viernes, 13 de noviembre de 2009

Viernes de la semana 22ª del tiempo ordinario: Todo fue creado por medio de Cristo Jesús, imagen de Dios, por él y para él. Llegó el día en que vino al mundo el Mesías, y hay que hacer fiesta y acogerlo, abrir el corazón sin miedo, quitar las cosas v

 

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 1,15-20. Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.

 

Salmo 99,2.3.4.5. R. Entrad en la presencia del Señor con vítores.

Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.

Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.

Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre.

«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.»

 

Santo evangelio según san Lucas 5, 33-39. En aquel tiempo, dijeron a Jesús los fariseos y los escribas: -«Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber.» Jesús les contestó: -«¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán.»Y añadió esta parábola: -«Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque se estropea el nuevo, y la pieza no le pega al viejo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino nuevo revienta los odres, se derrama, y los odres se estropean. A vino nuevo, odres nuevos. Nadie que cate vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: "Está bueno el añejo."»

 

Comentario: 1.- Col 1,15-20 (ver domingo 15 C). La página que meditaremos hoy es un Himno, que sin duda cantaban los primeros cristianos, pues tiene ritmo como un poema: celebra la grandeza universal de Cristo, en el orden de la creación y en el orden de la resurrección, alrededor del pivote histórico universal que es la cruz. Pablo eleva un himno a Cristo, que nosotros repetimos -junto con parte del pasaje de ayer- en Vísperas de cada miércoles. Quiere completar el conocimiento que ya tienen los Colosenses con una mirada más profunda sobre quién es Cristo en el plan de Dios:

- Cristo es imagen de Dios invisible,

- primogénito de toda la creación, porque todo fue creado "por medio de él", "por él y para él",

- es anterior a todo y todo se mantiene en él: existe antes que nada y todo consiste por él,

- es cabeza de la Iglesia,

- el primogénito de los resucitados, el primero en todo,

- en él reside toda plenitud, según la voluntad de Dios

- y en él ha quedado todo reconciliado con Dios, por la sangre de su cruz.

Cristo como centro del cosmos y de la Iglesia, el primero en la creación y en la salvación.

Parece la respuesta de Pablo a las corrientes gnósticas de Colosas, que ponían a los ángeles o a los espíritus astrales por encima de Cristo.

Es un himno cristológico profundo, misterioso y consolador para nosotros. A los 2000 años de la venida del Señor, es bueno que asumamos esta comprensión de Pablo: Cristo es el que da sentido a todo, a lo cósmico y a lo humano y a lo eclesial. Sólo en él está la clave para entender el plan creador y salvador de Dios, o sea, nuestra identidad como personas y como cristianos, nuestro presente y nuestro destino final. Ojalá supiéramos también nosotros transmitir con el mismo entusiasmo que Pablo nuestra fe en Cristo Jesús, en medio de este mundo que también parece dar prioridad a otros valores en su comprensión del mundo y de la historia.

Muestra la primacía de Cristo. "Frente a las propuestas equivocadas de salvación que ofrecían algunas doctrinas se exalta el misterio de Cristo y su misión redentora. Estos versículos constituyen un bellísimo himno al señorío de Jesucristo sobre toda la creación. En la primera estrofa (vv 15-17) se afirma que el dominio de Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción creadora. El texto evoca el prólogo de Jn y el comienzo del Gn. En la segunda estrofa (vv 18-20) se presenta la nueva creación mediante la gracia, obtenida por Cristo con su muerte en la cruz. Él es Mediador y Cabeza de la Iglesia. Cristo ha restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas con Dios. Al decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible» (v 15) se expresa la misma noción que la doctrina cristiana posterior explicará como identidad de naturaleza divina entre el Padre y el Hijo, y se alude también a que el Hijo procede del Padre. En efecto, solamente la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, es imagen perfectísima del Padre" (Biblia de Navarra). «Se le llama "imagen" porque es consustancial y porque, en cuanto tal, procede del Padre, sin que el Padre proceda de Él» (S. Gregorio Nacianceno, De theologia 30,20). Y Santo Tomás explica que la Imagen del Padre es perfecta en el Hijo, e imperfecta en nosotros.

Al  llamarle   «primogénito»   (v 16) muestra que tiene la supremacía y la capitalidad sobre todos los seres creados: «Fue llamado "primogénito" no por su proveniencia del Padre, sino porque en Él fue hecha la creación... Si el Verbo fuera una de las criaturas, habría dicho la Escritura que Él es primogénito de todas las criaturas. Ahora bien, diciendo los santos que Él es "primogénito de toda la creación" directamente se muestra que es otro distinto a toda la creación y que el Hijo de Dios no es una criatura» (S. Atanasio, Contra Arrianos 2,63). Es primogénito, porque no sólo es anterior a todas las criaturas, sino que todas fueron creadas «en él», «por él» y «para él»: «en él», en Cristo, como en su principio y su centro, como su modelo o causa ejemplar; «por él», porque Dios Padre, por medio de Dios Hijo, crea todos los seres (cfr Jn 1,3), y «para él», porque Cristo es el fin último de todo (cfr Ef 1,10). Además, se añade que «todas subsisten en él», esto es, porque Cristo las conserva en el ser.

El v. 18 emplea la imagen de Cristo, cabeza, y la Iglesia, cuerpo, de la que se habla en 2,19 y Ef 1,23 y 4,15). «Ya sabemos los cristianos que se llevó a cabo la resurrección en nuestra Cabeza y que se llevará en los miembros. La cabeza de la Iglesia es Cristo, y los miembros de Cristo, la Iglesia. Lo que aconteció en la cabeza se cumplirá más tarde en el cuerpo. Ésa es nuestra esperanza»  (S. Agustín).

Como Cristo tiene la primacía sobre todas las realidades creadas, el Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas todas consigo (v. 20). El pecado había separado a los hombres de Dios, y esto trajo como consecuencia la ruptura del orden perfecto que había entre las criaturas desde el comienzo. Derramando su sangre en la cruz, Cristo restauró la paz. Nada en el universo queda excluido de este influjo pacificador. «La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquélla por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno. Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 13; cf Biblia de Navarra).

-Cristo es la imagen del Dios invisible... La humanidad fue ya creada según ese modelo (Gen 1,26) Y, en el Antiguo Testamento, algo del misterio de Cristo estaba anunciado en la Sabiduría, «reflejo de la luz eterna, espejo de la actividad de Dios, imagen de su excelencia» (Sab 7,26). Sabemos muy bien que Dios es invisible ¡Es nuestra cuestión lacerante y dolorosa! Gracias te damos, Señor, de haberlo comprendido y de habernos otorgado esa «semejanza perfecta contigo» que nos permite ver tu amor.

-El primogénito en relación a toda criatura... «Nacido antes que toda criatura». El Verbo de Dios, su Sabiduría, preexiste desde siempre (Prov 8,22-26) La persona de Cristo hunde sus raíces antes del comienzo del tiempo: es un abismo ante el cual nos perdemos.

-Porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles todo fue creado por El y para El. Las fórmulas se acumulan y se completan: ¡todo es en El, por y para El! El es la fuente, el río, el océano de todas las cosas. Es la energía cósmica que trabaja en el interior de toda criatura: Cristo omnipresente, Cristo omni-activo, Cristo fermento del mundo, «punto omega hacia el cual todo converge».

-El existe con anterioridad a todos los seres y todo subsiste en El. Absoluta primacía de Cristo en el orden de la duración -«antes que todas las cosas»-, como en el de la dignidad -«por encima de todas las cosas»-. Todo ha sido creado... Todo subsiste... en El. Una vez más nos hace bien pensar que la Creación continúa: no fue el impulso inicial lo que lanzó, desde muchísimo tiempo, a los seres... ¡es la relación continua y siempre presente, HOY, de cada ser con su Autor! Cristo me está haciendo en este momento, yo subsisto en El. Y puesto que, eso es verdad de todos los seres, Cristo es el principio de cohesión y de armonía del conjunto del cosmos. El universo es un inmenso organismo, unificado, el Cuerpo de Cristo que no cesa de ir construyéndose.

-Es también la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Esta imagen de la cabeza quiere expresar la «distinción» entre Cristo y la creación: no hay confusión entre ambos. ¡Jesús, aun estando íntimamente unido vitalmente a la humanidad entera, es distinto de ella, como la cabeza es distinta del cuerpo, para dirigirlo, animarlo... salvarlo! La mención de la Iglesia aquí, indica el comienzo de la segunda estrofa del Himno. Después de la creación natural en la que Cristo es omni-activo, tenemos la intervención sobrenatural de Dios, en la que Cristo es también el primero.

-Cristo en el Principio, el Primogénito de entre los muertos para que sea El el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la Plenitud. ¡El mundo va hacia un término, una plenitud! ¡Todo asciende! Hacia la vida en plenitud, hacia la resurrección total, de la que Jesús es el primogénito.

-Y quiso Dios reconciliar por Cristo y para Cristo todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos. ¡Todo! ¡La salvación de todos! ¡La reconciliación universal! Por su cruz, por su amor hasta el final, por su sangre ofrecida (Noel Quesson).

Aquel que ha sido ungido desde la eternidad por participar de la plenitud de la vida que posee el Padre Dios, de tal forma que, quien contempla al Hijo contempla al Padre, se ha hecho uno de nosotros. El Hijo, en la eternidad misma, se convierte en la imagen del Dios invisible. En Él fueron creadas todas las cosas; su presencia en cada una de sus criaturas, que lo reflejan a su modo y grado de perfección, es lo que les da unidad y consistencia a las mismas criaturas, no tanto porque, juntas formen a Dios, sino porque también ellas, no como esencia, sino como creaturas, son una imagen, un reflejo de Dios; por medio de las criaturas contemplamos a Dios como en un espejo. Cristo, que existe antes de todo lo creado, es cabeza de la creación entera; pero lo es de un modo especial de la Iglesia; ésta manifiesta el Rostro resplandeciente de Cristo, su Señor. Por eso el Evangelio, que se le ha confiado para llevarlo a todos los hombres, es la misión principal que tiene, pues por medio del fiel cumplimiento de la encomienda recibida, hará que todo sea reconciliado con Dios y se una Él para que, participando de la Pascua de Cristo, todo sea en Él renovado y alcance la plenitud en la misma Vida que el Hijo posee recibida del Padre.

2. Juan Pablo II explicaba sobre el Salmo 99: "La tradición de Israel ha dado al himno de alabanza que acabamos de proclamar el título de «Salmo para la todáh», es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo que se presta muy bien a ser entonado en las Laudes matutinas. En los pocos versículos de este gozoso himno se pueden identificar tres elementos significativos, capaces de hacer fructuosa su recitación por parte de la comunidad cristiana orante.

Ante todo aparece el intenso llamamiento a la oración, claramente descrita en dimensión litúrgica. Basta hacer la lista de los verbos en imperativo que salpican el Salmo y que aparecen acompañados por indicaciones de carácter ritual: «Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre (vv 2-4). Una serie de invitaciones no sólo a penetrar en el área sagrada del templo a través de las puertas y los patios (cf Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a ensalzar a Dios de manera festiva. Es una especie de hilo conductor de alabanza que no se rompe nunca, expresándose en una continua profesión de fe y de amor. Una alabanza que desde la tierra se eleva hacia Dios, pero que al mismo tiempo alimenta el espíritu del creyente.

Quisiera hacer una segunda y breve observación sobre el inicio mismo del canto, en el que el Salmista hace un llamamiento a toda la tierra a aclamar al Señor (cf v 1). Ciertamente el Salmo centrará después su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte abarcado por la alabanza es universal, como con frecuencia sucede en el Salterio, en particular en los así llamados «himnos al Señor rey» (cf Sal 95-98). El mundo y la historia no están en manos del azar, del caos, o de una necesidad ciega. Son gobernados por un Dios misterioso, sí, pero al mismo tiempo es un Dios que desea que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas. «Él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente... regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad» (Sal 95,10.13).

Por este motivo, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos le alabamos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Desde esta perspectiva, se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del Salmo. En el centro de la alabanza que el Salmista pone en nuestros labios se encuentra de hecho una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios: el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su amor es eterno, su fidelidad no tiene límites (cf vv 3-5).

Ante todo nos encontramos frente a una renovada confesión de fe en el único Dios, como pide el primer mandamiento del Decálogo: «Yo soy el Señor, tu Dios... No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Éx 20,2.3). Y, como se repite con frecuencia en la Biblia: «Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro». Se proclama después la fe en el Dios creador, manantial del ser y de la vida. Sigue después la afirmación expresada a través de la así llamada «fórmula de la alianza», de la certeza que tiene Israel de la elección divina: «somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (v 3). Es una certeza que hacen propia los fieles del nuevo Pueblo de Dios, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas las lleva a los prados eternos del cielo (cf 1 P 2,25).

Después de la proclamación del Dios único, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor ensalzado por nuestro Salmo continúa con la meditación en tres cualidades divinas con frecuencia exaltadas en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso («hésed»), la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un lazo que no se romperá nunca, a través de las generaciones y a pesar del río fangoso de pecado, de rebelión y de infidelidad humanas. Con serena confianza en el amor divino que no desfallecerá nunca, el pueblo de Dios se encamina en la historia con sus tentaciones y debilidades diarias. Y esta confianza se convierte en un canto que no siempre puede expresarse con palabras, como observa san Agustín: «Cuanto más aumente la caridad, más te darás cuenta de lo que decías y no decías. De hecho, antes de saborear ciertas cosas, creías que podías utilizar palabras para hablar de Dios; sin embargo, cuando has comenzado a sentir su gusto, te das cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que experimentas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que sientes, ¿tendrás por eso que callarte y no cantar sus alabanzas?... Por ningún motivo. No seas tan ingrato. A Él se le debe el honor, el respeto, y la alabanza más grande... Escucha el Salmo: "¡Aclama al Señor, tierra entera!". Comprenderás la exultación de toda la tierra si tú mismo exultas con el Señor".

Alabemos al Señor porque no sólo ha creado todas las cosas, sino porque creó para sí un Pueblo para manifestarle todo su amor. En Cristo, Dios se ha formado un Pueblo Nuevo, pueblo que ha sido elevado a la misma dignidad del Hijo de Dios, pues, unido a Él, en Él participa de su misma vida como los miembros de un cuerpo participan de la misma vida y de la misma dignidad que reside en la cabeza. Quienes en Cristo pertenecemos a su Pueblo Santo y somos hijos de Dios, elevemos nuestras manos puras en su presencia para bendecir y alabar su Nombre, porque su Misericordia y su Fidelidad son eternas para con nosotros.

Como si siguiera la invitación de este salmo, la Virgen elevó al Señorun canto de alabanza manifestando su alegría; a ella en la Anunciación se le ha revelado la bondad del Señor y todas las generaciones lo proclamarán (v. 5) llamándola bienaventurada, reconociendo a Dios como santo.

3.- Lc 5, 33-39 (ver paralelo domingo 8, B). Empiezan las discusiones con los fariseos: ¿por qué no ayunan los seguidores de Jesús, como hacen todos los buenos judíos, los fariseos y los discípulos del Bautista? Acusan a los discípulos de que "comen y beben", lo mismo que achacarán a Jesús (Lc 7,33s). El tema no es tanto si ayunar o no, o si el ayuno entra en el programa ascético de Jesús. Él mismo había ayunado cuarenta días en el desierto y la comunidad cristiana, desde muy pronto, dedicó dos días a la semana (miércoles y viernes) al ayuno. Jesús no elimina el ayuno, muy arraigado en la espiritualidad de su pueblo. El interrogante es si ha llegado o no el Mesías. El ayuno previo a Jesús tenía un sentido de preparación mesiánica, con un cierto tono de tristeza y duelo. Seguir haciendo ayuno es no reconocer que ha llegado el Mesías. Ha llegado el Novio. Sus amigos están de fiesta. La alegría mesiánica supera al ayuno. Luego, cuando de nuevo les "sea quitado" el Novio, porque no les será visible desde el día de la Ascensión, volverán a hacer ayuno, aunque no con tono de espera ni de tristeza. Sobre todo, Jesús subraya el carácter de radical novedad que supone el acogerle como enviado de Dios. Lo hace con la doble comparación de la "pieza de un manto nuevo en un manto viejo" y del "vino nuevo en odres viejos".

Aceptar a Jesús en nuestras vidas comporta cambios importantes. No se trata sólo de "saber" unas cuantas verdades respecto a él, sino de cambiar nuestro estilo de vida. Significa vivir con alegría interior. Jesús se compara a sí mismo con el Novio y a nosotros con los "amigos del Novio". Estamos de fiesta. ¿Se nos nota? ¿o vivimos tristes, como si no hubiera venido todavía el Salvador? Significa también novedad radical. La fe en Cristo no nos pide que hagamos algunos pequeños cambios de fachada, que remendemos un poco el traje viejo, o que aprovechemos los odres viejos en que guardábamos el vino anterior. La fe en Cristo pide traje nuevo y odres nuevos. Jesús rompe moldes. Lo que Pablo llama "revestirse de Cristo Jesús" no consiste en unos parches y unos cambios superficiales. Los apóstoles, por ejemplo, tenían una formación religiosa propia del AT: les costó ir madurando en la nueva mentalidad de Jesús. Nosotros estamos rodeados de una ideología y una sensibilidad neopagana. También tenemos que ir madurando: el vino nuevo de Jesús nos obliga a cambiar los odres. El vino nuevo implica actitudes nuevas, maneras de pensar propias de Cristo, que no coinciden con las de este mundo. Son cambios de mentalidad, profundos. No de meros retoques externos. En muchos aspectos son incompatibles el traje de este mundo y el de Cristo. Por eso cada día venimos a escuchar, en la misa, la doctrina nueva de Jesús y a recibir su vino nuevo (J. Aldazábal).

La disciplina que Jesús, joven rabí, impone a sus discípulos, escandaliza a la muchedumbre porque no tiene nada de parecido con las que los demás rabinos imponían a los suyos. Mientras que los discípulos del Bautista y de los fariseos observaban ciertos días de ayuno, los de Cristo parecían dispensarse de ello (v 33). Lo que aquí se plantea es el problema de la independencia manifestada por Jesús y sus discípulos en materia de observancias tradicionales. Jesús justifica esta actitud por medio de una declaración sobre la presencia del Esposo (v 34-35) y de dos breves parábolas (vv 36-37).

En el Antiguo Testamento y en el judaísmo, la práctica del ayuno estaba ligada a la espera de la venida del Mesías. El ayuno y la abstinencia de vino, actitudes específicas del nazireato (Lc 22,14-20), expresaban la insatisfacción de la época presente y la espera de la consolación de Israel. Juan Bautista hizo de esta actitud una ley fundamental de su comportamiento (Lc 1,15). Desde entonces, cuando los discípulos de Jesús se dispensan de los ayunos prescritos o espontáneos, dan la impresión de desinteresarse de la llegada del Mesías y de negarse a participar de la esperanza mesiánica. La respuesta de Jesús es clara: los discípulos no ayunan porque ya no tienen nada que esperar, puesto que ya han llegado los tiempos mesiánicos: ya no tienen que apresurar, mediante prácticas ascéticas, la llegada de un Mesías en cuya intimidad ya viven. Esta intimidad será interrumpida por la pasión y la muerte de su Maestro: en este momento, ayunarán (v 30, en relación con Lc 22,18) hasta el tiempo en que el Esposo les sea devuelto en la resurrección y en el Reino definitivo.

Las parábolas del vestido y de los odres proporcionan otra respuesta a la extrañeza de los discípulos de Juan y de los fariseos. Inaugurador de los tiempos mesiánicos, Jesús es consciente de aportar al mundo una realidad sin común medida con todo lo que los hombres han poseído hasta entonces (cf Lc 16,16 o el milagro de Caná: Jn 2,10). Las dos parábolas no ofrecen ningún juicio de valor al afirmar que el vino viejo es mejor que el nuevo o que el vestido nuevo es preferible al viejo. No establecen una comparación, sino que subrayan solamente una incompatibilidad: no hay que querer asociar lo nuevo a lo viejo, so pena de perjudicar a uno y otro, porque el vestido remendado combinará mal y el odre viejo se perderá irremediablemente... y el vino con él. La lección que se desprende de la respuesta de Cristo está, por tanto, clara; hay que elegir, renunciando a los compromisos, que echan todo a perder. Lucas es particularmente sensible a esta incompatibilidad entre los dos regímenes de la alianza. Modifica en este punto la parábola del vestido (v 36) y añade un versículo bastante curioso, el v 39. Marcos y Mateo subrayaban que el hecho de remendar un vestido viejo no impedía la pérdida de éste; Lucas, por el contrario, hace observar que quitar una pieza de un vestido nuevo (¡cosa que nadie hace!) para arreglar uno viejo estropea a uno y a otro. Los dos primeros evangelistas no hacen observar más que la pérdida del vestido viejo; Lucas subraya la del viejo y el nuevo. No emite ningún juicio de valor; constata solamente una incompatibilidad. El mismo juicio explica el v. 39a (mientras que el v. 39b no parece ser sino una explicación bastante torpe, incluso mal expuesta desde el punto de vista literario). El bebedor de vino viejo no dice que el nuevo sea malo; afirma solamente que no puede beberse después de haber probado el viejo, puesto que sus aromas son incompatibles. El que no ha conocido al Esposo y desea participar de su amor no puede al mismo tiempo vivir como si no existiera. El Evangelio excluye el compromiso (Maertens-Frisque).

-Los fariseos y sus escribas dijeron a Jesús: "Los discípulos de Juan tienen sus ayunos frecuentes y sus rezos, y los de los fariseos también, en cambio los tuyos comen y beben." En el Antiguo Testamento, el ayuno y la abstinencia de vino eran signos de austeridad, ligados a la espera del mesías. Simbólicamente significaban: "los tiempos son malos, estamos insatisfechos, hemos perdido el gusto de vivir... que venga de una vez el tiempo de la consolación y de la alegría, cuando el mesías estará aquí."

-Jesús les contestó: ¿Queréis que ayunen los invitados a la boda mientras el novio está con ellos?" La respuesta es clara. Los tiempos mesiánicos han llegado. El tiempo de la alegría ha comenzado. ¡Los tiempos mesiánicos no están parados! ¡El tiempo de la alegría, de la intimidad con Jesús, no se ha cerrado! ¿Por qué sucede que los cristianos parezcan personas tristes, tan a menudo? Siendo así que poseen la más extraordinaria fuente de alegría: "el Esposo está con ellos."

-Llegará el día en que se lleven al novio, y entonces, aquel día, ayunarán. Con esto el ayuno toma una nueva significación, toda ella orientada al recuerdo del esposo, que se ha marchado lejos. Así, pues, nuestra "alegría", la más profunda, debiera estar fundada enteramente sobre la presencia o la ausencia de Jesús. Toda nuestra vida se juega sobre ese doble signo. ¡Cuántas alegrías... y tristezas... que no valen la pena!

-Y les decía esta parábola: "Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para echársela a un manto viejo; porque el nuevo se queda roto, y al viejo no le irá el remiendo del nuevo." Marcos y Mateo subrayan solamente que no sirve de nada remendar un manto viejo, porque el tejido nuevo tira del viejo. Lucas es más radical: entre lo nuevo y lo viejo hay una incompatibilidad total... ¡cortar un manto nuevo para remendar otro viejo es estropear los dos! Jesús es consciente de que aporta una novedad radical: el mundo antiguo ha desaparecido, se acabó. ¿Por qué sucede, tan a menudo, que los cristianos aparezcan como gente vuelta hacia el pasado? ¿Y yo? ¿Miro hacia el pasado o hacia el porvenir? Tengo aún "ante" mí una maravillosa aventura. Falta mucho todavía para que mi corazón sea "nuevo", para que descubra más y mejor el amor de mis amigos, de mi cónyuge, de mis hijos. No, nada queda estereotipado, nada está acabado. La evangelización se encuentra solamente en sus comienzos, lo mismo que la Iglesia. Alegría humilde y discreta: descubrir todo lo que en este momento Dios está en trance de renovar, de hacer "nuevo". Incluso la vejez puede ser "vida ascendente". Mi verdadero nacimiento es "mañana", cuando entraré por fin en la vida ¿Vivo yo en tensión hacia ese día de renovación?

-Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos, porque si no, el vino nuevo revienta los odres; el vino se derrama y los odres se echan a perder. No, el vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos. En esta otra corta parábola la insistencia está todavía en la incomparabilidad. El evangelio excluye el compromiso: un poco de la vieja religión y un poco de la nueva... La nueva Alianza, a pesar de la continuidad con la Antigua, es verdaderamente una novedad: ¡Dios hecho hombre!

-Nadie, después de beber el vino añejo, quiere el nuevo, porque dice: "¡El añejo es el bueno!" Bajo una apariencia contradictoria, es exactamente la misma lección: después de haber saboreado el "buen vino" no se saborea gustosamente el menos bueno... ¡su "bouquet" es incompatible! Quedémonos con el "bueno". ¡Danos, Señor, tu vino! (Noel Quesson).

La respuesta de Jesús compara la antigua con la nueva alianza. De la misma manera como el vino nuevo no se puede meter en cueros viejos y la pieza de tela nueva no puede unirse al vestido viejo, así ocurre con la llegada de Jesús que trae una novedad que no cabe en estructuras viejas y anquilosadas. El mensaje de Jesús es una novedad y exige una nueva estructura mental para recibirlo y aceptarlo; incluso las obligaciones cambian o desaparecen ante la novedad de la salvación que se ha hecho presente en Jesús de Nazaret. "El mérito de nuestros ayunos no consiste solamente en la abstinencia de los alimentos; de nada sirve quitar al cuerpo su nutrición si el alma no se aparta de la iniquidad y si la lengua no deja de hablar mal" (S. León Magno).

Nosotros estamos con el Señor, como amigos invitados al banquete de bodas. Él nos dice: vosotros seréis mis amigos si cumplís mis mandamientos. No basta, por tanto, estar en intimidad con Él a través de la oración, incluso prolongada. Mientras no estemos dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica, el Señor no podrá decir que somos sus amigos, y mucho menos de su familia como nos lo dice en otra ocasión: El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. Cuando en verdad permitamos al Espíritu Santo renovar nuestra vida, entonces seremos criaturas nuevas en Cristo; entonces la vida de fe en el Señor no será sólo un parche en nosotros, ni algo nuevo que llega a un corazón que continúa cargando con el hombre viejo, que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias. De nosotros se espera una vida que manifieste la alegría de sabernos amados y unidos a Cristo; sin embargo, al contemplar que hay muchos que viven separados de Él, o que ni siquiera han oído hablar de Él, nos ha de llevar a sacrificarnos a favor de ellos, poniendo todo nuestro empeño en hacer que el Señor llegue a habitar en todos para que nuestra humanidad se renueve en el amor, en la verdad, en la justicia, en la solidaridad, y en la comunión fraterna.

En esta Eucaristía estamos reunidos en torno a Cristo como amigos suyos; más aún: como de su misma familia. Él parte su pan para nosotros para que, entrando en comunión de Vida con Él, seamos revestidos de su Ser de Hijo de Dios; Él nos comunica su Palabra que llega a nosotros como a odres nuevos para santificarnos y ponernos al servicio de toda la humanidad. La Iglesia de Cristo, que celebra su Misterio Pascual, al mismo tiempo está llamada a ser como el vino bueno y generoso que alegre el corazón de todos, porque se esfuerce en sembrar el auténtico amor en todos los pueblos. Sólo cuando en verdad se ama es posible establecer relaciones auténticas, maduras, que nos ayuden mutuamente a recobrar la paz, la alegría, la capacidad de ser misericordiosos con todos y de no causar mal a alguien, sino, más bien ser para todos un signo del amor que Dios nos ha manifestado en Jesús su Hijo, Señor de la Iglesia.

La presencia del Señor en nosotros nos ha de fortalecer para que, con actitudes nuevas, manifestemos, por medio de nuestras obras, que en verdad el Señor habita en nosotros. No podemos ser anunciadores de tristezas y de catástrofes. No nos ha de preocupar mucho el llamar a la conversión para evitar el castigo, sino el invitar a convertirse para unirse al Señor y gozar de su vida. Hemos de proclamar el mundo nuevo del Reino de Dios que irrumpe constantemente en todos los corazones y les llena de paz, de alegría, de seguridad para vivir y no como enemigos, no como destructores de la vida, sino como hermanos en torno a un mismo Dios y Padre. Pero, puesto que nadie da lo que no tiene, nosotros proclamamos el mundo nuevo del Reino de Dios desde nuestra propia experiencia del mismo. No somos sólo transmisores, sino testigos del Evangelio de Cristo. Así, nos presentamos ante el mundo como criaturas nuevas en Cristo que trabajan por la paz, por la justicia social, por un auténtico amor fraterno que nos haga abrir los ojos ante las necesidades de los más desprotegidos para tratar de remediarlas, y que, ante el pecado que ha dominado a muchos corazones, ponemos nuestro mejor empeño para ayudarles, por todos los medios posibles, a retornar a la comunión con Cristo y su Iglesia.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber poner nuestra vida en manos de Dios, con gran confianza y amor, para que, haciendo en todo su voluntad, podamos vivir con lealtad nuestra fe, permitiendo al Espíritu de Dios que habite, realmente en nosotros para que sea Él quien nos convierta en un signo claro del Señor para todas las personas. Amén (www.homiliacatolica.com).

 

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