de la jornada, cansado, volvió a Betania, aldea situada muy cerca de
la capital, donde solía alojarse en sus visitas a Jerusalén. Allí, sus
amigos tenían un sitio para Él y los suyos. Son Lázaro, Marta y María,
hermanos, que esperan llenos de ilusión la llegada del Maestro,
contentos de poder ofrecerle sus servicios. Y en Betania tiene lugar
un episodio que recoge el Evangelio de la Misa de hoy. Seis días antes
de la Pascua -relata San Juan-, fue Jesús a Betania. Allí le
ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban
con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo
auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó
con su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente salta a la vista la generosidad de esta mujer. Desea
manifestar su agradecimiento al Maestro, por haber devuelto la vida a
su hermano y por tantos otros bienes recibidos, y no repara en gastos.
Judas, presente en la cena, calcula exactamente el precio del perfume.
Pero, en vez de alabar la delicadeza de María, se abandona a la
murmuración: ¿por qué no se ha vendido este perfume por trescientos
denarios para dárselos a los pobres? En realidad, como hace notar San
Juan, no le importaban los pobres; le interesaba manejar el dinero de
la bolsa y robar su contenido.
«La valoración de Jesús es muy diversa», escribe Juan Pablo II. «Sin
quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se
han de dedicar siempre los discípulos -"pobres tendrán siempre con
ustedes"-, Él se fija en el acontecimiento de su muerte y sepultura, y
aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su
cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente
unido al misterio de su persona».
Para ser verdadera virtud, la caridad ha de estar ordenada. Y el
primer lugar lo ocupa Dios: amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el
primer mandamiento. El segundo es como éste: amarás a tu prójimo como
a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los
Profetas. Por eso, se equivocan los que -con la excusa de aliviar las
necesidades materiales de los hombres- se desentienden de las
necesidades de la Iglesia y de los ministros sagrados. Escribe San
Josemaría Escrivá: «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en
Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el
deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
-Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. -Y contra los
que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye
la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" -una buena
obra ha hecho conmigo… la caridad cristiana no se limita a socorrer al
necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar
y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad
de hombre y de hijo del Creador».
La Virgen María se entregó completamente al Señor y estuvo siempre
pendiente de los hombres. Hoy le pedimos que interceda por nosotros,
para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se
unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda (Javier
Echevarría).
Isaías habla de la venida de Jesús, el enviado de Dios: "Este es mi
Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi
alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él para que lleve el derecho a
las naciones. Él no gritará, no levantará la voz ni la hará resonar
por las calles. No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que
arde débilmente. Expondrá el derecho con fidelidad; no desfallecerá ni
se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra, y las costas
lejanas esperarán su Ley. Así habla Dios, el Señor, el que creó el
cielo y lo desplegó, el que extendió la tierra y lo que ella produce,
el que da el aliento al pueblo que la habita y el espíritu a los que
caminan por ella. Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de
la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de
las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de
la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las
tinieblas". Son las más bellas profecías sobre Jesús. Se presenta a
un misterioso personaje: de ningún modo a un mesías rey, sino a un
mesías pobre. Humilde, manso, perseguido, salva a su pueblo con su
muerte. Es un perfecto siervo de Dios. Jesús lo conocía y dirá: "No he
venido para ser servido sino para servir".
Y, en verdad, Señor, tomaste la condición de siervo, cuando lavaste
los pies de tus discípulos y, sobre todo, en la cruz con tu muerte por
nosotros... Quiero contemplar detenidamente esa actitud: Jesús,
siervo... ¿Qué sentimientos implica? ¿Cuáles eran tus pensamientos?
Ayúdanos a ser «servidores»... de Dios... de nuestros hermanos… Por mi
bautismo, que renovaré el próximo sábado en la santa noche de Pascua,
he recibido el don del Espíritu... he recibido un nombre por el cual
Dios me llama hijo suyo... Te tomé de la mano... te envié al mundo
para que fueras alianza y luz. De todo ello será símbolo la vela
encendida, que tendré en la mano, el sábado por la noche, al renovar
mi profesión de Fe. Contigo, Jesús, quiero asumir la responsabilidad
de mi bautismo. Pero para que sea así, te necesito.
-"No gritará, ni alzará el tono, no aplastará la caña quebrada, ni
apagará la mecha mortecina". Son unas dulces imágenes de ti, Jesús.
Imágenes de tu bondad. Tú eras así. Delicadeza total respecto a los
demás. «¡Felices los que construyen la paz, nos decías. Serán llamados
hijos de Dios!» «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y
en mí hallaréis descanso.» En este tiempo de alboroto y de violencia,
hazme, Señor, un instrumento de tu paz, de tu silencio, de tu bondad
(de "Palabra de Dios para cada día", ed. Claret).
El Salmo es de David, y canta: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién
temblaré? / Cuando se alzaron contra mí los malvados para devorar mi
carne, fueron ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropezaron y
cayeron. / Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá;
aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la confianza. / Yo
creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los
vivientes. / Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el
Señor". Está lleno de serenidad, confianza en Dios en el día tenebroso
del asalto de los malvados que son como fieras que avanzan armados: es
una batalla que estalla con persecución. Vemos también que el
comportamiento del hombre justo fastidia, pues es como un reproche
para los perversos. Pero él no está solo y su corazón mantiene una paz
interior sorprendente: «El Señor es mi luz y mi salvación»: «¿a quién
temeré?... ¿quién me hará temblar?... mi corazón no tiembla... me
siento tranquilo» san Pablo dirá: «Si Dios está por nosotros ¿quién
contra nosotros?». Se obtiene con la oración: "El Señor es la defensa
de mi vida" (Salmo 26, 1). El rostro de Dios es la meta de la búsqueda
espiritual del orante, «buscar el rostro del Señor» es lo mismso que
decir «gozar de la dicha del Señor» en los salmos. San Juan nos dice
que luego «le veremos tal cual es». Y san Pablo: «entonces veremos
cara a cara». Orígenes escribe: «Si un hombre busca el rostro del
Señor, verá la gloria del Señor de manera desvelada y, al hacerse
igual que los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en
los cielos». Y san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de
este modo la oración del salmista: «No he buscado en ti algún premio
que esté fuera de ti, sino tu rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con
perseverancia insistiré en esta búsqueda; no buscaré otra cosa
insignificante, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, ya
que no encuentro nada más valioso... "No te alejes airado de tu
siervo" para que buscándote no me encuentre con otra cosa. ¿Qué pena
puede ser más dura que ésta para quien ama y busca la verdad de tu
rostro?".
También los nardos que María de Betania derrama hoy sobre Jesús son
imagen y símbolo de aquel óleo celestial e invisible, de la fuerza
vital divina de la que se nos dice proféticamente en el salmo: "Dios,
tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría por encima de tus
compañeros" (44,8). Ese óleo de la alegría celestial es el que Dios
Padre ha derramado sobre la cabeza sangrienta y coronada de espinas
del Hijo crucificado; de aquí que lleve el nombre de: Cristo, el
Ungido. Y como el camino que conduce a esta unción pasa a través de su
muerte y sepultura, puede Jesús decir también con doble sentido:
"Dejadla que lo conserve para el día de mi sepultura". La unción de
María indica ya de antemano la muerte y sepultura de Jesús, así como
la gloria subsiguiente de su sacerdocio y reino. La "despilfarradora",
por tanto, se muestra como verdadera creyente cristiana.
Los gladiadores de la arena ungían su cuerpo antes de la lucha.
También Cristo se enfrenta con su pasión como un luchador. Es el gran
combate, la lucha hasta la muerte con el enemigo de Dios, Satanás. La
unción que había de reforzar y dar agilidad a su naturaleza humana,
fortaleciéndola como a un luchador en la arena, esta unción de la
fuerza de Dios la recibió el Señor en el monte de los Olivos de manos
del Padre: otro motivo para poder atribuir a la unción de Betania el
carácter de imagen y símbolo prefigurativo. Los nardos de María
exhalan el gozoso aroma de la vida, de la próxima gloria real y de la
dignidad del sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo sirven de
aviso para la lucha y la muerte, la sepultura y el amortajamiento.
El milagro que obró Eliseo con el aceite nos recuerda que Cristo mismo
es este perfume, Él es el bálsamo que baja del cielo y que, según el
plan amoroso del Padre, habrá de salvar a toda la Humanidad, siempre
que ésta crea en Él, elevándola a la dignidad de sacerdotes y reyes.
El recipiente del bálsamo -el cuerpo humano de Jesús- había de
destruirse en la muerte para que se esparciese el nardo y desde la
cabeza- desde Cristo resucitado- empapase a todo el cuerpo de la
Iglesia, haciéndola así apta para ser ungida y consagrada como cuerpo
real y sacerdotal de Cristo. Había de romperse este vaso de alabastro
para que el ungüento celestial pudiese llenar los recipientes vacíos
de la Iglesia; su aroma debía llenar toda la casa y enriquecer a los
"pobres". Este es, en realidad, el misterio oculto de la unción de
Betania. No lo puede sufrir el traidor, pero nosotros hemos de saber
reconocer con gozo que el ungüento que, por voluntad de Jesús, fue
allí derramado, es la verdadera riqueza de los pobres, es la vida
divina que se prodiga a sí misma. Se comunica, claro está, primero al
Hijo, pero por Él se da, brotando de sus heridas, a "los pobres", esto
es, a los hombres que estaban desposeídos de la gracia y destinados a
morir. Este misterio de la corriente de aceite que fluye del cielo de
manera maravillosa y torna en riqueza la pobreza del mundo pecador,
fue ya anunciado en tiempo de Noé como don de reconciliación de Dios,
por medio de la paloma que volvió con el ramito de olivo en el pico.
Fue también prefigurado simbólicamente por el milagro que hizo el
profeta con el aceite, y más aún, por la unción de María. Pronto va a
tener realidad litúrgica en la consagración de los santos óleos que se
verifica el Jueves Santo, y en la unción de los neófitos del Sábado
Santo. Cuando en el Jueves Santo las solemnes palabras de la
consagración piden que la fuerza de Dios descienda sobre su santo
óleo: cuando el obispo y todos los sacerdotes se arrodillan por tres
veces ante el óleo consagrado, diciéndole: "¡Te saludo, oh santo
crisma. Te saludo, oh santo óleo!"; cuando, por último, dos días más
tarde el obispo o sacerdote unge la coronilla de los neófitos con este
crisma consagrado, diciendo al mismo tiempo: "El Dios Todopoderoso, el
Padre de Nuestro Señor Jesucristo... te unja con el crisma de la salud
en este mismo Cristo Jesús, Nuestro Señor, para la vida eterna",
entonces es el momento en que la acción simbólica de la amante María
alcanza toda su realidad. Entonces todas las imágenes simbólicas de
los tiempos antiguos quedan plasmadas en hechos reales y se pone al
descubierto el misterio oculto. La divina paloma vuela entonces hacia
el arpa de la Iglesia llevando en el pico el ramito de olivo, es
decir, la vida nacida de la muerte. Entonces es cuando se llenan los
recipientes vacíos de la Iglesia sin jamás llegarse a agotar el
aceite, ya que a diario nacen a la vida terrena innumerables personas
que han de alimentarse de esa vida divina. María de Betania
contribuye, en verdad, a la sepultura de Cristo cuando los que son
bautizados -enterrados con Cristo- reciben de manos de la Iglesia la
santa unción bautismal. El "buen olor de Cristo" (2 Co 2, 15) se
expande entonces por toda la casa de la Iglesia y la voz del odio
tiene que enmudecer porque la pobreza, rica ya ahora, se regocija del
despilfarro del amor (Emiliana Löhr).
Jesús dice: esta mujer tiene razón, sólo ella ha comprendido y no debe
ser molestada. ¿Por qué ha comprendido? Jesús continúa: "Ella ha hecho
una obra buena conmigo". Los judíos hablaban a menudo de acciones
buenas, que eran precisamente las obras de misericordia y Jesús parece
decir: Yo también soy alguien, yo también soy objeto de su amor, de su
misericordia, por tanto lógicamente no me pueden negar algo con el
pretexto de dárselo a otro; también yo soy una persona delante de
vosotros, que puede tener necesidad de vosotros. Podemos intuir este
significado: esta mujer ha obrado bien, me ha honrado y esto es justo;
nadie puede decir que se pierda tiempo o se malgaste dinero. Esta
mujer, pues, es el símbolo de la humanidad que se dejó amar por Jesús
en su Pasión. Es el símbolo de la realidad de la Virgen María: esta
mujer hace de modo "intuitivo" este gesto, pero quien lo hace
"plenamente", lo sabemos por Juan, es la Virgen María quien, como
madre, acepta el absurdo de que su Hijo sufra por ella. Una madre
querría aceptar cualquier sufrimiento por su hijo y no viceversa; en
cambio, como esta madre no posee a Jesús, sino que está poseída por Él
como humanidad y como Iglesia, entonces a través de un camino doloroso
de fe, un largo camino, que Juan y Lucas nos describen, llega al
Calvario dispuesta a dejarse salvar por los sufrimientos del Hijo.
Es ella quien dice su "sí", no un "sí" para hacer algo, sino un "sí"
para dejar hacer, que es la cosa más terrible que ella, como madre,
puede aceptar. Ella querría hacer cualquier cosa, en cambio el sí del
dejar hacer es precisamente la espada que atraviesa su corazón, y al
mismo tiempoo es el sí de la humanidad que, pisoteando el orgullo de
la propia salvación, dice: Señor, te doy gracias porque eres más bueno
que nosotros, porque viniste en ayuda de nosotros que somos pobres.
Al meditar esto, cada uno podría decir: ¿en dónde estoy? ¿Estoy con
Simón, preocupado por retener a Jesús? ¿Con Judas, preocupado por
cualquier iniciativa que debe seguir adelante a toda costa? ¿O digo
con María de Betania y con María de Nazaret: "Haz Tú, Señor, gracias?
Digo: "Señor, déjame obrar a mi" o "Señor, te doy gracias porque obras
Tú"? (Carlo M. Martini).
"La historia de la unción en Betania parece, a primera vista, que
corresponde al campo de lo anecdótico. Pero el mismo Jesús añade en el
evangelio: «En verdad os digo: dondequiera que se predique el
evangelio, en todo el mundo se hablará de lo que ésta ha hecho, para
memoria de ella» (Mc 14,9). ¿Pero en qué radica esta afirmación que
dura a través de los tiempos? El mismo Jesús nos ofrece una
interpretación, cuando dice: «Lo ha hecho... anticipándose a ungir mi
cuerpo para la sepultura» (Mc 14,8; cf. Jn 12,7). Así, pues, él
compara lo que ocurre aquí con el embalsamamiento de los muertos, que
era corriente entre los reyes y los potentados. Tal unción era una
tentativa de salir al paso a la muerte. Él reconoce ahí un esfuerzo
que es esencial de todo amor: el comunicar la vida a los demás, la
inmortalidad. Pero lo ocurrido en los días siguientes muestra la
impotencia de tal esfuerzo humano; no existe ninguna posibilidad de
proporcionarse a sí mismo la inmortalidad. Ni el poder de los ricos ni
la abnegación de los que aman pueden conseguir esto. A fin de cuentas,
tal tentativa de «unción» es más una conservación que una superación
de la muerte. Sólo una unción es suficientemente fuerte para oponerse
a la muerte, a saber, el Espíritu santo, el amor de Dios. La pascua es
su victoria, en la que Jesús se muestra como el Cristo, como el
«ungido» de Dios.
Sin embargo, la acción de María sigue siendo algo permanente, algo
simbólico y modélico, puesto que siempre debe existir el esfuerzo para
mantener vivo a Cristo en este mundo y para oponerse a los poderes que
le hacen enmudecer, que pretenden matarlo.
¿Pero cómo puede ocurrir esto? Por cada acción de la fe y del amor.
Juan nos cuenta que, por la unción, toda la casa se llenó del aroma
del aceite o perfume (12,3). Eso nos recuerda una frase de san Pablo:
«Porque somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se
salvan» (2 Cor 2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios
alimentan a los dioses con su buen olor, se halla aquí transformada en
la idea de que la vida cristiana hace que el buen aroma de Cristo y la
atmósfera de la verdadera vida se difunda en el mundo. Pero también
hay otro punto de vista. Junto a María, la servidora de la vida, se
halla en el evangelio Judas, el cual se convierte en el cómplice de la
muerte: respecto a Jesús, primeramente, y también, luego, respecto a
sí mismo. Él se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la
vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura utilidad. Pero,
detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de
escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva
concepción de la salvación del mundo y de Israel… representa él no
sólo el cálculo frente al desinterés del amor, sino también a la
incapacidad de escuchar, de oír y obedecer frente a la humildad del
aro que se deja conducir incluso a donde no quiere. «La casa se llenó
del aroma del perfume» ¿ocurre así con nosotros?¿Exhalamos el olor
del egoísmo, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la
vida, que procede de la fe y lleva al amor?" (Joseph Ratzinger).
Traición y amor se cierran como un broche / en torno a Ti, Jesús.
María y Judas / en la cena, son mutuo reproche: / rompe ella un frasco
entre palabras mudas. / "Son trescientos denarios, ¡qué derroche!", /
él le reprocha con palabras rudas. / Junto a la luz, le traga ya la
noche. / Junto al amor, ya cuelga de sus dudas. / El amor que te tuvo
está marchito, / y su beso, Jesús, de muerte es sello. / María y
Judas, siento en mí. Repito, / solo, el drama de dos, trágico y bello.
/ Y pues que soy los dos, yo necesito, / morir de amor, colgado de tu
cuello (Rafael M. Serra)
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