Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 9,1-5. Hermanos: Digo la verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
Salmo 147,12-13.14-15.19-20. R. Glorifica al Señor, Jerusalén.
Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.
Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz.
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.
Evangelio según san Lucas 14,1-6. Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y, dirigiéndose a los maestros de la Ley y fariseos, preguntó: -«¿Es lícito curar los sábados, o no?» Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: -«Si a uno de vosotros se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?» Y se quedaron sin respuesta.
Comentario: 1.- Rm 9,1-5 (ver domingo 19 A). Después del capítulo octavo, sobre la vida en el Espíritu, Pablo dedica tres, del noveno al undécimo, a manifestar el dolor que siente por la obstinación de su pueblo Israel y a reflexionar sobre su futuro. Él se siente judío y desearía que todos sus "hermanos de raza y sangre", hubieran aceptado a Cristo, como él lo ha hecho. Pero no es así. La mayoría del pueblo elegido se ha quedado fuera de la Iglesia cristiana: "siento una gran pena y un dolor incesante". Reconoce Pablo que Israel tiene valores muy ricos que ha dejado en herencia a la Iglesia: "la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas". De ese pueblo ha nacido el Mestas, Jesús. ¿Cómo puede ser que no le hayan aceptado?
Ha sido siempre un interrogante la situación de Israel en relación con la fe. El mismo Jesús lloró sobre Jerusalén, previendo su ruina. Había intentado, como nos dice en el evangelio (lo leíamos ayer), "recoger a sus hijos como la gallina protege bajo sus alas a sus polluelos", y no han querido. Igualmente fracasó la comunidad primera: fueron perseguidos y se tuvieron que dispersar fuera de Palestina. Pablo, allí donde iba, predicaba primero en las sinagogas, a los judíos, los herederos primeros de la promesa, y sólo cuando allí era rechazado pasaba a predicar a los paganos. Nosotros miramos con respeto este misterio de obstinación. Jesús nació en el pueblo judío, de familia judía, descendiente de la casa de David. Sus primeros seguidores -toda la "plana mayor" de la primera comunidad- eran judíos. Creyeron en él bastantes, pero la mayoría le rechazó. Respetamos su sensibilidad y les estamos agradecidos por la herencia que nos han dejado: los salmos, su capacidad de oración, su veneración por la Palabra, los libros inspirados del Antiguo Testamento, sus fiestas, las grandes categorías de la alianza, del memorial o de la asamblea. Pero nos duele, como a Pablo, que el pueblo judío no haya aceptado a Jesús como el Mesías esperado. También experimentamos dolor por la increencia de muchos, en la sociedad de hoy, por la pérdida de la fe y de los valores cristianos. ¡Cuántos padres, religiosos y educadores, están sufriendo por esta situación de frialdad de la fe en Cristo Jesús! ¿Sentimos con la misma fuerza que Pablo este dolor?, ¿no es todavía más triste que los cristianos, que han recibido más bienes y privilegios que los judíos, también se olviden de Dios?, ¿no se puede decir, de nosotros más que de ellos, lo del salmo: "con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos"? Pasamos aquí a un desarrollo completamente nuevo de la gran Carta a los Romanos. Hasta aquí Pablo nos ha demostrado: - la miseria universal del hombre, la humanidad «separada» de Dios... - la reconciliación universal, la humanidad «animada» por Dios -Fe-... Ahora bien, Pablo sabe, desde lo interior, porque formaba parte de este pueblo, que a esta demostración podría hacerse una objeción mayor: ¡el problema de la incredulidad judía! ¿Cómo explicar que el pueblo, el primer beneficiario de esa revelación maravillosa, haya podido rehusar a Jesucristo, en su conjunto? Esto es lo que abordará ahora en los capítulos 9, 10 y 11 de su carta.
-Afirmo la verdad en Cristo. No miento. Mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo. Nos damos cuenta de que abordar este asunto le desgarra el corazón. Y lo hace sólo por fidelidad a la «inspiración interior». Lo que nos ha predicado es el primero en vivirlo. Habla «en Cristo» y «en el Espíritu». Las palabras que salen de la boca de Pablo, las verdades que trata de desarrollar no son suyas, son «las de Cristo». Aludan, Señor, a referirme siempre a ti.
-Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. ¡Desearía incluso ser anatema, separado de Cristo por los judíos, mis hermanos de raza! Pablo sufre. No con un dolor personal, sino por la salvación del mundo. ¡Pablo obsesionado por la salvación de sus hermanos! ¡Un auténtico misionero! ¡Viendo que sus hermanos de raza, los judíos, rehúsan la fe, llega hasta a desear su condena personal si esto puede salvarlos! Dicho de otro modo, está presto a renunciar a su eterna felicidad si esto pudiera asegurar la de ellos. ¡No debemos dejar pasar a la ligera tales declaraciones! Se ha reprochado a menudo a los cristianos ser «interesados» -portarse bien en la tierra para obtener el cielo en recompensa-: esto es una caricatura del cristianismo. De hecho el verdadero amor es desinteresado. Leyendo estas palabras apasionadas, no olvidemos que Pablo era perseguido por aquellos de quienes habla: la Sinagoga lo consideraba un renegado, un apóstata... Concédeme, Señor, que mi oración sea también por los que no me aman. Dame el ansia de la salvación de mis hermanos. Hazme misionero.
-Son, en efecto, los hijos de Israel, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la Ley, el culto, las promesas de Dios y los patriarcas, de los cuales también procede Cristo, según la carne. Una letanía de siete privilegios excepcionales. Siete es la cifra de la perfección. Se resume aquí toda una historia. La historia de un amor. Dios y ese pueblo se amaron. ¿Amor decepcionado? ¿Amor fallido? No, dirá Pablo, más aún, esto no es posible. Todo continúa siendo válido. Dios continúa amándolos.
-De ellos procede Cristo, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito eternamente. Esta profesión de amor por los judíos, sus infieles hermanos de raza, termina en una plegaria, una doxología a Cristo. Es el equivalente de una de nuestras fórmulas finales de oración: «por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Dios y Señor». Pablo atribuye pues a Cristo, hombre nacido según la carne, de la raza judía, un título que los judíos reservaban sólo a Dios, como para que resaltase mejor el «rechazo escandaloso» de los judíos. No quisieron reconocerlo como «Dios». Y sin embargo, verdaderamente, ¡Jesucristo es Dios! (Noel Quesson).
Recordamos aquella afirmación de Jesús hecha a la Samaritana: La salvación viene de los judíos. Pues, efectivamente, de ellos procede Cristo según la carne. ¿Tendrá algún caso el que el Padre Dios, cumpliendo las promesas hechas a los antiguos padres, haya enviado a su Hijo para que, encarnado, nos salvara, si al final nadie de su Pueblo lo aceptara? A pesar de su cerrazón, los Israelitas son los primeros en ser llamados a la salvación en Cristo. Y aun cuando no todos aceptaron a Cristo, hubo un pequeño resto fiel que sí lo hizo. Tenemos la esperanza de que algún día todos reconozcan al Salvador, Cristo Jesús. Pablo, muchas veces rechazado por ellos, continuaría toda su vida preocupándose por encaminarlos a Cristo; hoy nos dice que, incluso, estaría dispuesto a ser considerado un anatema de Cristo (Separado de Cristo) si eso ayudara a la salvación de los de su pueblo y raza. Nosotros no podemos conformarnos con vivir nuestra fe de un modo personalista, sino que hemos de esforzarnos constantemente en cumplir con la misión que el Señor nos ha confiado: Hacer que todos los hombres se salven en Cristo; pero ¿Realmente estamos dispuestos a ser condenados con tal de salvar a quienes viven rechazando a Cristo?, ¿Estamos dispuestos a cargar como nuestros sus pecados, y hacer nuestras sus pobrezas y enfermedades? ¿Estamos dispuestos a padecer por Cristo sabiendo que Él está presente en nuestros hermanos? ¿Hasta dónde amamos? ¿Realmente hasta que nos duela? o ¿Sólo anunciamos el nombre de Dios y volvemos a nuestras comodidades y a nuestra vida muelle y poltrona? ¿Cuál es nuestro compromiso de fe?
2. Juan Pablo II comentaba: "El Salmo que se acaba de proponer a nuestra meditación constituye la segunda parte del precedente Salmo 146. Las antiguas traducciones griega y latina, seguidas por la Liturgia, lo han considerado, sin embargo, como un canto independiente, pues su inicio lo distingue claramente de la parte anterior. Este inicio se ha hecho famoso en parte por haber sido llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem, Dominum». Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de los salmos a alabar al Señor: Jerusalén, personificación del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf. V 12). Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la ciudad (v 13). Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel, mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo y rompió sus cerrojos» (Lam 2,8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos. Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Neh 3,1-38), quien restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de serenidad y paz.
De hecho, la paz, «shalom» es evocada inmediatamente, pues es contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la paz, y por gobierno la justicia» (60, 17). Pero, además de reconstruir los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley de las prescripciones divinas:
«Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Sal 147,19). De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (Cf Sal 147,20).
Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo. Hay, además, otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir, ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de la tierra (v 15). E inmediatamente hace florecer maravillas. De este modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha recuerda al polvo del desierto (v 16), el granizo se parece a las migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea la vegetación (v 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).
Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace discurrir las aguas (v 18), repitiendo así el perenne ciclo de las estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres. Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en particular, de la Sagrada Escritura. Este es su comentario: «Nuestro Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misa todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios, como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, tormento».
Por tanto, el señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (cf. Sal 18,2-7), pero se expresa de manera explícita a través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebr 1,1-2). Son dos dones de su amor diferentes, pero convergentes. Por este motivo todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza. Es nuestro gracias, que florece desde la aurora en la oración de Laudes para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y de la fe, de la creación y de la redención".
"El «Lauda Jerusalem» que acabamos de proclamar es particularmente querido por la liturgia cristiana. Con frecuencia entona el Salmo 147 para referirse a la Palabra de Dios, que «corre veloz» sobre la faz de la tierra, pero también a la Eucaristía, auténtica «flor de harina» donada por Dios para «saciar» el hambre del hombre (Cf. vv 14-15). Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, al comentar este Salmo, ponía precisamente en relación la Palabra de Dios con la Eucaristía: «Nosotros leemos las sagradas Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las sagradas escrituras son sus enseñanzas. Y cuando dice: "Quien no coma de mi carne y beba de mi sangre" (Juan 6, 53), si bien puede referirse también al Misterio [eucarístico]; sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, y la enseñanza de Dios. Si al recibir el Misterio [eucarístico] dejamos caer una brizna, nos sentimos perdidos. Y al escuchar la Palabra de Dios, cuando nuestros oídos perciben la Palabra de Dios y la carne de Cristo y su sangre, ¿en qué peligro tan grande caeríamos si nos ponemos a pensar en otras cosas? Se abre con un gozoso llamamiento a la alabanza: «Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa» (Salmo 146, 1).
Si prestamos atención al pasaje que acabamos de escuchar, podemos descubrir tres momentos de alabanza, introducidos por una invitación a la ciudad santa, Jerusalén, a glorificar y alabar a su Señor (v 12). Díos actúa en la historia
En un primer momento (vv 13-14) entra en escena la acción histórica de Dios. Es descrita a través de una serie de símbolos que representan la obra de protección y de apoyo del Señor a la ciudad de Sión y a sus hijos. Ante todo, hace referencia a los «cerrojos» que refuerzan y hacen infranqueables las puertas de Jerusalén. El Salmista se refiere probablemente a Nehemías que fortificó la ciudad santa, reconstruida después de la experiencia amarga del exilio de Babilonia (Cf. Nehemías 3, 3.6.13-15; 4, 1-9; 6, 15-16; 12, 27-43). Entre otras cosas, la puerta es un signo que indica a toda la ciudad en su compacidad y tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los hijos de Sión, es decir, los ciudadanos, gozan de paz y serenidad, envueltos en el manto protector de la bendición divina. La imagen de la ciudad gozosa y tranquila es exaltada por el don altísimo y precioso de la paz que hace seguros los confines. Pero precisamente porque para la Biblia la paz-«shalôm» no es un concepto negativo, evocador de la ausencia de la guerra, sino un dato positivo de bienestar y prosperidad, el Salmista habla de saciedad al mencionar la «flor de harina», es decir, el excelente trigo de espigas repletas de granos. El Señor, por tanto, ha reforzado las murallas de Jerusalén (Cf. Salmo 87, 2), ha ofrecido su bendición (Cf. Salmo 128, 5; 134, 3), extendiéndola a todo el país, ha donado la paz (Cf. Salmo 122, 6-8), ha saciado a sus hijos (Cf. Salmo 132, 15).
En la segunda parte del Salmo (Cf. Salmo 147, 15-18), Dios se presenta sobre todo como creador. En dos ocasiones se relaciona la obra creadora con la palabra que había dado origen al ser: «Dijo Dios: "Haya luz"» y hubo luz... «Manda su mensaje a la tierra...» «Manda una orden» (Cf. Génesis 1, 3; Salmo 147, 15.18). Por indicación de la Palabra divina irrumpen y se establecen las dos estaciones fundamentales. Por un lado, la orden del Señor hace descender sobre la tierra el invierno, representado por la nieve blanca como la lana, por la escarcha parecida a la ceniza, por el granizo comparado a las migajas de pan y por el hielo que todo lo bloquea (Cf. versículos 16-17). Por otro lado, otra orden divina hace soplar el viento caliente que trae el verano y que derrite el hielo: las aguas de la lluvia y de los torrentes pueden discurrir libres e irrigar la tierra, fecundándola. La Palabra de Dios está, por tanto, en la raíz del frío y del calor, del ciclo de las estaciones y del flujo de la vida de la naturaleza. Se invita a la humanidad a reconocer y dar gracias al Creador por el don fundamental del universo, que la circunda, y permite respirar, la alimenta y la sostiene. Dios ofrece su Revelación.
Se pasa entonces al tercer y último momento de nuestro himno de alabanza (Cf. vv 19-20). Se vuelve a hacer mención del Señor de la historia con quien se había comenzado. La Palabra divina lleva a Israel un don todavía más elevado y precioso, el de la Ley, la Revelación. Un don específico: «con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (v 20). La Biblia es, por tanto, el tesoro del pueblo elegido al que hay que acudir con amor y adhesión fiel. Es lo que dice, en el Deuteronomio, Moisés a los judíos: «Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 8).
Así como se constatan dos acciones gloriosas de Dios en la creación y en la historia, así existen también dos revelaciones: una escrita en la naturaleza misma y abierta a todos; la otra ha sido donada al pueblo elegido, que tendrá que testimoniarla y comunicarla a toda la humanidad y que está comprendida en la Sagrada Escritura. Dos revelaciones distintas, pero Dios es único como única es su Palabra. Todo se ha hecho por medio de la Palabra --dirá el prólogo del Evangelio de Juan-- y sin ella nada de lo que existe ha sido hecho. La Palabra, sin embargo, también se hizo «carne», es decir, entró en la historia, y puso su morada entre nosotros (cf. Juan 1,3.14)".
Meditando la historia de las intervenciones de Dios a favor de su Pueblo, podemos decir que en verdad Dios lo ha amado. Muchas veces ofendieron a Dios y se alejaron de Él; pero el Señor, rico en misericordia, siempre ha estado dispuesto a perdonar cuando ve que se retorna a Él con un corazón realmente arrepentido. ¿Qué manifestación más grande de amor podría Dios darle a su Pueblo cuando ha hecho que de Él naciera el Salvador del mundo? En verdad que no ha hecho nada igual con ninguna otra nación, ni le ha confiado a otro sus decretos. En Cristo, Dios, a quienes no pertenecemos al Pueblo de los Israelitas, nos ha llamado para hacernos partícipes de su Vida. Así, las promesas de salvación no sólo se cumplieron para Israel, sino también para nosotros que, como ramas de un olivo silvestre, fuimos injertados en el olivo fértil, pudiendo compartir con él la raíz y la savia del olivo. En verdad que Dios nos ha amado como a ningún otro pueblo. Por eso debemos ser testigos de la vida nueva que hemos recibido en Cristo colaborando, así, para que muchos más alcancen en Él la salvación.
3.- Lc 14,1-6. Otra curación en sábado. El lunes pasado leíamos una que hizo Jesús con la mujer encorvada. Hoy es con un hombre aquejado del mal de la hidropesía, la acumulación de líquido en su cuerpo. Pero no importa tanto el hecho milagroso, que se cuenta con pocos detalles. Lo fundamental es el diálogo de Jesús con sus adversarios sobre el sentido del sábado: una vez más da a entender que la mejor manera de honrar este día santo es practicar la caridad con los necesitados. Y les echa en cara que por interés personal -por ejemplo para ayudar a un animal de su propiedad- sí suelen encontrar motivos para interpretar más benignamente la ley del descanso. Por tanto no pueden acusarle a él si ayuda a un enfermo.
Uno de los 39 trabajos que se prohibían en sábado era el de curar. Pero una reglamentación, por religiosa que pretenda ser, que impida ayudar al que está en necesidad, no puede venir de Dios. Será, como en el caso de aquí, una interpretación exagerada, obra de escuelas rigoristas. ¿Qué excusas ponemos nosotros para no salir de nuestro horario, en ayuda del hermano, y tranquilizar así nuestra conciencia?, ¿el rezo?, ¿el trabajo?, ¿el derecho al descanso? Sí, el domingo es día de culto a Dios, de agradecimiento por sus grandes dones de la creación y de la resurrección de Jesús. Todo lo que hagamos para mejorar la calidad de nuestra Eucaristía dominical y para dar a esa jornada un contenido de oración y de descanso pascual, será poco. Pero hay otros aspectos del domingo que también pertenecen a su celebración en honor del Resucitado: es un día de alegría, todo él -sus veinticuatro horas- vivido pascualmente, sabiendo encontrarnos a nosotros mismos y nuestra paz y armonía interior y exterior, un día de contacto con la naturaleza, por poco que podamos. Y también un día de apertura a los demás: vida de familia y de comunidad -que nos resulta menos posible los días entre semana- y un día de "saber descansar juntos", cultivando valores humanos importantes. Un día de caridad, en que se nos ocurran detalles pequeños de humanidad con los demás: ¿a qué enfermo de hidropesía ayudamos a sanar en domingo?, ¿no hay personas a nuestro lado con depresiones o agobiadas por miedos o complejos, a las que podemos echar una mano y alegrar el ánimo? Jesús iba a la sinagoga, los sábados. Y parece como que además prefiriera ese día precisamente para ayudar a las personas curándolas de sus males. Sus seguidores podríamos conjugar también las dos cosas (J. Aldazábal).
-Un sábado, Jesús fue a comer a casa de uno de los jefes fariseos, y ellos lo estaban observando. No rehúsa las invitaciones de sus adversarios habituales. Porque ha venido a salvar a todos los hombres. La casa de ese jefe de los fariseos es muy significada por un gran respeto y devoción a la Ley: en ella, las tradiciones morales y culturales son respetadas de modo muy estricto. Es un sábado, un día sagrado para el anfitrión de Jesús. Desde su entrada en la casa, Jesús es "observado" acechado, vigilado... se le va a medir con el mismo rasero de la piedad farisea más rigurosa; son personas aferradas a la santificación del sábado y que se imaginan que Dios no puede pensar de manera distinta al parecer de ellos.
-Un hidrópico se encontraba en frente de Jesús. Aparentemente éste no era un "invitado". Quizá estaba mirando al interior desde la ventana. Para los fariseos toda enfermedad era el castigo de un vicio no declarado. Según ellos, ese pobre hombre debió haber llevado una vida inmoral y por esto Dios le habría castigado.
-Jesús tomó la palabra y preguntó a los Doctores de la Ley y a los fariseos: "¿Es lícito curar en sábado, o no?" Ellos se callaron. ¡Qué extraña pregunta! ¿A qué viene ese innovador? Hace ya tiempo que las "Escuelas" han saldado definitivamente todos esos casos. Si Jesús hubiera ido a las Escuelas, sabría que: - Cuando la vida de una persona corre peligro, está permitido socorrerlo... - Cuando el peligro no es mortal agudo, hay que esperar que termine el día sábado para prestarle alguna ayuda. ¿No es esto lógico? ¿Por qué no contentarse con la "tradición de los antiguos"? ¿Por qué suscitar nuevas cuestiones? Los fariseos callan. No quieren discutir. Ellos poseen la verdad. No es cuestión de modificar en nada sus costumbres. Jesús no puede hablar ni actuar en nombre de Dios, puesto que no se conforma a "su" enseñanza... a la enseñanza tradicional.
-Jesús tomó al enfermo de la mano, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: "Si a uno de vosotros se le cae al pozo su hijo o su buey ¿no lo saca en seguida aunque sea sábado?" ¡Perdón, caballero! Este caso está también previsto por la casuística, parecéis ignorarlo... Si un animal cae en una cisterna los legistas permitían que se le alimentara para que no muriera antes del día siguiente... y de otra parte, estaba permitido echarle unas mantas y almohadas para facilitarle salir por sus propios medios; pero ¡sin "trabajar" uno mismo en sábado! Esos ejemplos nos muestran la gran liberación aportada por Jesús. Una nueva manera de concebir el "descanso" del sábado, del domingo. Mas allá de todos los juridicismos. El sábado es el día de la benevolencia divina, el día de la redención, de la liberación, de la misericordia de Dios para con los pobres, los desgraciados, los pecadores. El día por excelencia para hacer el bien, curar, salvar. El día en el que hay que dejarse curar por Jesús. Señor, ayúdanos a ser fieles, incluso en las cosas pequeñas, pero sin ningún formalismo, sin meticulosidad. Señor, ayúdanos a permanecer abiertos, a no estar demasiado seguros de nuestras opiniones, a no quedarnos inmovilizados en nuestras opciones precedentes. El mundo de hoy nos presenta muchas cuestiones nuevas: ¿sabremos abordarlas con la misma profundidad con que las juzga Jesús? (Noel Quesson).
Ante el sufrimiento, ante la pobreza, ante las injusticias, ante el pecado que padecen muchos hermanos nuestros no podemos pasar de largo dejándolos hundidos en sus males. En dar una respuesta, en esforzarnos por remediar esos males no podemos argumentar ni siquiera que es el día del Señor para eludir nuestras responsabilidades. No podemos esperar para mañana para hacer el bien a quien hoy lo necesita. Cada día debemos ser la Iglesia de Cristo que no sólo anuncia el Nombre de Dios, sino que, además, sirve con gran amor a los necesitados. Dar culto a Dios, en este sentido, no es sólo arrodillarnos ante Él, sino además, identificarnos con Cristo que, como Buen Pastor, salió al encuentro de la oveja descarriada y herida, empobrecida y hambrienta, enseñándonos, así, que también nosotros hemos de dar culto a Dios amando como el Señor nos ha amado y enseñado, pues Él no descansó, sentándose en la Gloria de su Padre, hasta dar su Vida para sacarnos del pozo de nuestra maldad en el que habíamos caído.
El Señor lo dio todo por nosotros. Esa entrega hasta el extremo es no sólo lo que recordamos, sino lo que vivimos en esta Eucaristía, Memorial de Quien por nosotros fue al Calvario, lleno de amor, para ser Crucificado para el perdón de nuestros pecados. Pero celebramos también a Quien, al tercer día de muerto, resucitó para darnos nueva vida y darle sentido a nuestra fe. Nosotros, ahora, somos testigos de todo esto. Y el Señor viene a sanar las heridas que el pecado dejó en nosotros, pues por sus llagas hemos sido curados. Él, como el buen samaritano, se ha detenido ante nuestro dolor, y ha dado su vida para que, en ese momento de Gracia, retornemos a Dios, ya no como esclavos, sino como hijos por nuestra fe y unión al Hijo de Dios. Así experimentamos el gran amor que Dios nos tiene, pues compartiendo nuestros sufrimientos, no retuvo para sí el ser igual a Dios, sino que, humillado, dio su vida para que nosotros tengamos Vida, la misma que Él posee recibida del Padre Dios.
Y somos testigos del Memorial de la Pascua de Cristo no sólo porque contemplamos extasiados el amor que Dios nos ha tenido, sino porque, a partir de nuestro encuentro con el Señor Resucitado nuestra vida ya no puede ir por el mismo camino. El Señor nos ha cautivado y nos ha llenado de su amor y nos ha enviado para que vayamos y hagamos nosotros lo mismo que Él ha hecho por nosotros y en nosotros. Unidos a Cristo, firmemente afianzados en Él no debemos tener miedo a dar nuestra vida por los demás, sabiendo que, siendo condenados por ellos, Dios, nuestro Padre, nos levantará para glorificarnos junto con Cristo, con quien vivimos íntimamente unidos desde ahora como los miembros de un cuerpo lo están a la cabeza. Al igual que Cristo, detengámonos ante el dolor, ante el sufrimiento, ante la pobreza de nuestro prójimo y, si es necesario, paguemos con nuestra propia vida, con tal de que él recobre su dignidad y alcance su salvación en Cristo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar, no con la miopía nacida de nuestro miedos, sino con la amplitud, la fuerza y la valentía que nos vienen del Espíritu de Dios que habita en nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com)
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