Lectura del libro de la Sabiduría 7, 22-8, 1. La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso, agudo, incoercible, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, todopoderoso, todo vigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos. La sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es efluvio del poder divino, emanación purísima de la gloria del Omnipotente; por eso, nada inmundo se le pega. Es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad. Siendo una sola, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas; pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría. Es más bella que el sol y que todas las constelaciones; comparada a la luz del día, sale ganando, pues a éste le releva la noche, mientras que a la sabiduría no le puede el mal. Alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto.
Salmo 118, 89. 90. 91. 130. 135. 175. R. Tu palabra, Señor, es eterna.
Tu fidelidad de generación en generación, igual que fundaste la tierra y permanece. Por tu mandamiento subsisten hasta hoy, porque todo está a tu servicio.
La explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, enséñame tus leyes.
Que mi alma viva para alabarte, que tus mandamientos me auxilien.
Lectura del santo evangelio según san Lucas, 17, 20-25. En aquel tiempo, a unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el reino de Dios Jesús les contestó: -«El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros.» Dijo a sus discípulos: -«Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación.»
Comentario: 1.- Sb 7, 22-8,1. Hoy leemos un magnífico himno a la sabiduría. El autor acumula una letanía de alabanzas, exactamente veintiuna, cosa que los entendidos en ciencias bíblicas afirman que no es casual: es el producto de tres por siete, lo que indica plenitud y perfección. Llama la atención que diga que la sabiduría es "efluvio del poder divino", "reflejo de la luz eterna", "espejo de la actividad de Dios", "imagen de su bondad", "emanación de la gloria de Dios". La sabiduría se va personificando cada vez más. Ya se notaba esto mismo en el libro de los Proverbios y el Eclesiástico, pero aquí todavía más, subrayando su carácter divino. Se está preparando la venida de Jesús, la Palabra viviente de Dios.
Nosotros no podemos leer este hermoso elogio de la sabiduría sin pensar en Cristo Jesús: él es, no sólo el Maestro que Dios nos ha enviado, sino la Palabra misma, hecha persona: "la Palabra se hizo hombre". Él es la Sabiduría en persona. (La basílica de Santa Sofía en Estambul no está dedicada a ninguna santa, sino a la "Santa Sabiduría", que es Cristo). Pero a la vez tenemos que preguntarnos si, teniendo más luces que los creyentes del AT, estamos asimilando de hecho esta sabiduría de Dios. Cuando escuchamos la Palabra de Dios en las lecturas bíblicas, ¿vamos identificando nuestra mentalidad con la de Dios, vemos las cosas con sus mismos ojos? Cristo nos enseñó una jerarquía de valores, una lista de bienaventuranzas: se trata de que vayamos mirándonos a su espejo para ir actuando como él.
-Pues hay en la «sabiduría» un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, puro, sincero, amable... amigo de los hombres, apacible... El autor enumera así veintiuna cualidades de la sabiduría. Este elogio es como un elogio de Dios. Poco tiempo antes de Jesucristo se tiene una especie de anuncio o indicio. Jesús es la Sabiduría de Dios. En El, en Jesús, la Sabiduría de Dios descrita aquí, se encarnó verdaderamente. -La movilidad de la Sabiduría supera todo movimiento. Todo lo atraviesa y penetra. Es una visión sorprendente: Dios presente en todos y en todas partes, pero penetrando todos los seres, animando todo lo que se mueve, todo lo que vive Es preciso dejarse captar por esta visión, por esta contemplación.
-Porque es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, el reflejo de la gloria eterna, el espejo sin mancha de la actividad de Dios, la imagen de su bondad... Todo esto puede aplicarse directamente a Jesús Verdaderamente en un último esfuerzo de explicitación, la «revelación» estaba madura para atreverse a afirmar el misterio de la Trinidad: unas personas divinas, distintas y unidas. Efectivamente, muchos textos del Nuevo Testamento no harán más que repetir esas palabras para aplicarlas al Verbo encarnado (Hb 1, 3; Jn 1, 9; Col 1 15). De hecho, en estas imágenes, se tiene la idea de una actividad de Dios en el hombre. Hay que reconsiderar cada palabra empleada. "Emanación", «Reflejo», "Espejo", «Imagen»: en todas estas palabras, estamos ante una realidad que "viene de un ser", que es "distinta" y a la vez depende de este ser en el que encuentra su origen.
-La Sabiduría es única y lo puede todo. Sin salir de sí misma, renueva todas las cosas. La Sabiduría de Dios trabaja en el corazón del hombre, de todo hombre. ¡Cuán bueno es, Señor, que nos repitas esto! Con frecuencia no vemos más que los pequeños aspectos de las personas y de las situaciones. Mientras tanto se está desarrollando un misterio grandioso y divino. Uno de los esfuerzos de la oración debería penetrar en nuestro interior para «re-visar» nuestra vida desde esa nueva mirada. Descubrir a Dios obrando. Señor, ¿qué estás obrando ahora en tal... y un tal... y una tal...? ¿Qué estás «renovando» en tal persona? ¿En qué podría yo ayudarte, Señor, unirme a tu trabajo en el corazón de aquellos que me rodean?
-En todas las edades, entrando en las almas santas, la Sabiduría forma en ellas amigos de Dios y profetas. Ninguna religión se ha atrevido, hasta este punto, a concebir que la transcendencia divina podría "transmitirse" al mismo corazón del hombre. Una centella divina en el hombre. Que hace del hombre el amigo de Dios.
-La Sabiduría es más hermosa que el sol... Se despliega de un confín al otro del universo y gobierna todas las cosas. Presencia bienhechora y activa. De la que el sol no es más que un pálido símbolo. Nuestro sol, el que, sin embargo, hace crecer y anima todo viviente. Dios, Sabiduría, ayúdanos a dejarnos animar por Ti (Noel Quesson).
Salomón, el modélico rey de Israel reconoce humildemente su condición de hombre mortal, hijo de la tierra, rodeado de llantos y angustias como la humanidad entera. La realeza, el poder sobre los súbditos, la suntuosidad del palacio, el cetro y el trono, el oro, la plata y las piedras preciosas no son más que arena y barro en comparación con la sabiduría de Dios. «Por eso supliqué y se me concedió la prudencia. Invoqué al Señor y vino a mí el espíritu de sabiduría» (v 7). Salomón no es sabio por descender del linaje de David su padre. Ha obtenido la sabiduría como fruto de una plegaria suplicante, como don gratuito de Dios. La ha preferido a cetros y tronos y, en comparación con ella, ha tenido por nada la riqueza. Esa es la opción radical que la sabiduría recomienda a los gobernantes, pero que pocos -por no decir ninguno- llegan a tomar, ya que supone invertir las categorías mentales y las opciones prácticas. «La aprendí sin malicia, la reparto sin envidia y no me guardo sus riquezas; porque es un tesoro inagotable para los hombres; los que la adquieren se atraen la amistad de Dios, porque el don de su enseñanza los recomienda» (13-14). El elogio de la sabiduría mediante el encadenamiento de 21 atributos nos describe las cualidades personales y el dinamismo del Espíritu de Dios, su polivalencia y unidad, su sutileza y su presencia en toda la creación, especialmente en el espíritu del hombre, del que es amigo y compañero. La Sabiduría aparece unas veces como el espíritu de Dios, inteligente y santo, el espíritu profético que entra en las personas buenas de cada generación y hace amigos de Dios y profetas, mientras que otras se presenta como imagen de la bondad de Dios, como reflejo de la luz eterna y espejo nítido de la actividad de Dios; se trata de imágenes que el NT y los Padres emplearán luego para describir la igualdad de naturaleza del Hijo con el Padre: «Reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1,3), «imagen de Dios invisible» (Col 1,15).
La revelación del Padre, manifestada por el Hijo, y la experiencia del Espíritu derramado por él sobre la comunidad cristiana contribuyeron a precisar estas dos características fundamentales de la sabiduría, que más tarde cristalizaron en una doble identificación de la sabiduría como Espíritu Santo (Ireneo) o como Hijo de Dios (Orígenes). La sabiduría penetra hasta el fondo de la persona y le manifiesta el plan de Dios escondido desde siempre, mora en ella y le comunica la experiencia de un orden nuevo, de la vida que Dios ha decidido comunicar a los hombres para hacerlos hijos suyos (J. Rius Camps).
La lectura de hoy forma parte del grupo de textos (6,22-9,18) que hablan de la sabiduría en sí misma. En una primera parte, «Salomón», prototipo del maestro de sabiduría, ruega para obtenerla (vv 7-12) y para que le sea posible comunicarla (13-17). «Salomón» explica cómo la ha adquirido, cómo la conoció. Para conseguirla se dirige a Dios (1 Re 3,6-9: «...Da a tu siervo un corazón prudente para juzgar a tu pueblo y poder discernir entre el bien y el mal; porque ¿quien, si no, podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande?»), tal como se relata de una manera más extensa todavía en 9,1-18. El orante se eleva al Dios de los padres, que por medio de la sabiduría creó el universo y le dio al hombre el dominio sobre todo lo creado, y le suplica que le conceda esta sabiduría para poder comprender la voluntad de Dios y serle totalmente grato. La sabiduría, en el banquete preparado a los discípulos (cf. Prov 9,1-6: «... venid y comed mi pan y bebed mi vino que he mezclado...»), les comunica conocimiento experimental, inteligencia y profecía. Todo ello actúa ya en los discípulos escuchándolo. «Salomón» invita a sus interlocutores a que antepongan la sabiduría a cualquier valor terrenal, porque únicamente ella, madre de todos los bienes, puede colmar al hombre en plenitud.
En la segunda parte (13-17), en que se pide la fuerza para comunicar la sabiduría, aparece la vocación misionera, testimonial, del judío creyente. El autor rompe con la resistencia de la mayoría, que se niega a que los paganos participen de la salvación y de la amistad con Dios que concede la sabiduría «a través de las generaciones» (7,27).
El NT reunirá y ampliará muchos aspectos de estas reflexiones. La sabiduría aumenta el conocimiento recibido en la fe, otorga una inteligencia más profunda del acontecimiento de la salvación, de la voluntad divina y de las obligaciones morales que de ella derivan. Escrito está maravillosamente en Col 1,9s: «Por esta razón nosotros, desde el momento que nos enteramos, oramos por vosotros sin cesar; pedimos a Dios que os dé pleno conocimiento de su designio, con todo el saber e inteligencia que procura el Espíritu. Así viviréis como el Señor se merece agradándole en todo: dando fruto creciente en toda buena actividad gracias al conocimiento de Dios». Dicha sabiduría no es una especulación veleidosa, sino que está unida a la madurez moral. El creyente sólo puede ser «doctor» si se ha hecho doctus, si su sabiduría no procede de la carne (2 Cor 1,12), sino de Dios (F. Raurell).
Tal vez no pueden decirse cosas más bellas acerca de la Sabiduría, eligiéndola muy por encima de todo. Ella es Luz de Luz. Quien la contemple estará contemplando al mismo Dios. Ella no hace sino lo que le ve hacer a Dios. Ya sólo faltó que, en el tiempo en que se escribió este Libro, se nos revelara lo que en la Nueva Alianza se nos dirá en el Evangelio de San Juan: Y el Verbo era Dios. Así, Aquel que ha sido engendrado desde la eternidad por el Padre Dios, no sólo se encarnó y puso su morada entre nosotros, sino que, en una alianza más fuerte y más íntima que el mismo matrimonio humano, habita en nosotros y nos hace ser y actuar conforme a la imagen del mismo Hijo de Dios. Por eso, quienes hemos aceptado esa Alianza nueva y eterna con el Señor, debemos ser tan santos y tan puros como Él.
2. Sal. 118. Al iniciarse el libro del Génesis se nos hace ver que por la Palabra de Dios fueron creadas todas las cosas. Quienes permitamos que, por la fe, la Palabra de Dios haga su morada en nosotros, estamos permitiéndole al Señor continuar formándonos constantemente como hijos de Dios, hasta lograr la perfección en Él. Por eso, quien acepta a Aquel que el Padre Dios envió como salvación y camino que nos lleva a la unión con Él, debe estar dispuesto, como María, a escuchar la Palabra de Dios y a ponerla en práctica. Y para que esto se haga realidad en nosotros, hemos de escuchar al Señor, meditar profundamente su Palabra, dejarnos instruir por su Espíritu Santo para que vivamos esa Palabra hasta sus últimas consecuencias. Entonces podremos proclamar a los demás la Palabra que nos salva siendo, nosotros mismos, un reflejo de la Sabiduría de Dios en el mundo, y colaborando para que todos lleguen a alabar y a glorificar el Nombre de Dios.
La sabiduría es el mejor don que podemos apetecer. Una sabiduría que no sólo es sentido común y sensatez humana, que no es poco, sino también luz que impregna nuestra visión de las cosas y de los acontecimientos, viéndolo todo desde Dios. Hay personas sencillas que pueden tener esta sabiduría, mientras que nosotros, que tal vez nos afanamos de tantos conocimientos y talentos, somos sabios para otras cosas, pero no para las de Dios. El salmo nos vuelve al recto camino: "tu palabra, Señor, es eterna, más estable que el cielo; la explicación de tus palabras ilumina y da inteligencia a los ignorantes... enséñame tus leyes".
Comienza el salmista con un entusiasta reconocimiento de la fidelidad de Dios (vv. 89-91), la cual tiene los caracteres de (A) celestial (v. 89) y, por tanto, inmutable como los cielos; (B) eterna: de generación en generación, a perpetuidad, como la tierra cuyo fundamento ha sido puesto por Dios (v. 90); (C) soberana, pues los cielos y la tierra, con todo lo que contienen, así como las vicisitudes de la historia, todo ello sirve a los propósitos de la voluntad de Dios (v. 91). La fidelidad es la verdad de Dios (ambos vocablos tienen en hebreo la misma raíz: aman, estar seguro), y Dios no puede mentir ni contradecirse a sí mismo: Dios es la verdad (comp. con Jn. 14:6). Y la palabra de Dios: sus promesas y sus normas, participan de las cualidades divinas. Todo lo creado, por perfecto que sea, tiene un límite; la palabra de Dios no lo tiene (v. 96)
(versículos 129-136) Esta sección puede titularse: La Maravilla de la Iluminación, según la bella imagen del versículo 130, en cuanto a la palabra de Dios, y la petición del versículo 135, en cuanto al rostro de Dios. Como en el versículo 18, el salmista queda encantado de lo maravillosos que son los testimonios de Dios (v. 129); por eso, tos guarda, como quien custodia y asegura un tesoro. Esos testimonios son tan luminosos que hacen sabio al sencillo (v. 130b, comp. con 19:7), es decir, al «ingenuo», sin experiencia, que se deja influir de toda clase de opiniones y doctrinas. Esa iluminación se debe a que «el portal de tus palabras (lit.) da luz» (lit.), dice el salmista. Comenta W.T. Davies: «En Palestina, las casas, en su mayoría, carecen de ventanas, entrando la luz por el portal. Entra luz por la palabra de Dios del mismo modo que la luz del sol entra por un portal oriental.» Hay otra luz que el salmista desea para disipar las tinieblas de la opresión: la del rostro de Dios (v. 135, comp. con 80:3 y Nm. 6:25), que proporciona salvación.
A la petición que acabamos de comentar, añade otra («y enséñame tus estatutos» —v. 135b), con lo que da a entender una vez más el amor que abriga hacia la ley de Dios. Véase la bella imagen con que lo expresa en el versículo 131: «Mi boca abrí de par en par y aspiré con afán» (no es el mismo verbo de 42:1). ¿Para qué? Para sorber el alimento espiritual que la Ley de Dios proporciona: «Porque anhelaba tus mandamientos. »
(versículos 169-176) esta última sección del salmo: Resolución de firmeza, con base en el versículo 173b. Sin embargo, el compendio de la sección, y de todo el salmo, se halla en el versículo 176, singular—como advierte Arconada— pues «es trimembre y apenas contiene petición». Su interpretación depende del sentido que se dé al perfecto hebreo thaiti que encabeza el versículo, como veremos luego. Se mezclan peticiones y alabanzas. Entreveradas con las peticiones de socorro hallamos alabanzas. Los verbos que encabezan los versículos 171,172 y 175 se traducen mejor por optativo: «Prorrumpan... Cante... Viva...» Este tono de alegría en la alabanza de Dios y de sus mandamientos es típicamente hebreo, y (con mayor razón) debería ser cristiano. Nótese, en el versículo 175, cuál es el fin primordial de la vida del hombre: alabar, glorificar, a Dios (comp. con 115:17,18; 146:1,2). Este objetivo es el que impulsa al salmista a desear ardientemente vivir: que Dios le salve la vida y le reanime, a fin de poder alabarle. Y, para que su vida sea una alabanza continua, ruega a Dios que sus juicios (u ordenanzas), como principios que regulan la conducta moral humana, le ayuden para ese fin último (v. 175b). Para terminar el comentario de este bellísimo salmo, viene bien la observación de Oesterley a la última frase («no me he olvidado de tus mandamientos»): «Es perfectamente verdadero —dice— que el objetivo principal del salmista es la glorificación de la Ley, y la expresión del gozo que, como hombre verdaderamente piadoso, experimenta en la observancia de sus preceptos; pero, como él mismo pone constantemente de relieve, la Ley es la expresión de la voluntad de Dios. No es la Ley, per se, lo que ama; ama la Ley porque ella declara la voluntad de Dios; y la ama porque ama a Dios primeramente».
3.- Lc 17, 20-25. Una de las curiosidades más comunes es la de querer saber cuándo va a suceder algo tan importante como la llegada del Reino. Es lo que preguntan los fariseos, obsesionados por la llegada de los tiempos que había anunciado el profeta Daniel. Jesús nunca contesta directamente a esta clase de preguntas (por ejemplo, a la que oíamos hace unos días: ¿cuántos se salvarán?). Aprovecha, eso sí, para aclarar algunos aspectos. Por ejemplo, "que el Reino de Dios no vendrá espectacularmente" y que "el Reino de Dios está dentro de vosotros". Por tanto, no hay que preocuparse, ni creer en profecías y en falsas alarmas sobre el fin. "Antes tiene que padecer mucho".
El Reino -los cielos nuevos y la tierra nueva que anunciaba Jesús- no tiene un estilo espectacular. Jesús lo ha comparado al fermento que actúa en lo escondido, a la semilla que es sepultada en tierra y va produciendo su fruto. Rezamos muchas veces la oración que Jesús nos enseñó: "venga a nosotros tu Reino". Pero este Reino es imprevisible, está oculto, pero ya está actuando: en la Iglesia, en su Palabra, en los sacramentos, en la vitalidad de tantos y tantos cristianos que han creído en el evangelio y lo van cumpliendo. Ya está presente en los humildes y sencillos: "bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos". Seguimos teniendo una tendencia a lo solemne, a lo llamativo, a nuevas apariciones y revelaciones y signos cósmicos. Y no acabamos de ver los signos de la cercanía y de la presencia de Dios en lo sencillo, en lo cotidiano. Al impetuoso Elías, Dios le dio una lección y se le apareció, no en el terremoto ni en el estruendo de la tormenta ni en el viento impetuoso, sino en una suave brisa. El Reino está "dentro de vosotros", o bien, "en medio de vosotros", como también se puede traducir, o "a vuestro alcance" (en griego es "entós hymón", y en latín "intra vos"). Y es que el Reino es el mismo Jesús. Que, al final de los tiempos, se manifestará en plenitud, pero que ya está en medio de nosotros. Y más, para los que celebramos su Eucaristía: "el que me come, permanece en mí y yo en él" (J. Aldazábal).
Jesús, al pronunciar las palabras de los versículos 20-21, quería sin duda desanimar a sus discípulos para que no intentaran seguir pensando en la fecha concreta de la instauración del Reino y anunciarles la próxima venida del Espíritu (cf. Act 1, 7-8; rechazo de las computaciones y anuncio del Espíritu).(...) Además, el verbo "observar" del versículo 20 designa la actitud de aquellos que estaban oficialmente encargados de seguir las fases de la luna para determinar exactamente las fiestas del calendario. Jesús enseña a los suyos a renunciar a una venida del Reino que se pudiera calcular, antes bien ellos deben aficionarse a la venida del Espíritu "dentro de los corazones".(...) Al situar los versículos 20-21 delante precisamente de un texto escatológico (vv. 22-25), Lucas quiere ciertamente predeterminar su interpretación e impedir un comentario demasiado apocalíptico.
Lucas piensa que el Reino está ya presente en la vida moral de cada uno y es separarse de esta interpretación el esperar masivamente los acontecimientos de tipo apocalíptico. Debe servir de lección el ejemplo de Cristo que vivió hasta el final siendo fiel a su condición de hombre (v. 25): él no esperó un "día" extraordinario, su día fue continuamente el día de su fidelidad a la vida cotidiana. El Reino de Dios no se inscribe ya en el tiempo de los antiguos, observable externamente en los signos de la naturaleza, sino en el tiempo que define el hombre mismo mediante su compromiso con el momento presente.
Hasta que llegó Cristo, el hombre consideró el tiempo como una fatalidad que se le imponía desde fuera. Inclusive el judío que ansiaba ya más un tiempo de tipo lineal e "histórico", seguía concibiendo su evolución como una iniciativa exclusiva de Dios. Festejar el tiempo era conformarse con una evolución de la que no se poseían las llaves. Con Jesucristo, el primer hombre que percibió la eternidad del presente porque era Hombre-Dios, el hombre festeja su propio tiempo en la medida en que busca la eternidad de cada instante y la vive en la vida misma de Dios.
La vida cotidiana avanza según esto al compás de un calendario preestablecido; la memoria del pasado y los proyectos hacia el futuro solo sirven para contribuir al valor de eternidad que se encierra en el presente. No existe ningún día que haya que esperar más allá de la historia; cada día encierra en sí la eternidad para quien lo vive en unión con Dios (Maertens-Frisque).
-Los fariseos preguntaron a Jesús; «¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?» El «Reino de Dios», palabra mágica que contenía, como en concentrado, toda la espera febril de Israel: un Día, Dios tomaría el poder, y salvaría a su pueblo de todos sus opresores... Era la espera de «días mejores», la espera de la «gran noche», el deseo de «una sociedad nueva», el sueño de una humanidad feliz. No eran sólo los fariseos los que deseaban ese Día. Los Doce, ellos también, en el momento en que Jesús iba a dejarles, se acercaban aún a preguntarle: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino para Israel?» (Hch 1, 6) ¿Es este también hoy nuestro deseo? ¿Deseamos que Dios reine? ¿Qué incluimos, con nuestra imaginación, en ese deseo? ¿Qué espero de Dios en este momento? ¿De qué está más fuertemente deseosa la humanidad de hoy? Jesús les contestó: "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir". Esa respuesta debió de decepcionar profundamente a los fariseos. Y, te lo confieso, Señor, también a mí me decepciona. No me resulta fácil pensar que Dios reina de una manera tan discreta, tan modesta, «sin dejarse sentir». ¡Señor, sana mi deseo! Ayúdame a sentir agrado por las tareas modestas, ayúdame a promover el reino de Dios en las «cosas pequeñas», en las cosas sin apariencia.
-Ni podrán decir: «¡Míralo aquí o allí!" porque el Reino de Dios ya está entre vosotros. Los cálculos, los presagios de catástrofes, los signos precursores del castigo de la humanidad, no tienen valor para Jesús: la próxima llegada del reino de Dios no puede observarse... no puede decirse: «Míralo aquí o allí»... simplemente porque ¡ya ha llegado! ¡Ese Reino está oculto! Para detectarlo es necesaria mucha agudeza de atención, buenos oídos finos para oír su susurro, y ojos nuevos para discernirlo «en la noche». ¡Ese Reino es misterio! No se le encuentra nunca en lo espectacular y ruidoso sino tan sólo en humildes trazos, en pobres «signos», en los sacramentos de su presencia oculta. Pero, como precisamente un signo es siempre frágil y ambiguo, hay que descifrarlo, interpretarlo... ese es el papel de la Fe.
-Llegará un tiempo en que desearéis vivir siquiera un día con el Hijo del hombre y no lo veréis. Os dirán: «¡Míralo aquí, míralo allí!" No vayáis, no corráis detrás. ¡Siempre tenemos la tentación de ir a buscar los signos de Dios en otra parte ! «¡No vayáis!» dice Jesús. Es en vuestra vida cotidiana donde se encuentra Dios.
-Porque igual que el fulgor del relámpago brilla de un extremo a otro del cielo, así ocurrirá con el Hijo del hombre cuando vendrá en "su Día" Pero antes tiene que padecer mucho y ser rechazado por esa generación. Sí, «un Día» vendrá para Gloria de Dios, para el Esplendor de Dios, para el Triunfo de Dios y de su Cristo. Será como el estruendo del trueno, como el rayo que cruza el firmamento: imprevisible, sorprendente, súbito. Pero, entre tanto, es el tiempo del «sufrimiento», del «rechazo», de la «humillación y vergüenza». Antes de ese triunfo de Jesús y de su Padre, ambos, escarnecidos, humillados, arrastrados en el lodo y la sangre... negados por los ateos, dejados de lado por los indiferentes... ridiculizados por todos los descreídos... y, por desgracia, traicionados por «los suyos». ¡Señor, ten piedad de nosotros! (Noel Quesson).
Una tercera prueba (directa) de que Jesús afirmaba la actualidad del reino de Dios la tenemos en Lc 17,20: Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios, les respondió: El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán vedlo aquí o allá, porque el reino de Dios está ya entre vosotros. La célebre traducción de Martín Lutero del v. 21 dice: "pues ved, el reino de Dios está dentro de vosotros". La inteligencia popular ha favorecido una interpretación, entre las muchas posibles, que enlaza el reino de Dios e interioridad [69,26s], pero éste no es, en absoluto, el sentido originario. Más bien lo contrario, aquí Jesús rechaza concepciones corrientes. Teorías sobre el tema "venida del reino de Dios", cálculos previos y especulaciones apocalípticas, observación de presagios como la que luego practicará la apocalíptico cristiana, todo ello aquí es descaminado como lo es también, y además es desproporcionado, la concepción de que el reino de Dios existirá en algún lugar y en algún tiempo: sólo necesitaremos correr hacia allí para encontrarlo y tenerlo (v. 21). No, el reino de Dios no llegará cuando sea, según un horario determinado. Y tampoco deberemos buscarlo, "porque el reino de Dios está ya entre vosotros", es decir, el reino de Dios es una realidad palpable aquí y ahora. Allí donde Dios a través de Jesús interviene y salva una vida, allí donde hay hombres como Jesús que tienen el valor y la fe suficientes para comprender que esta salvación es un don de Dios, allí ha empezado ya el reino de Dios. El reino de Dios está aquí. Esto califica el tiempo de Jesús como tiempo de cumplimiento. El tiempo anterior fue de expectación, una época distinta, diferente cualitativamente del tiempo actual. Por eso son bienaventurados los que escuchan y ven lo que ahora sucede (Eckart Ott).
Algunos profetas de mal agüero anuncian el "fin de la historia". Para ellos, el desastre actual es el Reino que todo ser humano debe esperar. Su clarividencia tan sólo los habilita para ver un mundo dominado por el imperio de la producción sofisticada y el olvido de los continentes pobres. Tamaña visión del futuro exclusivamente cabe en las estrechas mentes de quienes piensan que la petrificación de la historia es el mejor bien de la humanidad. Para estos profetas del imperio, el único futuro posible es el mantenimiento del orden vigente. Jesús enfrentó una situación similar, "vivió en una época en la que parecía que el mundo iba a llegar a su fin". El imperio romano había impuesto un orden que exclusivamente beneficiaba a los poderosos. Los pobres rondaban las aldeas y las grandes ciudades viviendo por completo de la limosna. El desempleo era generalizado y los impuestos incrementaban a una velocidad vertiginosa la miseria de la población y la riqueza de los poderosos. En contrapartida, no existía en el pueblo de Israel una práctica política que hiciera frente a las imposiciones imperiales. La mayoría de grupos aspiraban a un gobierno puramente nacionalista que propusiera la reivindicación de Israel en el campo internacional. Pero, estas iniciativas no pretendían mejorar las condiciones de vida de la población o hacer distribuciones equitativas de las riquezas. Su único interés era restaurar la teocracia judía, pero sin restaurar las leyes que defendían el derecho de los pobres. Ante esta situación Jesús predijo el fin de la nación de Israel a manos de los romanos. Para él, la solución no estaba en fortalecer las estructuras vigentes de poder, sino en crear una alternativa que hiciera frente al régimen establecido, fuera romano o judío. Para Jesús, la verdadera liberación no llegaría por la vía de la violencia, ya fuera esta psicológica, física o moral. Para Jesús, la alternativa era un grupo de hombres y mujeres que vivieran auténticamente la vida e hicieran del respeto y la misericordia la base de las relaciones interhumanas (servicio bíblico latinoamericano).
En esto consiste el Reino de Dios. Y esto no depende de nuestra capacidad para ir encontrando respuestas. Jesús nos dice que "el Reino de Dios está dentro de vosotros". No se refiere, naturalmente, a que el Reino de Dios sea sólo una experiencia íntima, que no tiene nada que ver con las estructuras sociales. Creo que las palabras de Jesús son una advertencia para con confundir el Reino con los ídolos que cada generación construye: "Si os dicen que está aquí o está allí, no os vayáis detrás" (gonzalo@claret.org).
La cuestión sobre el final de los tiempos muchas veces está motivada por la curiosidad y, por ello, se busca encontrar una respuesta a ella en grandes prodigios y señales extraordinarias que lo manifiesten…
Jesús nos pone alerta frente a esa curiosidad que, en lugar de ayudarnos a descubrir a Dios y a su Reino, nos impide descubrir las verdaderas señales del paso de Dios por nuestra existencia. El presente de salvación que ofrece la misericordia de Dios no puede residir en señales sensibles, sino que sólo puede ser descubierto desde la fe en Jesús.
Gracias a la fe, el Reino de Dios está a nuestro alcance, en medio de nosotros, y debemos tener la capacidad y apertura necesarias para descubrirlo en todos los ámbitos en vez de correr de un lugar a otro en que se anuncia su realización. En el Jesús rechazado y maltratado por sus contemporáneos debemos descubrir la presencia de Dios en la historia y en la vida de los hombres.
Este descubrimiento del presente, sin embargo, no se agota en este momento y nos remite también a la expectativa sobre la venida gloriosa del Reino. Pero ella tampoco se concilia con el anuncio de señales acontecidas aquí y allí. Preparados por una actitud de recepción del Reino aprendida en el presente de la vida cristiana, habremos de descubrir la clara venida del Hijo del Hombre que llevará aquel presente a su realización plena.
El Reino exige, por tanto, conciliar en cada momento de la vida la atención al presente y la tensión al futuro. Sólo desde esta conciliación podremos realizar nuestra vida conforme al querer divino (Josep Rius-Camps).
El Reino de Dios. Ojalá y ya esté no sólo entre nosotros, sino dentro de nosotros. Cuando al final del tiempo vuelva el Señor para dar a cada uno según sus obras, nos llena de esperanza el saber que Él nos recibirá para siempre en su presencia, pues vivimos, ya desde ahora, esforzándonos denodadamente por su Reino, y caminamos, en medio de pruebas y riesgos por nuestra fidelidad al Evangelio, trabajando para que el amor del Señor se haga realidad entre nosotros en todas y cada una de las personas. ¿Acaso nos angustia la segunda venida de Cristo? ¿Nos dejaremos espantar por esos charlatanes que nos dicen que el Señor ya está aquí o allá? Si les hacemos caso viviremos entre angustias y temores, y tal vez nos olvidemos de seguir luchando por un mundo más justo y más fraterno. El Señor no nos ha revelado el día ni la hora de ese momento para que no perdamos la fe y continuemos viviendo en una constante conversión, para que cuando termine nuestra vida personal, nos presentemos ante el Señor como hijos en el Hijo porque su Reino haya cobrado vida en nosotros.
Habiendo entrado en comunión de vida con el Señor; estando el Señor en nosotros y nosotros en Él, a través de la historia continuamos su Obra de salvación. A nosotros corresponde seguir proclamando el Evangelio, para que en quienes lo escuchen se despierte la fe en Jesucristo. Al continuar la Iglesia la obra salvadora que le confió su Señor, Cristo Jesús, se ha de convertir en un signo vivo del amor de Dios en el mundo. Nuestra mirada ha de estar puesta en Cristo para escucharlo, para dejarnos instruir por Él, de tal forma que no hagamos nuestra voluntad, sino la suya. Contemplándolo a Él aprenderemos a ser justos, a hacer el bien, a perdonar y a socorrer a los necesitados. Tenemos la esperanza cierta de que Él volverá al final de los tiempos para llevarnos, junto con Él, a la Gloria del Padre. Sin embargo no podemos vivir angustiados, engañados por supuestas revelaciones, o por interpretaciones equivocadas de la Escritura, o por charlatanes que quieren ganar adeptos a costa de infundir temores infundados en las mentes de quienes tienen una fe demasiado frágil. El Señor vendrá, y vendrá con seguridad. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. Por eso debemos vivir vigilantes y permitirle al Señor que venga a habitar en nuestro corazón, pues esa venida es la más importante, ya que definirá nuestra vida a favor del Señor y de su Reino, poniéndonos en el Camino seguro que nos conduce a la posesión de los bienes eternos.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la Sabiduría necesaria para poder vivir con lealtad nuestra fe, convirtiéndonos, así, en testigos del Mundo Nuevo, inaugurado por Cristo e impulsado en nosotros por el Espíritu Santo. Amén (www.homiliacatolica.com).
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