viernes, 13 de noviembre de 2009

Domingo de la 26ª semana de Tiempo Ordinario. “¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta!”: procuremos no ser egoistas, pues en lugar de riqueza nos hundimos en la miseria, ser generosos y compartir, que ahí está el don de Dios

 

 

Lectura del libro de los Números 11,25-29. En aquellos días, el Señor bajó en la nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos. Al posarse sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar en. seguida. Habían quedado en el campamento dos del grupo, llamados Eldad y Medad. Aunque estaban en la lista, no habían acudido a la tienda. Pero el espíritu se posó sobre ellos, y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a contárselo a Moisés: - «Eldad y Medad están profetizando en el campamento.» Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino: ' «Señor mío, Moisés, prohíbeselo.» Moisés le respondió: - «¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»

 

Salmo 18,8.10.12-13.14. R. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.

Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quien conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta.

Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine: así quedaré libre e inocente del gran pecado.

 

Carta del apóstol Santiago 5,1-6.  Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego. ¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste.

 

Evangelio según san Marcos 9,38-43.45.47-48. En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: -«Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.» Jesús respondió: -«No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Y, además, el que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.»

 

Comentario: 1. Nm 11,25-29. Apartir de este capítulo se narran una serie de acontecimientos y de peripecias que la tradición atribuye a aquel pueblo que peregrinó desde el Sinaí hasta la tierra de promisión. La etapa del desierto está llena de obstáculos y de dificultades. Y ante la prueba el pueblo protesta contra Moisés y contra el Señor. 70 ancianos participan del espíritu de Moisés: representan a los habitantes de la ciudad (Dt 21,3-8) y, ante todo, están dedicados a tareas de justicia (Dt 19,12; 22,15-19...). Aunque sean una institución más propia de la cultura y civilización sedentaria, todas las fuentes literarias hacen remontar su origen a la época de Moisés; son sus ayudantes en asuntos judiciales y oraculares (cf Ex 18,13-26; Dt 1,9-15), en este texto aparecen participando del carisma profético de Moisés, que está agobiado por tantos problemas que tiene que resolver solo. Y la palabra de Dios, que siempre sale al encuentro del hombre intenta iluminar y dar solución a este problema difícil. Moisés deberá reunir 70 ancianos sobre los que irrumpirá el espíritu de Dios y así podrán ayudarle en su misión. La carga al ser compartida será más ligera (vv 16-17). Se eligen los 70 ancianos. Josué se pone celoso e intenta prohibir el que profeticen (v 28), pero Moisés le recrimina. Moisés ha entendido el verbo compartir. Es humilde. Comprende que el poder de los otros no es merma para su poder sino que es una común participación en la misma misión (A. Gil Modrego).

El primer conocimiento que tuvieron los israelitas del Espíritu de Dios, lo sacaron de la actuación de los profetas. Estos eran hombres que sabían algo de los secretos de Dios, hombres a quienes Dios participaba algo de su sabiduría, hombres que en ciertas ocasiones disponían de una fuerza irresistible. Por su actuación, los israelitas comprendieron que Dios comunicaba su espíritu a manera de un viento violento e imprevisto (en hebreo, la misma palabra significaba espíritu y viento). Cf el relato con 1 Sm 10,1-13 y 19,13-14. Este relato enseña que son muy diversas las actuaciones del Espíritu (cf 1 Cor 12.14): hablar en lenguas, dirigir y enseñar al pueblo de Dios... Lo que en Moisés es simple deseo (quiere ver distribuido el Espíritu a todos, y no siempre va por línea digamos oficial, sino carismática), en Joel (c. 3) es profecía y en los Hechos de los Apóstoles es cumplimiento (Hech 2). Pablo dice a los obispos: "No apaguéis el Espíritu" (1 Tes 5, 19). El deseo de Moisés se convertirá con el tiempo en promesa para los tiempos mesiánicos (Joel 3, 1 s) y se cumplirá con la venida del Espíritu Santo sobre toda la comunidad de Jesús (Hech 2, 1-13: "Eucaristía 1988/1982").

El profeta no es, fundamentalmente, un adivino del futuro, sino alguien por medio del cual Dios hace sentir a todo su pueblo -y, en definitiva, a toda la humanidad- su voz. El profeta exhorta al pueblo, lo amonesta, incluso lo amenaza, y lo conduce por los caminos queridos por Dios. "Cuando el Espíritu sopla sobre Israel, todo el universo se pone de pie en un sobresalto patético y experimenta el paso de Dios" (André Nehér, L'essence du prophétisme). Moisés es el mayor de todos los profetas, porque a través de él Dios aglutinó aquellos clanes de beduinos, los convirtió en un pueblo y los condujo a través del desierto a la conquista de la tierra prometida. Con ningún otro tiene Dios la intimidad que tuvo con Moisés (Num 12,6-8). El Mesías será un nuevo Moisés. A éste, según Dt 18,18, Dios le promete suscitar un día, de entre sus hermanos, "un profeta semejante a él". Por ello, al aparecer Juan el Bautista, los enviados de Jerusalén le preguntan si es "el Profeta" (Jn 1,21). Moisés, según los textos sacerdotales, tiene en permanencia el Espíritu. Los setenta ancianos lo reciben excepcionalmente (Hilari Raguer).

La comunicación del Espíritu de Yahvé a los setenta ancianos del pueblo es un relato muy importante. Se halla en la línea de la gran tradición de Israel, que busca los rasgos de la presencia de Dios en su pueblo. Esta presencia se expresa de muchas formas a lo largo de toda la revelación bíblica, pero es, sobre todo, palabra que se apodera del hombre y le lleva a interpretar el sentido más hondo de los hechos históricos. Por eso, el profeta es esencialmente, el portavoz de Dios, el que comunica al pueblo las palabras de Dios y actúa en nombre de Yahvé, conduciéndolo siempre hacia la plenitud de la revelación como en un éxodo continuo. Es cierto que en el AT no se revela el Espíritu de Dios como una persona, sino como una fuerza que se apodera del hombre y lo transforma. Es una esperanza. Por esto no permanecerá en ellos plenamente y para siempre. Será Jesús quien con su Pascua dará el Espíritu a la Iglesia. Pero el Espíritu está en ella desde los orígenes. En nuestro texto, Yahvé responde a la pesadumbre de la carga de conducir al pueblo que recae sobre Moisés, poniendo su Espíritu sobre los setenta ancianos. Y ante los celos de Josué, Moisés dirá: «¡Ojalá todo el pueblo... recibiera el Espíritu de Yahvé!». Es una anticipación del oráculo de Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (3,1ss). Y sobre todo es una visión profética de lo que se hará realidad plena el día de Pentecostés. A partir de ese día, el Espíritu de Dios está en todo el pueblo, no sólo en algunos de sus miembros. ¿Sabemos escucharlo en esta dimensión o resucitamos los celos del joven Josué? (J. M. Aragonés). San Cirilo de Jerusalén dirá: "se insinuaba lo acontecido em Pentecostés entre nosotros"; aquí podríamos leer cuanto se dice en Lumen gentium 12 sobre los carismas que el Espíritu Santo desde entonces distribuye en la Iglesia (cf Biblia de Navarra).

2. El Sal 18 nos habla de la ley de Dios. Nosotros, hombres modernos, ¿no tendríamos que redescubrir lo que es  una "ley"? El autor de este salmo, proclama jubilosamente que tiene una "ley". No da la  impresión de estar presionado, forzado por ella, como si esta ley se la impusieran de fuera...  "Los mandatos del Señor son rectos, alegran el corazón... son más preciosos que el oro,  más dulces que la miel". Cuando dos equipos de fútbol se encuentran en un estadio,  millones de hombres están atentos a las "reglas del juego". Se insiste en el Fair-play, la  corrección... Se dice que el equipo que respeta las leyes del juego es más "deportivo", en el  mejor sentido de la palabra. Este ejemplo muestra, que la ley es necesaria para el buen  funcionamiento de un grupo cualquiera. Sin ley, se imponen la guerra, la irregularidad, la  fuerza, la anarquía. La misma felicidad de vivir está en juego. ¿Puede una familia vivir sin un  mínimo de leyes reconocidas y respetadas libremente por todos? La ley de Dios, es aún más  profunda: regula desde el interior el correcto funcionamiento de nuestro ser. "La ley del  Señor es perfecta... guardarla es para el hombre una ganancia..." (Noel Quesson).

La ley de que habla el salmo es una ley al servicio del hombre para su crecimiento, para  la realización plena de su destino. Estamos por tanto lejos del legalismo formalista, de la  obsesión jurídica de la observancia escrupulosa de reglas minuciosas. Estamos, en cambio,  en el campo —evangélico, podríamos decir— de la ley al servicio del crecimiento del  hombre. No al revés. El hombre se realiza a sí mismo a través de la ley, en la libertad.  La ley por tanto no está sobre o ante el hombre, sino en su corazón. El Señor ha  realizado esta obra decisiva: "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones" (Jr 31,33). Una ley externa —como ha hecho notar Karl Barth— es siempre molesta, sofocante, y  ante ella nos entran ganas de huir. Nos repite siempre el mismo estribillo: «debes». Y  nosotros respondemos: no puedo, no soy capaz, no tengo ganas. En cambio, la ley escrita  en el corazón nos dice: «puedes». Entonces la obediencia pedida por Dios no es un  cumplimiento del deber, sino que obedecer significa: poder obedecer en libertad. Por tanto, la ley, la palabra, me realiza en la libertad, además de llevarme a encontrar a  Dios. Pero no puedo contentarme con la observancia de la ley. La observancia más fiel de los  mandamientos divinos no me libra, por ejemplo, del pecado de arrogancia.

"Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine" (v. 14). Hay que fiarse exclusivamente del Dios vivo y no poner la propia complacencia en el  cumplimiento de sus preceptos. Me convierto en un «ser regio» sólo cuando rechazo la arrogancia y me reconozco  sencillamente como siervo (v. 12) del rey de la gloria.

"Dichoso el hombre / que no sigue el consejo de los impíos... / sino que su gozo es la ley del Señor, / y medita su ley día y noche" (Sal 1, 1-2). El salmo 18 puede considerarse como el comentario más preciso de esas afirmaciones  del salmo 1. Y estamos ya en el sermón de la montaña (Alessandro Pronzato).

Después de cantar la creación como una cadena de tradición, como un clamor silencioso  parecido al que nos hace escuchar la página de un libro, o también como los horizontes  netos transidos de infinitud, el salmista puede alabar la Ley de Moisés, tal como la recibieron  los mejores hombres de Israel, límpida, pura, gozosa. Vida o miel. ¿Es que vivir conforme a la Ley no es vivir según las apariencias? El salmista responde  que la justicia penetra más allá de toda superficie: "¿Quién conoce sus fallos? / Absuélveme de lo que se me oculta" (v 13). La repetición de la palabra «ocultar» en los vv. 7 y 13 es intencionada. El sol penetra,  mediante su calor, hasta lo invisible. Del mismo modo, la verdad de la Ley no estará  completa hasta que llegue a las zonas ocultas del hombre. Algunos dirán que, gracias a la  Ley, puedo ver de golpe todas mis faltas y todas mis buenas acciones. No acepta el salmista  ese lenguaje especular en que una superficie (la de una página) refleja otra superficie (la de  un hombre). La verdadera luz de la Ley debe penetrarlo todo para que nada le quede  oculto, exigencia que podría interpretarse como la de un escrúpulo obsesivo por llegar a la  perfección. En la armonía del conjunto, es más justo ver las cosas de otro modo. Como el  sentido de la palabra no está en las palabras, sino en el silencio creado por una buena  escucha, tampoco la justicia está en una observancia particular. La sede de la justicia está  más bien en el centro invisible del hombre, al que el hombre mismo no puede acceder si  queda abandonado a solas sus fuerzas. Sólo Dios puede «purificarle» (v. 13).

La señal, en fin, de que alguien se ha quedado en la superficie de la Ley es que ello le  hace sentirse orgulloso. Ello es cierto si se trata de las palabras de Moisés o de las de  Cristo. Es admirable que una plegaria en que se pide observar la Ley acabe con la demanda  de no caer en la peor de todas las trampas que pueda tender: "Preserva a tu siervo de la insolencia, / para que no me domine: / así quedará libre e inocente de grave pecado" (v. 14).

Lejos de la superficie de la creación, lejos de la superficie de la Ley se oculta el gran  secreto propio de las dos, que es la humildad. Creación y Ley cumplidas en lo más oculto, hechas realidad en la humildad: esta alabanza debió de colmar de alegría a los primeros  discípulos de Jesús, cuando se supieron depositarios de eso que se transmite «de día en  día» y «de noche en noche» desde el comienzo del mundo (Paul Beauchano). Vemos que ante el compartir el espíritu de la primera lectura aquí se añade la humildad…

Juan Pablo II decía: "Antes de repasar los versículos del salmo elegidos por la liturgia, echemos una mirada al conjunto. El salmo 18 es como un dístico. En la primera parte (vv. 2-7)… encontramos un himno al Creador, cuya misteriosa grandeza se manifiesta en el sol y en la luna. En cambio, en la segunda parte del Salmo (vv. 8-15) hallamos un himno sapiencial a la Torah, es decir, a la Ley de Dios. Ambas partes están unidas por un hilo conductor común:  Dios alumbra el universo con el fulgor del sol e ilumina a la humanidad con el esplendor de su Palabra, contenida en la Revelación bíblica. Se trata, en cierto sentido, de un sol doble:  el primero es una epifanía cósmica del Creador; el segundo es una manifestación histórica y gratuita de Dios salvador. Por algo la Torah, la Palabra divina, es descrita con rasgos "solares": "los mandatos del Señor son claros, dan luz a los ojos" (v. 9).

Las peticiones del salmista de los vv 13-14 culminan en la petición del padrenuestro: "y no nos pongas en tentación, más líbranos del mal", con la que pedimos a Dios "que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final" (Catecismo, 2863).

3. Santiago 5,1-6. Con una inspiración semejante a la de los antiguos profetas cuando atacaban la injusticia de los ricos, Santiago se vuelve ahora contra aquellos que se aferran de un modo culpable a sus bienes (vv. 2-3) hasta el extremo de no pagar debidamente a sus obreros (v. 4) y de oprimir, por añadidura, a las personas menos afortunadas que ellos. Santiago adopta contra estos ricos el estilo de las invectivas empleado por los profetas. Comienza invitándoles a llorar a gritos: tan enormes son las desgracias que les amenazan (v. 1). Sin duda se vale de este género de amenazas para tratar de mover a unos corazones tan endurecidos (cf. Am 8, 3). El pecado de esos ricos consiste en no pagar a sus obreros (v. 4), a pesar de los insistentes reproches de la ley (Lev 19, 13; Dt 24, 15) y de los profetas (Mal 3,5; Eclo 31,4; 34,21-27), un pecado que "clama al cielo". Este procedimiento era, en aquella época, uno de los medios más rápidos de enriquecimiento, y los procesos (v. 6) permitían las más de las veces, gracias al procedimiento judicial y a la venalidad de los jueces, desposeer al justo y al inocente en provecho de los grandes terratenientes (cf. la viña de Nabot, 1 Re 21). Santiago no teme lanzar sus duras invectivas contra los ricos. La Iglesia enseña en esta línea que además hay que usar los bienes en un sentido positivo, los ricos "tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y, en las inversiones, mirar ante todo el bien común (…). El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con miras al bien común. Está subordinado al principio superior del destino universal de los bienes" (Libertatis conscientia).

Esta misma disposición de espíritu podemos encontrarla en el tercer evangelio (Lc 6,24; 12,16-21; 16,19-31). Como los ricos de nuestro tiempo no han cambiado sustancialmente su actitud y las riquezas se edifican, ahora como siempre, sobre las espaldas de los pobres, las invectivas de Santiago conservan todavía su razón de ser. Pero ¿quién se preocupa, sin temer las consecuencias, de proclamarlas? ¿Es que, acaso, no hay ricos en el pueblo de Dios para que la audacia profética de Santiago no encuentre en él un lugar absolutamente necesario? (Maertens-Frisque).

Una de las exhortaciones temáticas más conocidas de la carta es el texto de esta perícopa. Probablemente son las líneas del Nuevo Testamento más fuertes contra la riqueza. Se trata más que de una exhortación, de un apóstrofe o diatriba, de un acento extremadamente duro. No hay ninguna fundamentación religiosa explícita de la condena. La razón de ella (vs. 5 y 6) es la injusticia que la riqueza lleva aparejada como sabemos, los bienes de este mundo son, en último término, don de Dios. No son malos en sí mismos. Pero, tal como es el hombre, se produce una situación en torno a estos bienes que comporta la deshumanización, tanto de quienes son privados de la parte que les corresponde, como de los propios opresores. La de estos últimos es la peor parte. Estamos ante un texto no teórico, sino que parte de situaciones fácticas bien conocidas, frecuentes, por desgracia, ahora y entonces. Naturalmente se podrían dar otras razones de condena de la riqueza, v. g., en la línea de la justificación que no ha de apoyarse en nada, mientras la riqueza fomenta la autosuficiencia y el orgullo, pero la perícopa actual se fija en un motivo experimental y experimentado, de ética humana, asumida por el cristianismo. La injusticia entre los hombres no es denunciada sólo por otros, sino también por los cristianos. Y por motivos semejantes.

Sería falso pasar por alto este texto o edulcorarlo por encontrar demasiada violencia en él o porque se trata de demagogia. Efectivamente, se puede utilizar con resentimiento no cristiano, partiendo, por ejemplo, del v. 6. Pero ese peligro no es razón para olvidar su contenido (Federico Pastor).

En tono y estilo del AT se dirige el autor a un grupo de ricos. En la interpretación no hay acuerdo de si se refiere a ricos cristianos o increyentes (judíos o paganos), o a ricos en general sin tener en cuenta su pertenencia al cristianismo. Es muy probable que se dirija a no cristianos (J. Reuss), judíos y paganos, aunque muchas injusticias podían ya darse entre cristianos. Los apuros se cifran en la pérdida de los bienes y, al final, en la condenación el día del juicio; lo cual, al estilo de los profetas, se describe como algo ya presente. Siempre es actual lo que se verificaba en la civilización pobre del tiempo de Santiago. Los que viven bien deben su bienestar a que dos mil millones de personas viven en la miseria. La defensa de sus privilegios trae cada año como consecuencia inevitable la muerte injusta de millones de personas por hambre, represión y guerras.

En el NT, y aquí se inscribe la carta de Santiago, rico es quien piensa y actúa como tal; no es feliz, ni está libre de culpa. Comportarse como rico, de pensamientos o de obra, corrompe las riquezas que se tienen, aun cuando se crea poder afirmar que han sido ganados "legalmente" ("Eucaristía 1988").

EL juicio de la Biblia sobre las riquezas no es el mismo en cada una de sus páginas. En algunos libros del A. T. se dice que Dios enriquece o promete enriquecer a sus amigos, hasta el extremo que las riquezas pueden convertirse en señal de las bendiciones divinas; además, se valoran las riquezas como posibilidad de practicar la "justicia" haciendo sacrificios a Dios. De ahí que haya sido posible el desarrollo de una ética protestante que ensalza el trabajo y aconseja el ahorro como virtud y que, en opinión de Max Weber, constituye una de las bases principales del capitalismo. Pero la Biblia condena unánimemente el abuso de los ricos, la ambición desmedida y la explotación de los pobres. Además, los profetas del A. T. han visto en la riqueza una fuente de injusticia. Siguiendo esta misma línea, el N. T. es mucho más riguroso al enjuiciar las riqueza. Jesús, que vivió pobre entre los pobres, exigió a sus discípulos que lo dejaran todo y él mismo no tuvo dónde reclinar la cabeza. Para los evangelistas la riqueza aparece como un serio obstáculo que impide la entrada en el Reino de Dios. Especialmente dura es la crítica a las riquezas en el evangelio de Lucas.

Que el mensaje evangélico no sea neutral, lo mismo para los pobres que para los ricos, lo demuestra claramente esta invectiva de Santiago. El evangelio, que es Buena Noticia para los pobres ("y los pobres son evangelizados"), se convierte en mala noticia para los ricos. El autor denuncia el escaso valor que tienen los bienes y tesoros en los que los ricos han puesto su corazón. Los orientales atesoraban la riqueza acumulando objetos de oro y plata, guardando piezas de tela y vestidos (1 Mac 11, 24; Mt 6, 19 s; Hech 20, 33). Los tejidos se apolillaban con facilidad, mientras que los objetos de oro y de plata perdían su brillo por falta de uso. Santiago ve en las telas apolilladas y en los metales enmohecidos la prueba de la avaricia de los ricos y la causa de su condena cuando llegue el juicio de Dios.

Sin embargo, los ricos siguen acaparando riquezas sin caer en la cuenta de que el juicio de Dios es inminente. Contra estos ricos se alza el grupo de todos los obreros explotados. El jornal que han detenido, defraudando a los segadores, es como la sangre de Abel: un crimen que clama al cielo (Dt 24, 14). La ley mandaba pagar cada día a los obreros, antes de llegar la noche (Lv 19, 13; Dt 24, 15; Tob 4, 14). Pero la retención del jornal es aquí sólo un botón de muestra de la explotación y de la injusticia de los ricos. Sarcásticamente, el autor dice a estos ricos que son como los cerdos que se ceban para la matanza. Engordan sin producir nada, y no saben que se aproxima el juicio de Dios ("Eucaristía 1982").

Este último fragmento de Santiago se asemeja a las maldiciones que Lucas sitúa a continuación de las bienaventuranzas: "¡ay de vosotros, ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo!" (6,24); "¡ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!" (6,25), y a la parábola del rico Epulón y Lázaro. El gran error que cometen es preocuparse solamente de aquello que con la muerte y resurrección de Jesús ha perdido todo valor: amontonar riquezas y llevar una vida de placeres, cosas destinadas a desaparecer. Sin embargo, la acusación de Santiago contra ellos va mucho más allá porque esto lo han hecho a costa de la opresión y la explotación de los pobres. Esta opresión de los pobres es condenada con las más duras palabras y es puesta al mismo nivel que el asesinato. Estas palabras de la carta pretenden despertar las conciencias de quienes viven así, seguramente no cristianos que explotan a trabajadores creyentes. Al mismo tiempo, infunde esperanza a estos últimos: el juicio de Dios ya está hecho y no tardará en manifestarse (J. Roca).

Resuenan en ella afirmaciones evangélicas muy conocidas. Pero sobre todo se encuentra una referencia a la situación cristiana: el tiempo final. Prescindimos de si esta expresión se interpretaba también en sentido cronológico; lo cierto es que sigue siendo válido para una visión del cristianismo como "etapa final". La comparación de Santiago aparece entonces muy gráfica: los ricos no han sido previsores, no han mirado más allá de su egoísmo, no se han dado cuenta de que la situación está cambiando. En esta perspectiva, el texto adquiere una dimensión muy profunda, el hombre egoísta, el que atesora ávidamente, el que defrauda a los demás, no ha comprendido nada del momento en el que vive; no es realista, en definitiva (Pedro Tena).

Una carta dura; se parece a una homilía destinada a despertar las conciencias. Sin que deba servir de bandera política, es aplicable hoy a las presentes situaciones, evitando las vulgaridades y superficialidad que semejante reproche tiene el riesgo de llevar consigo. El retrato de la riqueza está hecho con fuertes brochazos: una cruda pintura. La riqueza, al parecer tan deseable y brillante, súbitamente se desmorona y no queda de ella más que míseros jirones. No puede tener consistencia más que si la afrontamos con la vista puesta en el último día; en relación con él, la riqueza no tiene sentido ninguno, se convierte en una condenación. Está, además, manchada de injusticias de toda clase: salarios no pagados y que claman venganza, vida de lujo y de placer, mientras se oprime a la gente. Han condenado al justo y le han matado sin resistencia por su parte. Quitándoles el pan a los pobres se les condena a la muerte. Algunos han querido ver en este "justo" al propio Cristo (San Beda). La riqueza y su lujo matan a Cristo; así podría decirse viendo a Jesús cargar con los sufrimientos y las injusticias que sufren los pobres. Santiago se contenta con ese retrato y ese reproche cuya tranquila violencia será raramente superada. Sin duda, conocería en su comunidad judeo-cristiana situaciones graves de este género; son las que darían lugar a esta carta de la que nuestra época puede sacar amplio provecho meditándola humildemente (Adrien Nocent).

San Agustín comenta: "Pero me dice el ladrón de cosas ajenas: «Yo no soy como aquel rico. Celebro ágapes, llevo alimento a los encarcelados, visto a los desnudos, doy hospitalidad a los peregrinos». ¿Piensas que das? No quites y ya diste. A quien das, se alegra; pero a quien lo quitas, llora; ¿a quién de estos dos va a escuchar el Señor? Dices a quien diste: «Da gracias porque recibiste». Pero desde la parte contraria te dice el otro: «Lloro porque me lo quitaste». Quitaste a éste casi todo y diste a aquél sólo una mínima parte. Pero ni aunque hubieras dado a los necesitados todo lo que quitaste al otro, agradarían a Dios tales obras. Te dice Dios: «Necio; te mandé dar, pero no de lo ajeno. Si tienes, da de lo tuyo; si no tienes nada propio que dar, es mejor que no des a nadie antes de despojar a los otros».

Cuando Cristo el Señor se siente en el día del juicio y haga la separación poniendo a unos a la derecha y a otros a la izquierda, dirá a los que han obrado bien: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino; en cambio, a los estériles, los que nada bueno hicieron en favor de los pobres, les dirá: Id al fuego eterno. ¿Y qué ha de decir a los buenos? Pues tuve hambre y me disteis de comer, etc. Ellos responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento? y él a ellos: Cuando lo hicisteis a uno de mis pequeños, a mí me lo hicisteis. Comprende, pues, necio, que quieres dar limosna de lo robado, que si cuando alimentas a un cristiano alimentas a Cristo, cuando despojas a un cristiano despojas también a Cristo. Considerad lo que ha de decir a los de la izquierda: Id al fuego eterno. ¿Por qué? Porque tuve hambre y no me disteis de comer; estuve desnudo y no me vestisteis (Mt 25,34-45). Si, pues, irá al fuego eterno aquel a quien Cristo diga: «Estuve desnudo y no me vestiste», ¿qué lugar tendrá en el ruego eterno aquel a quien diga: «Estuve vestido y me desnudaste»?

Es posible que te diga Cristo: «Estuve vestido y me desnudaste», y, cambiando de costumbre, pienses en despojar al pagano y vestir al cristiano. También entonces te responderá Cristo; mejor, te responderá ahora por cualquiera de sus ministros; te responderá y te dirá: «También aquí debes evitarmte males. Si siendo cristiano despojas a un pagano, le impides que se haga cristiano». Quizá tengas qué responder todavía a esto: «No le aplico el castigo por odio, sino más bien por amor a la disciplina misma; así, pues, despojo al pagano para que mediante esta disciplina dura y saludable se haga cristiano». Te escucharía y creería si le devolvieses siendo ya cristiano lo que le quitaste cuando era pagano".

4. Marcos 9,38-43.45.47-48 (par: Lc 9,49-50; 17,1-2). Detrás de la observación de Juan (hemos visto a un extraño echando demonios en tu  nombre y se lo hemos prohibido) se vislumbra fácilmente el egoísmo del grupo (tan  frecuente), ese temor mezquino de la competencia de los demás que tantas veces se  disfraza de fe (con la pretensión de tutelar el amor de Dios), pero que en realidad es una de  sus más profundas negaciones. El discípulo ruín y cicatero -pero también profundamente  inseguro- soporta con dificultad que el Espíritu sople por donde quiera. Se muestra  envidioso, se siente desmentido y traicionado: ¿no debería el Espíritu de Dios estar sólo en  nuestras manos, de forma que se viera claramente que somos nosotros, solamente  nosotros, sus portadores? Salta al recuerdo un episodio del Antiguo Testamento: Moisés  comunicó el Espíritu de Dios a setenta ancianos que habían salido del campamento y se  habían reunido junto al tabernáculo; pero un joven vio con sorpresa que el Espíritu de Dios  se había posado también sobre Eldad y Medad, dos ancianos que no se habían unido al  grupo y que no habían salido del campamento, pero que se pusieron también a profetizar. Y  Josué exclamó: "Moisés, señor mío, ¡prohíbeselo!" Pero Moisés le respondió: "¿Estás celoso  por mí? ¡Ojalá profetizase todo el pueblo de Dios y hubiera puesto el Señor su Espíritu  sobre cada uno de ellos!" (Núm 11, 16-30). Los auténticos amigos de Dios, como Moisés y  Jesús, gozan de la liberalidad del Espíritu. No se sienten desmentidos, porque aman a Dios y  no se aman a sí mismos.

Y esto es lo principal. Pero muchos escrupulosos defensores de los derechos de Dios  -podríamos decir que todos los escrupulosos defensores de los derechos de Dios- se están  defendiendo y sosteniendo en realidad a sí mismos, su propio recinto.  Pero también es verdad que no todos los gestos son de Cristo, que no todos los intentos  de liberación pertenecen a Cristo; sólo le pertenece lo que se hace en su nombre… Lo que  pasa es que el "nombre" no indica el recinto, sino la lógica.

La sentencia con la que Jesús cierra todas estas enseñanzas es sorprendente: "El que no  está contra nosotros, está con nosotros." Es exactamente lo contrario de otra sentencia (Mt 12,30; Lc 11,23): "El que no está conmigo, está contra mí." Pero no hay ninguna  contradicción. Son las diferentes situaciones las que explican la diferencia de las  afirmaciones. La unidad está en el hombre que necesita de vez en cuando advertencias distintas. De  todas formas, "la tolerancia de Jesús prohíbe toda cerrazón ortodoxa". "Si alguno le quita la fe (escandaliza) a cualquiera de estos pequeños que creen..." (9, 42). En tiempos de Jesús eran los maestros de la Ley los que con el peso de su autoridad y  con la fascinación de su prestigio -y también con las amenazas de sus excomuniones (cf Jn 9,22; 12,42)- desaconsejaban a la gente sencilla que siguiera a Jesús: perturban su fe y  eran para ellos piedra de escándalo. Más en general, el "pequeño" es el discípulo  continuamente perturbado en su fe, perturbado no sólo por el mundo, sino por su misma  comunidad, incluso por aquellos que pretenden ser sus maestros. Y como si esto no fuera  suficiente, está también el escándalo que viene de nosotros mismos. El hombre es escándalo para sí mismo, lleno como está de vacilaciones, de compromisos y de excusas  demasiado fáciles. Con su lenguaje ("si tu pie es para ti ocasión de pecado -te escandaliza-,  córtatelo...; si tu ojo es para ti ocasión de pecado -te escandaliza-, sácatelo..."), Jesús afirma  la exigencia de una decisión sin reservas por el Reino, la absoluta necesidad de ponerlo en  el primer puesto (Bruno Maggioni).

Estas palabras van dirigidas contra esa determinada concepción de la autoridad que  subyace detrás de la intervención de Juan, uno de los doce, en el v. 38: autoridad como  control, como monopolio exclusivo y excluyente. Desde el v. 39 hasta el final, Jesús replica a  esta concepción de la autoridad.

Contra la intolerancia que sólo permite el reconocimiento a aquellos que se inscriben  oficialmente en la Iglesia, Jesús afirma taxativamente el contenido de los v. 40 y 41. La  autoridad debe caracterizarse por una amplitud de espíritu, por un saber estar por encima  de las ideologías de grupo; debe estar abierta a todos los hombres que defienden una  causa justa, aunque no sean cristianos; excluye la cerrazón ortodoxa, el sectarismo, la  retirada al ghetto, la mirada introvertida...

Como en Mateo, también aquí se recoge una palabra en favor de los "pequeños" que  creen en Jesús. Poco estimados, más ignorantes o débiles en la fe, jamás hay que hacerles  tropezar (escandalizar). Estos pequeños pueden ser en la comunidad los que necesiten ser  ayudados con cariño y paciencia para poder evolucionar sin desconcertar su fe. Pero  también los que sufren la tentación de abandonar la Iglesia por la lentitud de ésta en  renovarse. La instrucción termina con una exhortación a convivir en paz (v. 50). A su luz debe leerse  todo lo que precede.

Jesús había enviado a sus discípulos a predicar el evangelio del Reino de Dios por tierras  de Galilea (6,7-13). Ahora, que ya han regresado, cuentan a su Maestro lo que les ha  sucedido en esta primera experiencia misionera. Juan quiere hacerle una pregunta sobre el  modo como se habían comportado con un exorcista, a quien le habían prohibido arrojar  demonios en nombre de Jesús porque no era del grupo. Aunque Jesús no reprueba  abiertamente esta conducta, pues sabe que no había en ello mala voluntad, aprovecha la  ocasión para enseñarles qué deben hacer en adelante en casos parecidos.

En la guerra de César contra Pompeyo, éste consideraba enemigos a cuantos no estaban abiertamente con él; pero César, más generoso e inteligente, consideraba aliados suyos a cuantos no luchaban en contra suya. Jesús adopta en su lucha una u otra actitud de acuerdo a las circunstancias: no ser amigos nunca, en la batalla  decisiva contra Satanás. Y es claro que en este caso no cabe la neutralidad, pues se trata  de dos enemigos irreconciliables y de una guerra que a todos nos concierne personalmente.

También el exorcista que echa los demonios en nombre de Jesús está con Jesús y contra Satanás, aunque no sea oficialmente discípulo de Jesús. En este supuesto, Jesús pronuncia su sentencia contra todo tipo de partidismo. También en nuestros días hay muchos hombres que exorcizan el mal y la injusticia de nuestra sociedad y, con todo, no son expresamente cristianos, éstos son de los nuestros aunque no sean "de los nuestros", pues es claro que  no están contra nosotros.

¿Qué es escándalo? Todo el que se hace discípulo de Jesús y aún no ha llegado a una  fe adulta es "pequeñuelo". Y el que aparta de su camino a uno de estos pequeñuelos es un  homicida, ya que les impide llegar a la verdadera vida. "Escándalo" es la piedra que nos  hace tropezar, el impedimento que se encuentra en el camino. En sentido figurado significa tanto la dificultad que proviene de fuera, la dificultad objetiva (como en el presente texto), como la que surge del interior del hombre o dificultad subjetiva. En este segundo sentido  habla Pablo de la cruz como "escándalo" para los judíos (1 Co 1,23). Es claro que la cruz  sólo es un impedimento para los que no la aceptan debido a sus prejuicios triunfalistas o de  otro tipo.

La tentación nunca procede exclusivamente de fuera; de ahí que el hombre deba procurar  también no escandalizarse a sí mismo. Y esto no es posible si uno no lucha contra sus  propias inclinaciones y no toma medidas negándose a sí mismo.

Veamos qué dice el Catecismo: 2284: "El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

2285: El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: "Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar" (Mt 18,6; cf 1 Co 8,10-13). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos (cf Mt 7, 15).

2286 El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión.

Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a "condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos" (Pío XII). Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que "exasperan" a sus alumnos (cf Ef 6,4; Col 3,21), o de los que, manipulando la opinión publica, la desvían de los valores morales.

2287: El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. "Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!" (Lc 17, 1)".

Aquí se contrapone la "vida" al "abismo" o "gehenna". La gehenna era el nombre de un  valle situado al sur de Jerusalén, en donde en tiempos de los reyes Ajaz y Manasés se  sacrificaron niños al ídolo Molek (2 Re 23,10; Jer 7,31s; Jer 32,35). A partir del siglo II y a  raíz de esta abominable experiencia, la gehenna pasó a significar en la literatura  apocalíptica lo mismo que el infierno; esto es, el lugar de tormento de todos los  condenados.

Con estas palabras alusivas a Is 66,24 se describen las torturas de los condenados. El "gusano que no muere" significa para algunos la conciencia, los remordimientos; pero hay  quien piensa que se trata de una alusión a la imagen profética del montón de cadáveres que  quedan sin enterrar y son pasto de los gusanos ("Eucaristía 1982/1988").

-El castigo es visualizado a través de la imagen del valle de la Gehenna, en el que  antiguamente se habían sacrificado niños a Moloc y en el momento presente era lugar de  putrefacción ("donde el gusano no muere y el fuego no se apaga"): ahí situaba el judaísmo  apocalíptico del tiempo de Jesús el lugar del castigo en el día final (J. Naspleda).

Comenta San Agustín: "Cristo puso en venta el reino de los cielos y cifró su precio en un vaso de agua fría. Cuando es un pobre quien da limosna, basta que dé un vaso de agua fría. Quien más tiene, más dé. Así lo hizo la viuda de las dos monedas. Zaqueo dio la mitad de sus bienes y reservó la otra mitad para cancelar sus fraudes. La limosna aprovecha siempre a quienes cambiaron de género de vida. Das a Cristo pobre para redimir tus pecados pasados. Pero si el motivo de tu donación es para poder seguir pecando impunemente, no sólo alimentas a Cristo, sino que intentas sobornarlo en cuanto juez. Dad limosna, sí; mas para que vuestras oraciones sean escuchadas y para que Dios os ayude a cambiar vuestra vida por otra mejor. Por lo tanto, los que cambiáis de vida, cambiadla mejorándola. Por vuestras limosnas y oraciones bórrense vuestros pecados pasados y lleguen a vosotros los sempiternos bienes futuros".

Partidismos de "los nuestros". Un cuerpo es una unidad compacta, un todo que ocupa un lugar en el espacio: donde hay un cuerpo, se dice, no puede haber otro. Por tanto, un cuerpo es impenetrable y desplaza siempre a otro cuerpo. Si hablamos de un cuerpo en sentido sociológico, o de una corporación, por ejemplo, del Cuerpo de Correos o del Cuerpo de la Guardia Civil, veremos que la unidad se logra entonces mediante una organización de miembros y funciones y la subordinación a un jefe o cabeza rectora. Los miembros tienen conciencia de pertenecer al mismo cuerpo y la expresan diciendo "nosotros", o "los nuestros", en relación a los otros, a los que no son de los nuestros.

Con frecuencia los que pertenecen al mismo cuerpo participan también de una misma mentalidad, defienden los mismos intereses -los del cuerpo- y corren el riesgo de encerrarse y de hacerse impenetrables a los demás. Se desarrolla en estos casos lo que se ha llamado "espíritu de cuerpo". Cabría esperar en principio que estas unidades se insertaran en la unidad más amplia del cuerpo social. Cabría esperar que "nosotros" o "los nuestros" se definiera no por exclusión de los otros sino por inclusión en los otros para constituir un "nosotros" universal y solidario, verdaderamente humano y al servicio de la humanidad entera. Sin embargo, el espíritu del cuerpo acentúa más la diferencia, acentúa más lo que separa que lo que une.

Los que tienen ese espíritu están ciegos para reconocer el valor de lo que hacen los otros, para comprender los intereses de los otros, las ideas, los planes, los proyectos que tienen los demás, y viven en su mundillo como si éste fuera todo el mundo. Se aíslan, y el aislamiento en que se hallan les lleva a sospechar de todo lo extraño. En este supuesto, el aislamiento puede vivirse y experimentarse como si fuera un acoso: los que no son de los nuestros están contra nosotros.

La Iglesia se ha comparado desde sus orígenes al cuerpo de Cristo, se ha dicho que es el cuerpo de Cristo y éste su cabeza. Pero no hay que olvidar que Cristo es el que se entrega, y los que se unen al cuerpo de Cristo se comprometen en la entrega de Cristo por todo el mundo. Por eso el Espíritu de Cristo no tiene que ver nada con el espíritu de cuerpo.

Cuando se observan señales de involución en la iglesia, cuando vemos que ésta se cierra en sí misma, temerosa quizás por perder su propia identidad y su función en un mundo secularizado, los cristianos debemos encontrar la manera de estar en el mundo como en nuestra casa y en la casa de todos los hombres, de colaborar con todos en la construcción de una sociedad más humana y sin afanes de protagonismo. Porque los nuestros son todos los que trabajan por la justicia, por la paz, por la libertad, y nada verdaderamente humano puede sernos extraño ("Eucaristía 1982").

Con todas las diferencias que se quieran colgar a los partidos políticos, son mayores las diferencias que atenazan a una comunidad política en que se prohíben. Un pueblo donde no existiesen partidos políticos no sería una comunidad política; pues tan pronto como surge en el hombre la vocación política aparecen también los partidos políticos, es decir, cauces para canalizar los diferentes modos de entender la gestión pública. El que no toma partido y pretende mantenerse en la neutralidad es tan parásito respecto de la comunidad política, como lo es respecto de la comunidad económica el que pretende vivir sin trabajar. Con la agravante de que quienes no quieren decidir tomando partido, luego resulta que de hecho deciden al azar. Hay ciertamente un peligro muy grave en los partidos. Y es que el partido se erija en fin del propio partido, con detrimento de los objetivos que justifican la existencia de los partidos. Cuando el partido sólo busca sobrevivir o mantener el prestigio, aun a costa del bien común, el partido es un verdadero cáncer social. Las diferencias en las ideologías de los partidos deben converger en la solución de los problemas reales ("Eucaristía 1976"). Lo más doloroso del caso es que nadie posee en exclusiva la verdad. Y que así como el bien común es fruto del esfuerzo de todos, así también se requiere la aportación de todos para alcanzar la verdad. Cuando se prescinde olímpicamente del parecer de algunos, o de algunos grupos... seguro que no se busca la verdad, sino la conveniencia. Y cuando se intenta tapar la boca a los que piensan de otra manera, ¿qué se busca? Y cuando se recurre a la injusticia para hacerlos callar, ¿qué se pretende? ("Eucaristía 1970").

Podemos sentir celos de que otros "que no sean de los nuestros" hagan el bien y tengan éxito, y no logremos controlar todo lo que surge en torno nuestro. Josué y Juan eran buenas personas, eran fieles a Moisés y a Jesús, y precisamente por eso se creían de alguna manera poseedores en exclusiva de su favor. Y recibieron la lección. De cuando en cuando vamos al médico a hacernos un chequeo del corazón. Hoy podemos examinar el nuestro y ponerlo en sintonía con el de Jesús. La comparación con la actitud de Cristo nos puede decir si tenemos un corazón mezquino o abierto. Si tendemos a acaparar el bien o la verdad o controlar los carismas del Espíritu. Deberíamos ser más tolerantes, más abiertos, y alegrarnos de que se haga el bien y de que prosperen las iniciativas buenas, aunque no se nos hayan ocurrido a nosotros, aplaudir los éxitos de los demás, y reconocer que no siempre tenemos nosotros toda la razón. Siguiendo el ejemplo de aquel Juan el Bautista, el Precursor, que tuvo como lema: "Que él crezca y yo disminuya" (J. Aldazábal).

 

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