Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 4,13,16-18. Hermanos: No fue la observancia de la Ley, sino la justificación obtenida por la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo. Por eso, como todo depende de la fe, todo es gracia; así la promesa está asegurada para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal, sino también para la que nace de la e de Abrahán, que es padre de todos nosotros. Así, dice la Escritura: "Te hago padre de muchos pueblos". Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: "Así será tu descendencia".
Salmo 104,6-7,8-9,42-43. R. El Señor se acuerda de su alianza eternamente
¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra.
Se acuerda de su alianza eternamente, de ña palabra dada, por mil generaciones; de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac.
Porque se acordaba de la palabra sagrada qué había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo.
Evangelio según san Lucas 12,8-12. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»
Comentario: 1.- Rm 4,13.16-18. Cuando Pablo, de nuevo con el ejemplo de Abrahán, contrapone "fe y obras", no está queriendo decir que no tenemos que actuar y obrar el bien. Jesús dijo que "no el que dice: Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de mi Padre", ése entrará en el Reino. Lo que contrapone es la fe en Cristo con el aferramiento espiritual a la observancia de la ley de Moisés como causa de la salvación. Una vez más resume su doctrina: "no fue la observancia de la ley, sino la fe, la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo". "Al encontrarse con el Dios que da vida, Abrahán creyó". Eso fue lo decisivo.
Nosotros nos esforzamos por vivir según el evangelio de Jesús. Imitamos a Abrahán, que creyó en Dios y creyó a Dios, y actuó en consecuencia. Pero caeríamos en la tentación de los judíos si diéramos a la "observancia" demasiado valor, de modo que caigamos en la autosuficiencia porque "somos buenos" y nos "ganamos" la salvación. La ley es buena. Pero no es la ley la que salva. "Todo es gracia", don de Dios, para Abrahán y para nosotros. Haremos bien en imitar a este gran hombre que se abrió totalmente a Dios, que nos dio un ejemplo admirable de fe, contra toda esperanza y contra toda apariencia, como dice el Catecismo al hablar de la fe, comienzo de la vida eterna: "La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Cor 13,12), "tal cual es" (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna: 'Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día' (S. Basilio; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).
Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Cor 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Cor 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12,1-2)".
Las dos promesas de Dios -que tendría un hijo y que le pertenecería toda la tierra de Canaán-. parecían imposibles de conseguir, y sin embargo, Abrahán creyó. Y fueron posibles. Tanto en nuestra vida espiritual como en nuestro trabajo apostólico, no tendríamos que apoyarnos tanto en nuestros propios talentos y recursos, sino en la gracia y la fuerza salvadora de Dios. Nosotros tenemos un doble motivo para fiarnos de Dios: la promesa hecha a Abrahán y la Alianza Nueva que ha concedido a la humanidad en la Pascua de su Hijo.
"El comienzo de la justificación por parte de Dios es la fe, que cree en el que justifica. Y esta fe, cuando se encuentra justificada, es como una raíz que recibe la lluvia en la tierra del alma, de manera que cuadno comienza a cultivarse por medio de la ley de Dios, surgen de ella ramas que llevan los frutos de las obras. La raíz de la justicia no deriva de las obras, sino que de la raíz de la justicia crece el fruto de las obras" (Orígenes). Y dice el Catecismo: "Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn 15,15)". Pablo continúa aquí estableciendo los lazos que existen entre la fe y la justificación a partir del ejemplo de Abraham. En un primer argumento el apóstol ha demostrado que el patriarca era impío y pecador cuando Dios lo justificó. Ahora desarrolla otros dos argumentos.
La cuestión está en saber por qué la fe justifica y no las obras. Pablo responde que la fe justifica mejor que las obras de la ley porque la fe arranca de ese proceso en el cual Dios sale al encuentro del hombre. No se trata de elegir entre una u otra: el secreto de la justificación se encuentra en Dios. Si Dios se acercara al hombre con un contrato, entonces serían las obras la respuesta humana más adecuada. Pero El viene al hombre con una promesa, es decir, con un don gratuito, cuya iniciativa quiere conservar; por esa razón las obras de la ley son inútiles, al menos en el proceso de realización de esta promesa. El hombre cree que puede conseguir mediante las obras lo que es objeto de la promesa (v 14), pero intenta conseguir por sus propios medios lo que es un don. De esta manera, desvirtúa la marcha de Dios y provoca automáticamente la ruptura (v 15), como el heredero que quisiera apropiarse de su herencia antes de tiempo.
El tercer argumento está apenas esbozado (vv 16-17). Abraham recibió la promesa en una época en que todavía no estaba circuncidado y en que Dios preveía para él una paternidad universal (Gen 17, 5). Por tanto, es contrario a la voluntad de Dios el limitar la posteridad de Abraham a aquellos que se circuncidan. Todo creyente es descendiente de Abraham y, además, Dios es bastante poderoso como para hacer beneficiarios de la promesa hasta a los mismos muertos, o a aquellos que todavía no han nacido (v 17). Una religión de la promesa está bastante lejos de la manera espontánea de proceder del hombre, que, al ir detrás de su salvación, busca seguridad. Es necesario haber encontrado al Dios vivo y haberse apoyado en su fidelidad para presentir que la salvación esperada pertenece al orden de la promesa, es decir, al orden del amor. Pero, ¿cómo encontrar a Dios y su promesa? Se necesita tiempo para profundizar en las relaciones recíprocas del amor y de la fidelidad.
Sin embargo, el camino está marcado. El hombre que reflexiona sobre sí mismo y sobre su existencia llega a veces a distinguir en él dos niveles de su personalidad: el "yo" solo puede experimentar sus limitaciones porque existe otro "yo" más profundo que participa del absoluto y de lo transcendente. El camino hacia Dios pasa por esta conciencia de los dos "yo". Es verdad que el hombre solo llega rara vez a vivir el nivel de su "yo" profundo y vivir su vida en función de él. Una especie de fisura separa esos dos niveles de manera casi "original". Aun cuando el hombre llega a alcanzar su "yo" profundo, aun llegando a participar del absoluto o al menos con sed de transcendencia, puede, sin embargo, fracasar al volverse sobre sí mismo. Se hace a sí mismo absoluto y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Por el contrario, si él experimenta este "yo" transcendente como algo inesperado dentro de su ser, verá que se trata de un don gratuito de "alguien". No lo considerará como un poseedor, sino como el que encuentra una dádiva y una promesa, una persona divina y una gracia. Jesucristo es el primer hombre en quien Dios ha podido revelarse totalmente en el "yo" profundo y el primero que ha podido responder perfectamente a esta iniciativa de Dios (Maertens-Frisque).
-La promesa de Dios... Dios prometió a Abraham y a su descendencia ser herederos del mundo. La historia de Abraham está llena de promesas de Dios cuyo cumplimiento no depende del hombre, sino de la fidelidad de Dios a sus promesas. También Abraham era un pecador, pero creyó en esas promesa. Creyó en lo imposible. ¡Era anciano y sin hijos y Dios le prometió «el mundo en herencia» ! Y él creyó esto, y esto se realizó: cristianos, judíos, árabes... multitudes inmensas se llaman «hijos de Abraham». «Recibir el mundo en herencia». La fe da la posesión del mundo.
-Por la fe se pasa a ser heredero. Por esto es un don gratuito. Y la promesa permanece válida. Quisiera, Señor, llegar a ser «total acogida» de Ti. Quisiera encontrarte más y no apoyarme sino en Ti. Ahora sé -tu apóstol me lo ha repetido- que mi salvación depende de tu promesa, más que de mis obras y que Tú haces lo que prometes. Señor, tengo confianza en Ti. Estoy seguro de Ti. Yo, que sufro tanto de mis limitaciones, de mis pobrezas, quisiera, de una vez, aceptarlas y luego olvidarlas para no sufrir más por ellas y contar sólo contigo y no en mis propias fuerzas. ¡«Don gratuito»! ¡«Don gratuito»!
-Te hice padre de muchos pueblos. Abraham es nuestro padre ante Dios «en quien creyó». La fe da una fecundidad extraordinaria. Porque creyó en Dios, Abraham es el "padre" de todos los hombres. Por su fe, verdaderamente, "dio la vida". No pueden saberse todas las ramificaciones vitales de un acto de Fe. Un hombre que cree en Dios desencadena en la humanidad una onda de «vida». Todo hombre que se eleva, eleva el mundo.
-Dios que da la «vida" a los muertos y llama a la existencia a lo que no existía. Abraham y Sara cuyo seno estaba muerto, hicieron de ello la experiencia. Dios es aquel que llama «de la nada al ser»... aquel que da «vida». ¡Tal fue la experiencia de Abraham! Tal fue sobre todo la experiencia de Jesús. La resurrección ocupa el centro del pensamiento de san Pablo. La fuerza de Dios que devuelve la vida a los muertos. Esta fuerza actúa todavía en el mundo. Es ella la que nos eleva en todos nuestros desalientos. Ella nos saca del pecado. Ella nos resucitará un día.
-Esperando contra toda esperanza, creyó... La vida de Abraham, la fe de Abraham no fue cosa fácil. Todo parecía contrario a las promesas de Dios. Todo parecía ir en el sentido opuesto... pero creyó, a pesar de todo, contra toda esperanza. La fe «para transportar las montañas», decía Jesús. La Fe, fuerza de lo imposible. Se comprende que Pablo diga que esa «Fe da posesión del mundo». En efecto, nada puede ir en contra de ello. No se apoya sobre nada humano: toda su fuerza está en Dios. ¡Danos esta Fe, Señor! (Noel Quesson).
2. Lo que dice el salmo podemos repetirlo con mayor alegría: "se acuerda de la palabra que había dado a su siervo Abrahán, sacó a su pueblo con alegría, a sus escogidos con gritos de triunfo". Si creemos en Dios y no nos basamos en cálculos comerciales humanos, también nosotros seremos padres de numerosa descendencia. Y lo imposible será posible.
3.- Lc 12,8-12. Ayer nos animaba Jesús a ser valientes a la hora de dar testimonio de él, porque Dios nunca se olvida de nosotros: si lo hace con los pajarillos y los cabellos de nuestra cabeza, ¡cuánto más con cada uno de nosotros, que somos sus hijos! Hoy nos da otro motivo para ser intrépidos en la vida cristiana: él mismo, Jesús, dará testimonio a favor nuestro ante la presencia de Dios, el día del juicio. Y todavía otro protagonista en estos nuestros ánimos: el Espíritu de Dios. Así se completa la cercanía del Dios Trino. El Padre que no nos olvida, Jesús que "se pondrá de nuestra parte" el día del juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe. Sólo hay una clase de personas sin remedio, los que "blasfeman contra el Espíritu Santo", o sea, los que, viendo la luz, la niegan, los que no quieren ser salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación.
Nosotros ya estamos empeñados, hace tiempo, en este camino de vida cristiana que no sólo sucede en nuestro ámbito interior, sino que tiene una influencia testimonial en el contexto en que vivimos. Para este camino necesitamos ánimos, porque no es fácil. Jesús nos asegura el amor de Dios y la ayuda eficaz de su Espíritu. Y además, nos promete que él mismo saldrá fiador a nuestro favor en el momento decisivo. No se dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro ambiente. En los momentos en que sentimos miedo por algo -y a todos nos pasa, porque la vida es dura- será bueno que recordemos estas palabras de Jesús, afirmando el amor concreto que nos tiene el Dios Trino para ayudarnos en todo momento. Jesús calmó tempestades y curó enfermedades y resucitó muertos. Era el signo de ese amor de Dios que ya está actuando en nuestro mundo. También nos alcanza a nosotros. No tenemos motivos para dejarnos llevar del miedo o de la angustia (J. Aldazábal).
La opción del hombre en favor o en contra de Jesús decide su auténtica existencia y su suerte definitiva, escatológica. En el juicio, constante, implacable, del mundo contra Jesús, quien tenga el valor de declarar en su favor, tendrá a su favor el testimonio de Jesús en el juicio de Dios contra el mundo (cf 9,26; Mc 8,38; Jn 16,6-11). Hay un pecado contra el Espíritu, que es el pecado de la apostasía, el pecado de renegar de Cristo después de haberle prestado fe. Sólo en el Espíritu Santo se puede confesar que Jesús es el Señor. Quien reniega de esta fe, peca contra el Espíritu, ya no tiene salvación, porque la fe salva al hombre. El discípulo de Jesús vive constantemente al abrigo del Dios vivo, bajo su cuidado. Cuando suene la hora de la persecución, el Espíritu se encargará de la defensa. El juicio llevado por el mundo en contra de Cristo, se convertirá, por la acción del Espíritu, en testimonio dado en su favor.
No hay disociación entre cielo y tierra. El plan de Dios es el plan del hombre, que él encarna: «Y os digo que si uno, quienquiera que sea, se pronuncia por mí ante los hombres, también el Hombre se pronunciará por él ante los ángeles de Dios» (12,8). No dice: 'en los periódicos' o 'por la televisión'. Dios tiene otro canal: el hombre. A quien comete una injusticia contra el hombre, se le puede perdonar, pero quien se sirve de la fuerza del nombre de Dios para ir contra el hombre, no tiene perdón. Ha malgastado la energía del Espíritu, y ya no tiene recambio. No se trata de una 'blasfemia' de palabra, sino de hecho (12,10). Cierra esta serie de avisos con una nueva advertencia: «No os preocupéis de cómo o de qué os vais a defender o de lo que vais a decir» (12,11). No hagáis apologías personales o del grupo o estamento ante las autoridades civiles o religiosas. (Lucas está pensando en la retahíla de apologías a que Pablo se verá abocado: cf. Hch 22,1; 24,10; 26,1-2.24.) Quien se defiende es porque tiene miedo de perder las propias seguridades, porque se siente identificado con una determinada estructura. Es el punto flaco por donde os pueden atrapar y reconducir al redil de las falsas seguridades. «Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (Lc 12,12). La profecía es diametralmente opuesta a la apología. La apología se basa en medios humanos, y se puede contradecir; la profecía es irrebati-ble. La única 'solución' es eliminar al profeta. Jesús es el Profeta por excelencia: a pesar de que lo eliminaron, él sigue presente en la comunidad que celebra su memorial en la eucaristía y continúa moviendo hombres y mujeres y hablando a través de ellos. Son los 'profetas' modernos. Los que en vez de 'preocuparse' por defender su posición social, se ponen sin más al servicio del hombre y lo liberan.
La realización de la tarea misionera presenta inmensas dificultades que pueden hacer germinar en nosotros actitudes de desconfianza y desaliento. Por ello se hace necesario renovar continuamente los sentimientos de confianza volviendo constantemente a las palabras de promesa ofrecidas por Jesús a sus seguidores. En primer lugar, es necesario tener presente el compromiso asumido por Jesús de ser nuestro testigo en el Juicio de Dios si perseveramos con coraje en la tarea emprendida. La consideración de su actuación en el futuro Juicio de Dios que espera a todos los hombres es la primera fuente en que podemos encontrar el ánimo necesario para seguir adelante sin desfallecer.
En segundo lugar, tenemos a disposición una segunda fuente para renovar la confianza. La certeza de la presencia del Espíritu Santo en la tarea misionera nos da la seguridad necesaria para enfrentar los desafíos y dificultades que encontramos en su concreción. Dicha presencia llega hasta su identificación con los portadores del mensaje y con cada una de sus acciones encaminadas a concretarlo. Sobre todo, en las dificultades que pueden llegar a poner en peligro la propia vida, esa presencia confortante encontrará el modo de manifestarse claramente. Aún cuando seamos acusados y estemos en peligro de muerte a causa de los poderosos que se oponen al mensaje de Jesús, sabemos que el Espíritu actuará en nuestro favor, inspirando la forma de defensa. Esa actuación, hecha ya realidad durante el tiempo apostólico en Pedro (Hch 4,8; 5,32) y Esteban (Hch 7,55) sigue activa a lo largo del tiempo suscitando el testimonio eclesial (Josep Rius-Camps; textos tomados de mercaba.org; Llucià Pou Sabaté 2009).
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