viernes, 13 de noviembre de 2009

Jueves de la 23ª semana. Por encima de todo, el amor, que es la unidad consumada, siguiendo el consejo de Jesús: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo.

 

 

Carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3,12-17. Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón`, a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.

 

Salmo responsorial Sal 150, 1-2. 3-4. 5. R. Todo ser que alienta alabe al Señor.

Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza.

Alabadlo tocando trompetas, alabadlo con arpas y cítaras. Alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con trompas y flautas.

Alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor.

 

Santo evangelio según san Lucas 6, 27-38. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»

 

Comentario: 1.- Col 3,12-17. Terminamos hoy la lectura de la carta a los Colosenses, con un hermoso programa de vida cristiana que Pablo les presenta a ellos y a nosotros. La comparación es esta vez con el vestido, el "uniforme" que deberían vestir como "pueblo elegido de Dios, pueblo santo y amado". Este uniforme se refiere sobre todo a las relaciones de unos con otros en la vida de la comunidad: "la misericordia, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el amor, la paz". El amor es la base de todas las virtudes que enumera, pues "si el amor no va por delante, no se cumplirá ninguno de los preceptos. Pues sólo dejamos de hacer el mal a los demás y nos preocupamos de hacer el bien, cuando amamos a los demás" (Severiano de Gábala). El final parece una alusión clara a la Eucaristía: "celebrad la acción de gracias... la Palabra de Cristo habite entre vosotros... y todo lo que hagáis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él".

Es un programa elevado, pero concreto. En dos direcciones. Para con las personas que encontremos a lo largo del día, se nos apremia a usar misericordia, a ser comprensivos, amables, a "sobrellevarnos mutuamente y perdonarnos cuando alguno tenga quejas contra otro". La razón es convincente: "el Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo". ¡Qué bien nos iría tomar como consigna para la jornada de hoy "el amor, que es el ceñidor de la unidad", y que "la paz de Cristo actúe de árbitro en nuestro corazón"! Para con Dios, la otra gran dirección de nuestra vida, se nos invita a una apertura cada día mayor: ante todo a la escucha de su Palabra: "que la Palabra de Cristo habite entre vosotros": con una actitud de acción de gracias, que es la que llega a su expresión más densa en la Eucaristía: "celebrad la Acción de Gracias... cantad a Dios dadle gracias... ofreciendo la Acción de Gracias a Dios"; con nuestra oración, que parece aquí aludir a lo que en la Iglesia se organizó desde el principio como Oración de las Horas por la mañana y la tarde: "cantad a Dios, dadle gracias de corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados"; el salmo hace eco a esta oración: "alabad al Señor en su templo, alabadlo por sus obras magníficas... todo ser que alienta alabe al Señor"; y, sobre todo, en la misma vida: "todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús".

No son cosas difíciles de entender. Es un cuadro muy completo de vida cristiana. Lo que pasa es que nos cuesta organizar nuestra jornada en esta clave tan espiritual. Pablo nos pone el listón bien alto para que vayamos madurando en la vida de fe. En esta maduración nos debemos ayudar fraternalmente: "enseñaos unos a otros con toda sabiduría, exhortaos mutuamente".

-Puesto que habéis sido elegidos por Dios, santos y muy amados... Repetir para mí sencilla y lentamente esas palabras. Gustar de su paz profunda. He sido «elegido» por Dios... soy su «muy amado»... No se trata aquí de sentimentalismos sino de un hecho histórico que compromete en concreto toda mi existencia.

-Revestíos pues de ternura entrañable y de bondad... Es esto exactamente. La convicción de ser amado de Dios debe conducirnos inmediatamente a actuar tal como Dios actúa, es decir, con ternura y bondad.

-De humildad, tolerancia, paciencia. Es de toda evidencia que de nuestra pertenencia a Cristo surge toda una moral; unas virtudes muy humanas, que hacen agradables las relaciones humanas y aportan bienestar y felicidad.

-Sobrellevaos mutuamente y perdonaos si uno tiene queja contra otro. ¿Cómo podría subsistir a la larga un grupo humano cualquiera si nadie fuese capaz de ese sobrellevarse mutuo? Considero los grupos que más frecuento. ¿Cuál es mi actitud frente a ese punto esencial del evangelio? No mantener cerrados los ojos. Sería muy raro que yo no tuviera nunca nada que soportar a los que me soportan.

-Actuad como el Señor: Él os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. El evangelio no ha inventado nuevos valores. El mismo perdón forma parte de toda vida en sociedad que quiera ser duradera. Pero el ejemplo de Cristo es un estímulo poderoso que puede darnos fortaleza de «llegar hasta el extremo» en el amor que perdona. La experiencia prueba que, sin Cristo, ciertos perdones están por encima de lo humanamente posible. Danos, Señor, lo que nos pides. Ven y perdona en mí como sólo Tú sabes hacerlo.

-Y por encima de todo esto, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección. Sólo el amor verdadero explica todo lo que precede. La imagen usada aquí es la de un «vínculo» que permite a la gavilla mantenerse compacta. El amor ensambla y une entre si todas las cualidades humanas: sin amor, los más hermosos valores pueden degenerar en orgullo, suficiencia, fariseísmo.

-Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo «cuerpo». Estamos más allá de todo moralismo y de todo juridicismo. Hablamos de una experiencia vital: ¿cómo podría negarme a amar a tal persona... que es nada menos que un miembro del Cuerpo de Cristo y, por lo tanto, también uno de mis miembros puesto que formo parte del mismo Cuerpo?

-Vivid en la acción de gracias. Que la Palabra de Dios habite en vosotros... Cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados. Alegría. Entusiasmo. Acción de gracias. Cánticos.

-Y todo cuanto habléis o hagáis, hacedlo todo siempre en nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo por su medio vuestra acción de gracias al Padre. Todo. Todo. Cuanto se hace o se dice, ofrecerlo a Dios (Noel Quesson).

Como formamos nosotros el nuevo Pueblo elegido por Dios, demos testimonio con nuestras buenas obras de que el Señor no sólo está en medio de nosotros, sino que habita como huésped en el corazón de los creyentes. Por eso hemos de comportarnos a la altura de la fe recibida, de tal forma que seamos un vivo reflejo del Señor en medio del mundo. Aprendamos, por tanto, a ser misericordiosos, bondadosos, humildes, mansos, pacientes, capaces de soportar a los demás y siempre dispuestos a perdonar a los que nos ofenden, como nosotros hemos sido perdonados por Dios. Ciertamente, puesto que Dios es amor, es, precisamente el amor lo que dará su auténtica perfección a la vida del cristiano. Sin él nuestra vida quedaría muy lejos de convertirse en un signo del Señor para los demás. Ese amor debe llevarnos a proclamar la Palabra de Cristo de un modo eficaz, pues no sólo hablaremos con la Sabiduría que procede de Dios, sino que toda nuestra vida se convertirá en una continua Acción de Gracias y alabanza del Nombre del Señor. Por eso nuestras obras y nuestras palabras han de ser hechas y pronunciadas en el Nombre del Señor; es decir: démosle cabida al Señor en nosotros para que, por medio de nosotros, Él continúe pasando y haciendo el bien a todos y proclamando su Buena Noticia de amor y de misericordia a favor de todos.

2. Juan Pablo II explica: "El himno en que se ha apoyado ahora nuestra oración es el último canto del Salterio, el salmo 150. La palabra que resuena al final en el libro de la oración de Israel es el aleluya, es decir, la alabanza pura de Dios; por eso, la liturgia de Laudes propone este salmo dos veces, en los domingos segundo y cuarto. En este breve texto se suceden diez imperativos, que repiten la misma palabra: "Hallelú", "alabad". Esos imperativos, que son casi música y canto perenne, parecen no apagarse nunca, como acontecerá también en el célebre "aleluya" del Mesías de Haendel. La alabanza a Dios se convierte en una especie de respiración del alma, sin pausa. Como se ha escrito, "esta es una de las recompensas de ser hombres: la serena exaltación, la capacidad de celebrar. Se halla bien expresada en una frase que el rabino Akiba dirigió a sus discípulos: Un canto cada día, un canto para cada día".

El salmo 150 parece desarrollarse en tres momentos. Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1-2), la mirada se dirige al "Señor" en su "santuario", a "su fuerza", a sus "grandes hazañas", a su "inmensa grandeza". En un segundo momento -semejante a un auténtico movimiento musical- se une a la alabanza la orquesta del templo de Sión (cf. vv. 3-5), que acompaña el canto y la danza sagrada. En el tercer momento, en el último versículo del salmo (cf. v. 6), entra en escena el universo, representado por "todo ser vivo" o, si se quiere traducir con más fidelidad al original hebreo, por "todo cuanto respira". La vida misma se hace alabanza, una alabanza que se eleva de las criaturas al Creador… La primera sede en la que se desarrolla el hilo musical y orante es la del "santuario" (cf. v. 1). El original hebreo habla del área "sagrada", pura y trascendente, en la que mora Dios. Por tanto, hay una referencia al horizonte celestial y paradisíaco, donde, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna y perfecta liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5,6-14). El misterio de Dios, en el que los santos son acogidos para una comunión plena, es un ámbito de luz y de alegría, de revelación y de amor. Precisamente por eso, aunque con cierta libertad, la antigua traducción griega de los Setenta e incluso la traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de "santuario", la palabra "santos": "Alabad al Señor entre sus santos".

Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al poner el acento en las "grandes hazañas" realizadas por Dios, las cuales manifiestan "su inmensa grandeza" (v. 2). Estas hazañas son descritas en el salmo 104, el cual invita a los israelitas a "meditar todas las maravillas" de Dios (v. 2), a recordar "las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca" (v. 5); el salmista recuerda entonces "la alianza que pactó con Abraham" (v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y, por último, el don de la tierra. Otro salmo habla de situaciones difíciles de las que el Señor salva a los que "claman" a él; las personas salvadas son invitadas repetidamente a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: "Den gracias al Señor por su piedad, por sus prodigios a favor de los hijos de los hombres" (Sal 106, 8.15. 21.31). Así se puede comprender la referencia de nuestro salmo a las "obras fuertes", como dice el original hebreo, es decir, a las grandes "hazañas" (cf. v. 2) que Dios realiza en el decurso de la historia de la salvación. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino, que se manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.

Llegamos así al último versículo del salmo 150 (cf. v. 6). El término hebreo usado para indicar a los "vivos" que alaban a Dios alude a la respiración, como decíamos, pero también a algo íntimo y profundo, inherente al hombre. Aunque se puede pensar que toda la vida de la creación es un himno de alabanza al Creador, es más preciso considerar que en este coro el primado corresponde a la criatura humana. A través del ser humano, portavoz de la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor. Nuestra respiración vital, que expresa autoconciencia y libertad (cf. Pr 20,27), se transforma en canto y oración de toda la vida que late en el universo. Por eso, todos hemos de elevar al Señor, con todo nuestro corazón, "salmos, himnos y cánticos inspirados" (Ef 5,19).

Los manuscritos hebraicos, al transcribir los versículos del salmo 150, reproducen a menudo la Menorah, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo, auténtico Amén en la oración de siempre de nuestros "hermanos mayores": todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas musicales que ha inventado su genio -"trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros, platillos vibrantes", como dice el Salmo- pero también "todo ser vivo" es invitado a arder como la Menorah ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias. En unión con el Hijo, voz perfecta de todo el mundo creado por él, nos convertimos también nosotros en oración incesante ante el trono de Dios".

Todo ser que alienta alabe al Señor: "Resuena por segunda vez en la liturgia de Laudes el salmo 150, que acabamos de proclamar: un himno festivo, un aleluya al ritmo de la música. Es el sello ideal de todo el Salterio, el libro de la alabanza, del canto y de la liturgia de Israel. El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Sólo debemos dejarnos llevar por la insistente invitación a alabar al Señor: "Alabad al Señor (...), alabadlo (...), alabadlo". Al inicio, Dios se presenta en dos aspectos fundamentales de su misterio. Es, sin duda, trascendente, misterioso, distinto de nuestro horizonte: su morada real es el "templo" celestial, su "fuerte firmamento", semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Y, a pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el "templo" de Sión y actúa en la historia a través de sus "obras magníficas", que revelan y hacen visible "su inmensa grandeza" (cf. vv. 1-2).

Así, entre la tierra y el cielo se establece casi un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad. Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos. El salmista nos impulsa inmediatamente a utilizar un subsidio para nuestro encuentro de oración: los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal 117,27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46,8: "Tocad con maestría".

Por tanto, es necesario descubrir y vivir constantemente la belleza de la oración y de la liturgia. Hay que orar a Dios no sólo con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno. A este respecto, la comunidad cristiana debe hacer un examen de conciencia para que la liturgia recupere cada vez más la belleza de la música y del canto. Es preciso purificar el culto de impropiedades de estilo, de formas de expresión descuidadas, de músicas y textos desaliñados, y poco acordes con la grandeza del acto que se celebra. Es significativa, a este propósito, la exhortación de la carta a los Efesios a evitar intemperancias y desenfrenos para dejar espacio a la pureza de los himnos litúrgicos: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5,18-20).

El salmista termina invitando a la alabanza a "todo ser vivo" (cf. Sal 150,5), literalmente a "todo soplo", "todo respiro", expresión que en hebreo designa a "todo ser que alienta", especialmente "todo hombre vivo" (cf. Dt 20,16; Jos 10,40; 11,11.14). Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura humana con su voz y su corazón. Juntamente con ella son convocados idealmente todos los seres vivos, todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7,22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por el don de la existencia. En línea con esta invitación universal se pondrá san Francisco con su sugestivo Cántico del hermano sol, en el que invita a alabar y bendecir al Señor por todas las criaturas, reflejo de su belleza y de su bondad. En este canto deben participar de modo especial todos los fieles, como sugiere la carta a los Colosenses: "La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados" (Col 3,16). A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: "Vosotros, santos, sois la trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales". En realidad, "todo espíritu que alaba al Señor" es voz de canto a Dios. Por tanto, la música más sublime es la que se eleva desde nuestros corazones. Y precisamente esta armonía es la que Dios espera escuchar en nuestras liturgias".

Nuestra vida toda se ha de convertir en una continua alabanza del Nombre del Señor. Para eso hemos sido llamados a la vida; para eso somos llamados a la Vida eterna. Al evocar los instrumentos que cita el salmo, comenta Próspero de Aquitania: "todos estos instrumentos de alabanza a Dios son los mismos santos, los cuales dirigen a Dios el múltiple sonido de su concorde glorificación. Y por eso en todas sus obras es alabado Dios porque cada movimiento de aquellos que cantan está animado de su Espíritu que lo anuncia en ellos". Tenemos una y mil razones para entonar nuestra acción de gracias al Señor. No importa que a veces la vida se nos haya complicado; el Señor siempre ha estado, está y estará a nuestro lado como Padre y como fuerte defensor nuestro; por eso, hemos de reconocer la grandeza de su amor y nos hemos de convertir, nosotros mismos, en un grito de alabanza agradecido a su santo Nombre. Aleluya, alabado sea el Nombre del Señor, ahora y por siempre. Amén. Aleluya.

3. Lc 6,27-38 (ver domingo 7 C). Si las bienaventuranzas de ayer eran paradójicas y sorprendentes, no lo son menos las exhortaciones de Jesús que leemos hoy, que son como el modo de vivir las bienaventuranzas, el modo de parecernos a nuestro Padre Dios: el amor, hasta el "amad a vuestros enemigos". La enseñanza central de Jesús es el amor. Es como si la cuarta bienaventuranza ("dichosos cuando os odien y os insulten") la desarrollara aparte, como el resumen de todo. El estilo de actuación que él pide de los suyos es en verdad cuesta arriba: - amad a vuestros enemigos, - haced el bien a los que os odian, - bendecid a los que os maldicen, - orad por los que os injurian, - al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, - al que te quite la capa, déjale también la túnica... La lista es impresionante. Y Jesús, con sus recursos pedagógicos de antítesis y reiteraciones, concreta todavía más: si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?; si hacéis el bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis?; si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? "En el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con nuestro Padre Dios, que reconcilió al género humano, que estaba en enemistad con él y le era contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su hijo" (Catecismo romano). La manera de llegar a la cercanía de Dios es la misericordia, por eso se subraya ese versículo en los comentarios que siguen, que tiene su paralelo en Mt 5,48: "el mismo Dios, que se digna dar en el cielo, quiere recibir en la tierra" (comentando que lo que hacemos a los demás lo hacemos con Él: S. Cesáreo de Arlés, ver Biblia de Navarra con la cita completa). Finalmente, la llamada al perdón es clara, condición para el perdón de nuestras ofensas es que perdonemos a los demás: "el Señor añade una condición necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es, que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en otro lugar: la medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su amo" (S. Cipriano).

Esta página del evangelio es de ésas que tienen el inconveniente de que se entienden demasiado. Lo que cuesta es cumplirlas, adecuar nuestro estilo de vida a esta enseñanza de Jesús, que, además, es lo que Él cumplía el primero. Después de escuchar esto, ¿podemos volver a las andadas en nuestra relación con los demás? ¿nos seguiremos creyendo buenos cristianos a pesar de no vernos demasiado bien retratados en estas palabras de Jesús? ¿podremos rezar tranquilamente, en el Padrenuestro, aquello de "perdónanos como nosotros perdonamos"?

Jesús nos propone dos claves, a cual más expresiva y exigente, para que midamos nuestra capacidad de bondad y amor: - "tratad a los demás como queréis que ellos os traten"; es una medida comprometedora, en positivo, porque nosotros sí queremos que nos traten así; y, en negativo, un aviso: "la medida que uséis la usarán con vosotros"; - "sed compasivos como vuestro Padre es compasivo"; cuando amamos de veras, gratuitamente, seremos "hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos". Desde luego, los cristianos tenemos de parte de nuestro Maestro un programa casi heroico, una asignatura difícil, en la línea de las bienaventuranzas de ayer. Saludar al que no nos saluda. Poner buena cara al que sabemos que habla mal de nosotros. Tener buen corazón con todos. No sólo no vengarnos, sino positivamente hacer el bien. Poner la otra mejilla. Prestar sin esperar devolución. No juzgar. No condenar. Perdonar... (J. Aldazábal).

En el pasaje de hoy Lucas resumió varios consejos importantes, dados por Jesús y que Mateo había agrupado en el sermón de la Montaña. Son unas actitudes evangélicas esenciales.

-A vosotros que me escucháis os digo: "Amad a vuestros enemigos..... Estamos demasiado habituados a "saber", teóricamente, esas palabras. Sin embargo, para Jesús, no se trata de algo intelectual ni teórico. Esos "enemigos" a los que se refiere los detalla en los ejemplos siguientes:

-Los que os odian. Los que os maldicen... Los que os injurian... Los que os pegan... El que te quita la capa... El que te roba... Toda esa gente no son ideas, ni fantasmas irreales, sino personas de carne y hueso. Hay que atreverse a buscar, a nuestro alrededor, las personas que más nos cuesta amar... Las que nos "dañan" de una u otra manera...

-Amadles... Hacedles bien... Deseadles el bien... Rogad por ellas... Dad... No reclaméis... Todo esto no son ideas, ni sentimientos... sino actos reales, actitudes concretas. No, no es fácil vivir el evangelio... ¡no es "agua de rosas"!

-Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Ponerse en el lugar de los demás. ¡Cuán difícil es esto, Señor! Ven a nosotros.

-Si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis bien a los que lo hacen a vosotros... También los pecadores hacen otro tanto. Si prestáis sólo cuando esperáis cobrar... También los pecadores se prestan unos a otros con intención de cobrar el equivalente. Mateo tomaba como comparación a "los publicanos y a los paganos" (Mateo 5, 46-47). Lucas, para no herir a sus lectores, paganos convertidos o paganos a convertir, traduce las palabras de Jesús a un lenguaje comprensible para ellos y habla de "pecadores": es exactamente el mismo pensamiento pero en un lenguaje más moderno. Sí, el pensamiento esencial de Jesús es que nuestro "amor" ha de ser universal, liberándose de las comunidades naturales -la familia, el medio, la nación, la raza- en las cuales se ejerce casi espontáneamente. La solidaridad no es un bien en sí, hay que decirlo: también los pecadores, los malvados, los opresores, los egoístas... pueden establecer entre ellos solidaridades muy interesadas, orientadas en provecho propio y contra los demás. El "amor sin fronteras" es muy exigente: más allá de todas las leyes psicológicas y sociales, por lo tanto muy naturales y reales, ¡nuestro amor debe alcanzar las dimensiones mismas de toda la humanidad, enemigos y adversarios comprendidos!

-Amad a vuestros enemigos, haced el bien sin esperar nada a cambio... Es un amor desinteresado, gratuito.

-Así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los malos y los desagradecidos. Sed misericordiosos, como Vuestro Padre es misericordioso. Así, no se trata solamente de un rebasar "cuantitativo" -amar a más personas en todo el vasto mundo-, sino de un rebasar "cualitativo" -amar como Dios ama, imitando el amor infinito, y ser con ello un signo del amor del Padre que ama a todos los hombres, incluso a "sus enemigos".

-No juzguéis... No condenéis... Perdonad... Dad... Dejo resonar en mí cada una de esas palabras, una a una, una después de otra. Y las llevo a la oración (Noel Quesson).

«Sed compasivos como vuestro Padre»… Jesús ha pronunciado unas palabras hermosas que, en verdad, son muy duras: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian»; y son duras, porque no es fácil llevarlas a la práctica. Todo el mundo se resiente cuando le pisan y busca el modo de resarcirse vistiéndolo con los mejores argumentos de que dispone. Muchas veces no buscamos tanto restablecer la justicia como sentir la satisfacción de ver humillado a quien nos ha ofendido. Jesucristo nos habla hoy del perdón como expresión de amor, pero nosotros lo solemos ver como síntoma de debilidad. Es fácil amar a quienes nos aman, en cambio, cuesta más amar al que nos ha perjudicado. Sin embargo, dejar de amar y sentir odio y aversión nos perjudica, pues nos hace vivir en un mundo más frío e inhumano y nos hace sufrir interiormente.

«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten», dice Jesús. Todo el mundo quiere ser amado, comprendido, perdonado y acogido. Llevada a sus últimas consecuencias, la regla de oro, reformulada por Jesús, nos pide amar y perdonar a los enemigos. Han sido muchos los que nos han dejado un testimonio precioso sobre la vivencia de esta recomendación del Maestro, especialmente en situaciones extremas, que demuestran si verdaderamente somos o no buenos discípulos de Jesús. Entre 1915 y 1916, hubo en Turquía una gran masacre de cristianos armenios. Un joven fue asesinado a la vista de su hermana por un soldado turco; ella pudo escapar saltando una tapia. Más tarde, esta muchacha trabajaba de enfermera en un hospital, y llevaron a su sala al mismo soldado que había matado a su hermano. Se desencadenó entonces en el corazón de la joven una batalla: atenderlo o dejarlo morir. Deseaba vengarse, pero su fe cristiana le reclamaba amor y perdón. Felizmente para el soldado y para ella misma, ganó el amor de Cristo, y el infeliz criminal recibió las atenciones necesarias. Cuando el hombre se recuperó, reconoció a la joven que había perseguido y le preguntó por qué no lo había dejado morir. Ella respondió: «Porque yo sigo a Aquel que dijo: 'Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian'». El paciente se quedó pensativo y finalmente dijo: «Yo no sabía nada de una religión así. Explícame más sobre ella, porque la quiero conocer». El amor lo conquistó y ella tuvo el gozo de llevarlo a los pies del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Aquel individuo, que era imagen del hombre terreno, pasó a ser imagen del hombre celestial.

Abrámonos al amor de Jesucristo, dejemos que Dios ame y perdone a través de nosotros, y seremos verdaderamente hijos del Altísimo. Tal vez no podamos resolver los grandes conflictos mundiales, pero sí que podemos colaborar pacificando nuestras relaciones con personas allegadas si seguimos la propuesta de Jesús. Una propuesta que Él selló con su vida y que ahora celebramos en la Eucaristía.

«Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo»… Hoy escuchamos unas palabras del Señor que nos invitan a vivir la caridad con plenitud, como Él lo hizo («Padre, perdónales porque no saben lo que hacen»: Lc 23,34). Éste ha sido el estilo de nuestros hermanos que nos han precedido en la gloria del cielo, el estilo de los santos. Han procurado vivir la caridad con la perfección del amor, siguiendo el consejo de Jesucristo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

La caridad nos lleva a amar, en primer lugar, a quienes nos aman, ya que no es posible vivir en plenitud lo que leemos en el Evangelio si no amamos de verdad a nuestros hermanos, a quienes tenemos al lado. Pero, acto seguido, el nuevo mandamiento de Cristo nos hace ascender en la perfección de la caridad, y nos anima a abrir los brazos a todos los hombres, también a aquellos que no son de los nuestros, o que nos quieren ofender o herir de cualquier manera. Jesús nos pide un corazón como el suyo, como el del Padre: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36), que no tiene fronteras y recibe a todos, que nos lleva a perdonar y a rezar por nuestros enemigos.

Ahora bien, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia, «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios». El Cardenal Newman escribía: «¡Oh Jesús! Ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que vaya. Inunda mi alma con tu espíritu y vida. Penetra en mi ser, y hazte amo tan fuertemente de mí que mi vida sea irradiación de la tuya (...). Que cada alma, con la que me encuentre, pueda sentir tu presencia en mí. Que no me vean a mí, sino a Ti en mí». Amaremos, perdonaremos, abrazaremos a los otros sólo si nuestro corazón es engrandecido por el amor a Cristo (Josep Miquel Bombardó i Alemany).

El amor a los enemigos ha sido una práctica olvidada, repudiada, manipulada y, en fin, mal interpretada. Algunos piensan que es algo absurdo, totalmente impracticable. Otros, que se trata de aguantar lo que los demás nos quieran hacer. Algunos más, la califican como un medio de manipulación. Pero la verdad es que únicamente la vida de Jesús nos muestra cómo se ama efectivamente al enemigo. Este amor pasa primero por la fragua de la verdad. El que amemos a nuestros enemigos nos obliga a decirles la verdad. Nuestro amor no puede encubrir injusticias y desigualdades. Amar es andar en la verdad. Es también un amor que no responde con agresión. Pues, es consciente de que la violencia no es la medida con la que Dios juzga al mundo. Busca el camino de la alteridad, del diálogo, de la tolerancia. Sólo si reconozco al enemigo como persona, como ser humano puedo responder desde la misericordia de Dios a la crueldad ajena. Ser capaz de distinguir el mal que me hacen de quien me lo hace: quien me hace mal está por encima del mal que hace, en su dignidad de hijo de Dios, explicaba Jutta Burgraff. Amar a quien nos odia es la medida del verdadero amor. Porque quién sólo ama a quien le retribuye con los mismos sentimientos, no sobrepasa la medida del amor egoísta. Beneficiar a quien nos cause daño, bendecir al que nos maldice y ser generosos con los acaparadores es un modo de proceder que pone la lógica del mundo patas arriba. Porque esta acción no nace de la ignorancia y la ingenuidad, sino de la consciencia de que el Hombre Nuevo es superior a la mezquindades vigentes. Por esto, las palabras de Jesús se convierten en una contradicción que nos pesa enormemente en el corazón. Él no sólo pide que seamos buenos o que mejoremos nuestro modo de ser. Nos pide que nos abramos a Dios y cambiemos los harapos de nuestro egoísmo por el magnífico vestido de la generosidad (Servicio Bíblico Latinoamericano). Danos, Señor, el don de la sabiduría que consiste en entender y comprender la palabra, la actitud, el momento vital de cada uno de nuestros hermanos, de suerte que amándote a Ti, amemos a los otros, y amando a los otros volvamos siempre a Ti.

Nuestra vocación en Cristo mira a hacer siempre el bien, nunca el mal. Hemos de amar a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados por Dios en Cristo Jesús, que por reconciliarnos con Dios entregó su vida por nosotros. Cuando respondemos bendiciendo a quien nos maldice, cuando oramos por quienes nos difaman, estamos propiciando una convivencia menos salvaje y, por lo menos, más humana; ojalá logremos que sea más fraterna y entonces, como dice el profeta Isaías: haremos de nuestras espadas arados, de nuestras lanzas podaderas; nadie se levantará contra los demás, ni nos prepararemos más para la guerra, pues caminaremos no conforme a nuestras miradas torpes y miopes, sino a la luz del Señor.

En esta Eucaristía el Señor nos quiere fraternalmente unidos. Para lograrlo ha dado su vida por nosotros, para que, quienes hemos sido rescatados al precio de su sangre, no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. Que su Palabra no sólo se pronuncie sobre nosotros sino que habite, con toda su riqueza, en todo nuestro ser. Entonces podremos ser auténticos testigos del Señor de tal forma que, tanto con nuestras palabras como, especialmente con nuestras obras, contribuyamos para que los demás puedan también encontrarse con Cristo, pues nuestro testimonio de vida concordará con nuestras palabras. El Señor, que nos confía el anuncio de su Evangelio, nos fortalece con su Cuerpo y con su Sangre, y nos da como amigo que nos acompaña, su Espíritu Santo, que impulsa nuestra vida, para que nuestro testimonio de fe sea dado con la fuerza y valentía que nos viene de lo alto. Hagamos de nuestra Eucaristía, no un momento vivido como una costumbre sin proyección hacia la vida, sino como un compromiso que nos lleve a amar, a perdonar, a comprender a nuestro prójimo, dando, incluso nuestra vida por él, aun cuando en algún momento pudiera haberse opuesto a nosotros. Recordemos que el Señor nos envía a buscar y a salvar a las ovejas descarriadas de su Pueblo.

No podemos en verdad decir que somos miembros del cuerpo del Señor, es decir, de su Iglesia, cuando vivimos luchando unos contra otros, cuando nos convertimos en motivo de escándalo o de sufrimiento para los demás. El Señor no llamó a su Iglesia para condenar, sino para llamar a la reconciliación, para perdonar, para proclamar la Buena Nueva del amor que nos une como hijos en torno a nuestro único Padre común: Dios. Pasemos haciendo el bien. Que por ningún motivo seamos nosotros los que tengamos que ser soportados a causa de aborrecer, maldecir o difamar a los demás. Si queremos que los demás nos amen y se preocupen de hacernos el bien, hagamos lo mismo nosotros mismos primero con ellos, pues con la medida con que los midamos seremos nosotros medidos. Jamás cerremos nuestro corazón a alguna persona; aprendamos cómo Dios, a pesar de nuestras ingratitudes y maldades, jamás nos ha retirado su amor para que hagamos lo mismo que nosotros hemos recibido de Él.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar con un corazón que, lleno de Dios, se convierta en signo de unión y de paz para todos los pueblos. Amén (www.homiliacatolica.com).

 

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