Lectura del libro de Isaías 50, 5-9a
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Salmo 114,1-2.3-4.5-6.8-9. R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida».
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lá imas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Carta del apóstol Santiago 2,14-18. ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Santo evangelio según san Marcos 8,27-35. En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felípe; por el camino, preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.» Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Comentario: 1. Is 50,5-10. En hermoso contraste con el Israel histórico, el Israel de la carne de la perícopa anterior, nos encontramos de repente con el anverso de la medalla, con el Israel fiel, con el siervo de Yahveh pintado en esta perícopa errante con nuevos, característicos e inconfundibles rasgos de una personalidad madura. El poema es el testimonio personal de la función profética de Israel dentro del plan divino, a pesar de las vejaciones porque tiene que pasar al presente. Este siervo de Yahveh tiene lengua de discípulo, de receptor y transmisor de la enseñanza revelada, eslabón fiel en la tradición. Con su palabra, la que ha recibido, que es fuerza de Yahveh, sostiene al cansado, al Israel histórico, escéptico y desilusionado. Y con la bella imagen del despertar mañanero a la voz de Yavheh sugiere en nosotros el misterioso contenido de la inspiración.
Desterrado y lleno de vejaciones, azotado, escupido y abofeteado, realidades simbólicas de todos los escarnios y humillaciones, supo obedecer a Yahveh, supo aguantar. Los Sinópticos dependen de este pasaje al pintarnos la situación de Jesús ante Pilato. Es que, aunque identifiquemos al Siervo de Yahveh con el "Resto", con el Israel de la fe, no cabe duda de que este Israel no era un fantasma abstracto sino la suma de muchos individuos que sufrieron en su propia carne estas violencias físicas y escarnios. Entre ellos, de un modo eminente y pleno, está Jesús y con él cuantos completemos en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo. Quizás también el Deuteroisaías se sintió identificado como uno más con este Siervo de Yahveh, que, a pesar de todas las dificultades y contradicciones, de todos los sufrimientos y desprecios, supo confiar duramente en Yahveh. En él estaba su fuerza y vivía con la esperanza inminente de que estaba cerca su justificador. Es la seguridad de la cercanía de Yahveh en su vida como defensor sentado a la derecha en el juicio para defender y justificar al inocente. Todos lo acusan. Humanamente no hay respuesta. Las circunstancias lo condenan. Pero Yahveh sabe la verdad y está allí, a su lado, como justificador. ¿¡Quién contenderá contra él? La confianza es plena. Es el "Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado". Paso a paso el siervo de Yavheh nos va conduciendo hasta Cristo. Ellos lo vivieron a su modo. Nosotros al nuestro. Ambos mirando al Mesías y un Mesías crucificado (comentarios Edic. Marova).
Su relación con el Evangelio es clara. El Evangelio de hoy narra la confesión mesiánica de Pedro; según Marcos se trata de un mesianismo paradójico, de un Mesías paciente, que Pedro no logra comprender. El texto del Antiguo Testamento está enfocado hacia ese Evangelio, indicando que el sufrimiento de Cristo estaba proféticamente previsto. Se trata del tercer cántico del Siervo, privado de su primer versículo (se podría comenzar la lectura en el verso 4, mejorando el sentido). Habla un personaje anónimo: no se llama "siervo", pero es semejante al personaje del capítulo precedente; no se llama profeta, pero narra una vocación profética. Es el hombre de la palabra, que deberá arrastrar las dificultades de su misión, confiando sólo en el Señor.
-Dios modela enteramente a su profeta o enviado: le da una lengua, le abre el oído. El profeta no opone resistencia a la llamada de Dios (compárese con Jr. 1,6; 15,17; 20,9); ésta es su primera justificación. En el desempeño de su misión acepta plenamente el sufrimiento. Como no resiste a la palabra del Señor tampoco resiste a las injurias humanas: ésta es su segunda justificación. En medio del sufrimiento experimenta la ayuda de Dios, que lo hace más fuerte que el dolor.
-La no resistencia podía tomarse como confesión de culpa, que da razón al contrario. El profeta, confiando en el Señor, acude tranquilo al juicio humano. Dios se encargará de la causa y probará la inocencia del acusado, su siervo. Véase el desafío de Jesús en Jn 8,46; la función del Espíritu respecto a Cristo en Jn. 16, 8-11, respecto al cristiano en Rom 8,33 ss. La iglesia y cuantos participan de la misión mesiánica de Jesús deben estar a la escucha, "abrir el oído", antes de hablar o pronunciar "una palabra de aliento". Sabiendo que la misión mesiánica pasa a través del sufrimiento y confiando sólo en Dios (A. Gil Modrego).
Este texto, que recoge casi completamente el tercer canto del siervo de Yavé, constituye una unidad con los otros cantos sobre el mismo tema (cf 42,1-9,1-6; 42,13-53,12). La figura del siervo de Yavé ha sido diversamente interpretada hasta nuestros días. Para unos, el siervo tenía un colectivo humano; esto es, el pueblo de Israel o más probablemente, el "resto de Israel" o "los pobres de Yavé". Para otros, se trataría de una persona individual, de un profeta y, sobre todo, del Mesías prometido. En cualquier caso, se trataría de uno (persona individual o colectiva) que padece por muchos, que toma sobre sí los pecados ajenos y que salva a los culpables con su resistencia hasta la muerte y con su triunfo a pesar de la muerte. Nos encontramos así con la idea de "representación", que permite conciliar las diversas interpretaciones apuntadas. Ya que en la historia de la salvación se observa como un proceso en el que la interpretación expiatoria y redentora se va concentrando cada vez más hasta llegar al Mesías: Israel representa a la humanidad; los "pobres de Yavé" representan a Israel; el Mesías representa a estos últimos y, en consecuencia, a Israel y a toda la humanidad. De esta manera el Siervo de Yavé es siempre el vehículo de una esperanza para todos y en cierto modo de todos, esperanza que en él se viste de paciencia a causa de los pecados ajenos. El poeta inspirado de estos cantos ha conseguido un alto grado de espiritualización de las expectativas mesiánicas de Israel, acercándose mucho a las realidades de la cruz de Cristo. No es de extrañar que Mateo identifique en Jesús de Nazaret al mismo Siervo de Yavé (Mt 12,15-21). Volviendo a nuestro texto conviene advertir que el autor acaba de describir en los versillos anteriores (1 ss) la situación en que actúa el Siervo de Yavé. El pueblo exiliado en Babilonia no cree ya en su liberación; piensa que Dios le ha abandonado como el esposo que repudia a su mujer o como un mal padre que vende a su hijo como esclavo (v 1; cfr. Dt 24,1; Jer 3,8). Pero lo que ha ocurrido es muy distinto: han sido los hijos de Israel los que han abandonado a Yavé; por lo cual han caído bajo el poder de Babilonia y padecen ahora el exilio y la esclavitud (v 1).
Alejados de Dios, no quieren escuchar la palabra que les dirige y desconfían que pueda salvarlos (v 2). Pero se equivocan; Dios es poderoso para salvar y cumplir lo que promete (vv 2 y 3). El Siervo de Yavé, que ha recibido buenos oídos para escuchar la palabra de Dios y una lengua expedita para anunciarla (a diferencia de Moisés, que era tartamudo; Ex 4, 10) no ha dejado de predicar la salvación de este pueblo cerril. En este ambiente hostil, la fidelidad del Siervo de Yavé y el valor con que cumple su misión despierta el enojo y la violencia de sus propios paisanos. Pero él lo aguanta todo, hasta los golpes y las acciones más débiles con que el populacho se ensaña contra su persona. El Siervo de Yavé no se vuelve atrás ni cejará en su empeño. Contra todos los ataques tiene el mejor defensor; contra todas las falsas acusaciones, el mejor abogado. El Siervo de Yavé confía salir victorioso de todos sus enemigos, porque Dios está con él ("Eucaristía 1991").
Hay que partir del versículo anterior que habla de la "lengua de los iniciados" y del oído para escuchar como iniciado. El Siervo ha recibido el encargo de sostener con su palabra a los desalentados. Para ello ha recibido el don de la palabra Is 49,2 a diferencia de Moisés que tenía dificultad en el hablar Ex 4,10. Pero ha recibido también la capacidad de escuchar la palabra-revelación de Dios. Profeta y mediador de salvación es aquel a quien Dios ha capacitado para escuchar su palabra y no se echa atrás a pesar de la dificultad que esta actitud comporta. El Siervo no se desanima porque Dios está presente, lo asiste y le hace justicia. La existencia del Siervo se caracteriza por "escuchar" y "anunciar". Puede cumplir la doble misión porque Dios le ha abierto el oído. Recibe y así puede dar=comunicar. Esta es la característica del servicio profético en Israel: ministerio profético-ministerio de la palabra. El drama del Siervo es interior y exterior: en lo exterior oprobios y malos tratos, en lo interior la actitud paciente y constante en medio de las angustias. Sin dudas ni vacilaciones se mantiene fiel a su compromiso. No sale de su boca una palabra de queja. Ha superado la concepción religiosa de su tiempo según la cual la desgracia era signo de castigo. El Siervo está seguro de su actitud al esperar que Dios le hará justicia. No sabe cómo pero no duda. La actitud del Siervo que sufre está en la línea de las enseñanzas del sermón del monte: "... A quien te golpee la mejilla... ofrécele la otra..." Mt 5, 39s (Pere Franquesa).
Al desarrollar su misión, el personaje acepta el sufrimiento. Con la misma actitud de no rebelarse a la acción de Dios, tampoco se resiste a las injurias de sus contemporáneos. De este modo la obediencia y la aceptación de su destino resultan perfectas.. En medio del sufrimiento experimenta la ayuda del Señor, quien le fortalece para resistir el dolor (cf. Jr 1,18;15,17.18; 20,11.13; Ez 2,8). La sumisión ante el sufrimiento podría hacer pensar en la aceptación de la culpabilidad del personaje. Éste, no obstante, afronta la dureza del juicio humano porque se sabe en manos de un abogado infalible: Dios en persona. Del mismo modo, san Juan nos presentará a Jesús afrontando su destino con fortaleza y serenidad, pues sabe que un Abogado, el Espíritu, probará su justicia (cf. Jn 16,4-11). El Salmo responsorial (114) narra la experiencia de liberación del salmista quien, tras sentir la muerte muy próxima, es escuchado por Dios que le retorna a la vida (Jordi Latorre).
En el libro de Benedicto XVI sobre Jesús, al hablarnos sobre sus nombres, señala: "Llegamos al tercer tipo de palabras sobre el Hijo del hombre: los preanuncios de la pasión. Ya hemos visto que los tres anuncios de la pasión del Evangelio de Marcos, que estructuran tanto el texto como el camino de Jesús mismo, indican cada vez con mayor nitidez su destino próximo y la necesidad intrínseca del mismo. Encuentran su punto central y su culminación en la frase que sigue al tercer anuncio de la pasión y su aclaración, estrechamente unida a ella, sobre el servir y el mandar: «Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10, 45).
Con la citación de una palabra tomada de los cantos del siervo de Dios sufriente (cf. Is 53), aparece en la imagen del Hijo del hombre otro filón de la tradición del Antiguo Testamento. Jesús, que por un lado se identifica con el futuro juez del mundo, por otro lado se identifica aquí con el siervo de Dios que padece y muere, y que el profeta había previsto en sus cantos. De este modo se aprecia la unión de sufrimiento y «exaltación», de abajamiento y elevación. El servir es la verdadera forma de reinar y nos deja presentir algo de cómo Dios es Señor, del «reinado de Dios». En la pasión y en la muerte, la vida del Hijo del hombre se convierte también en «pro-existencia» (existir para los demás); se convierte en liberador y salvador para «todos»: no sólo para los hijos de Israel dispersos, sino para todos los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11, 52), para la humanidad. En su muerte «por todos» traspasa los límites de tiempo y de lugar, se hace realidad la universalidad de su misión.
La exégesis más antigua ha considerado que lo realmente novedoso y especial de la idea que Jesús tenía del Hijo del hombre, más aún, la base de su autoconciencia, es la fusión de la visión de Daniel sobre el «hijo del hombre» que ha de venir con las imágenes del «siervo de Dios» que sufre transmitidas por Isaías. Y esto con toda la razón. Debemos añadir, sin embargo, que la síntesis de las tradiciones del Antiguo Testamento que hace Jesús en su imagen del Hijo del hombre es aún más amplia e incluye además otros filones y veneros pertenecientes a estas tradiciones.
Así, en la respuesta de Jesús a la pregunta de si era el Mesías, el Hijo del Bendito, se funden Daniel 7 y el Salmo 110: Jesús se ve a sí mismo como el que está sentado «a la derecha de Dios», como dice el salmo sobre el futuro rey y sacerdote. Por otro lado, en el tercer anuncio de la pasión, en las palabras de rechazo de los letrados, los sumos sacerdotes y los escribas (cf Mc 8, 31) se inserta el Salmo 118 con la alusión a la piedra que desecharon los arquitectos y se convierte en la piedra angular (v 22); se advierte también una relación con la parábola de los viñadores infieles, en la que el Señor usa esta expresión para anunciar su rechazo y su resurrección, así como la nueva comunidad futura. A través de esta referencia a la parábola se perfila también la identificación entre el «Hijo del hombre» y el «Hijo predilecto» (cf Mc 12,1-12). Por último, también está presente la corriente de la literatura sapiencial: el segundo capítulo del Libro de la Sabiduría describe la hostilidad de los «impíos» frente al justo: «Se gloría de tener por Padre a Dios... Si es justo, el hijo de Dios, él lo auxiliará... Lo condenaremos a muerte ignominiosa» (vv 16-20)… El auténtico punto de referencia sigue siendo Isaías 53; lo que nos muestran otros textos es sólo que existe un amplio campo de referencias para esta visión fundamental.
Jesús vivió conforme a la Ley y a los Profetas en su conjunto, como decía siempre a sus discípulos. Consideró su propia existencia y su obra como la unión y el sentido de este conjunto. Juan lo expresa en su Prólogo diciendo que Jesús mismo es «la Palabra»; «en él todas las promesas han recibido un "sí"», escribe Pablo (2 Co 1, 20). En la enigmática expresión «Hijo del hombre» descubrimos con claridad la esencia propia de la figura de Jesús, de su misión y de su ser. Proviene de Dios, es Dios. Pero precisamente así —asumiendo la naturaleza humana— es portador de la verdadera humanidad.
«Me has preparado un cuerpo», dice a su Padre según la Carta a los Hebreos (10,5), transformando así las palabras de un Salmo en las que se dice: «Me abriste el oído» (Sal 40, 7). En el Salmo significa que la vida viene de la obediencia, del sí a la palabra de Dios, no de los sacrificios expiatorios y los holocaustos. Ahora, el que es la Palabra asume Él mismo un cuerpo; viene de Dios como hombre y atrae a sí toda la existencia humana, la lleva al interior de la palabra de Dios, la transforma en «oído» para escuchar a Dios y, por tanto, en «obediencia», en «reconciliación» entre Dios y los hombres (cf 2 Co 5,18-20). El mismo se convierte en el verdadero «sacrificio» al entregarse por completo en obediencia y amor, amando «hasta el extremo» (Jn 13,1). Viene de Dios y fundamenta así el verdadero ser del hombre. Como dice Pablo, contrariamente al primer hombre, que era y es de tierra, Él es el segundo hombre, el hombre definitivo (el último), el «celestial», y es «espíritu dador de vida» (1 Co 15,45-49). Viene, y a la vez es el nuevo «reino». No es solamente una persona, sino que nos hace a todos «uno» en El (cf. Ga 3,28), nos transforma en una nueva humanidad. El colectivo que Daniel descubre en lontananza («una especie de hombre») se convierte en una persona, pero en su «por muchos» la persona supera los límites del individuo y abarca a «muchos», se hace con todos «un cuerpo y un espíritu» (cf 1 Co 6,17). Este es el «seguimiento» al que Jesús nos llama: dejarnos conducir dentro de su nueva humanidad y, con ello, a la comunión con Dios. Escuchemos de nuevo lo que dice Pablo al respecto: «Igual que el terreno [el primer hombre, Adán] son los hombres terrenos; igual que el celestial, son los celestiales» (1 Co 15,48). La expresión «Hijo del hombre» ha quedado reservada a Jesús, pero la nueva visión de la unión de Dios y hombre que se expresa en ella se encuentra presente e impregna todo el Nuevo Testamento. A lo que tiende el seguimiento de Jesucristo es a esa humanidad nueva que viene de Dios".
S. Pablo hace alusión al v 9 al aplicar a Jesús la función de interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cf Rm 8,33). S. Jerónimo, subrayando la docilidad del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: "esta disciplina y estudio le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas".
Una parte de este pasaje del poema del Siervo fue proclamada como 1ª lectura el domingo de Ramos. Aquí la profecía está tomada en consonancia con la predicción que Cristo hace de su Pasión y con la invitación que dirige a sus discípulos para que le sigan, precisándoles las condiciones que no pueden ser eludidas por quien quiera ser discípulo. Ya desde las primeras lineas advertimos la actitud del Siervo: no se ha rebelado y ha aceptado, sin echarse atrás, todos los sufrimientos que le han sido infligidos. No sólo no se sustrajo al sufrimiento, sino que ofreció la espalda y las mejillas y no protegió su rostro. Tal es el modelo de quienes quieren seguir a Cristo, tomar la propia cruz, no pretender salvar sus vidas. Situación imposible, si el Señor no acudiera en ayuda de quien da su vida por obedecerle. Aquí el texto de la profecía se hace lírico. Porque el Señor viene en ayuda de su siervo. Desde ese momento ya no se siente alcanzado por los ultrajes, su rostro es duro como pedernal. Pero sobre todo se siente fuerte moralmente: sabe que no quedará avergonzado porque tiene cerca al que le justifica. Ahí está el Señor que asume su defensa. Porque el siervo entrevé sus sufrimientos como situados en un breve intervalo que le separa del último día. Está cerca su abogado, y no tiene miedo en comparecer con los que le martirizan ante el tribunal del Señor. La oración es lo que permite al siervo pasar así indemne en medio de los ultrajes y soportarlos por el Señor… El sufrimiento del cristiano aparece en este domingo como transfigurado, y el significado de la renuncia para seguir a Cristo deja de verse como una amputación o una ascesis negativa. Aquí la vemos como participación en la Pasión gloriosa de Cristo que rescata a la humanidad y reconstruye el mundo. El sufrimiento del Siervo de Dios que es Cristo es una ofrenda sacerdotal. Cada cristiano, siguiendo a su modelo, participa así más profundamente en el sacerdocio de Cristo que se ofrece y ofrece.
Por consiguiente, no existe para nosotros más sufrimiento inútil que el que no aceptamos o no ofrecemos, todos los demás son redentores. Si no fuese esto verdad, no habría motivo para admitir la realidad de nuestro bautismo, que es participación de la vida de Cristo en su muerte y su resurrección, y habría que negar como irreal y simplemente mítico aquello que constituye lo esencial de la vida del cristiano: ser revestido de Cristo. De este modo, renunciarse, llevar la propia cruz, no son actividades mutiladoras, sino que, por el contrario, conducen al hombre a su glorificación, ofreciéndole la posibilidad de dar a su vida el máximo de eficacia" (Adrien Nocent).
2. El salmo 114, de acción de gracias, hace parte del "Hallel egipcio". Los judíos lo cantan al finalizar la comida Pascual, después de recordar la liberación de la esclavitud de Egipto. Este contexto es el telón de fondo. Los prisioneros liberados, los antiguos deportados, los que han escapado a un grave peligro... comprenderán mejor. Israel estaba efectivamente atado en las redes del terrible faraón, sin ninguna libertad, atado con nudos de la más dura sujeción: sofocado en medio de una civilización de paganismo idolátrico, el pueblo de Dios se sentía como muerto. Se sentía muy "pequeño y débil" frente al formidable poder del estado opresor. Israel "gritó". Y Dios escuchó su clamor, nos dice la Biblia (Exodo 2,23-24). Dios liberó a Israel, y lo hizo entrar en la "tierra del reposo", "la tierra de los vivos"... Esta tierra de Canaán en que se vive a gusto, la tierra misma de Dios, en donde está su Casa y su Ciudad, la tierra en que uno puede vivir "en presencia del Señor". Observemos hasta qué punto este poema está impregnado del acontecimiento Pascual.
¿Podriamos orar con este salmo, olvidando su contexto histórico? Recitémoslo, en nombre de Israel, poniéndonos sicológicamente en el lugar de este pueblo una noche de comida pascual, de este pueblo que tenía conciencia de existir únicamente porque Dios lo había "salvado". Salvados. Somos salvados. Dios nos salvó de la muerte.
¿Cómo podríamos recitar este salmo, ignorando que Jesús lo cantó la tarde del Jueves Santo, en "acción de gracias" por su última cena? Al instituir la Eucaristía, en el cuadro de la comida pascual tradicional de su pueblo, Jesús debió orar este salmo con particular fervor.
"Amo al Señor... " (el único salmo que comienza así –seguramente por Dt 6,5; 10,12 etc-, y Jesús no cesaba de hablar del Padre.
"Inclina su oído hacia mí..." afirmaba el salmo y Jesús decía: "Yo sé que tú me escuchas siempre" (Jn 11,42).
"Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo...". Para el salmista, era una imagen simbólica admirable. La Resurrección de Jesús, realizó al pie de la letra esta oración inaudita: "Invoqué el nombre del Señor: "Señor, salva mi vida".
"Arrancó mi alma de la muerte... Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida...".
Entre todos los humanos, Jesús solamente puede decir estas palabras con toda verdad... Como primogénito de entre los muertos. Nosotros podemos decirlo también, esperando nuestra propia resurrección.
Con un poco de imaginación, podemos acomodarnos en un rincón del cenáculo, aquella tarde memorable, entre los discípulos, con oído muy atento, para escuchar la voz de Jesús que canta. No es algo traído de los cabellos. Es la verdad. Jesús cantó las palabras de este salmo, aquella tarde.
Jesús, por otra parte, pidió a sus discípulos "hacer en lo sucesivo" lo que El había hecho aquella tarde: "Haced esto en memoria mía". ¿Realizan nuestras Misas este deseo de Jesús? Incansablemente damos gracias al Padre "que lo salvó de la muerte"... Y "que nos salva por su Resurrección".
Pensemos en aplicarlo al hoy… Situaciones de tristeza y angustia. La densidad de la oración de Jesús infundida a este salmo no impide que la recitemos hoy por nuestra cuenta, por los oprimidos de hoy, los desesperados de hoy, los enfermos graves de hoy. La imagen de "la red", de "los lazos", es sugestiva. Cuántos hombres y mujeres, desgraciadamente, están "atados", inmovilizados por limitaciones físicas o sociológicas o morales... de las cuales no pueden liberarse. Cada uno conoce la terrible red en que se encuentra atrapado: este sufrimiento tenaz, este fracaso lacerante, este hábito que no logramos erradicar, este rasgo de temperamento que nos pesa, este pecado que nos tiene atados, esta situación sin aparente salida humana, esta preocupación por el dinero o el porvenir, esta preocupación ante los comportamientos de los niños, de los bebés. ¡Pobre humanidad! Habría que taparse los ojos, para no ver tanta angustia. Recitar los salmos, celebrar el Oficio, no es de ninguna manera marginarse de la realidad de este mundo. Nuestro "oficio" es justamente orar por el mundo. La condición humana en su totalidad está presente en los salmos. El grito de mi oración. La Biblia es con frecuencia más "veraz" que nosotros. En occidente, a menudo hemos suavizado la religión, la hemos civilizado, la hemos hecho culta. No hay que hacer ruido, no hay que gritar. ¡Vamos pues! Dios, escucha nuestros gritos. No se escandaliza por ellos. Los salmos están llenos de gritos (Salmos 27,1; 29,9; 30,23; 54,17; 56,3; 68,4; 76,2; 80,8; 94,1; 106,6; 119,1; 129,1, etc...). En este momento, sube desde la tierra un gran clamor. No nos tapemos los oídos. Hagamos que resuenen hacia Dios. Comprometámonos a "hacer alguna cosa", en favor de aquellos que gritan así... ¿Lo hacemos? "¡Señor, te lo ruego, libérame!". Oración que debemos repetir. "Líbranos del mal". "Líbrame de todo mal". Jesús nos sugirió orar de esta manera. Nuestro Dios es ternura, defiende a los pequeños. Nuestro Dios no es insensible. El mal le hace mal. Sufre con sus hijos. Como una madre que se siente personalmente herida por todo lo que se relaciona con los suyos. Nuestro Dios es un Dios vulnerable. Alma mía, recupera la calma. No se puede vivir en una tensión perpetua. Dios nos sugiere bondadosamente que tomemos un poco de reposo. Pero ¿"dónde" está este reposo? ""Arrancó mi alma de la muerte... Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida...". ¿Por qué en vez de rebelarnos y acusar a Dios del mal existente en el mundo, no lo escuchamos? Nos dice, y lo repite, que nos hizo para la resurrección... Para la vida, para "su" vida divina. El mundo moderno, acusa frecuentemente a Dios de haber creado un mundo imperfecto. Pero no escucha la respuesta. "Yo soy la Puerta, dice Jesús... Quien pasa por Mí encontrará la vida... Vine para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia" (Juan 10,10). ¿Solemos, como lo hizo el salmista, como lo hizo Jesús, terminar un "grito de oración" mediante un apacible "canto de acción de gracias"? En la confianza de la fe... En el "reposo del alma" recuperado... (Noel Quesson).
Este salmo se rezó un Jueves Santo de camino hacia Getsemani. Había acabado la cena; el grupo era pequeño, y el último himno de acción de gracias, el Hal-lel, quedaba por recitar; y lo hicieron al cruzar el valle hacia un huerto de antiguos olivos, donde unos descansaron, otros durmieron, y una frágil figura de bruces bajo la luz de la luna rezaba a su Padre para librarse de la muerte. Sus palabras eran eco de uno de los salmos del Hal-lel que acababa de recitar. Salmo que, en su recitación anual tras la cena de pascua, y especialmente en este último rito frente a la muerte, quedó como expresión final del acatamiento de la voluntad del Padre por parte de Aquel cuyo único propósito al venir a la tierra era cumplir esa divina voluntad.
«Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del Abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: `¡Señor, salva mi vida!'»
Me acerco a este salmo con profunda reverencia, sabiendo como sé que labios más puros que los míos lo rezaron en presencia de la muerte. Pero, respetando la infinita distancia, yo también tengo derecho a rezar este salmo, porque también yo, en la miseria de mi existencia terrena, conozco la amargura de la vida y el terror de la muerte. El sello de la muerte me marca desde el instante en que nazco, no sólo en la condición mortal de mi cuerpo, sino en la angustia existencial de mi alma. Sé que camino hacia la tumba, y la sombra de ese último día se cierne sobre todos los demás días de mi vida. Y cuando ese último día se acerca, todo mi ser se rebela y protesta y clama para que se retrase la hora inevitable. Soy mortal, y llevo la impronta de mi transitoriedad en la misma esencia de mi ser.
Pero también sé que el Padre amante que me hizo nacer me aguarda con el mismo cariño al otro lado de la muerte. Sé que la vida continúa, que mi verdadera existencia comienza sólo cuando se declara la eternidad; acepto el hecho de que, si soy mortal, también soy eterno y he de tener vida por siempre en la gloria final de la casa de mi Padre.
Creo en la vida después de la muerte, y me alienta el pensar que las palabras del salmo que hoy me consuelan consolaron antes a otra alma en sufrimiento que, en la noche desolada de un jueves, las dijo también antes de que amaneciera su último día sobre la tierra: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida» (Carlos G. Vallés).
3. Santiago 2,14-18 expone ahora la relación entre fe y obras. Entre los lectores de la carta había cristianos que se contentaban con una fe teórica, que confesaban la fe con la boca, pero no actuaban de acuerdo con ella en la vida práctica (cf 1,22). A éstos les indica el autor con toda fuerza que la fe manifiesta su efectividad en las obras de cada día. Esta exposición es a la vez una exigencia que se subraya expresamente, se fundamenta y se defiende contra cualquier falsa concepción. Con todo esto, el autor es portador de la enseñanza de Jesús en Mt 7,21-27. La "redención" no consiste en la primera justificación del hombre, en el paso del pecado a la gracia, sino en la consecución de la "salud", de la vida eterna por medio precisamente del hombre justificado. Se trata, pues, de aprender aquí que la adhesión al mensaje de Jesús (esto es, la fe) exige la colaboración efectiva con Dios en su designio de solucionar los problemas del hombre.
Esta colaboración no se hace cumpliendo las obras de la ley, sino amando al prójimo como "hermano" (cf 2,8s; Mt 25,34-36; Gal 6,6.13-26; 1 Cor 13,1-3; Col 3,14; "Eucaristía 1988").
El autor de la carta se esfuerza por mostrar la íntima y necesaria vinculación entre la verdadera fe y las obras. Parece ser que entre los posibles lectores había quienes se gloriaban mucho de su ortodoxia y descuidaban, en cambio, la buena conducta (la ortopraxis). El que cree escucha a Dios, y esto quiere decir, para Santiago, que hace lo que Dios dice. Creer es obedecer, según el doble significado de la palabra catalana "creure" (creer y "hacer caso" de lo que se oye siguiendo la voz: obedecer) y la etimología latina de la palabra "obediencia" (ob-audire, prácticamente lo mismo, seguir lo que se oye por la confianza que se pone en ello). Creer es hacer la verdad, según afirma también san Juan. Y, en concreto, es cumplir, ante todo, el mandamiento del amor. Al acentuar la necesidad de la ortopraxis, el autor de esta carta no hace otra cosa que recordar las palabras de Jesús: "No todo el que dice ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre" (Mt 7,21). En esta misma carta dice Santiago que la religión verdadera, la auténtica fe, consiste en "visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos en este mundo" (1, 27).
Cuando Pablo critica la doctrina de los fariseos sobre la salvación por la obras de la Ley, cuando afirma que lo que salva es la fe en Jesucristo (p. e. en Gál 2, 16), no se refiere a una fe de los labios. Porque, también para Pablo, creer es hacer la verdad que viene de Dios en Jesucristo para los hombres.
Con un ejemplo sencillo y tremendamente realista, el autor ilustra lo que entiende por verdadera fe y muestra lo poco que sirve una fe sin obras. Si las buenas palabras no resuelven nunca los problemas del prójimo, tampoco resuelve nada la fe sin obras. La fe es un principio de vida. Cuando carece de obras no da señales de vida; es una fe muerta. La fe no es una tontería, ni simple adhesión teórica a unas verdades prácticas. El que sólo cree con la cabeza, no cree.
Es muy cómodo decir que se tiene fe cuando no se practica; pero esto no prueba nada. Las obras son las únicas señales que acreditan la fe delante de los hombres ("Eucaristía 1991").
La carta de Santiago sigue el estilo propio de la literatura sapiencial del A. T. El contexto judeo-cristiano es claro. Es una colección de dichos, exhortaciones y normas morales. Se caracteriza no por la reflexión teológica, sino por las indicaciones explícitas hacia la vida concreta. El diálogo polémico es una ficción literaria. No es posible establecer quién sea el adversario con quien polemiza. En la carta no hay indicaciones concretas. En la lectura de hoy se desarrolla el tema Fe-Obras. Algunos han querido oponer esta doctrina a la de Pablo en Romanos y Gálatas.
Se trata de puntos de vista distintos, no de contraposiciones. La fe que Santiago rechaza es totalmente distinta de la fe a la que Pablo atribuye la justificación. Pablo conoce la fe que opera por medio de la caridad, Ga 5,6. Es posible que en este texto se polemice contra un paulinismo mal entendido que quería renunciar a hacer la fe operante en la vida. Contra esta actitud se propone una fe que actúa en la vida.
El modo cómo esta concreción se realiza depende del mensaje de la carta de Santiago. Una fe viva y dinámica significa una vida tan radical y profundamente solidaria con los otros como lo fue la de Cristo que es el sujeto de nuestra fe. Es un mensaje que nos toca de cerca. El tema es hoy tan actual como en los tiempos de Santiago. También hoy se da la fe sin obras o la fe que no se encarna en la vida.
Una fe simplemente intelectual, que no es capaz de cambiar la vida, que no es compromiso y entrega a los hombres, es una fe muerta que no salva ni da vida. Decir palabras bonitas y vacías a quien tiene necesidad de ayuda es lo mismo que la fe sin obras (Pere Franquesa).
-La fe sin las obras: Con los actos es como hay que demostrar la fe. Este pasaje de Santiago nos preserva de toda ilusión en la vida cristiana: ésta no consiste en conceptos, sino en realizaciones concretas. Al leer el pasaje, caemos en la cuenta de que está hecho más bien para ser proclamado; es incisivo, y su proclamación a nadie puede dejar indiferente. El cristiano que lo oye, se siente inmediatamente invitado a considerar cómo vive. No nos dice Santiago -que lo da por sabido- qué es la fe y cuál es su objeto. En cuanto a la concreta actividad que ella supone, nos la describen estos versículos orientados al cuidado del otro y de la caridad. Es un estilo pastoral muy simple y un tema querido de Juan en sus cartas. La fe conceptual no salva; tiene que pasar a lo concreto de la vida. Para expresarlo mejor, Santiago recurre, como buen predicador, a un ejemplo. No le falta humor en la elección de su parábola, de hecho, en ella encontramos a nuestros buenos cristianos de siempre, fecundos en principios de vida, pero poco inclinados a ponerlos en práctica. Decía san Agustín que no se evangeliza a vientres vacíos. El verdadero testigo de la fe no se contenta con predicarla, sino que percibe de hecho las necesidades y busca solucionarlas. Para Santiago, el cristiano de su parábola sólo tiene una fe muerta... "Yo, por las obras, te probaré mi fe". Así pues, la sola posesión del don de la fe no puede salvar, es preciso obrar. Ninguna oposición en esto a san Pablo: aunque éste escribe que la fe sola salva (Rm 3,28), en él se trata de una manera de expresar teológicamente la iniciativa del Señor que salva mediante el don de la fe; nuestras actividades nada pueden por sí mismas. La fe es don de Dios (Rm 3,27; 4,2-5), y la salvación está condicionada por la fe (Rm 3,22-28). Sin embargo, san Pablo nos dice insistentemente que es la actividad obediente de Cristo la que nos salva (Rm 5,18-19), en ese sentido, no son las obras de los hombres las que pueden salvarlos (Rm 3,28); pero la colaboración del hombre que ha recibido la fe es necesaria para su salvación: "... hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos" (Ef 2, 10; Adrien Nocent).
"Así como del movimiento del cuerpo conocemos su vida, así tambie´n conocemos la vida de la fe por las buenas obras. Porque la vida del cuerpo es el alma, por la cual se mueve y siente, y la vida de la fe, la caridad… por lo que, resfriándose la caridad, muere la fe, así como muere el cuerpo apartándose de él el alma" (S. Bernardo). Y el Catecismo 1815 distingue la fe sin obras como muerta: "El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc Trento: DS 1545). Pero, "la fe sin obras está muerta" (St 2,26): Privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo".
4. Marcos 8,27-35 (par: Lc 9,22-25; Mt 16,21-27). Hay que observar cómo el anuncio de la pasión va siempre unido al anuncio de la resurrección. El misterio de Jesús tiene dos caras, y la definitiva es la resurrección, no la pasión. Marcos no quiere solamente decirnos que la resurrección vendrá después de la pasión, como un triunfo sobre ella, sino que la salvación pasa a través de la cruz. Con esto queda afirmado, al menos implícitamente, el carácter soteriológico de la pasión. Finalmente, resulta sorprendente cómo tras cada una de las predicciones de la pasión aparece de una manera o de otra la incomprensión de los discípulos: la de Pedro, la de los discípulos que discuten sobre quién es el más grande, la de Juan y Santiago que buscan el primer puesto... Así pues, la soledad de Jesús es total: no sólo no lo comprende la gente, sino ni siquiera los discípulos.
-El Hijo del Hombre sufriente: Comienza una nueva revelación, que será habitual a partir de este momento. La novedad de la revelación (que se irá concretando cada vez más en el evangelio) consiste en esto: se pasa de la revelación de Jesús Mesías a la del Hijo del Hombre que sufre. Pedro le llama Mesías, y Jesús lo asume pero sin querer banderas humanas se llama enseguida Hijo del hombre para incluir lo que le llamó Natanael ("Hijo de Dios") pero de un modo nuevo, con la pasión. Paralelamente comienza un nuevo tipo de incomprensión, que no es ya la de la gente, sino la de los discípulos. Ellos están dispuestos a aceptar el carácter mesiánico de Jesús, pero no en el camino mesiánico hacia el sufrimiento. A la profundización en la perspectiva mesiánica corresponde otra profundización de la fe (o de la incredulidad).
Lo repetimos una vez más: la soledad de Jesús es total. No sólo es la gente la que no comprende, sino tampoco los discípulos. Jesús condena a Pedro con los mismos términos con que condenó a Satanás en la tentación del desierto. Se trata realmente de la misma tentación: una oposición mesiánica que descarta los caminos de Dios para imponer los caminos humanos. Hay que comprender además en qué consiste la novedad de la revelación que aquí se nos hace. No consiste solamente en la perspectiva de la pasión, sino en el hecho de que esta pasión entra en los planes de Dios.
Conviene que nos fijemos bien en ese "era necesario" que recogen todas las fuentes. No indica simplemente una certidumbre de orden histórico y psicológico, basada en las observaciones que Jesús podía ir sacando del ambiente y de las situaciones. Expresa claramente la conciencia de una necesidad de orden teológico. La pasión no es la consecuencia de una fatalidad, sino de la voluntad de Dios. Está arraigada en el plan mismo de Dios. Y aquí es donde está el escándalo de los discípulos: esta forma de presentar la pasión no sólo afecta a su concepto del Mesías, sino más hondamente al plan mismo de Dios, a su concepto mismo de Dios (Bruno Maggioni; Biblia de Navarra, ver notas y citas de algunos santos al respecto: S. León Magno, S. Beda).
El discípulo tiene que "negarse" a sí mismo (8, 34), esto es, tiene que aceptar -a diferencia de Pedro- el proyecto mesiánico de Cristo, invirtiendo de esta manera la imagen de Dios que se había construido y purificando radicalmente las esperanzas que había cultivado hasta entonces.
Es una conversión que llega hasta la raíz y alcanza hasta el centro de la propia mentalidad, desconcertando los criterios de fondo e indiscutibles de las propias valoraciones. Se puede por tanto hablar muy bien de "negarse a sí mismo".
El discípulo (8, 35) tiene que proyectar su existencia en términos de entrega, no de posesión: "El que quiera asegurar su vida la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí y por el Evangelio se salvará". Hay que evitar absolutamente leer estas palabras en una clave dualista: renunciar a esta vida terrena por la celestial, a los valores materiales por los espirituales. Nada de esto. Jesús afirma que la vida entera, material y espiritual, se posee únicamente en la entrega de sí mismo. Vale la pena que insistamos: Jesús no nos pide que renunciemos a la vida (a esta vida, para que tengamos otra), sino que exige que cambiemos el proyecto de esta vida. No se trata de una renuncia a la vida, sino de un proyecto de la misma en la línea del amor.
En definitiva, ¿de qué sirve ganar el mundo entero si se pierde uno a sí mismo? (8,36-37). Estamos siempre en la misma línea de pensamiento. Ninguna oposición entre alma y cuerpo, entre espíritu y materia. La oposición está en el proyecto del hombre y el proyecto de Dios, entre dos modos posibles de conducir la existencia. No está en juego una vida en lugar de la otra, no se trata de elegir simplemente entre esta vida y la vida futura. Está en juego toda la existencia; la elección hay que hacerla entre una vida "llena" y una vida "vacía". Puedes jugarte la existencia apostando por la posesión, dentro de la lógica de tener cada vez más; o te la puedes jugar apostando por la solidaridad, según la lógica del discípulo. La primera elección, a pesar de su fascinación inicial, contiene la negación de la vida, porque en su esencia más profunda el hombre está hecho de amor, no de soledad. La segunda, a pesar de su fracaso aparente, contiene la plenitud de la vida (Bruno Maggioni).
Se sitúa la escena en la zona más septentrional judía, donde el río Jordán comienza su andadura. Marcos centra su atención en Jesús, abordando el interrogante que con anterioridad había aparecido en al menos cinco ocasiones. La pregunta sobre quién es Jesús se la han formulado a sí mismos absolutamente todos los que le rodean: la gente, los responsables doctrinales, los discípulos, los paisanos de Jesús, Herodes Antipas (Mc 1,27; 2,7; 4,41; 6,2-3.14-16). En el texto de hoy es el propio Jesús quien traslada la pregunta a sus discípulos. Es una forma de resaltar la importancia del texto de hoy. La respuesta de Pedro en nombre del grupo va seguida de un tajante mandato de Jesús instando a sus discípulos a guardar silencio. El mandato de guardar silencio que el domingo pasado recaía sobre la curación del sordomudo, recae hoy sobre la confesión de Pedro. La actividad curativa de Jesús y la personalidad de Jesús las recubre Marcos con el mismo velo de silencio. En cualquier caso, del más sorprendente. Mandatos de silencio hasta ahora constatados acerca de la persona de Jesús: Mc 1,25 y 3,12; acerca de las curaciones: Mc 1,44; 5,43; 7,36; 8,26.
El mandato de silencio viene seguido en esta ocasión por unas palabras de Jesús sobre su camino futuro. Marcos subraya que se trata de una revelación a las claras, de un hablar abiertamente, sin esconder ni velar nada. Cuatro verbos resumen ese futuro camino: padecer, ser condenado, ser ejecutado, volver a la vida.
La expresión padecer mucho no se refiere a un momento concreto, sino que recoge el conjunto de tribulaciones causadas a Jesús a lo largo de su existencia terrena. Pedro cuestiona la revelación de Jesús. La reprensión siguiente de Jesús viene a sumarse a las cuatro ocasiones anteriores en que Marcos ha presentado a Jesús reprendiendo a sus discípulos por su falta de comprensión. Mc 4,40; 6,52; 7,18 y 8,17-21. Se trata de otro rasgo peculiar del quehacer teológico de Marcos.
El texto concluye con una solemnidad especial en razón de la ampliación del auditorio. Se anuncia el comienzo de una andadura difícil y se formulan dos condiciones para emprenderla: negación de sí mismo y disposición a cargar con la cruz.
En Mc. 4, 11 el autor ha empleado la palabra misterio refiriéndose al Reino de Dios. Marcos entiende esta palabra en el sentido de algo oculto y desconocido. Una cosa que los contemporáneos de Jesús parecían desconocer es que el Reino de Dios es una realidad abierta absolutamente a todos los hombres. Este es el aspecto del Reino de Dios que Marcos ha ido desvelando hasta este momento.
En el texto de hoy Marcos aborda un segundo aspecto oculto y desconocido del Reino de Dios. Su formulación es trágicamente sencilla: el sufrimiento del Enviado, del Hijo. Esto es lo que hoy Marcos desvela con toda claridad.
Marcos recoge más bien las palabras de Pedro como afirmación válida, como auténtica confesión en la persona de Jesús. El término Mesías está en la linea del término Hijo. La razón de esta prohibición y de todas las anteriores la encontramos en el v. 32. Este versículo desvela del todo el misterio del Reino de Dios, un Reino abierto a todos y un Reino cimentado sobre el sufrimiento del Enviado de Dios. En la concepción de Marcos la fe en Jesús pasa en primer lugar por un creer en Jesús muerto y resucitado. Es inválida toda confesión sobre Jesús que no parta de la provocación de la muerte y de la resurrección de Jesús. Porque es realmente provocativo decir que el Hijo de Dios tiene que morir y resucitar. Escandaloso para los esquemas humanos de lo divino. ¡Un Dios que sufre como cualquier mortal el desbarajuste y los descalabros de los mortales! La tremenda necesidad nacida de la realidad. El fascinante realismo del Reino de Dios. El texto termina transfiriendo al creyente el camino de Jesús, el camino completo, esto es, muerte y vida. Ser discípulo de Jesús, según Marcos, es reconocer el camino de Jesús y asumirlo como único camino personal. Es importante devolver a este camino toda su impronta de realismo, derivado de las provocaciones humanas. Esto sí que es misterioso, me refiero al hecho de que seamos ("tengamos que ser") lobos los unos para los otros. El creyente se encuentra situado en el mismo camino que Jesús. La confesión externa puede resultar sencilla; su puesta en práctica es difícil. La protesta proviene de la consternación existencial. Pero puede ayudar a que la confesión hecha con los labios llegue a madurar hasta convertirse en fe auténtica (Alberto Benito).
Jesús en aquel tiempo encontró la fe en el hijo del hombre celeste, en el que tenía que venir al final en gloria para juzgar; y él mismo se refiere a esa expresión (Mc 13,24.26; 8,38). Pero ahora no nos encontramos con esas palabras acerca del futuro hijo del hombre, sino con otras (por ejemplo 8, 31) en las que la expresión "hijo del hombre" se refiere a su existencia terrena. ¿Cómo es esto? Aunque en todas las preguntas que se plantean en esta perícopa las opiniones exegéticas difieren mucho entre sí, hay algo a lo que podemos atenernos con toda seguridad: siempre que nos encontramos con la expresión "hijo del hombre", hemos de estar atentos a la dignidad que Jesús mismo atribuye a esa persona (él mismo) por quien Dios quiere establecer su reino y llevar a cabo su juicio.
El camino que Jesús como mesías ve ante sí y del que abiertamente hablaba con sus discípulos (Mc 8, 31s) no era entendido por Pedro. Por eso Jesús lo toma aparte para recriminarlo, no dejándose desviar de su camino. Y dice a Pedro: "apártate detrás de mi (de mi vista), Satanás" (v. 33). Esta es una importante y dura palabra, pues ese "detrás de mí" (así en el original para decir "apártate de mi vista") es la misma expresión que en otro tiempo dirigió a Simón para invitarlo al seguimiento (1, 17). Con el intento de desviar a Jesús de su camino, Pedro traiciona su vocación como discípulo.
Jesús, sin embargo, debía sufrir, porque éste era el destino de los hombres después del pecado. Debía sufrir y ser rechazado por las autoridades, porque éste es el destino de los que proclaman la verdad entre nosotros. Debía ir voluntariamente a la muerte, porque el sacrificio de sí mismo libremente aceptado es el único medio para salvar al mundo ("Eucaristía 1988").
Jesús quiere saber hasta qué punto la fe de su discípulos va más allá de la opinión que tiene la gente de su persona. De ahí que la primera pregunta prepare la segunda y decisiva. De la encuesta que hace Jesús a sus discípulos se desprende que el pueblo andaba dividido en múltiples opiniones respecto a su persona. Después de unos siglos de opresión y dominación extranjera, el pueblo de Israel había puesto todas sus esperanzas en el Mesías anunciado por los profetas. Se explica que la expectación fuera grande y que la gran mayoría esperara a un Mesías que librara a Israel de la dominación extranjera. Nadie, al parecer, pensaba en un Salvador que librara a todos los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte, aunque sí se esperaba la destrucción de los pecados por la ira de Dios. Mucho menos se esperaba que el Mesías cumpliera su misión padeciendo y muriendo en una cruz. Es comprensible, pues, que las gentes no reconocieran a Jesús como Mesías, ya que su doctrina y su comportamiento no encajaba con sus prejuicios nacionalistas. Pedro, al confesar decididamente que Jesús es el Mesías, se eleva por encima de la opinión general de la gente; pero su fe es todavía imperfecta: sólo después de la experiencia pascual creerá que Jesús es el Hijo de Dios. Cuando el evangelista Mateo, en el lugar paralelo a este de Marcos, pone en labios de Pedro la confesión de que Jesús es el Hijo de Dios (Mt 16,16), realiza una anticipación literaria. Sólo teniendo en cuenta la imperfección de la fe de Pedro en este momento, se entiende que, acto seguido, trate de disuadir a Jesús de que cumpla su misión muriendo en la cruz.
Aunque Jesús acepta la confesión de Pedro, prohíbe a sus discípulos que vayan diciendo por ahí que él es el Mesías. Con ello quiere evitar el peligro de un malentendido, muy probable en un pueblo que se había formado una idea tan distinta del Mesías a como era Jesús.
A partir de este momento, Jesús quiere hablar sin rodeos de lo que le espera y de qué manera ha de entrar en su gloria padeciendo antes la afrenta de la cruz. Esto, que había sido anunciado por Isaías en los cantos del Siervo de Yavé, era, sin embargo, lo que no podían entender los discípulos en aquella ocasión.
Pedro, y de seguro también sus compañeros, piensan de Jesús "como los hombres". Peor aún; Pedro se comporta aquí lo mismo que Satanás en las tentaciones de Jesús en el desierto. Por eso Jesús lo rechaza de la misma manera (cf Mt 4,10).
Pero ni Pedro ni nadie puede detener a Jesús en su camino y en el cumplimiento de su misión. Todo lo contrario, Jesús está dispuesto a exigir a sus discípulos que lo sigan. Porque sólo aquel que carga con la cruz y se niega a sí mismo, puede ser su discípulo. "Cargar con la cruz" no era para los oyentes una expresión simbólica. Los romanos obligaban al reo a llevar sobre los hombros su propia cruz, y más de uno de los oyentes habría visto con sus ojos a alguno de estos desgraciados caminar fatigosamente para ser crucificado. Cargar con la cruz significa renunciar voluntariamente a los instintos de conservar la vida, los honores y las riquezas cuando todo esto no es posible sin quebrantar la voluntad de Dios. Pero la cruz, que es la más alta expresión del sacrificio, no tiene que ver nada con el masoquismo: el cristiano no se sacrifica por amor al dolor, sino por amor a Cristo y a los hombres y por hacer la voluntad de Dios.
La entrega de la propia vida, cuando esto es una exigencia del evangelio (y lo es al menos cuando a uno le llega la muerte), es el único modo de entrar en la vida eterna (Mt 16,24-25; Lc 9,23-25; "Eucaristía 1991").
-El Hijo del hombre tiene que padecer mucho (Mc 8, 27-35). El domingo 21 (ciclo A) proclama el evangelio de san Mateo, que nos trae el mismo relato de la confesión de Pedro y del anuncio de la pasión (Mt 16, 13-20). El pasaje se leía en aquella ocasión con la intención de detenerse sobre todo en la confesión de Pedro y de enseñar el fundamento firme sobre el que la Iglesia está establecida. Aquí, por el contrario, se quiere más bien fijar nuestra atención en el anuncio de la Pasión y en los sufrimientos necesarios de Cristo. Jesús ha mantenido el secreto acerca de su identidad; no ha considerado oportuno revelar su mesianidad, y con frecuencia, después de un milagro, ha mandado que no se publique la curación, sobre todo, según hemos visto, cuando ésta puede ser considerada como un claro signo de la presencia del Mesías. En el momento de la confesión de Pedro cae el velo, al menos para los discípulos. El anuncio de la Pasión compromete a Cristo a dar a los discípulos las condiciones esenciales para seguirle. Aun cuando el evangelio de Marcos sea la fuente del de san Mateo, nos basta remitir al comentario ya expuesto de este ultimo (Adrien Nocent).
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