sábado, 17 de abril de 2010

Martes de la octava de pascua: la primera aparición de Jesús a María Magdalena, la mujer de fe y de amor


Pedro declara que Dios ha constituido «Señor y Cristo» a "este Jesús a
quien vosotros habéis crucificado..." Aborda de frente la verdad, no
teme la muerte, y habla de la responsabilidad que todos –él también-
tienen. Muchos sintieron remordimiento de corazón, y dijeron a Pedro y
a los Apóstoles: «Hermanos ¿qué hemos de hacer?». Es la metánoia, la
conversión de corazón. La Pasión sigue siendo hoy medio esencial para
convertirnos, tomar conciencia de nuestros pecados. -Pedro contestó:
«Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar...» ¿Hay que
«cambiar de vida» primero? o bien ¿lo primero es «recibir los
sacramentos? Pedro, espontáneamente, dice que hay que hacer ambas
cosas. Arrepentirse: cambiar de vida, esforzarse. Recibir el bautismo:
recibir el sacramento, reconocer la gracia de Dios (Noel Quesson).
-Aquel día, fueron tres mil los que acogieron la Palabra y se hicieron
bautizar. La familia de Jesús, inicialmente compuesta por María y
José, luego los Apóstoles y santas mujeres, se amplía ahora por la fe
y el bautismo… Esta conversión ha de ser continua, como Rabano Mauro
dice: «Todo pensamiento que nos quita la esperanza de la conversión
proviene de la falta de piedad; como una pesada piedra atada a nuestro
cuello, nos obliga a estar siempre con la mirada baja, hacia la
tierra, y no nos permite alzar los ojos hacia el Señor». Y Juan Pablo
II ha escrito: «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente
de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino
también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan
a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir
sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, en un estado de
conversión, es este estado el que traza la componente más profunda de
la peregrinación de todo el hombre por la tierra en estado de viador».
Así lo hizo S. Agustín en su última etapa, como recordaba Benedicto
XVI.
Hechos (2,36-41) sigue con el discurso de Pedro: "por eso, todo el
pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que vosotros
crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Mesías". Al oír estas cosas,
todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros
Apóstoles: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?". Pedro les respondió:
"Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo para que os
sean perdonados los pecados, y así recibiáis el don del Espíritu
Santo. Porque la promesa ha sido hecha a vosotros y a vuestros hijos,
y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios,
quiera llamar". Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y
los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa.
Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se
unieron a ellos alrededor de tres mil".
El Salmo (33,4-5.18-20.22) nos dice que "la palabra del Señor es recta
y él obra siempre con lealtad; / él ama la justicia y el derecho, y la
tierra está llena de su amor. / Los ojos del Señor están fijos sobre
sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia, / para librar
sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia. /
Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo.
/ Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza
que tenemos en ti".
Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en
Dios y confiar en Él es el inicio del camino hacia nuestra plena
santificación. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es
aceptar que Él nos salve del pecado y de la muerte y nos conduzca
hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña; Dios se
ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha
convertido para nosotros en el único camino de salvación para el
hombre. ¿Lo aceptamos en nuestra vida? Pongamos en Él nuestra
esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. Es un salmo de
esperanza en este Dios que derrama su amor paternal sobre nosotros.
Por la resurrección de Jesús somos hijos de Dios, podemos tener la
confianza filial, audacia (en griego "parresia") de un niño pequeño
que tiene total abandono en su padre, y precisamente Jesús inaugura
-la predicación de S. Pedro nos lo recuerda- esa familia de hijos de
Dios, que se reúne para atrevemos a decir…:
La muerte da miedo, es un tema que parece de mal gusto, y sin embargo
sólo podemos vivir en paz si podemos afrontar sin miedo esta realidad,
como hace el salmista, para vivir sin miedo: la muerte de los
pecadores es pésima (Salmo 33,22), afirma hoy el salmo; en cambio, es
preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos (Salmo
115,15). Serán premiados por su fidelidad a Cristo, y hasta en lo más
pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa
(Mateo 10,42). Sus buenas obras lo acompañan.
La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir
con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos
de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir
muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y
pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro Ángel Custodio, a
vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá
todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad (León
X). Y después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida
eterna, partiremos (Francisco Fernández Carvajal). Entonces podremos
decir con el poeta: "-Dejó mi amor la orilla y en la corriente canta.
–No volvió a la ribera que su amor era el agua" (Bartolomé Llorens).
En el Evangelio Juan (20,11-18) muestra que "María se había quedado
afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al
sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la
cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo
de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María
respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han
puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí,
pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A
quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le
respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo
iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!" Ella lo reconoció y le dijo
en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me
retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis
hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de
ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había
visto al Señor y que él le había dicho esas palabras".
Después de la versión de Mateo, he aquí la de Juan. Veremos que el
mensaje es el mismo, en su substancia profunda, a pesar de algunos
detalles diferentes. ¿Es el mismo relato? ¿Se trata de una segunda
visita al sepulcro?
"El amor auténtico pide eternidad. Amar a otra persona es decirle «tú
no morirás nunca» – como decía Gabriel Marcel. De ahí el temor a
perder el ser amado. María Magdalena no podía creer en la muerte del
Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la
pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte
es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de
sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces,
Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no
entendió. No era capaz de reconocerlo. Así son nuestros momentos de
lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al
oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro:
«Rabboni»... Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es
sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa
que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la
resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que,
después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día" (Xavier
Caballero). «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento
profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón
humano y que es siempre "Buena Nueva". La Iglesia no puede dejar de
proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar,
mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los
hombres» (Redemptoris Missio, n. 11). En las situaciones límites se
aprende a estimar las realidades sencillas que hacen posible la vida.
Todo adquiere entonces sumo valor y adquiere sentimientos de gratitud.
«He visto al Señor» - exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud.
Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor
y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la
alegría de su Resurrección a todos los hombres.
a) Un día le escribió a santa Teresita una hermana suya, que había
recibido antes noticias de la santa. Le dijo que así como había
personas que estaban posesionadas por el demonio -el demonio poseyendo
su ser interior- le parecía que ella estaba posesionada por Jesús. No
hace falta decir la alegría que le dio a santa Teresita esa idea de su
hermana, y la ilusión que se le despertó por estar más y más poseída
por Jesús. Magdalena será recompensada por su idea fija: "lo que
quiero es al Señor", parece decir: "si no lo tengo, no tengo nada, si
lo tengo, lo tengo todo". El mundo se despuebla si Él no está. Es lo
que ocurre con todo verdadero enamorado. Cien gentes, pero no está la
persona amada: no hay nadie. Cuántas experiencias en la historia de la
Iglesia. Decía el Obispo Van Tuán: me encarcelaron, me privaron de mi
Catedral, de mis feligreses, de mi seminario, de mis proyectos
apostólicos, de mi familia, de mi casa, de mi capacidad de
predicación, de mis sacerdotes... pero tengo a Cristo. Nunca me siento
mal pagado con Él. Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A
quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le respondió:
"Señor, si tú lo llevaste, dime dónde lo has puesto, y yo me lo
llevaré.". Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió y exclamó
"¡Rabbuní!", que en hebreo significa "maestro". Jesús se presenta "con
otra figura". Ratzinger explica que el Resucitado se aparece –en
griego óphte-: «se dejó ver». Después de la resurrección, pertenece a
una realidad fuera de nuestros sentidos (del espacio y del tiempo),
sino al mundo de Dios. "Puede verlo, por tanto, tan sólo aquel a quien
Él mismo se lo concede. Y en esta forma especial de visión participan
también el corazón, el espíritu y la limpieza interior del hombre".
Mirar es poner el corazón, por eso nadie ve lo mismo. "Alguien puede
leer en el rostro del otro preocupación, amor, pena escondida,
falsedad disimulada, o puede que no perciba absolutamente nada". Para
los judíos, que al tercer día había corrupción del cuerpo, Jesús
cumple con este salmo y quita el cuerpo. La tumba vacía se hace así
una prueba.
b) María está delante del sepulcro, llorando. Recuerda lo que Jesús
dijo: "vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará.
Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo". Y
"mientras lloraba se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de
blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había
estado el cuerpo de Jesús". María es la comunidad-esposa que busca y
llora al esposo, amor de su alma. En el Cantar se describe así la
escena (3, 2) "me levanté y recorrí la ciudad... buscando el amor de
mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias
que rondan por la ciudad: "¿visteis al amor de mi alma?". La primera
aparición (Mc 16, 9) estuvo reservada para María Magdalena. El primer
anuncio del acontecimiento se hizo a las mujeres. Fueron ellas, fueron
unas mujeres las enviadas por Dios a predicar a los apóstoles. S.
Agustín dice que las mujeres anuncian hoy la vida lo mismo que Eva,
madre de todos los vivos, se convirtió en la primera mensajera de la
muerte; el dolor y lágrimas nos muestra que la mujer buscaba más
insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en el
paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la
Vida. Y ¿cómo la buscaba? Mirando dentro vio unos ángeles. Los ángeles
no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a esta
mujer, dicen los antiguos, a la que había sido la primero en perder.
Los ángeles la ven y le dicen: "No está aquí, ha resucitado" (Mt
28,6). Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el
hortelano; todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le
has llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15).
¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le
buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor
la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al
Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir
«Maestro» (Jn 20,16). Hay como un instinto divino que mueve a María a
mirar dentro, como cuando nos dejamos llevar por una voz interior que
nos guía, Cristo en el alma con su Espíritu.
Con la confusión del hortelano Juan nos hace volver al huerto-jardín,
al lenguaje del Cantar y del paraíso. Se prepara el encuentro de la
esposa con el esposo. María no lo reconoce aún, pero ya está presente
la primera pareja del mundo nuevo, el comienzo de la nueva humanidad.
Es el nuevo Paraíso. Jesús, como los ángeles, la ha llamado "Mujer"
(esposa). Ella expresando sin saberlo la realidad de Jesús, lo llama
"Señor" (esposo-marido). María, sin embargo, sigue obsesionada con su
idea: "si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto". Sigue sin
comprender la causa de la ausencia de Jesús: piensa que se debe a la
acción de los otros.
"Jesús le dice ¡María! Ella se vuelve y le dice ¡Rabboni! (que
significa Maestro)". Jesús le llama por su nombre y ella lo reconoce
por la voz. Este tema también aparece en el Cantar: "Estaba durmiendo,
mi corazón en vela, cuando oigo la voz de mi amado que me llama:
¡ábreme, amada mía!" (5, 2; 2,8, LXX). Al oír la voz de Jesús y
reconocerlo, María se vuelve del todo, no mira más al sepulcro, que es
el pasado, se abre para ella su horizonte propio: la nueva creación
que comienza.
Ahora responde a Jesús. Juan Bautista había oído la voz del esposo y
se había llenado de alegría, viendo el cumplimiento de la salvación
anunciada. Ahora, al esposo responde la esposa; se forma la comunidad
mesiánica. Ha llegado la restauración anunciada por Jeremías (33, 11):
"se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz
de la novia". Se consuma la Nueva Alianza por medio del Mesías. La
respuesta de María: Rabboni, Señor mío, tratamiento que se usaba para
los maestros, pone este momento en relación con la escena donde Marta
dice a su hermana: El Maestro está ahí y te llama". Al mismo tiempo
Rabboni podía ser usado por la mujer dirigiéndose al marido. Se
combinan así los dos aspectos de la escena: el lenguaje nupcial
expresa la relación de amor que une la comunidad a Jesús, pero este
amor se concibe en términos de discipulado, es decir, de seguimiento.
"Le dijo Jesús: suéltame que todavía no he subido al Padre". Tocar,
abrazar, es la forma humana de asegurarse la realidad. De este modo el
abrazar o tocar pertenece a las formas elementales con las que el
hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces»
o "no me toques" o -de forma positiva- "Suéltame" sólo puede
significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de
esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se
realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o
«en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este
mundo. (...) Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente
la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder
disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser
abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser
manejado por el hombre. Juan ya nos habla de la ascensión de Cristo. Y
es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una
realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. Pero
para nosotros es distinto, pues son los 40 días que aún se aparece en
la tierra hasta que ya no aparece más, y diez días más entre la
ascensión y pentecostés.
María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos,
"a mis hermanos", el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis
hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las
nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que
ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios.
«Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). El alegre mensaje
pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste
en la fundación de una nueva comunidad, la familia de Jesús, de hijos
de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también 1Jn 1,1-4,
"El Nuevo Testamento y su mensaje", Herder). Todo lo ha hecho Jesús,
con su obediencia, con su trabajo, con su pasión y la muerte en cruz
por obediencia, consigue a todos la filiación divina, el Espíritu
Snato, la sabiduría; a la Iglesia se le concede por medio de los
misterios de la liturgia, del Corazón abierto de Jesús en la Cruz nace
el río de agua viva, el agua de muerte del Bautismo ha sepultado al
hombre con Cristo, podemos gustar del "agua de la sabiduría" (Emiliana
Löhr).
En la Eucaristía, tenemos cada día un encuentro pascual con el
Resucitado, que no sólo nos saluda, sino que se nos da como alimento y
nos transmite su propia vida. Es la mejor «aparición», que no nos
permite envidiar demasiado ni a los apóstoles ni a los discípulos de
Emaús ni a la Magdalena (J. Aldazábal): «Este es el día en que actuó
el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (aleluya). Y en la
oración Colecta pedimos: «Tu, Señor, que nos has salvado por el
misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu
pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la
alegría del cielo que ya ha empezado a gustar en la tierra». Y en el
Ofertorio: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para
que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra
los que permanecen para siempre». En la Comunión seguimos repitiendo,
para calar hondo en esos sentimientos, aquel himno antiguo: «Ya que
habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está
Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba.
Aleluya» (Col 3,1-2). Todo ello, con la esperanza del cielo, como
acabamos pidiendo en la Postcomunión: «Escúchanos, Dios Todopoderoso,
y concede a estos hijos tuyos, que han recibido la gracia incomparable
del bautismo, poder gozar un día de la felicidad eterna».

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