Se cuenta de Ramón Narváez, un primer ministro de la España del siglo
diecinueve, que firmó la sentencia de muerte de 35.000 enemigos.
Cuando él estaba muriéndose, en 1886, le preguntó el sacerdote si
estaba dispuesto a perdonar a todos sus enemigos. Él contestó:
-"¿Enemigos? Padre, yo no tengo enemigos. Los he fusilado a todos".
La manera cristiana de no tener enemigos no es fusilarles. Si
supiésemos mirar a todos como amigos, no tendríamos enemigos. A las
personas, en buena manera, las convertimos en lo que vemos en ellas
cuando las miramos. Parafraseando el Evangelio: "Mira a los demás, a
cada uno, como quieres que ellos te miren a ti".
A veces no nos gusta algo de los demás: ¿y qué vamos a hacer,
matarlos? No: quererles como son. Fallar y equivocarse es propio de la
criatura. Pedir perdón es profundamente humano. Perdonar es lo más
divino. Cuando perdonamos, de verdad, es, quizás, cuando más nos
parecemos a Dios. Nos cuesta perdonar cualquier cosilla que nos hacen
o que creemos nos hacen. Y aún cuando perdonamos, no somos capaces de
olvidar. Impresiona que todo un Dios, incluso antes de que le
ofendamos, ya está inventando la manera de concedernos su perdón. Y,
además, de hacernos saber que estamos perdonados. Quiere perdonarnos y
que podamos quedar tranquilos. Eso es la confesión. Un buen hombre
desembarca en San Francisco y se va a confesar a la primera iglesia
que encuentra.
- "¿Cómo tarda usted dos años - le pregunta el cura- en venir a confesarse?"
-"Mire usted - explica el hombre- yo vivo en tal isla, que, como sabe,
está perdida en el Pacífico. Este es el puerto más cercano. Cuando
puedo, aprovecho para venir al continente con algún amigo pescador".
El cura recuerda que en esta isla hace escala semanalmente una mala
línea de aviones. Y le dice:
-"Comprendo. Pero todos los lunes tiene usted un servicio de avión".
-"También yo he pensado en eso.- replica el buen hombre- Pero póngase
en mi lugar: tomar ese avión por pecados veniales, es demasiado caro.
Y tomarlo con pecados mortales, es demasiado peligroso (Agustín
Filgueiras Pita).
Pues no: sabemos que con un acto de contrición tenemos la gracia de
Dios, aunque el sacramento nos da la seguridad del perdón. Porque
conviene enseguida pedir perdón a Dios, ya un solo día en pecado
mortal "es demasiado peligroso".
Hoy vemos a Daniel que no quiso adorar dioses falsos y fue echado al
horno con sus amigos, y el rey asombrado vio: "yo veo cuatro hombres
que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el
aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses". Daniel pedía a
Dios que dejaran de ser esclavos: -«Por el honor de tu nombre, no nos
desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros
tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por
Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su
descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas
marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos;
hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados.
En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni
holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio
donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta
nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde... Que éste sea
hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque
los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo
corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor.
Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu
poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»
Qué bonito cuando ofrecemos a Dios nuestro corazón. La plegaria de
Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de
Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han
sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No tienen templo «ni
jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de
ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar...»
Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nosotros no podemos,
cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y
absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo,
después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu
misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el
Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...». La
penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la
misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios, como
decía S. Josemaría: "¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para
olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al
misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio
consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual,
porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del
Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la
sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque
somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con
amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de
Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del
mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a
Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy
queridos, colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino
propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de
ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo
que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo
creado", y después de considerar nuestras flaquezas añade: "La última
palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y
misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina.
Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha
tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos
en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de
quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de
la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne". Es a
Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos
comprende, "permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de
ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas
y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que
podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios.
Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando
mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este
tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo
que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre.
Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de
la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué
cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que
entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con
una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos
prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo
actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo
de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la
Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium
christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que
nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la
decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más
hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno
de los primeros cristianos: veni ad Patrem, ven, vuelve a tu Padre que
te espera".
Pedro preguntó a Jesús: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las
ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús:
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso
el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas
con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le
debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor
que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que
se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le
decía: 'Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré'. Movido a
compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó
la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros,
que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: 'Paga
lo que debes'. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: 'Ten
paciencia conmigo, que ya te pagaré'. Pero él no quiso, sino que fue y
le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus
compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a
su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le
dijo: 'Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me
lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del
mismo modo que yo me compadecí de ti?'. Y encolerizado su señor, lo
entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto
mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón
cada uno a vuestro hermano».
Está claro: hemos de saber vivir esta misericordia, para poder
recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender.
«Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada
día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra
voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador. Se ve que esto del
perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha
aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos?
¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta
como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría
decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro
euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos
del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en
nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas
deudas?
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las
direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas
para no perdonar: Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como
David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo
apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz. Es el colofón
del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para
que nos quede bien grabado: "Perdona nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Dios nos ha perdonado
mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a
disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón
sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una
razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado
por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se
tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido
nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes
fomentan la división.
Llucià Pou Sabaté
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