Estos días estoy pensando que la Cuaresma es algo parecido a una
imagen de la vida. Porque el Éxodo era una imagen de la Tierra
prometida, y nuestra Cuaresma es una preparación para la Pascua, pero
en realidad es como en miniatura una preparación de la vida que es una
preparación, camino para la Tierra Prometida de Verdad, que es el
Cielo. Pascua significa Paso, pasamos de este mundo a nuestra Casa del
Padre… Vamos a hacer los exámenes parciales bien este año, y así año a
año nos preparamos para el examen final, el gran examen, ya bien
preparados…
Cuando el pueblo de Israel llegó a la tierra prometida y comenzó a
poder comer de la comida normal, "el maná cesó desde el día siguiente,
en que empezaron a comer los productos del país. Los israelitas no
tuvieron en adelante maná, y se alimentaron ya aquel año de los
productos de la tierra de Canaán". La historia de la salvación es
similar a la escalada a una montaña. Se empieza la subida y parece que
ya se toca la cima con las manos. Continúa la ascensión y van
apareciendo colinas y valles intermedios, que alejan la meta una y
otra vez. Son promesas, como etapas de una ginkana, como es nuestra
vida también, siempre hay nuevas metas que descubrir. Primero estaba
sólo Abraham; no había ni pueblo ni Ley ni tierra. Luego ya hubo
pueblo: en Egipto los clanes patriarcales se convirtieron en "pueblo
numeroso". Después, en el Sinaí, hubo Ley. Y ahora, con la entrada en
Canaán, hay tierra. Parecía que la historia había alcanzado la meta,
pero ¡no!, nosotros a treinta y dos siglos de distancia sabemos que la
gesta apenas ha hecho más que empezar. La fiesta continúa. Todo esto
es un signo de la entrada en la "tierra prometida" del cielo:
"Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra" (Mt 5,4;
edic. Marova).
Es un momento especial, como cuando suena una música solemne en las
películas, un comienzo parecido al del paso del Mar Rojo: la acción de
Dios seca las aguas, los hebreos pasan a pie sin mojarse, actúa el
brazo fuerte de Yahvé. Se nos muestra la potencia salvadora de Dios en
favor de su pueblo y la continuidad de la protección de Yahvé. La
presencia del arca delante del pueblo, símbolo de la presencia de
Dios, nos muestra cómo el Señor guía a su pueblo (al igual que la
columna de fuego o la nube, que precedía a los israelitas en el
desierto), y la superación de un obstáculo muy difícil indica la
eficacia de una fe que sabe confiar en Dios. Ya han llegado a la
tierra prometida, y lo mismo que la fiesta de la Pascua acompañó el
Éxodo, también ahora la celebran los israelitas al acampar en esa
tierra. La fiesta de la Pascua cierra y conmemora la salvación de
Yahvé en los días del desierto desde Egipto a Palestina. Se cierra
también el tiempo del maná; ahora cambia el estilo de vida: los frutos
de la tierra serán en adelante la riqueza y el alimento del pueblo en
la patria que Dios les ha dado. El paso del Jordán fue importante y
cuando Jesús sea allí bautizado será el gran paso de la pascua
definitiva, realizada por Cristo, representante del nuevo pueblo de
Dios, que lo hace llegar a la tierra prometida de la gloria. El
desierto representa para nosotros esta vida, con sus problemas, dudas,
debilidades y esperanzas; el Jordán es el paso pascual de la muerte y
de la resurrección del creyente incorporado a Cristo, y la tierra
prometida es nuestra última meta: la gloria y la felicidad eternas (J.
M. Vernet).
"Bendeciré a Yahveh en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza;
en Yahveh mi alma se gloría, ¡óiganlo los humildes y se alegren!",
canta el salmo: "He buscado a Yahveh, y me ha respondido: me ha
librado de todos mis temores... Cuando el pobre grita, Yahveh oye, y
le salva de todas sus angustias". Los "pobres", los "desgraciados",
los "humildes", los "corazones que sufren", son proclamados
"dichosos", ¡en tanto que los ricos son tildados de "desprovistos"!
"Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los
Cielos", dirá Jesús… y María, en su oración "Magnificat", también dice
algo parecido. Otro día Jesús dirá: "Padre, te doy gracias porque
revelaste estas cosas a los pobres y humildes y las ocultaste a los
sabios y prudentes" (Lucas 10,21). San Juan cita este salmo cuando al
explicar que se atravesó el costado de Jesús en la cruz en lugar de
romperle las piernas como se hizo con los otros crucificados dice:
"esto sucedió para que se cumpliera la escritura que dice: no le
romperán ni uno solo de sus huesos" (Juan 19,36). ¡Jesús, el pobre por
excelencia, nos invita a escuchar su "acción de gracias" porque el
Padre "vela sobre El y guarda cada uno de sus huesos". La Biblia nos
invita a hacer una lectura más profunda. Hay que pensar en Jesús al
escuchar al salmista que dice, como la cosa más natural: "las pruebas
llueven sobre el justo, pero cada vez el Señor lo libra y vigila sobre
cada uno de sus huesos... Ni uno solo de ellos será roto". Tan sólo la
resurrección dará final cumplimiento a esta promesa (Noel Quesson).
"Un desgraciado gritó: Dios lo escucha".
"El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo
y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo
estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de
la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios
exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él". Las
barreras que dividen a los hombres y los clasifican ya no existen para
el que está en Cristo y es una criatura nueva. Al morir Cristo por
todos y en lugar de todos, es como si todos hubieran muerto en Cristo.
Al pagar con su sangre nuestro rescate, todos somos de Cristo. Se
acabó lo antiguo. Los que creen en Cristo y saben que ahora le
pertenecen experimentan en sí mismos la fuerza de la resurrección, la
nueva vida. Son criatura nueva. El principio de esta segunda creación,
el principio de esta nueva vida, es Cristo resucitado. Pablo dice que
Cristo se hizo "pecado" por nosotros, no que hiciera pecados. Esto es,
tomó sobre sí la culpa de todo el mundo. Contemplar el gran amor de
Jesús por mí puede servirnos para fomentar el dolor de amor, y evitar
los pecados.
-"¿Qué crimen tan brutal ha cometido este hombre, que ha tenido que
pagarlo con una muerte tan horrorosa?", preguntó un mahometano a un
sacerdote refiriéndose a un crucifijo que tenía en la mesa.
-"Él no cometió ningún crimen -respondió éste-; era completamente inocente".
-"Pues, ¿Quién lo clavó en este madero?"
-"Fuimos nosotros los hombres quienes lo hicimos con nuestros pecados"
-exclamó con tristeza el sacerdote.
-"Ahora comprendo -añadió lleno de compasión el mahometano- por qué
tienes siempre la imagen del crucificado".
¿Has pensado alguna vez que el pecado supone volver a crucificar al
Señor? El Señor espera, una vez que nos ha redimido, que le amemos con
obras. Y amar a Dios supone también decirle muchas veces: ¡lo siento!
Procura, cuando vayas a preparar tu confesión, pedir mucho perdón a
Jesús por los pecados, y también pídele que te dé dolor por ellos,
dolor de amor. Si tienes a mano un crucifijo ahora, puedes hablar con
Jesús en la Cruz comentando esto; Jesús, que no me acostumbre a verte
crucificado; cada vez que vea un crucifijo trataré de acordarme de
decirte: ¡Te amo! Coméntale a Dios con tus palabras algo de lo que has
leído (José Pedro Manglano).
Leemos este domingo la parábola del hijo pródigo, que salió el día 18
(sábado de la 2ª semana). Puedes leerlo allí otra vez. Las
motivaciones del arrepentimiento del hijo menor no son particularmente
puras, y volvió ¿porque añoraba la casa del padre, o porque tenía
hambre? Es igual, el padre lo espera y lo perdona, se pone contento de
que vuelva, que es lo importante. Pero en el momento en que ese amor
alcanza su fiesta, entra en escena el hermano mayor, el cascarabias,
el aguafiestas. El padre tiene que intentar ahora reconciliar a los
hermanos entre sí, que es otro aspecto de la penitencia: perdón con
Dios y hacer las paces con los hermanos: el mayor, comido por la
envidia, rechaza esa mezcla con el pecador de la misma forma que los
escribas y los fariseos. El hermano mayor se comporta además con el
mismo orgullo que el fariseo en el Templo (el de ayer), con el mismo
desprecio hacia el otro (comparar "este hijo tuyo..." y "este
publicano"). En cuanto al hijo menor, su oración se parece a la del
publicano. Por tanto, esta parábola, lo mismo que la del publicano y
el fariseo, trata de justificar la benevolente acogida que Cristo
dispensa a todo los hombres, incluso a los pecadores.
Esta parábola del "padre bondadoso" sigue las otras que dice Jesús
sobre el perdón, y deja ir un grito de gozo: "¡Alegraos conmigo!".
"¡Alegraos, porque he hallado lo que había perdido!". En las otras,
Dios es el pastor que encuentra la oveja perdida, o la mujer que barre
su casa hasta encontrar la moneda perdida, aquí también el padre no
deja de buscar lo que es suyo (el padre salía todos los días a otear
el horizonte). Y cuando lo encuentra, explota la alegría. Y quiere que
todos se alegren con él. Está claro de qué habla Jesús: "¡Este perdona
los pecados!". Pero hay uno que no se entera.
El padre se encuentra -así la parábola- con que el hijo "fiel" no
entiende que ha llegado la hora del júbilo; no puede comprender por
qué su padre "ha tirado la casa por la ventana" cuando vuelve su
hermano perdido. Es llamativo el peculiar alarde sobre su propia
"fidelidad". Pero esa permanencia en la casa del padre no le había
llevado aún a la confianza y a la alegría con él y en él, sino a una
espera por recibir un buen sueldo de obrero. El padre le ruega, sin
embargo, que se reconozca como hijo, y lo abraza, y le dice que "todo
lo mío es tuyo". Y también que se reconozca hermano de ese "mi" hijo
que es "tu" hermano, el que ha vuelto de las miserias extrañas a
nosotros...
En segundo plano, el mayor aprende que no será amado por su Padre si,
a su vez, no recibe al pecador; es la condición del padrenuestro… el
padre amoroso espera que no se le limite en su misericordia, porque
para que nos pueda personar necesitamos abrir el corazón, y perdonar a
los demás. No es él quien excluye al mayor, sino que es éste quien se
excluye a sí mismo porque no ama a su hermano, es como si uno no
quiere jugar el partido: no puede meter goles.
La parábola del hijo pródigo constituye una excelente iniciación al
período de penitencia. Se precisa en primer término que los dos hijos
son pecadores: así es la condición humana. Pero uno lo sabe y monta su
actitud en función de ese conocimiento; el otro se niega a reconocerlo
y no modifica en nada su vida. Dios viene para el uno y para el otro:
sale al encuentro del más pequeño, pero también al encuentro del
mayor; Dios viene para todos los hombres, para los pecadores que saben
que lo son y para los que no lo saben; no viene solo para una
categoría de hombres.
En el pequeño que vuelve vemos que comienza con lo que se llama la
"contrición imperfecta" o "atrición": miedo a las penas del infierno…
el pequeño se convierte porque es desgraciado y porque, al fin de
cuentas, el ambiente de la casa paterna vale mucho más que criar
puercos. Hace examen-de-conciencia ("entrando en sí mismo") y prepara
incluso el texto de la confesión que hará a su padre. Pero el
descubrimiento del penitente que se lanza por el camino de retorno a
Dios es el advertir que Dios sale a su encuentro con una bondad tal
que el penitente pierde el hilo conductor de su discurso de confesión
y se distrae. Los papeles se han cambiado: ya no es la contrición del
penitente lo que cuenta y constituye lo esencial de la actitud
penitencial, sino el amor de Dios y su perdón. El sacerdote no hace
más que encaminar a alguien hacia la alegría del Padre
(Maertens-Frisque). Y entonces nos valoramos más, porque el hijo menor
se sentía indigno de llevar el nombre de "hijo", quería ser tratado
como un "jornalero". Pero el Padre-Madre no lo tolera. Cuando estamos
sin Dios no nos valoramos, nos descuidamos. Cuando alguien no se cuida
es que no le cuidan, no se siente querido. Y no se valora. Al sentirse
querido, deja de vestirse mal, redescubre, más que nunca, su condición
filial. Por eso, él también abraza y se conmueve y entra en Casa.
Deseo de hogar. Volver al niño que todos llevamos dentro, nacer de
nuevo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario