se
adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la
muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la
Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza
fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa
salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más
fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le
seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio
de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la
fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su
fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la
noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte,
él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que
es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por
tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la
Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya
presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay
potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su
presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde
hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la
nada y la muerte.
Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino
de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla
lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la
mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren
acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves
Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de
comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a
él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí
donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos
exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a
buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se
preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la
vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible
que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección,
que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.
Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por
encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender,
también a nosotros, que él permanece siempre a nuestro lado en la hora
de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y que así
edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de
su paz, de la nueva creación".
Joseph Ratzinger habla del lavatorio de los pies, cuando Juan, después
de acabar lo que según algunos es la primera parte de su Evangelio
(libro de los signos: c.2-12); comienza un libro de la gloria
(c.13-21), donde se acentúa con fuerza el misterio de los tres días,
el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente
la realidad de estos días, cuyo contenido principal se indica con la
palabra «gloria»: "En esta estructura, el capítulo 13 tiene una
importancia particular. La primera parte del mismo expone, a través
del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la
vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera
entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un
acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre.
El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el
trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos
dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación entre
nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad con
Dios.
El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye
el sentido de la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el
despojarse de las vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros
en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte
humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la
otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el
verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y
revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito,
que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio
capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de
hacerle libre. El contenido del relato del lavatorio de los pies
puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse, incluso
por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que
por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del
hombre". Hay algunos aspectos complementarios:
-"Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí»
al amor de Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no
expresa en modo alguno una idea de apokatástasis general, que caería
en el error de hacer de Dios una especie de mago y que destruiría la
responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de
rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un
rechazo semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al
hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer,
que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San
Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña
que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de
las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de
la aguja (Mc 10,25)".
-Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del
materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí
por Pedro. "Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es
duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en
que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera
aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus
pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar
que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la
gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la
parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora
(Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia
porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa
dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer".
El lavatorio de los pies es manifestación de la cristología y la
soteriología, y también de la antropología cristiana, como se ve en
tres puntos:
* Es también este lavar imagen de los sacramentos que nos sumergen en
"aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y
la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos
abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la
vida".
** "En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del
bautismo: el «sí» constante al amor, la fe como acto central de la
vida del espíritu".
*** "De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética
cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en
la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar
con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el
lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si
yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro,
también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14).
Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático,
sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe
únicamente amando.
Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el
amor trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un
mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia
cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que
San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres,
sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la
comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados".
No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y
hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida
de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace
necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del
samaritano y la del juicio final. Pero, entendido en el contexto de
todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una
verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el
mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas
sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye
partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo
concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de
espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de
San Juan o de San Benito. Con la fundación de la fraternidad de los
monjes, San Benito se nos revela como el verdadero arquitecto de la
Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva
ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe. "Podemos afirmar que el
relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la
estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura
de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de
estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y
que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y
construir la nueva ciudad".
San Agustín, a propósito del lavatorio de los pies, explica la tensión
de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.
* Reflexiona sobre estas palabras del Señor: "Uno que se ha bañado no
necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (Jn
13,10). El bautizado, ¿por qué y en qué sentido hay necesidad de
lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la
tierra de este mundo: «Pues los mismos afectos humanos, sin los cuales
no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con
los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas
realidades nos alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos
libres de pecado nos engañaríamos a nosotros mismos». "Nos lava los
pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la
oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el
Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y
nos lava los pies".
** Relaciona también esto con la esposa del Cantar de los Cantares,
que se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón vela. De
pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!»
La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a
vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» El
amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el Señor. La
esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero ¿cómo
pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a
abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que
conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante
paradoja, San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor,
para resolver el dilema entre su deseo de oración, de silencio, de
intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las
reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se
resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro perfecto,
se apartan por completo del mundo y quieren vivir exclusivamente para
la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su
camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma,
llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero
me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras
fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría...» Llama,
pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita:
«Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, "cuando
abrimos las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos
ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa
de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de
llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de
la cual se encuentra".
Así pasó en su vida, cuando después de la conversión quiso abandonar
el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a la verdad, a la
contemplación, y fue como obligado a ser sacerdote: «¡Abreme y predica
mi Nombre», parecía decirle Jesús: ponte en contacto con las miserias
de la gente, y "era precisamente así como caminaba hacia Jesús, como
se acercaba al Señor". «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa
respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me
levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras
deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también
nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan
contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos,
pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si
somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava
nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado
al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta".
La liturgia del Jueves Santo es riquísima de contenido. Es el día
grande de la institución de la Sagrada Eucaristía, don del Cielo para
los hombres; el día de la institución del sacerdocio, nuevo regalo
divino que asegura la presencia real y actual del Sacrificio del
Calvario en todos los tiempos y lugares, haciendo posible que nos
apropiemos de sus frutos.
Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los
hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró
el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá,
al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su
familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que
el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se
cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios
y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él
mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las
especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
¿Cómo corresponderemos a ese amor inmenso? Asistiendo con fe y
devoción a la Santa Misa, memorial vivo y actual del Sacrificio del
Calvario. Preparándonos muy bien para comulgar, con el alma bien
limpia. Visitando con frecuencia a Jesús oculto en el Sagrario (Javier
Echevarría).
Hoy, día de oración por los sacerdotes, recordamos cómo el Señor los
asiste en su ordenación: "El Señor Jesucristo, que el Padre ha
consagrado con la potencia del Espíritu Santo, esté siempre contigo
para la santificación de su pueblo y para ofrecer el Sacrificio
eucarístico". "Recibe las ofrendas del Pueblo santo para el Sacrificio
eucarístico. Date cuenta de aquello que harás, vive el misterio que ha
sido entregado en tus manos y sé imitador de Cristo, inmolado por
nosotros" (Ceremonial de la ordenación).
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