¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo?
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1,15-17. Querido hermano: Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mi, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Salmo 112,1-2.3-4.5a y 6-7. R. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre.
Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre.
De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor. El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se abaja para mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre.
Santo evangelio según san Lucas 6,43-49. En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: -«No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. ¿Por qué me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mi, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó y quedó hecha una gran ruina.»
Comentario: 1Tm 1,15-17. Resume Pablo en pocas palabras la obra redentora de Cristo: "ningún otro fue el motivo de la venida de Cristo el Señor sino la salvación de los pecadores –comenta San Agustín-. Si eliminas las enfermedades, las heridas, ya no tiene razón de ser la medicina. Si vino del cielo el gran médico es que un gran enfermo yacía en todo el orbe de la tierra. Ese enfermo es el género humano". Es lo que decimos en el Credo, que Jesús vino "por nosotros los hombres y por nuestra salvación". recordando rasgos de su autobiografía, en forma de una acción de gracias a Dios por su benevolencia con él. Su catequesis sobre Jesús se resume en esta afirmación: "Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores". Pero en seguida se lo aplica a sí mismo: "y yo soy el primero, y por eso se compadeció de mí''.
Cambiaría bastante nuestra postura para con los demás si recordáramos con sincera humildad que Cristo ha venido a salvarnos a nosotros, en primer lugar. No sólo a los que llamamos "pecadores", sino a nosotros, que somos los primeros. Si los padres en relación con los hijos, o los hijos con los padres, y los educadores para con los jóvenes, y cada uno en su relación con los demás de la familia o de la comunidad, dijéramos desde lo más profundo del ser: "se compadeció de mí"', "en mí, el primero, mostró Cristo toda su paciencia", entonces sí podríamos presentarnos como modelos para los demás, porque seguramente lo haríamos, no con aires autosuficientes y farisaicos, sino con humildad de hermanos. Si nos sintiéramos "perdonados", como Pablo, estaríamos mucho más dispuestos a perdonar a los demás y a trabajar por ellos. -Esta es una palabra cierta y digna de ser aceptada sin reserva. En medio de las desviaciones de todas clases, en medio de las múltiples semi-verdades que corren por el mundo en tiempo de san Pablo y en el nuestro, Pablo es consciente de que dirá una verdad «cierta y segura» que hay que recibir sin reticencia y sin reserva. ¿Cuál es pues esta noticia anunciada con tanta seguridad?
-Cristo Jesús ha venido al mundo para salvar a los pecadores. Hubiera podido esperarse una fórmula sobre la existencia y la grandeza de Dios. Ahora bien, para Pablo, lo más importante que pueda decirse es la bondad de Dios que «salva» a los pecadores. ¡Dios ama a los pecadores! ¡Jesús vino para ellos! Todo el evangelio, especialmente el de Lucas, no deja de repetirnos esta verdad, como si en ella hubiera algo un poco escandaloso, difícil de admitir. Es verdad que las filosofías y las religiones naturales no se forjaron nunca esa imagen de Dios. "En efecto, dice Jesús, no he venido para los sanos, sino para los enfermos" (Lc 5,31). Contestaba así a la murmuración de los fariseos que se escandalizaban de verle aceptar la invitación de comer "con los pecadores" (Lc 15,1).
-Y el primero, de los pecadores, soy yo. Admirable humildad de ese «santo», de ese gran san Pablo. Pero si Cristo Jesús me perdonó, fue para que en mí se manifestase primeramente toda su generosidad. Debía ser yo el primer ejemplo de todos los que habían de creer en El para obtener vida eterna. No es para estar en primera fila que san Pablo habla tan a menudo de sí mismo. Es porque ha comprendido profundamente que ¡la transmisión de la fe no se halla en la línea del «profesor que sabe y que enseña a los demás»! El ministro del evangelio es un testigo que tiene que haber hecho personalmente la experiencia de la gracia de Dios y que la proclama como un mensaje de lo que antes ha sido vivido por él. ¡Toda la diferencia entre el predicador verdadero, que se compromete con sus palabras... y el charlatán que va barajando ideas aunque sean exactas! ¡Soy el mayor pecador! decía san Pablo; para poder decir: ¡Soy el primero en saber qué es ser perdonado! ¿Por qué se extrañan algunos cristianos cuando un sacerdote les dice que él también es pecador y que también se confiesa? ¿No sería quizá, porque, a pesar de todo, se tiene una falsa idea de Dios? Una idea racional y pagana. En lugar de la que se reveló en Jesucristo: ¡un Dios que ama y salva a los pecadores!
-Al rey de los siglos, honor y gloria... Esta fórmula, como las líneas siguientes es sin duda un himno litúrgico que las comunidades cristianas cantaban. Muchos de ellos han sido musicados recientemente (1 Tm 2,5; 6,15-16; 2 Tm 1,9-10; 2,8).
-Al Dios único, invisible e inmortal, por los siglos de los siglos. Amén. Esos títulos de Dios son poco habituales en el Nuevo Testamento. Quizá han sido sacados de fórmulas judías o griegas. Se ve que san Pablo, si bien cuidadoso de presentar el verdadero rostro de Dios, el que Jesús nos ha revelado; no duda en servirse de la cultura de su tiempo para proclamar y cantar su fe (Noel Quesson).
Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores. Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo; sino para que el mundo se salve por Él. El Señor ha venido al encuentro de los pecadores, ha buscado al hombre que ha fallado, como el pastor busca la oveja descarriada hasta encontrarla; Él ha venido a buscar todo lo que se había perdido para reunir en un solo pueblo a los hijos que había dispersado el pecado. Así, Dios quiere manifestarle su misericordia a todas las gentes. Cada uno de nosotros ha de abrir su corazón a esa oferta de perdón y misericordia que Dios nos hace por medio de Jesús, su Hijo. Siendo los primeros en experimentar ese amor misericordioso, podremos, con nuestro testimonio personal, servir de ejemplo para que otros alcancen también la salvación, pues los impulsaremos a un encuentro con el Dios de amor y de misericordia, no sólo con nuestras palabras, sino con nuestra vida misma. Por eso, con un corazón agradecido, elevemos nuestro cántico al Señor, que siendo eterno, inmortal, invisible y único Dios, ha puesto su mirada en nosotros y nos ha amado con la cercanía con la que como Padre Bueno, nos manifiesta como a hijos suyos; a Él sea dado todo honor y toda gloria ahora y para siempre.
2. Lo haríamos con los mismos sentimientos del salmo de hoy: "alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor..." Así dice el Catecismo 2143: "Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su nombre a los que creen en él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. "El nombre del Señor es santo". Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf Za 2,17). No lo hará intervenir en sus propias palabras sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo (cf Sal 29,2; 96,2; 113,1-2)"… "El Señor, Dios nuestro, se abaja para mirar al cielo y a la tierra. Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre". No somos ricos, no somos poderosos, sino pobres y débiles. Así se sentía Pablo en su ministerio. Y así hizo lo que hizo, fiado más de Dios que de sí mismo. "Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre humilde se inclina; al humilde concede gracia, y después de su abatimiento le levanta a gran honra. Al humilde descubre sus secretos, y le trae dulcemente a Sí y le convida. El humilde, recibida la afrenta, está en paz; porque está con Dios y no en el mundo" (Kempis).
Benedicto XVI comentó así el salmo de alabanza: "Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada "el Hallel egipcio". Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113). No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones. El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.
La primera estrofa (cf. Sal 112,1-3) exalta "el nombre del Señor", que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana. Tres veces, con insistencia apasionada, resuena "el nombre del Señor" en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo -"desde la salida del sol hasta su ocaso", dice el salmista (v. 3)- está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.
Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: "el Señor se eleva sobre todos los pueblos", "se eleva en su trono", y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo, el Señor debe "abajarse", porque "su gloria está sobre el cielo" (v. 4). La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor -dice el salmista- "se abaja para mirar" (v. 6).
Así, se pasa al último movimiento del salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo: "Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre" (v. 7). Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo… Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que "mira la humillación de su esclava". María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios "derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes" (cf. Lc 1,48. 52; Sal 112,6-8).
Un "himno vespertino" muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura "cristiana" que la comunidad primitiva hacía de los salmos: "Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén"".
Bendito sea el Señor, nuestro Dios y Padre; pues, aun cuando es el Todopoderoso, eterno, inmortal e invisible; aún cuando es el Dios único, que está por encima de todos los dioses que ni son dioses, se ha inclinado para mirar cielos y tierra; más aún, ha puesto su mirada en la pequeñez de sus siervos y ha hecho grandes cosas en favor nuestro. Él ha derribado a los potentados de sus tronos y ha exaltado a los humildes. ¿Quién hay como el Señor? ¿Quién puede igualar al Dios y Padre nuestro? Dios quiera concedernos la Fuerza de lo Alto para que hagamos nuestro su amor, su bondad, su misericordia de tal forma que, caminando siempre en su presencia, podamos algún día sentarnos junto a Aquel que es el Jefe y Pastor de las ovejas adquiridas mediante la Alianza pactada con propia su sangre.
3.- Lc 6,43-49. Aquí nos habla Jesús de pureza de intención, y las obras dan a conocer el corazón de las personas. Las comparaciones que ponía Jesús, tomadas de la vida diaria, eran muy expresivas para transmitir sus enseñanzas. Hoy son dos: la del árbol que da frutos buenos o malos, y la del edificio que se apoya en roca o en tierra. Los árboles se conocen por sus frutos, no por su apariencia. Las zarzas no dan higos. Así las personas: "el que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal". El futuro de un edificio depende en gran parte de dónde se apoyan sus cimientos. Si sobre roca o sobre tierra o arena. En el primer caso la casa aguantará embestidas y crecidas. En el otro, no. Lo mismo pasa en las personas, según construyan su personalidad sobre valores sólidos o sobre apariencias. Es como un comentario a las antítesis de las bienaventuranzas que Jesús nos dictó el miércoles de esta misma semana.
¡Qué sabiduría y qué retrato tan exacto de nuestra vida nos ofrecen estas frases! "Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca". Cuando nuestras palabras son amargas, es que está rezumando amargura nuestro corazón. Cuando las palabras son amables, es que el corazón está lleno de bondad y eso es lo que aparece hacia fuera. Tenemos motivos de examen de conciencia, al final del día, si recordamos las varias intervenciones que hemos tenido durante la jornada. Lo mismo con el otro símil de la construcción. A veces el edificio de nuestra personalidad -la fachada exterior- aparece muy llamativo y prometedor. Pero no hemos puesto cimientos, o los hemos puesto sobre bases no consistentes: el gusto, la moda, el interés. No sobre algo permanente: la Palabra de Dios. ¿Nos extrañaremos de que estos edificios -nuestras propias vidas, o las de otros, que parecían muy seguras- se "derrumben desplomándose"? Siempre estamos a tiempo para corregir desviaciones. ¿Cómo tenemos el corazón? ¿es estéril, malo, lleno de orgullo? Entonces nuestras obras serán estériles y malignas. ¿Trabajamos por cultivar sentimientos internos de misericordia, de humildad, de paz? Entonces nuestras obras irán siendo también benignas y edificantes. Tenemos que cuidar y examinar nuestro corazón, que es la raíz de las palabras y de las obras. También podemos hacernos la pregunta de cómo construimos nuestro porvenir. Sea cual sea nuestra edad, ¿podemos decir que estamos poniendo la base de nuestro edificio en valores firmes, en la Palabra de Dios? ¿o en modas pasajeras y en el gusto del momento? ¿cuidamos sólo la fachada o sobre todo la interioridad? (J. Aldazábal).
La vida moral se verifica en sus frutos. La idea viene de la corriente sapiencial en la que el justo es comparado a menudo a un árbol que da frutos plenos de sabor, mientras que los demás árboles se vuelven estériles. El justo da buenos frutos porque está regado por las aguas divinas; sus frutos serán particularmente abundantes en la era escatológica. En efecto, el cristiano, como rama del árbol de vida que es Jesús produce los frutos del Espíritu mientras que el judaísmo se convierte en un árbol estéril. La imagen de la casa construida sobre la roca es fácil de comprender: el empresario impaciente se contenta con hacer reposar su casa sobre el mismo suelo o sobre la arena que recubre a la roca, sin preocuparse de cavar hasta ella. La imagen es similar a la de la semilla que penetra en la tierra o, al contrario, se queda en la superficie y muere (Lc 8,5-8). El evangelio recuerda, pues, que sólo puede haber eficacia en el campo de la fe cuando se deja lugar a la Palabra en lo más profundo de uno mismo. Los cristianos están invitados a profundizar su fe, a no conformarse con una fe sociológica o de motivaciones insuficientes (Maertens-Frisque).
-No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. No se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimia uva de los espinos. Jesús quiere recordarnos que es el "fondo" del hombre lo que permite juzgar sus actos. La calidad del fruto depende de la calidad del árbol. El "corazón", es decir, "el interior profundo" del hombre es lo esencial. Es necesario que los gestos exteriores correspondan a una calidad de fondo. Que, por ejemplo, nuestros gestos religiosos provengan de una "fe interiorizada". Señor, transforma mi corazón, ese centro profundo de mi personalidad: hazlo "bueno" como se dice de un fruto ¡qué bueno es! como se habla de un buen pan, sabroso, gustoso agradable. Que mi vida sea verdaderamente un "buen fruto" del que los demás puedan alimentarse y gozarse. Que el hombre sea bueno, este es el plan de Dios.
-El hombre "bueno", de la bondad de su corazón saca el "bien". El que es "malo", de la maldad de su corazón saca el "mal". HOY... ¿qué voy a sacar del tesoro de mi corazón? ¿Es mi corazón un tesoro de bondad? ¿Qué personas esperan algún bien de mí, alguna alegría? Ayuda, Señor, a todos los hombres a dar cosas buenas a sus hermanos.
-Porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. Es la aplicación de la breve parábola precedente sobre el árbol y el fruto a la palabra del hombre.
-¿Por qué me invocáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que os digo? Aplicación del mismo pensamiento a la oración. Si queremos que nuestras oraciones sean válidas, nuestra vida entera ha de ser también válida. Es del fondo del ser, del hondón de la vida, de la voluntad que procura complacer a Dios... de donde salen las verdaderas plegarias. Las oraciones que salen sólo de la punta de los labios no corresponden a nada. ¡Jesús prefiere los actos buenos a las palabras pías! -Todo el que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone en obra... Esa fórmula es muy matizada y completa para expresar la vida cristiana: - la fe, concebida como una vinculación a la persona de Jesús... - estar a la escucha de la Palabra de Dios... - la práctica religiosa, como un poner en obra esa voluntad divina... ¿Me "acerco a Jesús"? ¿Cómo se traduce eso, concretamente? ¿"Oigo sus palabras"? ¿Cuál es mi esfuerzo o mi negligencia en este punto? ¿"Las pongo en práctica?" En mis jornadas, en mis comportamientos?
-Se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y asentó los cimientos sobre roca; vino una crecida, rompió el río contra aquella casa y no se tambaleó porque estaba bien construida. Jesús es una persona eficaz, que desea que nuestras vidas sean también eficaces: Dios quiere que nuestras obras sean logradas, que nuestra vida sea "sólida" Para Jesús, esa solidez no existe más que si "uno se acerca a El, si se le escucha y si se pone en obra lo que El dice." ¡La Fe, una solidez, una roca, unos cimientos que permiten construir!
-Por el contrario, el que las escucha y no las pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos. Rompió contra ella el río y en seguida se derrumbó, y la destrucción de aquella casa fue completa. Severa advertencia para los que "no practican" (Noel Quesson).
Jesús está ubicado en las afueras de Cafarnaún. Su enseñanza se desplaza a las periferias, a los lugares de trabajo de los campesinos y empleados. El centro, la sinagoga, ha sido adversa para con él; por eso, el campo y el suburbio se convierten en el escenario de la acción de Dios. El andar en la periferia lo hace sensible a la situación de los marginados. A éstos el aparato legal los ha dejado maltrechos y en su consciencia se minusvaloran. Sin embargo, Jesús reconoce en ellos los valores del Reino. El pueblo, los discípulos y toda la cohorte de enfermos, pecadores y menesterosos en medio de las inevitables ambigüedades de todos los seres humanos, rebosan de amor a Dios y al prójimo. Y esa actitud de sus corazones es la que Jesús valora en ellos. En medio de su pobreza, ignorancia y simpleza son capaces de dar los buenos frutos del Reino. La palabra en ellos puede encontrar un terreno abonado, una tierra fértil donde los valores del Reino crecerán. Personas que han construido sobre la roca del amor y del servicio el edificio de su fe. Por eso, en el día de la tormenta no los vencerá el abatimiento ni la adversidad. Hoy, Jesús nos convoca a ser casa construida sobre la roca de la solidaridad, árbol de excelentes frutos, corazón que rebosa misericordia. De lo contrario, nosotros y todas nuestras comunidades andaremos dando palos de ciego sin acertar a descubrir la verdadera dirección del Reino de la Vida (servicio bíblico latinoamericano).
De la abundancia del corazón habla la boca. Cada árbol se conoce, si es bueno o malo, por sus frutos. Aquello que hacemos y hablamos manifiesta qué clase de gente somos. No basta llamar Señor, Señor, a Jesús para decir que somos sus discípulos. Si en verdad hemos asentado firmemente en Él nuestra vida, permanezcámosle fieles en el testimonio que demos a través de nuestro trabajo a favor del Evangelio tanto con nuestras obras como con nuestras palabras. Probablemente lleguen momentos muy arduos que quisieran desanimarnos en este trabajo. Sin embargo sólo una fe verdadera, sólo una esperanza intensa y sólo un amor ardiente al Señor podrá impedir que nos derrumbemos; pues ¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos más que victoriosos de todas estas pruebas. Procuremos, con la ayuda de Dios, que nuestra fe no se nos quede en puras exterioridades, sino que lo que hagamos externamente sea consecuencia de haber aceptado al Señor en nuestra propia vida.
En esta Eucaristía estamos aceptando enraizar nuestra vida en Dios, de tal forma que su vida divina corra por todo nuestro ser; y, entrando en una verdadera comunión de vida con el Señor, podamos producir frutos abundantes de bondad. Ya Jesús nos decía: Nadie es bueno, sino sólo Dios. Nosotros, tan frágiles y muchas veces tan inclinados al mal, hemos de reconocer que toda bondad y todo don perfecto provienen de Dios. Por eso, si en verdad queremos darle un nuevo rostro a nuestro mundo, el rostro que procede de la verdad, de la bondad, del amor, de la justicia, de la misericordia, unamos nuestra vida al Padre de las luces y alejémonos de las tinieblas del error y del pecado. Al haber acudido a esta Eucaristía, hemos venido ante el Señor con la gran disponibilidad de hacer nuestra su vida, su Evangelio, su Misión, porque queremos, finalmente, ser un signo vivo del Señor en el mundo.
No cerremos nuestros ojos ante la realidad que nos rodea. Es cierto que el hombre ha avanzado mucho en la ciencia, en la técnica, en el confort; es cierto que hay muchas enfermedades que han sido dominadas; es cierto que nuestro mundo va cayendo cada vez más bajo el dominio del hombre, naciendo así un mundo hominado. Sin embargo, seamos conscientes de que el respeto por la vida se va deteriorando cuando, a causa de sistemas económicos equivocados, se acaba con los que no son considerados útiles a los intereses de la máquina productiva. Muchos aun no nacidos han sido blanco de manipulaciones genéticas y muchos fetos congelados se han almacenado para experimentos contrarios a la misma naturaleza, o para finalmente tirarse al bote de la basura como si la vida inicial no mereciera ser respetada. ¿Podremos llamar Señor, Señor a Jesús con toda lealtad cuando, con miradas egoístas y miopes, explotamos a los pobres, o destruimos la vida de un sólo ser y o de miles de seres humanos? No es la sonrisa en los labios, ni nuestros rezos lo que indica que somos hijos de Dios, sino nuestras obras que nacen de un corazón que lo ha aceptado con lealtad en la propia vida; pues de un corazón podrido y sin Dios no podrá surgir nada bueno, mucho menos un hijo de Dios.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, que nos fortalezca para que seamos fieles testigos suyos, y no nos quedemos en una fe de vana palabrería. Amén (www.homiliacatolica.com).
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