Semana Santa, miércoles: poner nuestro corazón en los sentimientos de
Jesús, para que estemos con Él y no le traicionemos.
“En aquel tiempo, uno de los
Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo:
«¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas
de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.
El primer día de los Ázimos, los discípulos
se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los
preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a
casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy
a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús
les había mandado, y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se puso a la mesa con los
Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me
entregará». Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy
yo, Señor?». Él respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése
me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de
aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre
no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo
acaso, Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho»” (Mateo 26,14-25).
1. Judas Iscariote “fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo:
«¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas
de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle”.
Cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como
signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la
traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Exodo 21,32).
Pedimos hoy en la liturgia: «por tu
fidelidad, ayúdame, Señor». Mañana con la misa crismal comienza el triduo
pascual. Quiero contemplarte, Jesús, mirar tu entrega y seguirte, sin
traiciones, y verte en la santa cena, donde se acrisolan los afectos con el
dolor.
“El primer día de los Ázimos, los discípulos
se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los
preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a
casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa
voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que
Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua”. “El que todo lo sabe dijo
a los apóstoles: Id a casa de tal persona. Dichoso el que por la fe
puede recibir al Señor, preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo
con devoción la cena... Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos, expresaste
místicamente tu santa muerte, por la cual los que veneramos tus sagrados
padecimientos somos liberados de la corrupción. El que escribió en el Sinaí las
tablas de la ley comió la pascua antigua, la de la sombra y figuras, y se hizo
a Sí mismo Pascua y mística hostia viviente...” (San Andrés de Creta). Y ahí,
en ese ambiente de intimidad y entrega, sufre Jesús la traición. A lo largo del
tiempo, la historia de Judas se repite. Es el misterioso y desconcertante
proceder de la condición humana.
“Al atardecer, se puso a la mesa con los
Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará»”.
¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega? ¿Lo amamos o vivimos
traicionándolo y sólo queriendo aprovecharnos de Él, conforme a nuestros intereses,
muchas veces por desgracia, mezquinos? No importa si en el examen vemos pecado,
lo importante es abrirnos a la gracia del Señor, celebrar la Pascua (paso de la
oscuridad a la luz, de la muerte a la vida). Hay muchas maneras de dirigirse a
Dios. Una de ellas es, por supuesto, desde el sentimiento. Sin embargo, los
sentimientos son un instrumento de doble filo. Por un lado, muestran algo
realmente humano de la persona que los emplea. Pero, por otro lado, existe el
peligro de que nos esclavicen, es decir, tienen una facilidad para el bien
cuando están a favor, y falta de discernimiento y enfermedad para la voluntad,
cuando se absolutiza un aspecto de la realidad, con su complicidad: “¿Qué
estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?” El ejemplo de Judas, es el de
estar arrebatado por sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a
Aquel que sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha
dejado dominar por un aspecto: la codicia. ¡Qué importante, adquirir una
auténtica educación del corazón, participar de los sentimientos de Jesús para
que los nuestros sean de amor! “¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera el símbolo
de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito. Me
amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí. Un aspecto fundamental
de la vida espiritual es tomar en serio esta realidad; Dios y yo; no la
turba... yo. Dios me ama a mí, muere por mí, viene a mí... Un hombre, yo, soy
el centro del amor divino. Lo que hace por mí, lo hace con infinito amor
personal. Si en una familia la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese
el único, y aunque sean diez los hermanos si uno enferma la madre enferma
porque es su hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo
lo que hace lo hace por mí... Si yo llegara a tomar en serio esta realidad.
¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el
comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería
entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él... y
dándola como Él” (San Alberto Hurtado S.J.)
En algunos lugares
de América, las imágenes de Cristo crucificado muestran una llaga profunda en
la mejilla izquierda del Señor. Y cuentan que esa llaga representa el beso de
Judas. ¡Tan grande es el dolor que nuestros pecados causan a Jesús! Digámosle
que deseamos serle fieles: que no queremos venderle -como Judas- por treinta
monedas, por una pequeñez, que eso son todos los pecados: la soberbia, la
envidia, la impureza, el odio, el resentimiento... Cuando una tentación amenace
arrojarnos por el suelo, pensemos que no vale la pena cambiar la felicidad de
los hijos de Dios, que eso somos, por un placer que se acaba enseguida y deja
el regusto amargo de la derrota y de la infidelidad… Vamos a pedir al Señor que
no le traicionemos más; que sepamos rechazar, con su gracia, las tentaciones
que el demonio nos presenta, engañándonos. Hemos de decir que no,
decididamente, a todo lo que nos aparte de Dios. Así no se repetirá en nuestra
vida la desgraciada historia de Judas.
Y si nos sentimos
débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la Penitencia! Allí nos espera el
Señor, como el padre de la parábola del hijo pródigo, para darnos un abrazo y
ofrecernos su amistad. Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque hayamos
caído bajo, muy bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No reaccionemos con
desánimo, ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo, si soy un cúmulo
de miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué voy a hacer yo, si
caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el poder de Dios, para
levantarnos de nuestras caídas!
Grandes fueron los
pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron al Maestro: uno entregándole
en manos de los perseguidores, otro renegando de Él por tres veces. Y, sin
embargo, ¡qué distinta reacción tuvo cada uno! Para los dos guardaba el Señor
torrentes de misericordia. Pedro se arrepintió, lloró su pecado, pidió perdón,
y fue confirmado por Cristo en la fe y en el amor; con el tiempo, llegaría a
dar su vida por Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió en la misericordia
de Cristo. Hasta el último momento tuvo abiertas las puertas del perdón de
Dios, pero no quiso entrar por ellas mediante la penitencia.
En su primera
encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a encontrarse con cada
uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento
de la conversión y del perdón. ¡No privemos a Jesús de ese derecho! ¡No
quitemos a Dios Padre la alegría de darnos el abrazo de bienvenida! ¡No
contristemos al Espíritu Santo, que desea devolver a las almas la vida
sobrenatural!
Pidamos a Santa
María, Esperanza de los cristianos, que no permita que nos desanimemos ante
nuestras equivocaciones y pecados, quizá repetidos. Que nos alcance de su Hijo
la gracia de la conversión, el deseo eficaz de acudir -humildes y contritos- a
la Confesión, sacramento de la misericordia divina, comenzando y recomenzando
siempre que sea preciso (Javier Echevarría).
2. Isaías habla de Jesús y de en medio de sus
sufrimientos piensa en los demás: “que
yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento”. Busca siempre
hacer lo que el Padre quiere: “El Señor
abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que
me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi
rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por
eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé
muy bien que no seré defraudado”.
Este tercer canto
del Siervo (el cuarto y último, más largo y dramático, lo escuchamos el Viernes
Santo) sigue la descripción poética de la misión del Siervo, pero con una carga
cada vez más fuerte de oposición y contradicciones. La misión que le encomienda
Dios es dramática, y está lleno el hijo de confianza en la ayuda de Dios. Estos
días veremos que la «humillación» va unida a la «exaltación». Jesús sabía que
su muerte sería una victoria, y por eso dirá san Pablo que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble,
en el Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso Jesucristo es
Señor, para gloria de Dios Padre» (Filiopenses 2,10.8.11). Y rezamos hoy en
la Colecta: «Oh Dios, que para librarnos
del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese en la Cruz; concédenos
alcanzar la gracia de la Resurrección». Es el motivo de su muerte, nuestra
liberación, como insiste la Antífona
para la comunión: «El Hijo del
hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por
muchos» (Mateo 20,28).
3. El Salmo
sigue con esta misión de amor de Jesús al Padre: “por Ti he soportado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro; me
convertí en un extraño para mis hermanos, fui un extranjero para los hijos de
mi madre: porque el celo de tu Casa me devora, y caen sobre mí los ultrajes de
los que te agravian… Así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su
grandeza dando gracias”. Insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por Ti he aguantado afrentas... en mi
comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu
favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a sus pobres».
Es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa de su celo por Dios.
Nosotros sabemos que ese justo es precisamente Jesucristo y, en su debida
proporción, también la Iglesia. Tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y
ser considerados como personas extrañas. Esto jamás debe desanimarnos en el
testimonio de fe que hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos
recordar aquellas palabras de Jesús: “En
el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo”.
En la historia de
la humanidad no ha sucedido nada más grande, de mayor valor. Nos disponemos a
vivir con devoción, con amor, los días más importantes para nuestra fe y seguir
a Cristo, salvador del hombre. La Semana santa nos lleva a meditar en el
sentido de la cruz, en la que alcanza su culmen la revelación del amor
misericordioso de Dios… Nos ha salvado su infinita misericordia. Para sacarnos
del pecado y del miedo, de la tristeza y la oscuridad. ¿Cómo no darle gracias?
La historia está iluminada y dirigida por la fiesta del perdón: Dios, rico en
misericordia, ha derramado sobre todo ser humano su infinita bondad por medio
del sacrificio de Cristo. ¿Cómo manifestar de modo adecuado nuestro
agradecimiento? Nos reconocemos pecadores y confesamos nuestra ingratitud,
nuestra infidelidad y nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su perdón,
que nos purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión interior y de
constante renovación del espíritu. «Misericordia,
Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo
mi delito; limpia mi pecado» (Salmo 50,3-4). Estas palabras, que nos han
acompañado durante la cuaresma, ahora las ponemos ante Cristo que está para ser
crucificado. ¿Cómo no arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos al
amor?, ¿cómo no reparar concretamente los males causados a los demás y
restituir los bienes conseguidos de modo ilícito? El perdón exige gestos
concretos: el arrepentimiento sólo es verdadero y eficaz cuando se traduce en
obras concretas de conversión y justa reparación.
Llucià Pou
Sabaté
No hay comentarios:
Publicar un comentario