Los que quieren ser santos resultan incómodos en medio de una sociedad
no creyente, y por tanto hay que eliminarlos. «Nos resulta incómodo,
se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados... es
un reproche para nuestras ideas... lleva una vida distinta de los
demás». La decisión es: «lo condenaremos a muerte ignominiosa». Las
fuerzas del mal, encarnadas en los impíos, quieren ahogar la fuerza de
Dios que se manifiesta en la vida de los justos; es lo que les pasaba
cuando se escribió ese libro, que los judíos fieles de Alejandría son
perseguidos y despreciados por los judíos renegados y por los paganos,
pero tiene un sentido profético y es que todo esto habla de Cristo: se
anuncia su pasión (Misa dominical). El Mesías rodeado de odio...,
acorralado. Dirán: "Si eres hijo de Dios... baja de la cruz". «¡Deja!
Veamos si Elías viene a salvarle.» No puedo meditar sobre esto
quedándome «ajeno» (Noel Quesson). Hemos de implicarnos en hacer ese
camino de cuaresma, como recordaba san Agustín: "Si dices "ya basta",
estás perdido. Aumenta siempre, progresa siempre, avanza siempre, no
te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes..." aunque nos
digan lo que van contra el justo: "porque nos molesta y se opone a
nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley
y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Él se gloría
de poseer el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del
Señor. Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola
presencia nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de
los demás y va por caminos muy diferentes. Nos considera como algo
viciado y se aparta de nuestros caminos como de las inmundicias. Él
proclama dichosa la suerte final de los justos y se jacta de tener por
padre a Dios".
Dios, como repite el salmo, «está cerca de los atribulados... el Señor
se enfrenta con los malhechores... aunque el justo sufra muchos males,
de todos lo libra el Señor». Nos mueve a confiar en Dios. Confiar en
Él aun en los momentos más difíciles: "Cuando ellos claman, el Señor
los escucha y los libra de todas sus angustias. El Señor está cerca
del que sufre y salva a los que están abatidos. El justo padece muchos
males, pero el Señor lo libra de ellos. Él cuida todos sus huesos, no
se quebrará ni uno solo". Cuando Jesús sufra la Cruz, se cumplirá este
salmo: no se romperán sus huesos como a los ladrones, sino que una
lanza traspasará su pecho, cuando su alma ya estaba salvando los que
le esperaban en el limbo de los justos.
En la fiesta de las Tiendas o Tabernáculos, la fiesta del final de la
cosecha, muy concurrida en Jerusalén, que duraba ocho días, vemos a
Jesús que sufre. Se presenta como igual a Dios. A su alrededor, sólo
se habla de matarle. Y Tú, Señor, sólo hablas de este amor que te
colma. Francisco de Asís se paseaba por las calles quejumbroso: "el
amor no es amado... el amor no es amado... el amor no es amado..."
Ayúdanos, Señor, a vivir como Tú, en la intimidad del Padre. Da a
todos los que sufren esa paz que era la tuya. Otorga a todos los que
sienten la soledad, la gracia de ser reconfortados por la presencia
del Padre.
-"Buscaban, pues, prenderle..., pero nadie le ponía las manos, porque
aún no había llegado su hora". El complot se va estrechando. La Pasión
se acerca. ¡Es "tu hora"! Sin ningún miedo, ciertamente. Todo sucederá
según los insondables designios del Padre, a la hora por Él fijada
desde toda la eternidad. Tener plena y total confianza en Dios.
Ponerse en sus manos, es el secreto de la paz (Noel Quesson).
¿Cómo era el rostro de Jesús? Fra Angélico decía: "quien quiera pintar
a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo". Es lo que
hizo S. Juan, de cuyo ambiente nacen estas palabras que leemos en su
Evangelio. Hay muchas leyendas, desde san Lucas pintor, la Verónica, y
otras por el estilo, que nos hablan de la santa Faz, cuya reliquia más
importante es la de Turín. Pero también es cierto que "Cristo graba su
rostro en el alma de aquellos que le buscan y le aman" (Fray Justo
Pérez de Urbel). San Policarpo, uno de los primeros Padres, discípulo
de san Juan, ya nos dice: "la imagen carnal de Jesús nos es
desconocida". Y san Agustín, en el siglo IV: "ignoramos por completo
cómo era su rostro". Se puede decir que los iconos bizantinos, de gran
belleza en mostrar un hombre de armonía y equilibrio perfectos, de paz
y bondad, es imagen que coincide con la sábana santa de Turín (una
persona alta, de 1.75-1.80 metros, unos 75-80 kilos, etc.). La
reciente película de "El hombre que hacía milagros", de plastilina,
lograba caracterizar a Jesús muy bien, pues cuando le ponemos un
rostro no nos resulta cómodo. Nos es velado el rostro de Jesús, y la
búsqueda no puede cesar, pues como decía la revista "Time" (6.12.2000)
la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un
hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del
Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que
nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se
han obrado en su nombre.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo
crucificado y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía
una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: "cuando crees
en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que
viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto". Hay una
cierta "experiencia de Dios", un "laboratorio" en el que descubrimos,
aun dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de
Jesús. Sólo podemos saber cómo era Jesucristo por lo que nos dicen los
Evangelios. Para muchos los libros santos son en esto muy parcos. Por
el contrario, hay en ellos mucho más sobre la realidad humana de
Nuestro Salvador de cuanto parece a primera vista. Y cuanto nos dicen
los Sacros Biógrafos nos trazan una figura que para unos causa
sorpresa, para otros fascinación y para todos admiración y, en cierto
sentido, desconcierto.
Por los relatos evangélicos podemos vislumbrar que Jesús tenía una
constitución física singularmente perfecta. La incesante actividad
durante su vida pública, sus incontables privaciones, su predicación
de todos los días, los períodos enteros que pasaba sin reposo, etc.,
exigían un gasto considerable de fuerzas físicas y, por lo tanto, un
cuerpo sano y robusto. Nunca dan a entender, ni siquiera permiten
sospechar, sus evangelistas que padeciera enfermedad alguna. Sin
embargo, sí afirman que conoció el hambre (cf Mt 4,2; Mc 3,20), la sed
(cf Jn 4,7; 19,28), la necesidad del sueño (cf Mt 8,24), la fatiga
tras el largo caminar (cf Jn 4,6), estuvo sujeto a la muerte y su
vista anticipada le causó viva repugnancia (cf Mt 26,37-42).
En noticias incidentales, los evangelistas nos recuerdan algunas de
sus actitudes y gestos. Nos dicen que a veces hablaba a las
muchedumbres de pie (Jn 7,37), otras sentado (Mt 5,1) y a veces
–cuando comía– se reclinaba en un diván, según costumbre de entonces
(Lc 7,37ss). Solía rezar de rodillas (Lc 22,41) o postrado totalmente
en tierra (Mc 14,35). Los gestos más frecuentemente descritos por los
evangelistas son los de sus manos, que parten los panes para
distribuirlos (Mt 14,19), que toman el cáliz consagrado y lo pasan a
sus discípulos (Mt 26,27), que abrazan y bendicen a los pequeñuelos
(Mc 10,16), que toca a los enfermos (incluso a los leprosos) para
curarlos (Mc 1,31; Lc 5,13), que alza a los muertos (Lc 8,54), que
azota a los vendedores del Templo y vuelca las mesas de los cambistas
de monedas (Jn 2,15), que lava los pies de los apóstoles (Jn 13,5).
A veces nos hablan de los movimientos de todo su cuerpo, como cuando
se inclina a levantar a Pedro que se hunde en las aguas (Mt 14,31),
cuando se agacha a escribir con su dedo en el suelo frente a los
acusadores de la mujer adúltera (Jn 8,8), cuando vuelve la espalda a
alguno de sus interlocutores para demostrar su descontento (Mt 16,23).
El más conmovedor de todos es el que hace en la cruz, cuando,
inclinando su cabeza expiró.
Los evangelistas también nos han guardado algunos gestos de los ojos
de Jesús que exteriorizaban sus sentimientos íntimos. A Pedro, cuando
lo vio por vez primera, lo miró de hito en hito, es decir, fijó su
vista en él como para leer hasta el fondo de su alma (Jn 1,42); más
profundamente lo miró la noche de un jueves para mover su corazón
después de sus negaciones (Lc 22,61). Con particular ternura miró al
joven rico (Mc 10,21). A veces gustaba mirar a sus seguidores con la
mirada que usan los grandes oradores al comenzar a predicar, como
abarcando todo el auditorio (Lc 6,20). En sus ojos no sólo brillaba la
dulzura, sino también en oportunidades podía verse el resplandor de
una santa cólera (Mc 3,5). Con ellos lloró sobre Jerusalén (Lc 19,38)
y también miró con tristeza por última vez los atrios del Templo antes
de partir para su muerte (Mc 11,11).
¿Cómo era su voz? Anticipadamente dijo de Él Isaías: He aquí mi
siervo, que yo he escogido; no contenderá, ni voceará, ni oirá ninguno
su voz en las plazas públicas (Is 42 1-3; Mt 12,16-21). Era firme y
severa cuando tenía que dirigir un reproche (Mt 16,1-4) o dar una
orden cuyo cumplimiento exigía con especial empeño (Mc 1,25). Terrible
para pronunciar un anatema (Mt 25,41); irónica y desdeñosa si quería
(Lc 13,15-16), alegre (Lc 10,21), triste (Mt 26,38) o tierna (Jn
19,26), según las muchas circunstancias de su vida.
Su aspecto y apariencia externa no lo conocemos, pero podemos pensar
acertadamente que tendría el "tipo" de su pueblo. Santo Tomás
comentando el Salmo 44 dice simplemente: "tuvo en sumo grado aquella
belleza que correspondía a su estado, la reverencia y la gracia del
aspecto; de tal modo que lo divino irradiaba de su rostro". Unamuno lo
describe cifrándolo en dos versos: "Tu cuerpo de hombre con blancura
de hostia / para los hombres es el evangelio" (Miguel Ángel Fuentes).
-El alma de Cristo. Jesucristo habla a veces de su alma: Mi alma está
turbada (Jn 12,27). El Hijo del hombre vino a dar su alma como rescate
de muchos (Mt 20,28). Los evangelistas se refieren a ella a veces
diciendo que Jesús conoció en su espíritu los pensamientos secretos de
los hombres (Mc 2,8), gimió en su espíritu (Mc 8,12), etc.
Si observamos la sensibilidad del alma de Jesús veremos que
experimentó la mayor parte de nuestras afecciones, alegres o tristes,
dulces o amargas, pero en especial las dolorosas. A pesar de lo cual,
sucediese lo que sucediese, en el fondo de su alma reinaban siempre
serenidad y alegría. La paz que se complacía en desear a sus apóstoles
(Lc 24,36) la poseyó Él plenamente y de continuo. Aunque a veces los
evangelistas anoten que sintió cierta turbación, lo vemos siempre
enteramente dueño de sus impresiones, como, por ejemplo, en Getsemaní.
Nunca manifiesta duda. Nunca pierde la calma, ni cuando los
endemoniados interrumpían sus discursos (Mc 1,22-26), ni cuando sus
adversarios lo insultaban groseramente (Mt 9,3) ni cuando intentaban
poner sobre Él sus manos (Lc 4,28). Su vida pública estuvo llena de
trances difíciles, inquietantes, peligrosos; pero Él nunca perdió la
tranquilidad. No lo afectaron las aclamaciones populares (como al
entrar triunfante en Jerusalén) ni las condenas del populacho (como
cuando la turba pidió su muerte).
Tuvo una gran sensibilidad: sintió profundamente el dolor, la alegría,
la tristeza. Se admiró grandemente y saltó de júbilo al ver la fe de
los pequeños y las revelaciones que su Padre hace a los humildes (cf
Lc 10,21).
Su fisonomía intelectual es apabullante. Tiene una lucidez única. Su
predicación es diáfana, directa. Sus parábolas son un género único,
perlas de la literatura humana. El contenido de sus dichos sorprende
por la altura, la penetración, la sobrenaturalidad. No menos asombrosa
es la "pedagogía" de Cristo: es significativo cómo fue llevando a sus
discípulos (algunos simples pescadores) a aceptar y entender los
misterios más grandes de nuestra fe (su filiación divina, la trinidad
de Personas, la unidad de Dios, el misterio de la inhabitación
trinitaria, de la gracia, el Reino de Dios, etc.). Su oratoria
demuestra una grandeza de pensamiento inigualable. Por ejemplo,
aquellas palabras que dirige a la muchedumbre hablándoles de Juan
Bautista: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por
el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente
vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de
los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo,
y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo
envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino.
En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno
mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de
los Cielos es mayor que él" (Mt 11,7-11). ¿Cómo no escuchar atónitos
elocuencia tal? Además, sabía, como ninguno, apelar a las imágenes
vivas, conocidas por sus oyentes: el soplo rápido y misterioso del
viento (Jn 3,8), la fuente de agua viva (Jn 4,10), el vaso de agua
fresca (Mt 10,42), el labrador que guía el arado (Lc 9,62), el hombre
fuerte y armado que cuida su casa (Lc 11,21), los servidores que con
la lámpara en la mano esperan la venida de su señor (Lc 18,35), el
ciego que guía a otro ciego (Lc 6,39), etc. Sabía poner sobrenombres
apropiados: a Simón, Cefas "piedra", a Juan y Santiago, Boanerges,
"hijos del trueno". Sus consejos y réplicas eran penetrantes y dejaban
sin voz a sus adversarios, como repetidamente nos señalan los
evangelistas.
Su fisonomía moral responde más que adecuadamente a la profecía del
ángel a la Virgen: Lo que nacerá de ti será santo (Lc 1,35). Brillan
en Él todas las virtudes: la paciencia, la caridad, la obediencia, la
humildad, la fortaleza, la templanza, la justicia. De su espíritu de
abnegación y sacrificio dice San Pablo: "Christus non sibi placuit",
Cristo no buscó contentarse a Sí mismo (Rom 15,3). En Él contemplamos
el más hermoso ejemplo de castidad, de pobreza (nació en una familia
de pobres, vivió como pobre y murió como pobre), de obediencia. No
cometió pecado, ni en su boca se encontró engaño, dice San Pedro
hablando de Él (1 Pe 2,22), y lo mismo el autor de la Carta a los
Hebreos (Hb 4,15). Proclamaron su inocencia el mismo Pilato lavándose
las manos para no ser culpable de derramar su sangre (Mt 27,24), y el
mismo Judas que lo entregó (Mt 27,4). Por eso, el mismo Cristo puede
atreverse a decir a sus enemigos: ¿Quién de vosotros me argüirá de
pecado? (Jn 8,46); por cuanto sepamos, ninguno de ellos se atrevió a
hablar. Por el contrario, muchas veces debieron reconocer sus
virtudes, como cuando los fariseos envían sus discípulos a preguntarle
sobre el tributo del César y comienzan confesando la "autoridad moral"
de su enseñanza: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el
camino de Dios en verdad sin hacer acepción de personas (Mt 22,16).
Pero sobre todas las cosas, sabía amar a lo grande. Tuvo muchas
amistades y muy profundas (sus apóstoles, María, Marta y Lázaro; sus
amigos escondidos como José de Arimatea y Nicodemo, etc.). Juan era
llamado el discípulo que Jesús amaba (Jn 13,23), y a él lo hace
recostar sobre su pecho en la Ultima Cena. Sabía enamorarse
rápidamente de un alma limpia, como hace con el joven rico: Jesús lo
miró y lo amó (Mc 10,21). Amó a los niños (Mc 9,35-36). Amó a los
suyos hasta el extremo de dar la vida por ellos (Jn 13,1ss),
cumpliendo así lo que Él mismo había dicho: Nadie tiene mayor amor que
quien da su vida por sus amigos (Jn 15,13).
Además de tener la perfección de la naturaleza divina, Jesús fue
también plenamente humano, plenamente hombre como nosotros. Y ya en su
misma naturaleza humana ha excedido a todo hombre. ¿Quién podrá
igualarlo? Ha hecho bien Guardini al hablar de "la absoluta diversidad
de Jesús". Es enteramente como nosotros, y también es enteramente
diverso de nosotros. Fue un hombre –fue "el" hombre o "el Hijo del
hombre" como se autodefinía Él–, pero al mismo tiempo, ningún hombre
obró como Él, ningún hombre habló como Él, ningún hombre amó como Él,
ningún hombre sufrió como Él (Miguel Ángel Fuentes).
Debía ser muy fácil enamorarse de Jesucristo. Quien llega a conocerlo
profundamente no puede evitarlo; y por eso Lope cantó: "No sabe qué es
amor quien no te ama..." hay un texto atribuido a san Cipriano que es
como si Jesús dice: "en vosotros mismos es donde me veréis, como ve un
hombre su propio rostro en un espejo". «Siempre despiertos —como
afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los
tiempos».
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