"el primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al
sepulcro llevando las aromas que habían preparado. Encontraron corrida
la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del
Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les
presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas, despavoridas,
miraban al suelo, y ellos les dijeron: "¿Por qué buscáis entre los
muertos al que vive? No esta aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que
os dijo estando todavía en Galilea: "El Hijo del hombre tiene que ser
entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día
resucitar." Recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y
anunciaron todo esto a los once y a los demás. María Magdalena, Juana
y María, la de Santiago, y sus compañeras contaban esto a los
apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron. Pedro se
levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, vio sólo las vendas
por el suelo. Y se volvió admirándose de lo sucedido".
La muerte ha sido vencida sólo por el poder de Dios. Nuestro Credo no
habla de una tumba vacía. No le interesa saber directamente que la
tumba estuviese vacía, sino que Jesús hubiese yacido en ella. Es
necesario también admitir que una comprensión de la Resurrección, tal
y como se hubiese desarrollado a partir de la tumba vacía como
concepto opuesto al de sepultura, no llega a abarcar el profundo
mensaje del Nuevo Testamento. De hecho, Jesús no es un muerto
retornado, como por ejemplo el joven de Naím o Lázaro, devueltos a la
vida terrena, que concluiría después con una muerte definitiva. La
Resurrección de Jesús no es una superación de la muerte clínica, que
conocemos también hoy. Jesús, después de la Resurrección, pertenece a
una esfera de la realidad que normalmente se sustrae a nuestros
sentidos. Sólo así puede explicarse la irreconocibilidad de Jesús,
narrada de forma concorde por todos los evangelios. Ya no pertenece al
mundo perceptible por los sentidos, sino al mundo de Dios. Tenemos,
por tanto, que admitir que Jesús no era un muerto reanimado, sino vivo
en virtud del poder divino, por encima de lo que es medible desde la
física o la química. Pero también es cierto que, en realidad, aquella
persona, aquel Jesús ajusticiado dos días antes, estaba vivo. Tal
superación del poder de la muerte, precisamente donde ésta despliega
su irrevocabilidad (es decir, la tumba), pertenece de forma central al
testimonio bíblico. Quien cree en la resurrección del cuerpo no afirma
un milagro absurdo, sino que afirma el poder de Dios, que respeta su
creación, sin quedar ligado a la ley de la muerte. La superación de la
muerte, su eliminación real y no simplemente conceptual, es aún hoy
como entonces el deseo y el objeto de la búsqueda del hombre (Joseph
Ratzinger, El camino pascual).
Sobre la mañana del domingo de Resurrección (según S. Juan 18,1-19,42)
Transcurrido el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y
Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de
madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se
dirigieron al sepulcro. Así comienza San Marcos la narración de lo
sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la primera Pascua
cristiana.
Jesús había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su
mensaje habían concluido con el más profundo de los fracasos. Sus
discípulos, confusos y atemorizados, se habían dispersado. Las mismas
mujeres que acuden para realizar un gesto piadoso, se preguntan unas a
otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro? "Sin
embargo, hace notar San Josemaría Escrivá, siguen adelante... Tú y yo,
¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta decisión santa, o hemos
de confesar que sentimos vergüenza al contemplar la decisión, la
intrepidez, la audacia de estas mujeres?". Cumplir la Voluntad de
Dios, ser fieles a la ley de Cristo, vivir coherentemente nuestra fe,
puede parecer a veces muy difícil. Se presentan obstáculos que parecen
insuperables. Sin embargo, no es así. Dios vence siempre.
La epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte ignominiosa en
la Cruz. La última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Y los
cristianos, en el Bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo:
muertos al pecado y vivos para Dios. «¡Oh Cristo -decimos con el Santo
Padre Juan Pablo II-, cómo no darte las gracias por el don inefable
que nos regalas esta noche! El misterio de tu Muerte y de tu
Resurrección se infunde en el agua bautismal que acoge al hombre viejo
y carnal, y lo hace puro con la misma juventud divina» (Homilía,
15-IV-2001).
Hoy la Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho
el Señor: ¡gocémonos y alegrémonos en él! Grito de júbilo que se
prolongará durante cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como
un eco de las palabras de San Pablo: puesto que habéis resucitado con
Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la
derecha de Dios. Poned todo el corazón en los bienes del cielo, no en
los de la tierra; porque habéis muerto y vuestra vida está escondida
con Cristo en Dios.
Es lógico pensar -y así lo considera la Tradición de la Iglesia- que
Jesucristo, una vez resucitado, se apareció en primer lugar a su
Santísima Madre. El hecho de que no aparezca en los relatos
evangélicos, con las otras mujeres, es -como señala Juan Pablo II- un
indicio de que Nuestra Señora ya se había encontrado con Jesús. «Esta
deducción quedaría confirmada también -añade el Papa- por el dato de
que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús,
fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie la Cruz y,
por tanto, más firmes en la fe» (Audiencia, 21-V-1997). Al día
siguiente de morir su Hijo, era sábado, y un día obligado de visita al
Templo. Aún no había trascurrido una semana desde que Jesús entró
triunfante --recibido como el Mesías esperado-- el Domingo de los
Ramos en la Ciudad Santa. La «llena de gracia» rezaba con aquella gran
esperanza en la Resurrección, el verdadero triunfo de su Hijo; Ella
esperaba por todos los discípulos de su Hijo y por todos los hombres.
Pero también vivía de fe, porque no sabía cuándo y cómo sucedería todo
aquello. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas
apariciones del Resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una
crónica completa de lo sucedido tras la Pascua durante cuarenta días.
Más aún, es legítimo y razonable pensar que Jesús resucitado y
glorioso se apareció antes que a nadie a su Madre. La ausencia de
María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro,
¿no podría ser un indicio de que ya se había encontrado con Jesús? Es
algo, pues, comúnmente admitido que Jesús se apareció a su Madre -la
primera quizá y a Ella sola- después de la Resurrección.
Supongo que sería un hacerse presente en su corazón, en la madrugada
del domingo, con la indicación de esperar a que se hiciera presente a
los miembros de la Iglesia, poco a poco. Fue una visita digamos
"privada" de Jesús a su Madre…
Sólo María había conservado plenamente la fe, durante las horas
amargas de la Pasión; por eso resulta natural que el Señor se
apareciera a Ella en primer lugar.
Hemos de permanecer siempre junto a la Virgen, pero más aún en el
tiempo de Pascua, y aprender de Ella. ¡Con qué ansias había esperado
la Resurrección! Sabía que Jesús había venido a salvar al mundo y que,
por tanto, debía padecer y morir; pero también conocía que no podía
quedar sujeto a la muerte, porque Él es la Vida.
Una buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer
partícipes de la vida de Cristo a los demás, cumpliendo con primor el
mandamiento nuevo de la caridad, que el Señor nos dio la víspera de su
Pasión: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis
amor unos a otros. Cristo resucitado nos lo repite ahora a cada uno.
Nos dice: ámense de verdad unos a otros, esfuércense todos los días
por servir a los demás, estén pendientes de los detalles más pequeños,
para hacer la vida agradable a los que conviven con ustedes.
Pero volvamos al encuentro de Jesús con su Santísima Madre. ¡Qué
contenta estaría la Virgen, al contemplar aquella Humanidad Santísima
-carne de su carne y vida de su vida- plenamente glorificada!
Pidámosle que nos enseñe a sacrificarnos por los demás sin hacerlo
notar, sin esperar siquiera que nos den las gracias: que tengamos
hambre de pasar inadvertidos, para así poseer la vida de Dios y
comunicarla a otros. Hoy le dirigimos el Regina Caeli, saludo propio
del tiempo pascual. Alégrate, Reina del cielo, aleluya. / Porque el
que mereciste llevar en tu seno, aleluya. / Ha resucitado según
predijo, aleluya. / Ruega a Dios por nosotros, aleluya. / Gózate y
alégrate, Virgen María, aleluya. / Porque el Señor ha resucitado
verdaderamente, aleluya.
A veces es útil hacerse preguntas. Y hoy, en este solemne y glorioso
día de Pascua, al iniciar la gran fiesta de los cristianos -la gran
fiesta de la fe- podría ser oportuno preguntarnos si sabemos
exactamente lo que creemos. No quisiera ofender a nadie.
¿Que es el tiempo pascual? Pues para celebrarlo bien, es necesario que
sepamos bien qué creemos. -¿Qué es ser cristiano? ¿El cristiano, es el
hombre que cree en Dios? Sí, pero no es necesario ser cristiano para
creer en Dios: hay millones de creyentes que no son cristianos (y no
únicamente en países lejanos; también entre nosotros). ¿El cristiano,
es aquel que cree en una vida que no termina con la muerte? Sí, pero
tampoco es exclusiva nuestra creer en la pervivencia: también hay
hombres que esperan otra vida sin ser cristianos.
¿El cristiano, es el hombre que cree en la necesidad de cierto tipo de
comportamiento, basado en el amor, en la justicia, en la verdad...?
Sí, pero -una vez más- debemos reconocer que no es necesario ser
cristiano para creer en la exigencia de un camino de amor, de lucha
por la justicia, de búsqueda de la verdad... Hay muchos hombres
-incluso no religiosos- que de hecho procuran vivir así.
Todas estas preguntas no definen lo que es nuestra fe. Pero tampoco
basta decir que el cristiano es aquel que quiere inspirar su vida en
la palabra y en el ejemplo de Jesús. Ciertamente, el cristiano -como
dice la misma palabra- se define en relación, en referencia con
Cristo. Pero para nosotros, Jesús no es únicamente un maestro, un
ejemplo. Nuestra fe nos pide un paso más, un paso de una importancia
-y no lo escondamos: de una dificultad- decisiva.
La pregunta sobre nuestra fe tiene una respuesta precisa y concreta:
ser cristiano es creer en la resurrección de Jesús Salvador nuestro.
Quien tiene esta fe -con todas sus consecuencias- es cristiano; quien
no cree en la Resurrección, no puede llamarse cristiano (por más que
pueda ser un hombre admirador de Jesús o un hombre religioso o un
hombre justo). Ser cristiano no pide nada más ni nada menos que esto:
creer que Jesús de Nazaret, después de seguir su camino de anuncio de
la Buena Noticia del Reino de Dios, para ser fiel a ello hasta el
extremo, aceptó el camino de la cruz con una fe, con un amor, con una
esperanza total. Y que por ello Dios Padre le resucitó, es decir, le
comunicó aquella plenitud de vida que Él había anunciado,
constituyéndole así Señor -es decir, criterio y fuente de vida-, para
todos los que creyeran en Él.
Pero hagamos un paso más. Hagámonos otra pregunta: ¿Cómo los que
creemos en Jesús resucitado, vivo, vivimos nosotros vinculados a su
vida? Y la respuesta será: la consecuencia de nuestra fe en Jesús
vivo, es que nosotros creemos que su Espíritu -aquel Espíritu de Dios
que dicen los evangelios que estaba en él- está en nosotros.
El tiempo de Pascua debe significar para los cristianos un progreso en
esta fe en el Espíritu de Jesús que penetra, ilumina, fortalece,
nuestro camino. Porque es gracias a que el Espíritu Santo está
presente en mí, en ti, en cada uno de nosotros, que yo, tú, todos
nosotros, estamos injertados, vinculados con JC resucitado.
El error de los cristianos muy a menudo es éste: nos lo queremos
arreglar solos, porque olvidamos el Espíritu de Dios que está en
nosotros, como estaba en los primeros cristianos. Repitámoslo: creer
en la Resurrección de Jesús -esto que define nuestra fe- es lo mismo
que creer que tenemos en nosotros su Espíritu. El camino no lo hacemos
solos: el camino es el Espíritu quien lo hace en nosotros.
Y si ésta es nuestra fe, ésta es también la causa de nuestra alegría.
Por eso, la Pascua es tiempo de alegría, de fiesta, de abrirnos sin
miedo a la vida de Dios. De ahí que ahora, como hemos hecho en la
celebración de anoche, en la solemne Vigilia Pascual, renovemos
nuestro compromiso bautismal de lucha contra todo mal, de fe en el
Padre que es amor, en el Hijo que es nuestro camino, en el Espíritu
que está presente y vivo en nosotros.
Renovación de nuestra fe que es renovación de vida y llamada a la
alegría (J. Gomis).
-La gran fiesta que dura 50 días: Hermanas y hermanos: hoy es la gran
fiesta cristiana, la mayor de todas. Una fiesta tan fiesta que no
tenemos bastante con un día para celebrarla: por eso la Pascua dura
nada menos que 50 días, siete semanas, hasta la Pascua de Pentecostés
(que significa precisamente "cincuenta"). Y todo como una sola y única
y gran fiesta.
En realidad, es la única fiesta de los cristianos porque es la que
celebramos también cada domingo. Y es normal que así sea porque la
Pascua significa aquello que ES EL NÚCLEO, LA RAÍZ Y LA FUERZA DE LA
FE CRISTIANA: la gran afirmación de que Jesucristo ha resucitado, está
plenamente vivo, es el triunfador de la muerte y de todo mal. Es la
gran afirmación de nuestra fe y es una afirmación no para guardarla
-como en el congelador para que se conserve- sino para sembrarla en lo
más vivo de nuestra vida para que la renueve, penetre y transforme.
Porque si Jesucristo vive, vive para nosotros y en nosotros.
Ayer por la noche la comunidad cristiana se reunió para aquella
VIGILIA expectante que desemboca en el canto jubiloso del aleluya: la
vigilia pascual, la más importante de las reuniones cristianas del
año. Y allí los cristianos que pudieron asistir, renovaron su
COMPROMISO BAUTISMAL -como haremos nosotros en esta misa- para
expresar sencillamente esto: queremos compartir la muerte y
resurrección de Cristo, es decir, LUCHAR contra todo lo que hay de mal
en nosotros y en el mundo, ABRIRNOS A LA VIDA que es de Dios, que nos
enseñó Jesús de Nazaret, que siembra en nosotros el Espíritu Santo.
-Pedro nos explica qué es la Pascua
1) En primer lugar la INICIATIVA, la acción gratuita y amorosa de
Dios. Pedro insiste en que es Dios quien nos dio a Jesús de Nazaret,
quien lo consagró con su Espíritu y su fuerza de verdad y amor.
Jesucristo pasó haciendo el bien y liberando del mal "porque Dios
estaba con él". Pero la acción de Dios se MANIFESTÓ SOBRE TODO
RESUCITANDO A JESÚS, no permitiendo que el mal y la muerte triunfara
sobre Aquél que se había entregado totalmente al bien y a la vida.
2) Esta acción de Dios sigue eficaz y actual hoy para nosotros. Jesús
está vivo y está con nosotros, por gracia, por obra de Dios. Pero
NOSOTROS TENEMOS QUE RECONOCERLO, tenemos que descubrir su presencia.
Y éste es el segundo aspecto que es preciso entender.
De nada nos serviría crecer y repetir que Jesús ha resucitado si no
sabemos QUIÉN ES JESÚS Y QUÉ es para nosotros. JESÚS resucitado es el
mismo Jesús de Nazaret que nos presentan los evangelios. El mismo que
dijo: "YO SOY LA FUENTE del agua de vida que brotará dentro de
vosotros"; "Yo soy LA LUZ que guía hacia la vida y vosotros también
tenéis que ser luz que guíe"; "Yo soy la RESURRECCIÓN y la vida, y el
que crea en mí nunca morirá"; "Yo soy EL REY y mi misión es dar
testimonio de la verdad". Aquella verdad que es simplemente: Dios es
amor.
3) Este es JC para nosotros, en nosotros. Es necesario que lo
encontremos, lo reconozcamos, en el evangelio y en nuestra vida. Y es
preciso también (es el tercer aspecto que subraya san Pedro) QUE LO
VIVAMOS, QUE DEMOS TESTIMONIO de él, que lo anunciemos. Es nuestra
misión de cristianos, de Iglesia en el mundo. Una misión que es lucha
por la verdad y el amor, por el Reino de Dios. Una misión que es un
camino difícil, doloroso (como el de Jesús), pero que conduce HACIA LA
PLENITUD de vida que la Resurrección de Jesús inicia y anuncia. Por
eso es una lucha y un camino de esperanza e incluso de fiesta.
Expresamos en la eucaristía de hoy estos tres aspectos de la Pascua:
damos gracias al Padre por su constante acción amorosa y fecunda:
reconocemos a Jesús vivo en nosotros, revelador y comunicador de la
vida de Dios; pedimos ser más fieles a esta vida siempre nueva y para
todos, que nos permite abrirnos sin miedo a la alegría, a la lucha, a
la esperanza, a la fiesta (Joaquín Gomis).
Formamos parte de una cadena. Hemos recibido el testimonio de la fe,
el testigo, y al recorrer nuestra vida con la fe transmitimos esta fe,
el testigo, la tradición, es la transmisión del Evangelio, al dar
razón de nuestra esperanza se va enriqueciendo el depósito de la fe
con las luces del Espíritu Santo, con la Tradición del Evangelio, que
es viva, que avanza, que enriquece su comprensión, que se desarrolla,
como un esquema que hizo Jesús, y que se va explicando en el tiempo,
se va llenando con su Palabra, se va explicitando con palabras que
estaban implícitas en el Evangelio.
Con estas armas, debemos entrar sin miedo "en el sepulcro de Dios" que
es EL MUNDO MODERNO -tan secularizado, tan vacío de Dios
aparentemente- para descubrir en él, contrastando los hechos con la
Escritura, la presencia y la ACCIÓN DEL RESUCITADO. Juan llegó primero
al sepulcro, pero fue Pedro el primero que entró y creyó. No tenemos
que esperar que la jerarquía vaya siempre por delante; pero sí tenemos
que esperar su palabra y que, dejándose de seguridades demasiado
humanas, fiándose bastante más del Espíritu, acepte también ella el
riesgo de la fe.
Debemos tomarnos en serio LA MISA DE CADA DOMINGO, no como un precepto
religioso que hay que cumplir, como una mera ceremonia que nos puede
justificar por sí misma, sino como el lugar y el momento privilegiado
de nuestro encuentro semanal con el Señor, encuentro que nos ayudará a
renovarnos en nuestro compromiso bautismal, a no perder nunca de vista
el horizonte de la trascendencia en el atareamiento por las cosas
temporales, a distinguir "los bienes de arriba" de "los bienes de la
tierra", puesto que "allá arriba" es "donde está Cristo, sentado a la
derecha de Dios". Deberíamos convertir siempre nuestra reunión
dominical, y más especialmente en este tiempo, en una auténtica fiesta
desbordante de alegría, que prefigurase el banquete del Reino.
Dispongámonos, pues, a CELEBRAR la Pascua del Señor, a hacer la
experiencia del Señor resucitado. El está aquí con nosotros. No lo
vemos pero está. ¡Claro que está! Como estamos nosotros mismos. Sólo
nos falta darnos cuenta, RECONOCERLO, intimar con él.
Lo acabamos de escuchar, nos sentamos con él a la mesa. En virtud del
pan y del vino, también nosotros podemos decir que "hemos comido y
bebido con él". Y entonces NUESTRA VIDA será como la de Jesús, y
NUESTRO TESTIMONIO como el de los apóstoles (Climent Forner).
Celebramos la Resurrección de Cristo. Celebramos nuestra propia
resurrección, es decir, el hecho que hemos sido transformados por esta
nueva creación, por el Espíritu Santo, por la filiación divina.
Nuestra alegría consiste en que lo más profundo de nuestra persona, lo
más íntimo, ese reducto que nadie ni nada puede llenar
satisfactoriamente, se ha encontrado con Dios mismo (Carlos Castro).
Pascua. Paso del mar rojo, salida de la esclavitud: vivir en libertad.
Se abrió una tumba de par en par, y el que había muerto bajo el poder
de Poncio Pilato resucitó: la muerte no pudo tragarlo, y la tumba
quedó vacía. Esta es nuestra pascua: éste es el paso de la muerte a la
vida: ésta es en verdad para todos los cristianos la gran fiesta de
liberación. Año tras año, domingo tras domingo, la celebraremos.
No hay pascua sin ruptura: no hay resurrección sin ruptura: no hay
libertad sin ruptura. ¿Continuismo? El que padece la esclavitud no
puede continuar, si quiere llegar a la libertad. En algún momento
decisivo tiene que dar el paso hacia delante, ha de saltar, ha de
romper; pues sólo es posible llegar a la libertad, en libertad. Y esto
vale para el hombre, para cada hombre, en la historia de su vida, y
para el pueblo, para cada pueblo, en su larga biografía. Hay que dejar
al faraón que se hunda con sus caballos en el Mar Rojo. La libertad
está en la otra orilla.
Es cierto que los hombres y los pueblos viven en la tradición, y aun
de la tradición; pero la tradición de los hombres que aman la libertad
no puede ser otra que la memoria inapreciable de todos los hechos de
emancipación. Cualquier otra tradición que no sea ésta es un fardo
inútil que retrasa la marcha, una trampa, un lazo que nos hace caer en
el pasado, una tentación que nos hace volver el rostro para que nos
convirtamos en estatuas de sal.
La verdadera tradición cristiana, en la que estamos y en la que
entramos por el bautismo, es la memoria subversiva de la muerte y
resurrección de Jesús. Memoria subversiva sí, porque es la memoria que
nos subleva ante cualquier tipo de esclavitud y mantiene despierta la
conciencia de la vocación a la libertad de los hijos de Dios; pues
para esto, para que vivamos en libertad, Cristo ha levantado la losa
de la tumba y ha dejado abierto el camino a nuestra esperanza.
En el principio de esta tradición hay unos hombres que perdieron el
miedo a la muerte. Son los testigos, los apóstoles. Para ellos la
experiencia pascual fue ciertamente liberadora: Desató su lengua
cuando estaban callados como muertos, desató sus pies cuando estaban
acorralados por el miedo a los judíos, irguió su esperanza cuando
estaban abatidos, les abrió el sentido de las escrituras cuando éstas
se hallaban herméticamente cerradas a su comprensión... Y estos
hombres liberados salieron por las calles y plazas y por todos los
caminos del mundo a predicar con valor el anuncio y la denuncia del
evangelio. Es verdad que la fe en la resurrección del Señor no podrá
evitar que Pedro y Pablo sean encadenados, pero ¿quien ha podido
encadenar ya el evangelio? ¿Quién podrá detener ya la esperanza, una
vez desatada? Pues hay una promesa pendiente que se ha de cumplir no
obstante y a pesar de todo. Dios es fiel y no defrauda a sus testigos:
"Si Cristo no ha resucitado, somos los más desgraciados de los
hombres; pero ¡Cristo ha resucitado!" He aquí la adversativa que nadie
puede dominar. "¡Si Cristo ha resucitado, también nosotros
resucitaremos!" La resurrección, la pascua, es irreversible. Porque es
un paso hacia delante. Cristo no resucita para volver a morir. La
resurrección de Cristo no es el mito del eterno retorno: vivir para
morir, morir para vivir, y vuelta a empezar. No, la resurrección es un
hecho histórico, el hecho mayor de toda la historia de la salvación o
de la liberación. No tiene que ver nada con un suceso de la
naturaleza. Por eso es siempre una ruptura, pues el que resucita no
vuelve ya a las andadas.
En este sentido nos dice Pablo: "Ya que habéis resucitado con Cristo,
buscad los bienes de allá arriba...; aspirad a los bienes de arriba,
no a los de la tierra". Pero ¡cuidado!, la fe en la resurrección no
pone a los creyentes en una órbita extraterrestre, no puede
dispararlos más allá de las realidades de este mundo. Es decir, no
puede privarnos de la responsabilidad de alumbrar con dolores de parto
la nueva tierra en la que habita la justicia. La resurrección es una
ruptura respecto al pecado del mundo, respecto a las estructuras
injustas o formas de este mundo que pasan; pero es una vinculación y
un compromiso con la esperanza de toda la creación que suspira para
que un día se manifieste, al fin, la gloria de los hijos de Dios
("Eucaristía 1976").
¿Qué sentido tiene la vida? ¿Es el hombre un ser para la muerte? Y, en
este supuesto, ¿qué puede ser la historia de la emancipación del
hombre, sino una pasión inútil, al fin y al cabo? Pues la muerte no
vencida, el último enemigo, es la gran necesidad a la que van a parar
todas las libertades.
Los idealistas esperan que llegue un día a florecer la revolución
final y traiga consigo la cosecha de la sociedad deseada. Los
idealistas esperan, y luchan..., y mueren por la justicia, por la paz
y por la libertad de todos. Pero ¿qué justicia, qué paz y qué libertad
habrá aquel día -si es que llega- para los que ya murieron y
sacrificaron su vida a tan grandes ideales? Rehabilitar el nombre de
los mártires y rescatar su memoria -"¡hermano, no te olvidamos!"- no
es hacerle justicia. Entonces ¿qué? Entonces, nada; nada para los que
ya murieron. Valga, pues, el refrán: "el muerto al hoyo y el vivo al
bollo", y disfruten los vivos de la plusvalía de los muertos.
¿Cinismo? En absoluto, es el único realismo si no hay resurrección.
Pero Cristo ha resucitado: Así lo confesaron los Apóstoles. Cuando
todo parecía que había terminado en una tumba como siempre, hallaron
la tumba vacía y anunciaron que había sucedido lo imposible y lo nunca
visto: que Jesús, el justo, había sido rehabilitado por Dios, él mismo
y no sólo su memoria; que Jesús de Nazaret, juzgado por el Sanedrín y
ejecutado bajo el poder de Poncio Pilato, él mismo y no otro, había
resucitado.
No entenderíamos este mensaje si pensáramos que la resurrección no es
más que la continuación en el mundo de la causa por la que él vivió y
murió. No lo entenderíamos si creyéramos que Jesús, por su muerte
ejemplar, en vez de pasar de la muerte a la vida pasó de la vida a la
historia, como se dice de los "inmortales".
-Primogénito de los muertos: La resurrección de Jesús fue para los
Apóstoles, y es para los creyentes, un paso adelante y no un
retroceso. Jesús no resucitó como Lázaro, para volver a morir. La
resurrección auténtica de la muerte, el paso definitivo del reino de
la necesidad al reino de la libertad.
Y así derribó Jesús, de una vez por todas, el muro de la
desesperación. Ya hay camino hacia la nueva humanidad, porque ha
sucedido lo imposible y ahora todo es posible con la gracia de Dios.
Porque ha nacido en el mundo una esperanza contra toda esperanza,
contra la muerte que todo lo mortifica. La acción y la pasión de los
que luchan y esperan no será confundida, pues todos los dolores del
mundo son ahora dolores de parto. Jesús encabeza el triunfo de la
vida, es el primogénito: si él ha resucitado, también los que luchan y
mueren como él resucitarán.
La resurrección de Jesús es la señal de que Dios ha decidido llevar a
cabo la gran insurrección de todos los que fueron explotados hasta el
límite de la muerte. A diferencia de las revoluciones humanas, que no
redimen a los muertos, la revolución de Dios en Jesucristo es
verdaderamente radical y universal. Y esto nos permite a los creyentes
sentirnos solidarios en una misma lucha no sólo con las generaciones
futuras, sino también con las generaciones pasadas.
-Testigos de la resurrección: Creer en la resurrección de Jesús no es
sólo tener por cierto que resucitó, sino resucitar con él.
Porque es vencer, ya en esta vida, por la esperanza la desesperación
de la muerte. La fe en la resurrección de Jesús es la única fuerza que
puede disputar a la muerte su dominio. La muerte es el último enemigo
y el arma más poderosa de todos los enemigos del hombre. El poder de
la muerte se anuncia en el hambre, las enfermedades, la explotación,
la marginación, las injusticias... y todo cuanto mortifica a los
hombres y a los pueblos. Creer en la resurrección de Jesús es
sublevarse ya contra ese dominio de la muerte ("Eucaristía 1977").
La Resurrección no es un mito para cantar lo que siempre sucede, el
eterno retorno de la naturaleza o el proceso interminable de
continuadas reencarnaciones, un volver a la vida para volver a morir
desesperadamente... Tampoco es una "historieta piadosa" nacida de la
credulidad y de la profunda frustración de un puñado de discípulos, ni
un hecho histórico hundido en el pasado y sin actualidad y vigencia
para nosotros. La Resurrección de Jesús se presenta como un
acontecimiento que sucede una sola vez y, por lo tanto, una vez por
todas: El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor
resucitado de entre los muertos, Jesús vive ya para siempre y no
vuelve a morir.
Ciertamente no se trata aquí de un hecho documentado históricamente ni
tan siquiera documentable -la "tumba-vacía" no es una prueba histórica
irrefutable de la Resurrección, los incrédulos pueden hallar otras
hipótesis más "razonables" y plausibles-, no es un hecho que pueda ser
objeto de una investigación histórica como las campañas de Julio César
o el incendio de Roma. Pero aunque no puede ser registrado por una
cámara fotográfica, es un acontecimiento real y verdadero para el
creyente y para cuantos se dejan sorprender por la acción imprevisible
de Dios. No queremos decir, sin embargo, que la Resurrección deba
entenderse como lo que sucedió tan sólo en el interior de la fe de un
grupo de discípulos, como un acontecimiento puramente subjetivo. No;
es la Resurrección lo que hizo posible la fe y no la fe lo que produjo
la Resurrección. La Resurrección como misterio de salvación es acción
de Dios en Jesucristo que sale al encuentro de la incredulidad de sus
discípulos
-"Nosotros esperábamos...", "Si no veo en sus manos la señal de los
clavos... no creeré"-, y así, un hecho exterior y objetivo. Este es el
sentido de todo cuanto se dice en el Nuevo Testamento sobre las
"apariciones" a "los testigos que Dios había designado". Los
evangelistas presentan el acontecimiento de la Resurreción como
sentido último y fin de todo cuanto nos dicen de la vida concreta e
histórica de Jesús, el Nazareno; por otra parte, la Resurrección es el
fundamento y el principio de la historia de la comunidad de la que se
ocupará San Lucas en el Libro de los Hechos. Este acontecimiento
central y culminante no puede ser entendido como una ficción de cuanto
supone y origina.
Así, pues, aunque el relato de las apariciones exprese ya la fe de la
comunidad cristiana, esa fe se presenta como una fe fundada en la
Resurrección; y no obstante las contradicciones y oscuridades de estos
relatos, una cosa clara dicen los textos: que Jesús vive, que es el
Señor y se presenta a sus discípulos.
La Resurrección es un hecho improbable desde cualquier punto de vista
meramente humano, pues está en contra de lo que parece absolutamente
cierto: que la muerte acaba con todas las posibilidades de vida. Pero
he aquí que cuando todas las posibilidades humanas se han agotado,
Dios actúa de modo sorprendente y hace valer para el hombre la
posibilidad que únicamente él tiene en sus manos. Este hecho imposible
es por otra parte lo más conveniente y los más deseado, lo único que
puede librar al hombre de todo cuanto le esclaviza y mortifica sus más
hondas esperanzas. Si siempre pasara en el mundo lo que siempre es
posible, no habría salvación para nosotros. Pero ahora es distinto:
¡Ha sucedido lo imposible! ¡La muerte ha sido vencida! Jesús, el Hijo
de Dios, pero también un hombre entre los hombres, vive eternamente.
Esta novedad radical, que supera de antemano todas las revoluciones y
las hace posibles, actúa en el mundo para recrearlo desde un nuevo
principio. Porque Jesús, el hombre que murió como un esclavo víctima
de los poderes de este mundo, ha resucitado y ha sido constituido en
Señor y Juez de la historia, podemos y debemos mantener la esperanza y
llevarla adelante contras todas las injusticias hasta que todos los
enemigos le sean sometidos.
El Cristo misterioso, Jesús, muerto y resucitado, es una garantía de
que la lucha por la justicia tiene sentido. Jesús, vivo por la fe en
la comunidad de los creyentes, funda una esperanza invencible que
nadie ni nada pueden ya domesticar. Jesús, el Señor, es también la
garantía de que "todas las fuerzas de intereses bastardos, de
conformismo, de cobardía, de pesimismo histórico, que tratan de ahogar
cuanto es contestación en nombre de la liberación y de la justicia,
serán impotentes para eliminar de la historia la resistencia contra el
egoísmo, la injusticia y la opresión" ("Eucaristía 1973").
El anhelo de vivir. Es un dato de experiencia que todos sentimos un
profundo deseo de vivir, y de vivir en armonía, en comunión con los
hombres y con el universo entero. Pero frente a tal deseo se impone
una realidad muy distinta: la limitación de nuestro cuerpo, la
injusticia, la separatidad... y la muerte. Sin embargo, algo dentro de
nosotros se resiste a este fracaso; por eso, los hombres buscamos
salidas a estos problemas, especialmente al mayor: a la muerte.
-LOS ANHELOS Y LAS PROMESAS DE ISRAEL. También Israel sintió tales
anhelos y sufrió idénticas decepciones; sin embargo, a Israel se le
habían hecho una serie de promesas: vivir por encima de fracasos y
pecados, comunicación plena con todos los hombres, armonía con el
Universo, etc. Todas estas promesas no eran sino respuestas,
soluciones a las angustias del hombre.
-EL CUMPLIMIENTO DE ESAS PROMESAS EN JESÚS. En determinado momento de
la historia surge un hombre, Jesús de Nazaret, que dice que en él se
cumplen todas las promesas que le habían sido hechas a Israel: "Yo soy
la resurrección y la vida" (Jn 11,25). Pero ese hombre, un buen día,
es apresado, juzgado y condenado a muerte.
-UN GRUPO DE HOMBRES PROCLAMAN EL HECHO. Aquel hombre había formado un
grupo de seguidores. Estos, tras su muerte, se dispersan. Pero a los
pocos días estos hombres se reúnen y proclaman un hecho; que Jesús de
Nazaret, aquél a quien los sumos sacerdotes habían crucificado, ha
resucitado, cumpliendo así las promesas que se le habían hecho a
Israel y dando respuesta al problema más angustioso de todos los
tiempos: la muerte había sido derrotada. Los pescadores tímidos e
ignorantes, llenos de miedo, se han convertido ahora en ardientes
propagandistas que se dejarán matar por defender su convicción de que
Jesús ha resucitado.
-LOS APÓSTOLES VIVIERON UNA EXPERIENCIA DESCONCERTANTE. Aquellos
hombres habían quedado llenos de dudas tras la muerte de su jefe y su
guía. Y aunque él les había hablado de resucitar al tercer día, esto
no es sino una expresión que ellos la entendían como: "al final de los
tiempos"; por eso, los apóstoles no esperaban la resurrección
inmediata de Jesús; era algo que no entra, ni por asomo, en su
imaginación. Tan cierto es esto que, cuando Jesús se manifieste a sus
discípulos, éstos no le van a crecer al principio.
Pero algo sucede, y algo desconcertante, que obliga a los discípulos a
superar sus dudas, sus temores; algo distinto de una resurrección al
estilo de la de Lázaro, y distinto a una aparición cualquiera; algo
maravilloso, nuevo, distinto a cuantas experiencias podían haber
tenido hasta entonces: viven la experiencia de que su maestro ha
resucitado, de que un hombre como ellos ha resucitado, ha superado los
fracasos de esta existencia, de que a uno como ellos, Dios, su Padre,
lo ha introducido en la vida definitiva.
-LA PRIMERA COMUNIDAD CRISTIANA SE CONVIERTE EN TESTIGO. Ese algo que
han experimentado los discípulos ha cambiado, ha transformado
radicalmente a éstos y da lugar a la aparición de la primera comunidad
cristiana. Es el primer acontecimiento histórico que se ha producido
tras la cruz. En el momento de la muerte de Jesús los discípulos
tienen miedo. Ahora se deciden a formar una comunidad en nombre de
aquel muerto; ¿qué ha sucedido en el intermedio? Que el muerto ha
resucitado y así lo han experimentado los discípulos, y por eso forman
esa comunidad, comunidad que, por los motivos que han ocasionado su
origen, se ha convertido en testigo, en el primer signo histórico que
aparece del misterio pascual.
-JESÚS HA SIDO RESUCITADO. Dios Padre ha resucitado a Jesús y ahora
Jesús existe y establece, con esta su nueva existencia, su reinado
sobre el mundo entero, un mundo transformado. Por su resurrección, un
hombre de nuestra tierra y raza se convierte en la cumbre efectiva de
la creación entera, con lo cual la humanidad toda queda exaltada. Por
eso la resurrección de Jesús nos atañe a todos. Si Jesús ha
resucitado, también nosotros resucitaremos. "Porque si los muertos no
resucitan, tampoco ha resucitado el Cristo, y si el Cristo no ha
resucitado, nuestra fe es ilusoria" (1 Cor 15,16s).
En la resurrección de Jesús se hace realidad ante nosotros el
acontecimiento del fin: en él contemplamos el término hacia el que
caminamos nosotros. En el resucitado contemplamos un hombre que ha
triunfado sobre todos los fracasos de esta vida y que existe
totalmente orientado hacia Dios y hacia los demás. Su resurrección es
la anticipación de la nuestra; en Jesús resucitado se ha cumplido la
promesa de Dios para él y para nosotros. Y, sin embargo, todo queda
aún por hacerse: la resurrección de Jesús es nuestra esperanza y
nuestra exigencia de transformación histórica de la vida.
-JESÚS VIVE. Que Jesús ha resucitado significa que, desde los primeros
discípulos hasta nuestros días, hay una serie de personas que tienen
la experiencia real de que Jesús vive. Se trata de descubrir y afirmar
que Jesús está entre nosotros. Lo que interesa es que nosotros, como
los primeros discípulos, tengamos la experiencia de que Jesús ha
resucitado, sintamos en nuestras carnes que Jesús vive, porque hayamos
entrado en contacto con él, y que esto transforme nuestras vidas como
transformó las vidas de sus discípulos primeros (Dabar 1978).
EL DÍA QUE HIZO EL SEÑOR (Sal 117,24). Este es el DÍA que hizo el
Señor, canta gozosa la Iglesia en el Día de Pascua. Este DÍA de
triunfo, de gloria, de promesas cumplidas, es el DÍA que hizo el
Señor, es el DÍA por antonomasia de los cristianos. No lo son el
Jueves ni el Viernes Santos, días en los que Cristo dio la medida
exacta de su talla gigantesca. No. El DÍA que no necesita
calificativos ni apellidos (como son ahora los hombres famosos a los
que se les conoce sólo por el nombre e incluso por las iniciales) es
el Domingo de Resurrección. Hoy.
Este DÍA irrumpe sin que nada ni nadie pueda detenerlo en el horizonte
de la vida cristiana para que, como decía San Pablo, no seamos los más
miserables de los hombres ni sea vana nuestra fe. El sepulcro vacío,
sin cadáver, es una llamada a la esperanza y a lo que debe ser el
estilo de vida cristiano, un estilo de vida que tiene por norte un
HOMBRE RESUCITADO, porque el Dios cristiano no es un Dios de muertos,
sino de vivos, un Dios que quiere que los hombres sean felices y gocen
y rían; un Dios que quiere que los hombres sean hombres de verdad,
capaces de comprender al hombre, de compartir con él la alegría y el
dolor, la escasez y la abundancia, los proyectos y las decepciones; un
Dios que quiere que vivamos en una espléndida libertad porque El murió
y vivió precisamente para que seamos libres, con una libertad como
nada ni nadie puede darnos, porque está apoyada en la verdad. Lo dijo
El en su vida pública con toda rotundidad.
Es inconcebible cómo teniendo este DÍA como quicio en el que se apoya
nuestra fe, y por consiguiente nuestra vida, hayamos dado al mundo, en
tantas ocasiones, el espectáculo de un cristianismo duro, aburrido,
intolerante y hasta cruel. Es incomprensible pero es funesta costumbre
no arrumbada del todo. En buena lógica no podría haber en el mundo
hombres más equilibrados que los cristianos, quizá porque tenemos como
fundamento de nuestra vida la resurrección que supone el triunfo
definitivo sobre lo que resulta más doloroso e inexplicable: la
muerte.
Hoy es un DÍA de buenas noticias y el mundo está necesitando sin duda
que le lluevan noticias favorables, noticias que le descubran lo mucho
que hay en el hombre de bueno si es capaz de vivir, como dice hoy San
Pablo en su carta, buscando las cosas del cielo y no las de la tierra.
Naturalmente que lo dice para aquéllos que, creyendo en la
resurrección, se sienten ya resucitados con Cristo. Esta postura de
Pablo, que la hizo vida de su vida, supone un estilo que apenas tiene
nada que ver con el estilo al uso, pero hay que advertir que buscar
las cosas del cielo no es, ni mucho menos, vivir un angelismo
desencarnado y simplista (algo así como el famoso «opio del pueblo»).
Buscar las cosas del cielo es vivir conociendo perfectamente las de la
tierra para ordenarlas debidamente según una jerarquía de valores y
cuando llegue la hora de elegir, que llegará en algún momento, lo
hagamos desde una fe que se fortalece hoy: la fe en Cristo resucitado.
Creer en Cristo resucitado tiene que producir en los cristianos, en
todos nosotros, un cambio que -repito- resume San Pablo en la Epístola
de hoy de modo tan conciso: buscar las cosas del cielo para hacerlas
realidad en la tierra, que es donde vivimos y donde tenemos que hacer
que Cristo viva para que los hombres crean de verdad que ha resucitado
y camina con nosotros en el día a día que, a veces, resulta un tanto
fatigoso. El DÍA que hizo el Señor, hoy, es un reto importante en
nuestra vida. Es un DÍA que no puede acabar cuando hayamos cantado con
especial énfasis el Gloria y el Aleluya que la liturgia pone como
demostración comunitaria de alegría, sino que tiene que ser el origen
de un cambio profundo para que quienes nos vean adivinen nuestra fe en
la resurrección y perciban la impronta de esa buena noticia que
tenemos y que no pretendemos guardar avaramente, sino darla a los
demás, porque comprendemos que haciéndolo servimos al hombre y le
indicamos, con toda sencillez, el camino que conduce a Dios, un Dios
que ha vencido a la muerte precisamente para que el hombre no mate ni
muera, sino que viva con la mayor intensidad posible.
La resurrección necesitó testigos en su momento; los necesita hoy
también: los cristianos. Pero sólo según vivamos, nuestro testimonio
será fiable (Ana María Cortés).
El amor nos hace ver a Jesús. El evangelio de hoy es una alegoría de
Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a Jesús en su
nuevo dimensión de Hombre Nuevo.
Es el primer día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras,
cuando la fe aún no ha iluminado nuestro día. Estamos, como la
Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una
tumba. Ese vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir,
acciones sin sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando
estamos en crisis y los esquemas antiguos ya no tienen respuesta;
cuando sentimos que tal acontecimiento o nueva doctrina nos quita eso
seguro a lo que estábamos aferrados.
Cuando tomamos conciencia de ello, nos asustamos, creyendo que se
derrumba nuestro mundo bien armado.
¿Y Jesús? Nos lo han robado, justamente a nosotros que creíamos
tenerlo tan seguro, tan bien «conservado».
Habíamos casado a Jesús con cierto modo muy definido de vivir, como si
el tiempo se hubiera detenido para que nosotros pudiéramos gozar y
recrearnos indefinidamente en ese mundo ya hecho y terminado.
Pero sobreviene la crisis, cae ese mundo y Cristo desaparece...
Entonces pedimos ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será
posible que Jesús no esté allí donde lo habíamos dejado debajo de una
pesada piedra para que no escapara?
Es la pregunta de la comunidad cristiana, atónita cuando algo nuevo
sucede en el mundo o en la Iglesia, y debe recomponer sus esquemas.
Pedro y Juan se largan a la carrera. Pedro, lo institucional de la
Iglesia. Juan, el amor, el aspecto íntimo. El amor corre más ligero y
llega antes, pero deja paso a la autoridad para que investigue y
averigüe qué ha pasado. Pedro observa con detenimiento todo, pero no
comprende nada. Mas Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», el que
había estado a los pies de la cruz en el momento en que todos
abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón salía sangre y
agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que compartió el
dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque el
amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había
resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había
obcecado y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo
más tarde, cuando junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple
testimonio de amor: "¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo
por el mismo derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será
recuperado y no solamente creerá, sino que -como hemos leído en la
primera lectura- dará testimonio de ese Cristo resucitado que "había
comido y bebido con él después de la resurrección".
La lección del Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a
Jesús en su nueva dimensión; sólo quien primero acepta su camino de
renuncia y de entrega, puede compartir su vida nueva.
Inútil es, como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar
explicaciones. La fe en la Pascua es una experiencia sólo accesible a
quienes escuchan el Evangelio del amor y lo llevan a la práctica.
El grano de trigo debe morir para dar fruto. Si no amamos, esta Pascua
es vacía como aquella tumba. Si esta Pascua no nos hace más hermanos,
sus palabras son mentirosas. Si esta comunidad no vive y crece en el
amor, si no pasa «haciendo el bien y curando a los oprimidos» (primera
lectura), ¿cómo pretenderá dar testimonio de Cristo? ¿Y cómo lo podrá
ver y encontrar si Cristo sólo está donde "dos o tres se reúnen en mi
nombre"?
La Pascua, levadura del mundo. El breve mensaje de Pablo (segunda
lectura) sirve de magnífico cierre para estas reflexiones de cuaresma
y semana santa. «Basta un poco de levadura para fermentar toda la
masa.» No nos preguntemos con los técnicos de estadísticas cuántos
somos los cristianos en el mundo, es decir, los bautizados por el
agua. Lo que importa es cómo vivimos esa fe -y aquí no podemos hacer
estadísticas-, si como levadura vieja o nueva. Hace dos mil años, un
pequeño grupo de hombres, conscientes de la Presencia viva de Cristo y
llenos de su Espíritu, se metieron sigilosamente en la gran masa
humana, colocando en ella la nueva levadura de la Pascua. Ya conocemos
los resultados.
Hoy los cristianos somos un escaso grupo, aunque numéricamente grande,
en proporción al mundo moderno y sus problemas. Pero no es esa la
cuestión que debe preocuparnos. El interrogante es otro: ¿Qué
significamos para el mundo de hoy? ¿Qué nueva levadura aportamos? ¿Qué
representará para los hombres de este año que corre por el tercer
milenio el que nosotros hayamos celebrado una Pascua más? Pablo nos
invita a celebrarla «con los panes ácimos de la sinceridad y la
verdad». Quizá sea éste nuestro camino y el mejor aporte a un mundo
corrompido por la mentira. Predicarles el mensaje de la verdad con una
vida nueva, amasada de sinceridad... Bastará un poco. y con el tiempo
fermentará toda la masa (Santos Benetti).
La Resurrección, signo del Reino. La resurrección no se instala en el
más acá de la historia, sino en el más allá, pues es Ia misma puerta
de entrada al Reino definitivo de Dios y su manifestación suprema.
Comprender o pretender comprender la resurrección con un criterio
biologista o simplemente historicista es lo mismo que querer abarcar
el misterio del Reino desde esos mismos ángulos. Si toda la vida de
Jesús no fue sino el abrirse del Reino tanto por sus palabras como por
sus actos (signos), su resurrección fue la irrupción plena del Reino
en el mundo, como si se anticipara en Cristo a fin de que los demás
hombres nos aferráramos a él con segura confianza. Es así como Pablo
pudo decirles a los corintios que dudaban del significado de la
resurrección: "si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es inútil" (1
Cor 15,14).
Quizá todo esto pueda sorprendernos, pero no nos debiera sorprender si
pensamos que el Reino no es el establecimiento de cierta institución
religiosa en el mundo (tal como pensaban los judíos) sino el
advenimiento de la liberación total a un hombre que se siente pobre,
ciego, oprimido, en lágrimas o muerto.
La palabra "resurrección", que de por sí sólo significa «levantarse»,
es la expresión evangélica de que en Cristo el Reino es ya una plena
realidad. Cristo -como recuerda Rom 6,3-11- es el primero en ser
liberado radicalmente de toda forma humana de servidumbre (servidumbre
a la ley, al pecado y a la muerte, según Pablo) para surgir como un
hombre que sólo ahora puede llamarse con propiedad «nuevo» porque no
tiene ejemplar alguno similar en la raza humana adamítica.
Y siendo Cristo la cabeza de una nueva raza de hombres, el primero
entre todos, su resurrección no se cierra en él como una aureola
particular, sino que pasa a ser en la esperanza el patrimonio de toda
la humanidad creyente.
Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue
sacado por Dios de la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se
realiza en cada hombre, ahora sólo entre luchas y como primicias,
mañana como total realidad. Por esto, la resurrección es la garantía
de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos creemos que si hoy
reina en el mundo la opresión bajo variadas formas, si nuestra
historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, si el odio y la
ambición funcionan como motores de muchas gestas humanas, también
estamos convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe
cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.
En síntesis: la palabra o el concepto de «resurrección» pretende
significar que el Reino triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo
del Reino es la victoria de la vida en cuanto tal, la victoria sobre
las limitaciones humanas, sobre los conflictos que prostituyen al
hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una liberación plena:
«plena», porque el Reino de por sí, por ser de Dios, es plenitud de
vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es nuestra plenitud, y
en él vemos como anticipadamente cuál es la última intención de Dios
sobre el hombre.
Jesús alcanza la resurrección después de pasar por la puerta estrecha
de la muerte. En este sentido su resurrección nos muestra que morir
como murió Cristo, en libertad y por amor, no es algo sin sentido, que
su muerte no fue inútil ni el trágico desenlace que nos puede
emocionar pero que sigue siendo un hecho «irreparable», tal como
sucede en los cementerios donde encontramos lápidas que rezan la
«irreparable pérdida que los deudos lloran acongojados».
El viernes santo veíamos en la muerte de Jesús la muerte brutal,
anónima, silenciosa o heroica de millones de hombres sacrificados al
ritmo de una historia manejada por las manos de los poderosos. Pues
bien, esas muertes no son un absurdo ni una pérdida definitiva. Desde
la resurrección de Cristo, ellas aparecen como una positiva
contribución a la caída definitiva de toda estructura opresora -sea
del signo que sea- que impida al hombre llegar a ser aquello para lo
que fue llamado: la imagen de Dios, del Dios de la vida.
El cristiano no se avergüenza de creer en esta utopía, pues lo es, ya
que «no tiene cabida aquí entre nosotros todavía». Porque creemos en
esta utopía -la utopia del Reino- aún podemos llamarnos cristianos. Y
a eso le damos el nombre de esperanza. Y esta esperanza es al fin y al
cabo la palanca que mueve la historia.
La Resurrección, fruto de la lucha diaria. La resurrección del domingo
de Pascua no puede ser entendida si la desconectamos de toda la vida
de Jesús. En efecto, Cristo no se encontró de repente con la
resurrección que le ofrecía Dios; en realidad, recogió en su muerte lo
que había sembrado durante toda su vida. Jesús luchó por la
pervivencia del Reino entre los hombres; lo anunció, pero también lo
hizo efectivo: dio de comer a los hambrientos, curó a los enfermos, se
enfrentó con las autoridades, rebatió sus esquemas religiosos, criticó
duramente la actitud de zorros de algunos y la voracidad de otros, sin
pensar en ningún momento que todo se iba a resolver buenamente en la
otra vida. No fue un piadoso idealista, un romántico de la revolución
social o un poeta de la utopía. De ello dan testimonio todos los
evangelios.
Sin embargo, no siempre el cristiano entendió que la esperanza del
Reino -o de la resurrección- no podía limitarse a cruzar los brazos
para que con la muerte todo se solucionara. Esta actitud fue definida
en el siglo pasado como «opio del pueblo», como cortina de humo que
impide al hombre asumir toda su responsabilidad en la liberación de
los pueblos y de sí mismo. El cristianismo -como se desprende de los
relatos de la resurrección- no es la religión de los muertos. «No
busquéis entre los muertos al que está vivo...» No anuncia que la
muerte todo lo resuelve y que es mejor estar en el cementerio con Dios
que aquí entre los hombres. Por todo ello, nuestra fe en la
resurrección implica por su misma esencia un compromiso cotidiano y
real para que la liberación del Reino se haga presente aquí y ahora,
si bien reconocemos de antemano que tal liberación podrá no ser
completa y definitiva. Pero menos podrá ser completa si nos
desentendemos de los conflictos que hoy vive la humanidad para
refugiarnos en la religión del sopor y de la mentira.
La crisis de fe que atraviesa el mundo moderno no tiene por motivo la
persona de Jesucristo ni la validez de su evangelio sino precisamente
la ausencia de Cristo y del evangelio en el cristianismo tal como se
lo vive. No es de fe de lo que se nos acusa sino de pereza y cobardía,
dos vicios que son el anti-cristo por antonomasia.
La Resurrección, eclosión del Espíritu. Pascua es «la fiesta»
cristiana por antonomasia; es «el día del Señor», que se prolonga a lo
largo de todo el año en cada domingo, pequeña pascua semanal. Pero es
la fiesta de una comunidad renovada por el Espíritu de la vida. Según
Pablo, fue el Espíritu Santo el que dio vida al cuerpo de Jesús
transformándolo en el Señor y la cabeza de la Iglesia (Rom 8,11).
Pues bien, la Pascua -tan íntimamente relacionada con Pentecostés, de
tal forma que conforma con ella una sola solemnidad- adquiere sentido
desde una comunidad cristiana que se renueva permanentemente a
impulsos del Espíritu. Si la Nueva Alianza es la obra del Espíritu que
graba en nuestros corazones la ley del amor, la Pascua es la eclosión
e irrupción de ese Espíritu en hombres dispuestos a decirle sí a la
vida.
Una de las experiencias más tristes del cristianismo es la de haber
perdido la frescura del Espíritu, el permanente rebrotar de la
primavera. Nunca podemos olvidarnos de que Jesús resucita en la luna
llena de la primavera, como si toda la naturaleza que despierta de la
muerte invernal fuese el preludio de un renacimiento universal, tanto
de los hombres como del universo entero, como interpreta Pablo (Rom
8,19-23). Cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a
despertar y revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en
rutina, tedio, cansancio, aburrimiento e indiferencia.
Vivir esta Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por
pensar de nuevo las cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas,
como si todo lo ya hecho fuese sólo un peldaño en el ascenso hacia el
Reino, plenitud de la vida.
La Pascua nos urge a profundizar en el significado de los textos
bíblicos -tal como hace Jesús con los discípulos de Emaús- para
aprender a ver con nuevos ojos cosas que antes no veíamos o veíamos de
un modo imperfecto (Santos Benetti).
El grito de Miguel de Unamuno: «No quiero morirme, no, no, no quiero
ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo,
este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí». Este pobre hombre
que somos todos y cuyas pequeñas esperanzas se ven tarde o temprano
malogradas e, incluso, completamente destrozadas, necesita descubrir
en el interior mismo de su vivir un horizonte que ponga luz y alegría
a su existencia. Felices los que esta mañana de Pascua puedan
comprender desde lo hondo de su ser, las palabras de aquel periodista
guatemalteco que, amenazado de muerte, expresaba así su esperanza
cristiana: «Dicen que estoy amenazado de muerte... ¿Quién no está
amenazado de muerte? Lo estamos todos desde que nacemos... Pero hay en
la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie estamos amenazados
de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza,
amenazados de amor. Estamos equivocados. Los cristianos no estamos
amenazados de muerte. Estamos «amenazados» de resurrección. Porque
además del Camino y la Verdad, él es la Vida, aunque esté crucificada
en la cumbre del basurero del Mundo» (José Antonio Pagola).
DIOS LO HA RESUCITADO
Vio y creyó... Pocos escritores han logrado hacernos intuir el vacío
inmenso de un universo sin Dios, como el poeta alemán Jean Paul en su
escalofriante "Discurso de Cristo muerto" escrito en 1795. Jean Paul
nos describe una visión terrible y desgarradora. El mundo aparece al
descubierto. Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia
la resurrección. Aparece en el cielo un Cristo muerto. Los hombres
corren a su encuentro con un terrible interrogante: ¿No hay Dios? y
Cristo muerto les responde: No lo hay. Entonces les cuenta la
experiencia de su propia muerte: «He recorrido los mundos, he subido
por encima de los soles, he volado con la vía láctea a través de las
inmensidades desiertas de los cielos. Pues bien, no hay Dios. He
bajado hasta lo más hondo a donde el ser proyecta su sombra, he mirado
dentro del abismo y he gritado allí: ¡Padre! ¿Dónde estás? Sólo
escuché como respuesta el ruido del huracán eterno a quien nadie
gobierna... Y cuando busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se
fijó en mí una órbita vacía y sin fondo...».
Entonces los niños muertos se acercan y le preguntan: Jesús, ¿ya no
tenemos Padre? Y él contestó entre un río de lágrimas: Todos somos
huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos estamos sin Padre!...».
Después Cristo mira el vacío inmenso y la nada eterna. Sus ojos se
llenan de lágrimas y dice llorando: «En un tiempo viví en la tierra.
Entonces todavía era feliz. Tenía un Padre infinito y podía oprimir mi
pecho contra su rostro acariciante y gritarle en la muerte amarga:
¡Padre! saca a tu hijo de este cuerpo sangriento y levántalo a tu
corazón. Ay, vosotros, felices habitantes de la tierra que todavía
creéis en El. Después de la muerte, vuestras heridas no se cerrarán.
No hay mano que nos cure. No hay Padre...».
Cuando el poeta despierta de esta terrible pesadilla, dice así. «Mi
alma lloró de alegría al poder adorar de nuevo a Dios. Mi gozo, mi
llanto y mi fe en El fueron mi plegaria». Cristianos habitados por una
fe rutinaria y superficial, ¿no deberíamos sentir algo semejante en
esta mañana de Pascua? Alegría. Alegría incontenible. Gozo y
agradecimiento. «Hay Dios. En el interior mismo de la muerte ha
esperado a Jesús para resucitarlo. Tenemos un Padre. No estamos
huérfanos. Alguien nos ama para siempre». Y si ante Cristo resucitado,
sentimos que nuestro corazón vacila y duda, seamos sinceros.
Invoquemos con confianza a Dios. Sigamos buscándole con humildad. No
lo sustituyamos por cualquier cosa. Dios está cerca. Mucho más cerca
de lo que sospechamos (José Antonio Pagola). Hay una lucha por la vida
que debemos iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en
el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el
amor a la muerte» (E. Fromm). Desde el interior mismo de nuestro
corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos
orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una
entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida... O
nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo
estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros, una
apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno. Es en su propio
corazón donde el creyente, animado por su fe en el resucitado debe
vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y
orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando
cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en
una muerte anticipada.
Pero no se trata solamente de revivir personalmente sino de poner vida
donde tantos ponen muerte.
La «pasión por la vida» propia del que cree en la resurrección, debe
impulsarnos a hacernos presentes allí donde «se produce muerte», para
luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida.
Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios
resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos
los frentes.
Quizás sea ésta la pregunta que debamos hacernos esta mañana de
Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes?
¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el
aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos
pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el
deterioro creciente de la naturaleza? (José Antonio Pagola).
Los cristianos hablamos casi siempre de la resurrección de Cristo como
de un acontecimiento que constituye el fundamento de nuestra propia
resurrección y es promesa de vida eterna, más allá de la muerte. Pero,
muchas veces, se nos olvida que esta resurrección de Cristo es, al
mismo tiempo, el punto de partida para vivir ya desde ahora de manera
renovada y con un dinamismo nuevo. Quien ha entendido un poco lo que
significa la resurrección del Señor, se siente urgido a vivir ya esta
vida como «un proceso de resurrección», muriendo al pecado y a todo
aquello que nos deshumaniza, y resucitando a una vida nueva, más
humana y más plena.
No hemos de olvidar que el pecado no es sólo ofensa a Dios. Al mismo
tiempo, es algo que paga siempre con la muerte, pues mata en nosotros
el amor, oscurece la verdad en nuestra conciencia, apaga la alegría
interior, arruina nuestra dignidad humana. Por eso, vivir
«resucitando» es hacer crecer en nosotros la vida, liberarnos del
egoísmo estéril y parasitario, iluminar nuestra existencia con una luz
nueva, reavivar en nosotros la capacidad de amar y de crear vida.
Tal vez, el primer signo de esta vida renovada es la alegría. Esa
alegría de los discípulos «al ver al Señor». Una alegría que no
proviene de la satisfacción de nuestros deseos ni del placer que
producen las cosas poseídas ni del éxito que vamos logrando en la
vida. Una alegría diferente que nos inunda desde dentro y que tiene su
origen en la confianza total en ese Dios que nos ama por encima de
todo, incluso, por encima de la muerte.
Hablando de esta alegría, Macario el Grande dice que, a veces, a los
creyentes «se les inunda el espíritu de una alegría y de un amor tal
que, si fuera posible, acogerían a todos los hombres en su corazón,
sin distinguir entre buenos y malos». Es cierto. Esta alegría pascual
impulsa al creyente a perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a
los más enemigos, porque nosotros mismos hemos sido acogidos y
perdonados por Dios.
Por otra parte, de esta experiencia pascual nace una actitud nueva de
esperanza frente a todas las adversidades y sufrimientos de la vida,
una serenidad diferente ante los conflictos y problemas diarios, una
paciencia grande con cualquier persona.
Esta experiencia pascual es tan central para la vida cristiana que
puede decirse sin exagerar que ser cristiano es, precisamente, hacer
esta experiencia y desgranarla luego en vivencias, actitudes y
comportamiento a lo largo de la vida (José Antonio Pagola).
«Dinos, María, ¿qué has visto en el camino?»
Una de las piezas maestras del canto gregoriano es, sin duda, la
secuencia de la fiesta de hoy: Victimae paschali laudes, «Alabanzas a
la víctima pascual». Con anterioridad al concilio de Trento existían
numerosas secuencias litúrgicas medievales, un canto que precedía a la
proclamación del evangelio. Desde ese Concilio, quedan sólo unas pocas
en la liturgia que tienen una gran calidad musical: recordemos, por
ejemplo, el famoso Veni Creator del día de Pentecostés, el Stabat
Mater del Viernes de Dolores, o el Dies irae de la misa de difuntos,
me parece que casi prohibido por ser demasiado tétrico, que queda sin
embargo en el rezo de la liturgia de las horas, en la última semana
del año litúrgico.
El texto latino de la secuencia de hoy, que es del siglo Xl, no tiene
especial valor, pero incluye un diálogo lleno de lirismo e ingenuidad
con María Magdalena. La traducción oficial española lo versifica con
dignidad: "¿Qué has visto de camino, María en la mañana?". Y María
responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles
testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi
esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los
suyos la gloria de la pascua».
María Magdalena, la que los cuatro evangelios presentan al pie de la
cruz, es la gran protagonista de las primeras apariciones del
Resucitado. Su nombre está recogido por los tres sinópticos dentro del
grupo de mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo de Jesús y se
encontraron con la tumba vacía y el anuncio de que Jesús había
resucitado. En el evangelio de Juan, María Magdalena acude sola al
sepulcro, lo encuentra vacío y vuelve corriendo a comunicarlo a los
discípulos, como hemos escuchado en el relato de hoy. Inmediatamente
después continúa con la aparición de Jesús a Magdalena en la que ésta
le confunde con el hortelano.
¿Quién fue María Magdalena? Es del grupo de mujeres que acompañaban a
Jesús y le ayudaban con sus bienes. Dirá Lucas que Jesús había
expulsado de ella siete demonios. Y, como indicábamos antes, Magdalena
tiene un puesto muy importante, tanto al pie de la cruz, como en las
primeras apariciones del Resucitado. De la población galilea de
Magdala. La tradición cristiana latina, es decir occidental, ha hecho
coincidir a María Magdalena con aquella mujer, pecadora pública, que
irrumpe durante la comida de Jesús con el fariseo Simón y a la que se
le perdonan sus muchos pecados porque amaba mucho. Y también se la ha
hecho coincidir con María, la hermana de Lázaro y Marta. Sería
también, por tanto, la que escuchaba a los pies de Jesús mientras su
hermana Marta se afanaba en el trabajo doméstico, la que fue testigo
de la resurrección de su hermano y, también la que vertió, ante el
escándalo de Judas, una libra de perfume de nardo puro sobre los pies
de Jesús. Pero según los evangelios Magdalena sería una conversa a la
que Jesús había cambiado la vida, que se mantiene fiel cuando han
huido atemorizados los discípulos y que es testigo privilegiado de las
primeras apariciones del Resucitado.
Últimamente se han construido sobre la figura de María Magdalena otras
hipótesis que carecen de fundamento en los evangelios: recordemos
desde lo que podía insinuar Jesucristo Superstar hasta La última
tentación de Cristo que Martín Scorsesse tomó de una novela, hasta las
recientes versiones de cine como El código da Vinci.
María Magdalena pudo haber sido aquella mujer que experimentó, en
aquella comida convencional ofrecida por el fariseo al maestro, que
nadie la había mirado con tanta pureza y comprensión y nadie había
sabido reconocer la existencia de su mucho amor en su corazón como lo
hizo el maestro. Y fue ese amor nuevo, que la limpieza de Jesús había
hecho surgir dentro de su ser, el que le empujó a derramar aquella
libra de nardo puro, intuyendo de alguna manera que no lo iba a poder
hacer en el día de su sepultura. Y aquella mujer nueva, que amaba
mucho porque sentía que se la había perdonado mucho, será la que
estará firme junto a la cruz y la protagonista del anuncio inesperado
de que el maestro había resucitado.
En este día de pascua en que, como dice la vieja secuencia, los
cristianos presentan «ofrendas de alabanza», nos dirigimos a esta
mujer que fue primer testigo del centro de nuestra fe: la muerte y la
resurrección de Cristo. Y, podemos preguntarle también con esa vieja e
ingenua secuencia de pascua: «¿Qué has visto de camino, María, en la
mañana?». Ojalá nuestra fe nos pueda decir, en esta mañana de la
pascua siempre florida -porque el grano de trigo ha comenzado a dar
vida- lo que sintió aquella mujer que quizá había sido pecadora, de
cuyo corazón Jesús había expulsado muchos demonios y que, fue fiel a
su Señor en la cruz y en la resurrección.
«Dinos, María», en esta mañana de pascua, que nadie hablaba tan de
verdad al corazón como aquel a quien tú escuchabas sentada a sus pies.
Dinos que tenemos que trabajar, que entregarnos a la lucha de la vida,
a las personas a las que queremos... Pero que nunca nos olvidemos de
lo que es últimamente lo único necesario: estar a la escucha de
nuestro yo, en donde pueda resonar la palabra del Señor resucitado.
«Dinos, María», que Jesús resucitado puede expulsar de nosotros todos
esos demonios que están como agarrados a nuestro corazón; que él puede
cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne y hacer que nos
nazca una carne nueva sobre nuestra carne vieja y podrida.
«Dinos, María», lo que sentiste cuando Jesús te miraba a los ojos y al
corazón en aquella fría comida del fariseo. Dinos que podemos
encontrar en Jesús a alguien que nos mira siempre con limpieza; que
espera de nosotros lo mejor; que sabe descubrir en los escondrijos de
nuestro ser y de nuestra vida ese poso de bondad que todos llevamos
dentro. Dinos que es más importante amar mucho que errar mucho, que al
que mucho se le perdona, mucho ama. Dínoslo hoy, María, al corazón...
"Dinos, María", que cuando se vive en el amor se está más allá de esas
lógicas fariseas que siempre calculan todo; que la fuerza del amor es
inseparable del riesgo y la generosidad, hasta de cierta locura... Es
lo que tú hiciste derramando sobre los pies de Jesús esa libra de
nardo puro.
"Dinos, María", que valió la pena estar junto a la cruz del Señor,
intentándole dar aunque sólo sea tu compañía y tu amor, y que el
seguidor del maestro tiene que estar junto a las cruces del hombre de
nuestro tiempo.
Y «dinos, sobre todo, María», en esta mañana de pascua, que podemos
sentir que Cristo resucitado nos llama por nuestro propio nombre y nos
dice siempre al corazón una palabra de aliento y esperanza. Dinos que
hay siempre una Galilea, una patria de bondad, en la que Cristo nos
aguarda. Dinos que Cristo debe ser nuestro amor y nuestra esperanza.
Dinos que ese Cristo resucitó de veras que sigue hoy vivo ante mi
propia vida. «Dinos, María», que ha resucitado Cristo nuestra
esperanza y nos llama por nuestro nombre, con el mismo cariño con el
que pronunció el tuyo; que el amor es más fuerte que el pecado y la
vida más fuerte que la muerte.
«Dinos, María», en esta mañana de pascua, lo que decía la vieja
secuencia medieval: "¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid
a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de
la pascua (Javier Gafo).
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