domingo, 15 de noviembre de 2009

Sábado de la 29ª semana. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, y nos ayuda a convertirnos para dar fruto

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8,1-11. Hermanos: Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que proponía la Ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu. Porque los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

 

Salmo 23,1-2.3-4ab.5-6. R. Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

 

Evangelio según san Lucas 13,1-9. En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.» Y les dijo esta parábola: -«Uno tenla una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas."»

 

Comentario: 1.- Rm 8,1-11. El capitulo 8 de la carta a los Romanos -que leeremos durante cinco días- es muy importante. Se puede titular "la vida del cristiano en el Espíritu". Es el Espíritu de Jesús el que nos da la fuerza para liberarnos del pecado, de la muerte, de la ley, y para vivir conforme a la gracia. Pablo nos describe aquí un dinámico contraste entre "la carne" y "el Espíritu". Cuando él habla de la carne, se refiere a las fuerzas humanas y a la mentalidad de aquí abajo. Mientras que "el Espíritu" son las fuerzas de Dios y su plan salvador, muchas veces diferente a las apetencias humanas. Antes la ley era débil, no nos podía ni dar fuerzas ni salvar. Pero ahora Dios ha enviado a su Hijo, que con su muerte "condenó el pecado", y ahora vivimos según su Espíritu. Las obras de "la carne" llevan a la muerte. El Espíritu, a la vida y a la paz.

Deberíamos estar totalmente guiados por el Espíritu de Cristo. El que nos conduce a la vida y a la santidad. Ayer terminaba Pablo con la pregunta angustiosa: "¿quién me librará?", y con una respuesta eufórica: "la gracia de Dios". Hoy lo explicita. Dios (Padre) nos ha enviado a su Hijo y también a su Espíritu. Pablo hace aquí una afirmación valiente y densa: "si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos (o sea, el Espíritu del Padre) habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús (el Padre, de nuevo) vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros": - estamos incorporados a Cristo, en su muerte y su resurrección, desde el día de nuestro Bautismo, - si él resucitó, también nosotros estamos destinados a la vida, - a él le resucitó el Espíritu enviado del Padre: también a nosotros el mismo Espíritu es el que nos llena de vida, - con tal que le dejemos "habitar en nosotros". ¿Nos sentimos movidos por el Espíritu de Cristo? ¿es él quien anima nuestra oración -haciéndonos decir "Abbá, Padre"- nuestra caridad, nuestra alegría, nuestra esperanza? ¿o más bien nos dejamos llevar todavía "por la carne", por los criterios de este mundo? Si padecemos anemia espiritual, o tendemos al pesimismo y al desaliento, es que no le dejamos al Espíritu que actúe en nosotros. Ya nos avisa Pablo que, por la debilidad humana, nunca conseguiremos agradar a Dios con nuestras fuerzas. Sólo si "procedemos dirigidos por el Espíritu".

-Para los que están con Cristo Jesús... no hay ninguna condenación. Después de las sombrías descripciones del combate espiritual de cada día, de las tiranteces internas, de la atracción del mal... he ahí el canto de victoria. Para esto, una sola condición, «estar en Cristo»... estar unido a Ti, Señor. -El Espíritu. El Espíritu de Dios. El Espíritu de Cristo. Esta palabra se repite diez veces en la única página leída HOY. Hay que dejarse impregnar por esta palabra y esta realidad misteriosa. -El Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado... El Espíritu de Dios habita en vosotros. El Espíritu es vuestra vida. Ahora han sido posibles todas las exigencias de la ley de Dios porque el Espíritu de Dios mismo está aquí, presente en nosotros para impulsarnos a ella. No pienso a menudo ni suficientemente en esto. El Espíritu de Dios en mí.

-No estáis bajo el dominio de la carne, sino bajo el dominio del Espíritu. Estoy decidido a dejarme convencer de ello, Señor, puesto que Tú nos lo dices. Yo lo creo. No obstante, continúa en mí esa acción profunda. Transfórmanos. Danos un corazón nuevo.

-Si Cristo está en vosotros, aunque vuestro cuerpo sea para la muerte, el Espíritu es vuestra vida a causa de la justicia. Esta transformación espiritual, este «dominio» del Espíritu, no suprime nuestros otros aspectos mortales. Se continúa yendo hacia la muerte. Y, al mismo tiempo, se va hacia la "vida". Gracias. En medio de nuestros días efímeros, es finalmente ésta la única certeza. Frente a nuestros duelos, junto a nuestros difuntos, creemos que están en la «vida» .

 -¡El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en nosotros! Fórmula trinitaria de la que Pablo tiene el secreto. Las Tres personas divinas son aquí evocadas, en la misma acción. «El Espíritu... de Aquel... que resucitó a Jesús"..., ¡y no es poco! ¡habita en mí! Hay que detenerse ante esta revelación extraordinaria, hay que saborearla. Contemplar a este «huésped». Dirigirse a El, que está ahí, ¡tan cerca!

-Aquel que resucitó a Jesús dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros. No es un «huésped muerto», inactivo. Está ahí como una fuerza de resurrección. Difunde la «vida». Una «vida» que repercutirá incluso sobre este pobre cuerpo que me empuja al pecado. Espíritu. ¡Actual ¡Vivifica! ¡Eleva! ¡Anima! ¡Da vida! ¡Santifica! Desde HOY y en el día de la resurrección final. Toda la obra de Dios está destinada al éxito. Y su Espíritu trabaja ya en el fondo de mí mismo, como en el fondo de todo hombre (Noel Quesson).

La antigua condena era la maldición de Adán, por la que todos éramos esclavos del pecado, incapaces de hacer el bien que entreveíamos. Pero Cristo, solidarizándose con los hombres y ofreciendo su sacrificio expiatorio, pasó al ataque: maldijo el pecado y le arrebató su poder sobre el hombre. A partir de ese momento, el hombre tiene la posibilidad de cumplir la intención profunda de la ley (ya que muchas de las «prescripciones», en plural, han quedado abolidas en la era de Cristo). La antigua situación del hombre recibía el nombre de «carne», es decir, significaba limitación, estrechez, egoísmo, pasiones, comportaba enemistad con Dios e incapacidad de cumplir su ley. Pero sobre esta «carne» ha descendido el Espíritu de Dios, que es vida y fuerza liberadora. El Espíritu, que acompañó a Cristo desde su concepción virginal hasta su glorificación, realizará una obra semejante en nosotros hasta destruir todo residuo de mortalidad. Se afirma que el Espíritu nos «conduce». Pero, por otra parte, el Espíritu es puesto en nuestras manos como una especie de instrumento: se nos dice que «con el Espíritu» damos muerte a las obras de pecado. No indica falta de fuerza o de grandeza del Espíritu, sino una manera de expresar el sumo respeto de Dios por nuestra libertad. Además de capacitarnos para cumplir la voluntad de Dios que Moisés consignó y que la humanidad ya entreveía, el Espíritu nos permite penetrar más adentro: en el fondo del alma de Cristo y de la vida íntima de Dios. El significado del Abba, Padre, que Cristo pronunció y enseñó a sus discípulos es algo que sólo comprenden los que han recibido el Espíritu de Cristo (J. Sánchez Bosch).

2. Sal. 23. El Presentarnos ante el Señor en su templo con un corazón limpio y manos puras nos obtendrá la bendición de Dios, y Dios, nuestro Salvador, nos hará justicia. Cuando estamos en la presencia del Señor en su templo, estamos viviendo por anticipado nuestro ingreso a la Vida Eterna, ahí donde nos gozaremos eternamente en Dios. Así como nada manchado entra al cielo, así hemos de purificar nuestras conciencias para presentarnos ante Dios, en su templo, limpios de toda esclavitud al pecado. Más aún, el Señor no quiere sólo que nos presentemos ante Él en el lugar sagrado; Él quiere hacer su templo en nuestros corazones. Por eso vivamos en una continua conversión para que día a día seamos una morada cada vez más digna para Él.

3.- Lc 13,1-9 (ver cuaresma 3C). Dos hechos de la vida son interpretados aquí por Cristo, sacando de ellos una lección para el camino de fe de sus seguidores. Se pueden considerar como ejemplos prácticos de la invitación que nos hacía ayer, a saber interpretar los signos de los tiempos. No conocemos nada de esa decisión que tomó Pilato de aplastar una revuelta de galileos cuando estaban sacrificando en el Templo, mezclando su sangre con la de los animales que ofrecían. Sí sabemos por Flavio Josefo que lo había hecho en otras ocasiones, con métodos expeditivos, pero no es seguro que sea el mismo caso. Tampoco sabemos más de ese accidente, el derrumbamiento de un muro de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho personas. Jesús ni aprueba ni condena la conducta de Pilato, ni quiere admitir que el accidente fuera un castigo de Dios por los pecados de aquellas personas. Lo que sí saca como consecuencia que, dado lo caducos y frágiles que somos, todos tenemos que convertirnos, para que así la muerte, sea cuando sea, nos encuentre preparados. También apunta a esta actitud de vigilancia la parábola de la higuera que al amo le parecía que ocupaba terreno en balde. Menos mal que el viñador intercedió por ella y consiguió una prórroga de tiempo para salvarla. La parábola se parece mucho a la queja poética por la viña desagradecida, en Isaías 5 y en Jeremías 8.

¡Cuántas veces, como consecuencia de enfermedades imprevistas o de accidentes o de cataclismos naturales, experimentamos dolorosamente la pérdida de personas cercanas a nosotros! La lectura cristiana que debemos hacer de estos hechos no es ni fatalista, ni de rebelión contra Dios. La muerte es un misterio, y no es Dios quien la manda como castigo de los pecados ni "la permite" a pesar de su bondad. En su plan no entraba la muerte, pero lo que sí entra es que incluso de la muerte saca vida, y del mal, bien. Desde la muerte de Cristo, también trágica e injusta, toda muerte tiene un sentido misterioso pero salvador. Jesús nos enseña a sacar de cada hecho de estos una lección de conversión, de llamada a la vigilancia (en términos deportivos, podríamos hablar de una "tarjeta amarilla" que nos enseña el árbitro, por esta vez en la persona de otros). Somos frágiles, nuestra vida pende de un hilo: tengamos siempre las cosas en regla, bien orientada nuestra vida, para que no nos sorprenda la muerte, que vendrá como un ladrón, con la casa en desorden. Lo mismo nos dice la parábola de la higuera estéril. ¿Podemos decir que damos a Dios los frutos que esperaba de nosotros? ¿que si nos llamara ahora mismo a su presencia tendríamos las manos llenas de buenas obras o, por el contrario, vacías? Una última reflexión: ¿tenemos buen corazón, como el de aquel viñador que "intercede" ante el amo para que no corte el árbol? ¿nos interesamos por la salvación de los demás, con nuestra oración y con nuestro trabajo evangelizador? ¿Somos como Jesús, que no vino a condenar, sino a salvar? Con nosotros mismos, tenemos que ser exigentes: debemos dar fruto. Con los demás, debemos ser tolerantes y echarles una mano, ayudándoles en la orientación de su vida (J. Aldazábal).

-En aquel momento llegaron algunos que le contaron lo de los Galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Y aquellas dieciocho personas que murieron aplastadas al desplomarse la torre de Siloé... He ahí pues dos acontecimientos. El uno es el resultado de una voluntad humana: Pilato, gobernador romano, dominó una revuelta de zelotes que querían derribar el poder establecido. La represión política pertenece a todas las épocas. El otro suceso es puramente fortuito: se desplomó una torre de Jerusalén. Es un "accidente" material. Todo lo que acaece puede ser portador de un mensaje; es un signo, si sabemos hacer su lectura en la Fe. Tal enfermedad, tal fracaso, tal éxito, tal solicitud, tal amistad, tal responsabilidad, tal accidente, tal hijo que nos da preocupación o alegría, tal esposo, tal esposa, tal gran corriente contemporánea... Todo es "signo". ¿Qué quiere Dios decirnos a través de esas cosas?

-¿Pensáis que aquellos Galileos eran más pecadores que los demás? ¡Os digo que no!; y si no os enmendáis, todos vosotros pereceréis también. Podemos equivocarnos en la interpretación de los "signos de los tiempos". En tiempo de Jesús -hoy también, por desgracia es corriente esa interpretación- se creía que las víctimas de una desgracia recibían un castigo por sus pecados. Es una manera fácil de justificarse y acallar la conciencia. Pero Jesús da otra interpretación: las catástrofes, las desgracias no son un castigo divino. Jesús lo afirma sin equívoco alguno. No obstante, son, para todos, una invitación a la conversión. Todos nuestros males o los de nuestros vecinos son signos de la fragilidad humana; no hay que abandonarse a una seguridad engañosa... vamos hacia nuestro "fin"... es urgente tomar posición. La "revisión de vida" sobre los acontecimientos no tiene que llevarnos a juzgar a los demás -es demasiado fácil- sino a una conversión personal.

-Jesús añadió esa parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar higos y no encontró. Entonces dijo al viñador: "Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto de esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a agotar la tierra?" Siempre es cuestión de urgencia. ¿Soy una higuera estéril para Dios, para mis hermanos?

-Pero el viñador le contestó: "Señor, déjala todavía este año, entretanto yo cavaré y le echaré estiércol. Quizá dará fruto de ahora en adelante" Tenemos aquí un elemento capital de apreciación de los "signos de los tiempos": ¡la paciencia de Dios! La intercesión de ese viñador es una línea de conducta para nosotros. Tan necesario es no perder un minuto en trabajar para nuestra propia conversión como ser nosotros muy pacientes con los demás e interceder a favor de ellos. Tenemos siempre tendencia a juzgar a los demás demasiado aprisa y desconsideradamente. Jesús nos pone como ejemplo a ese viñador que no escatima sus energías: cava, pone abono. Seguramente Jesús, compartiendo la vida dura de los pobres cultivadores galileos, debió también hacer ese humilde trabajo en el cercado de su viña familiar. Contemplo a Jesús cavando la tierra de una higuera que no quería dar fruto. Todo un símbolo de Dios hacia nosotros. Jesús, hoy todavía, se porta así conmigo. Gracias, Señor.

-Si no, la cortas. "Un año" aún ante mí, para dar fruto... El Final de los tiempos se acerca... ha empezado.... ¡Señor, que sepa utilizar bien el tiempo que tú me das! (Noel Quesson).

En la segunda sección de la enseñanza dirigida a la multitud se presentan algunos con el ánimo de controvertir con hechos la propuesta de Jesús. Le dicen: algunos que como tú han exhortado al pueblo a cambiar los valores vigentes, han muerto a manos del imperio, perdiéndose con ellos todas sus aspiraciones. Jesús, entonces pone en evidencia la perspectiva de su mesianismo. Él no intenta en ningún momento y por ninguna excusa tomarse el poder por la vía de las armas. El no aspira siquiera a ocupar el lugar de Pilato o el del presidente del sanedrín. Pues, lo que él propone no es un remplazo de los dirigentes de las estructuras vigentes, sino un cambio de mentalidad que le lleve al ser humano a cambiar las condiciones sociales. Y, además, advierte a la multitud: no crean que esos hombres que murieron eran malos. Simplemente eligieron el camino equivocado; además, si la multitud toma ese camino, le va a ocurrir igual. Precisamente esto fue lo que ocurrió en el año 75 d.C. cuando algunos fanáticos nacionalistas se rebelaron contra Roma. Su mentalidad posesiva y opresora los llevó a interminables luchas internas que le facilitaron el triunfo a Roma. Jesús les advierte: no es el éxito armado lo que garantiza una victoria sobre el sistema vigente, sino el cambio de mentalidad en las personas y en la comunidad. De lo contrario, la violencia seguirá reproduciéndose y la guerra, entonces como ahora, será despiadada e interminable. Jesús llama al Pueblo de Dios para que no se convierta en una higuera estéril, sino que se transforme en un árbol que de abundantes frutos de solidaridad, justicia e igualdad. Por eso, advierte al pueblo que tiene un breve tiempo, en el que Dios espera que la higuera de los frutos que le corresponden. Terminado el tiempo, Dios decidirá qué hacer con ella. Así, el Pueblo tiene que entender que el tiempo no es indefinido, sino que debe comenzar aquí y ahora a cambiar su manera de pensar y a transformar su manera de actuar (servicio bíblico latinoamericano).

Tres años llevaba la higuera plantada en la viña sin dar fruto. Para qué esperar más, diríamos nosotros con el dueño de la viña. El número tres, entre los hebreos, indica sobre todo lo completo y definitivo, la plenitud, para los hebreos; si la higuera no ha dado fruto en este tiempo, será vano esperar. Y, sin embargo, el viñador pide un plazo más, un tiempo en el que va a dedicarle una especial atención: "cavarla alrededor, echarle estiércol, a ver si da fruto el próximo año". Para cortarla siempre hay tiempo, pero ¿y si da fruto? La paciencia de Dios, como la del viñador, no tiene límite, es capaz de esperar toda la vida para que nos convirtamos al amor y le demos una respuesta de amor.

La paciencia de Dios contrasta con nuestra impaciencia. Queremos ver pronto los resultados, que todo se arregle en un instante, que se acabe de golpe con el mal. Y la vida no es así: se crece lentamente, se madura lentamente, no siempre se da el fruto deseado. Hay que saber, por tanto, adoptar una actitud de espera activa y positiva, como la de aquel viñador que dio un plazo más a la higuera y dejó abierta la puerta a la esperanza de una cosecha abundante de higos, haciendo mientras tanto lo que estaba de su parte: cavar y echar estiércol (servicio bíblico latinoamericano).

Como los amigos de Job, tenemos tendencia a pensar que los que reciben a nuestra vista grandes pruebas son los más culpables. Jesús rectifica esta presunción de penetrar los juicios divinos y de ver la paja en el ojo ajeno, mostrando una vez más, como lo hizo desde el principio de su predicación, que nadie puede creerse exento de pecado y por consiguiente que a todos es indispensable el arrepentimiento y la actitud de un corazón contrito delante de Dios.

El griego metanoeite es algo más que arrepentirse: pensar de otro modo. Equivale al "renunciarse". Cf. 9, 23: Y a todos les decía: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.

La higuera estéril es la Sinagoga. Jesús le consiguió del Padre, al cabo de tres años de predicación desoída, el último plazo para arrepentirse (v. 5), que puede identificarse con el llamado tiempo de los Hechos de los Apóstoles, durante el cual, no obstante el deicidio, Dios le renovó, por boca de Pedro y Pablo, todas las promesas antiguas. Desechada también esta predicación apostólica, perdió Israel su elección definitivamente y S. Pablo pudo revelar a los gentiles, con las llamadas Epístolas de la cautividad, la plenitud del Misterio de la Iglesia. En sentido más amplio la higuera estéril es figura de todos los hombres que no dan los frutos de la fe, como se ve también en la Parábola de los talentos (Mt 25,14 ss.).

Recemos con humildad el Yo confieso ante Dios. Reconozcámonos pecadores diciendo con el Salmista: Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado; contra ti, contra ti solo pequé; hice lo que tú detestas. Dios, por medio de su Hijo nos ofrece el perdón de nuestros pecados y la liberación de la muerte eterna, ¿aceptamos el don de Dios? Quien rechaza a Cristo, rechaza a Quien lo envió. Y puesto que no tenemos otro nombre en el cual podamos salvarnos, quien se aleja del Señor se está poniendo en riesgo de perecer aplastado por la torre de sus iniquidades. No basta creerse justo por acudir a la celebración en que ofrecemos al Padre Dios el Sacrificio del Memorial del Señor; aún estando junto al Altar, si no nos hemos convertido realmente al Señor, pereceremos víctimas de nuestras hipocresías. Dios quiere que nuestro corazón vuelva a Él para que sea renovado en la Sangre de Cristo. Dios quiere que nos manifestemos como hijos suyos con obras de bondad, de misericordia y de justicia; obras que broten de nuestra permanencia en Él por medio de una fe sincera. Dios se manifiesta con mucha paciencia hacia nosotros; ojalá escuchemos hoy su voz y no continuemos endureciendo ante Él nuestro corazón; no sea que después sea demasiado tarde.

Hoy nos hemos acercado al Monte Santo, que es Cristo, no sólo para ofrecer al Padre Dios el Memorial de su Muerte y Resurrección, sino para ofrecernos, junto con Él como un sacrificio de suave aroma a Dios. Nos reconocemos pecadores; pero al mismo tiempo tenemos la disposición de vivir una constante conversión de nuestros pecados, caminando sin desfallecer hacia la casa paterna, para encontrarnos con el Padre Misericordioso, que siempre está dispuesto a perdonarnos y a revestirnos de su propio Hijo, Cristo Jesús. La celebración de esta Eucaristía, efectivamente nos une a Cristo para que de Él recibamos la Vida nueva que hemos de manifestar en nuestro comportamiento diario. Vivamos, pues, conforme al Espíritu de Cristo que hemos recibido.

Quienes hemos entrado en comunión de Vida con Jesús, no podemos vivir ociosos. Hemos sido llamados a participar de la Vida Divina para dar frutos de buenas obras. Quien vive en la esterilidad, sin trabajar por el amor fraterno, ni por la paz, ni por la justicia; quien no se preocupa de colaborar para dar solución al hambre y a la pobreza de millones de seres humanos, por más que diga que es cristiano, estaría manifestando con su mala vida, con sus desprecios a los demás, con su cerrazón impidiendo a la Palabra de Dios dar fruto desde su vida, que no está cerca, sino lejos de ser un verdadero hombre que haya depositado su fe en Cristo.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda vivir nuestra fe no sólo llamándolo Señor, Señor, sino haciendo en todo su Voluntad en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).

 "Convertirse" significa, en el lenguaje del Evangelio, mudar de actitud interior, y también de estilo externo. Es una de las palabras más usadas en el Evangelio. Recordemos que, antes de la venida del Señor Jesús, san Juan Bautista resumía su predicación con la misma expresión: «Predicaba un bautismo de conversión» (Mc 1,4). Y, enseguida, la predicación de Jesús se resume con estas palabras: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Esta lectura de hoy tiene, sin embargo, características propias, que piden atención fiel y respuesta consecuente. Se puede decir que la primera parte, con ambas referencias históricas (la sangre derramada por Pilato y la torre derrumbada), contiene una amenaza. ¡Imposible llamarla de otro modo!: lamentamos las dos desgracias —entonces sentidas y lloradas— pero Jesucristo, muy seriamente, nos dice a todos: —Si no cambiáis de vida, «todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,5). Esto nos muestra dos cosas. Primero, la absoluta seriedad del compromiso cristiano. Y, segundo: de no respetarlo como Dios quiere, la posibilidad de una muerte, no en este mundo, sino mucho peor, en el otro: la eterna perdición. Las dos muertes de nuestro texto no son más que figuras de otra muerte, sin comparación con la primera. Cada uno sabrá cómo esta exigencia de cambio se le presenta. Ninguno queda excluido. Si esto nos inquieta, la segunda parte nos consuela. El "viñador", que es Jesús, pide al dueño de la viña, su Padre, que espere un año todavía. Y entretanto, él hará todo lo posible (y lo imposible, muriendo por nosotros) para que la viña dé fruto. Es decir, ¡cambiemos de vida! Éste es el mensaje de la Cuaresma. Tomémoslo entonces en serio. Los santos —san Ignacio, por ejemplo, aunque tarde en su vida— por gracia de Dios cambian y nos animan a cambiar (Cardenal Jorge Mejía).

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