Domingo V de Cuaresma: la misericordia divina hace
nuevas todas las cosas, nos hace
comprender a los demás como Jesús a la pecadora: “vete en paz, y no peques
más”.
1. El evangelio nos muestra a pecadores que,
en presencia de Jesús, se permiten acusar a una mujer pecadora, y le dicen: “Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas
mujeres. ¿Tú qué dices?” Esto lo decían para tentarle, para tener de qué
acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la
tierra. Como insistieron, Jesús contestó: «Aquel
de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.» E
inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. “Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro,
comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía
en medio”.
Jesús, que aparece escribiendo en el suelo,
está como ausente. Sólo dos veces rompe su silencio: la primera vez para reunir
a acusadores y acusada en la comunidad de la culpa; y la segunda para
pronunciar su perdón. Ante su mudo sufrimiento por todos, toda acusación deberá
enmudecer también, pues «Dios nos encerró a todos en desobediencia», no para
castigarnos, como querrían los acusadores, sino «para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). Nadie se atreve a
tirar la primera piedra; Jesús ha sufrido por todos para conseguir el perdón
del cielo para todos nosotros, ya nadie puede condenar a otro ante Dios: “Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer,
¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?»
Y quedan solos, la mujer, que estaba en el
centro y Jesús: "sólo dos han quedado -dice S. Agustín- la miseria y la
misericordia". Ahora es cuando Jesús se encuentra realmente con la mujer,
a la que mira cara a cara al templo que le pregunta "¿Nadie te ha
condenado?" La mujer se encuentra frente a Jesús con su pobre humanidad,
con su culpa y su vergüenza. "Tampoco
yo te condeno. Vete y en adelante no peques más". Significa que
nosotros, a ejemplo de Jesús, no debemos condenar nunca a nadie, y hemos de
ayudar a todos a combatir el pecado. Equilibrio de Cristo, entre la comprensión
para con el pecador y severidad para con el mal, difícil de imitar (Joan
Llopis).
“Ella respondió: «Nadie, Señor.» Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno.
Vete, y en adelante no peques más.»” Me
gustaría ver la mirada de Jesús sobre la pecadora, sentir tu mirada, Señor… "Una
de las verdades fundamentales del cristianismo, verdad con demasiada frecuencia
desconocida, es ésta: lo que salva es la mirada" (Simone Weil). La
adúltera, como también Zaqueo, debe la propia salvación a la mirada. La mirada
de Cristo es, en cierto sentido, creadora. Llama a una persona a la existencia.
Despierta su ser auténtico, real. Denuncia al hombre deshonesto, al canalla, y
llama al santo. La mirada de Cristo no se resigna al "poco de bueno".
Saca a la luz lo mucho bueno, lo mejor que hay en cada persona. Es, pues, una
mirada reveladora. Porque muestra al hombre mismo sus posibilidades, su
verdadera dimensión. Jesús, eres una persona junto a la que no sólo cada uno se
sentía él mismo, sino lo más, lo mejor de sí mismo: te diriges a aquel que está
ante ti como si no existiese en el mundo nada más que el bien de aquella
persona. Ayúdame, Señor, a que mi mirada sea, ante todo, libre. Solamente una
mirada libre representa una llamada a la libertad. Libre porque ha echado abajo
la cárcel del propio egoísmo, de la propia comodidad, de la propia
indiferencia, de los propios intereses, para abrirse al otro en actitud de
acogida, de simpatía, de discreción, de cordialidad, de delicadeza y
benevolencia. Libre de las lentes deformantes de los prejuicios, de las
prevenciones, de las sospechas, de la desconfianza.
Tus palabras, Maestro, nos infunden confianza,
cuando creíamos estar en un callejón sin salida, cuando me imagino que mi caso
no tiene solución, cuando he perdido toda esperanza: «Tampoco yo te condeno», y podría hacerlo porque es Dios, pero
parece que le oímos añadir: porque te amo y quiero que vivas; por eso, «en
adelante no peques más». "Te pido, Señor, que no me midas con la vara de
tu justicia sino que sea medido con la de tu misericordia infinita"
(Laureano López). ¡Qué distintos son los pensamientos de Dios y los de
nosotros, los hombres!
El nuevo éxodo de la primera lectura nos
lleva hacia la mirada de Cristo, que nos da vida: "Mírame... para que yo
sepa que existo" (A. Baggio). La mirada es muy importante, y las personas
rechazadas por nuestra mirada serán condenadas, quizás, a llevar durante toda
su vida una marca de soledad, de rechazo, de insignificancia. También una
mirada indiferente puede ser "homicida". Su mensaje, en efecto, se
puede traducir así: "Para mí tú no existes. Negándote importancia, te
niego el derecho a la existencia". Una mirada de indiferencia tiene la
capacidad de borrar a una persona. Una mirada libre es una mirada que no se
limita a tocar de soslayo a las personas que encuentra. No es una mirada
rápida. No es huidiza. Sabe pararse y acoger. Acoger, pero no forzar. Es
necesario que, cada mañana, purifiquemos nuestra mirada. Se trata, en efecto,
de: -Desvincularla de todo instinto de posesión.
-Desarmarla de los varios elementos de
hostilidad, agresividad, malignidad, dureza.
-Darle capacidad de sorpresa y de maravilla
que hace nuevas las cosas y las devuelve el gusto del descubrimiento del otro.
-Hacerla atenta al otro. O sea capaz de ver
al otro como yo quisiera ser visto. Así, la atención se hace expresión de
respeto y vehículo de liberación. Solamente la atención que nace del amor
declara al otro: "Te reconozco el derecho de ser lo que eres. Deseo que
seas todo lo que puedes ser" (A. Baggio). Sí, solamente si conseguimos una
mirada purificada, las piedras comenzarán a caer de nuestras manos (Alessandro
Pronzato).
Jesús hace nuevas las cosas, y el orden nuevo
está hecho de respeto, de delicadeza, de comprensión, de amor. Dirá: "Vuestros juicios siguen normas humanas; yo
no llevo a nadie a juicio" (Jn 8,15). El Señor no nos juzga, es cada
uno que tiene la triste posibilidad de autoexcluirse del amor de Dios…
Curiosamente todos los textos de la misa de hoy remiten al futuro, a la
salvación de Dios que crea algo nuevo y hacia la que nos dirigimos. Y esto
precisamente como introducción a la semana de pasión, nuestra redención. El
hijo pequeño del domingo anterior, ahora es sustituido por la mujer pecadora.
El hermano mayor cascarrabias de la parábola, es reemplazado por los que
quieren matarla a pedradas. Y en la escena Cristo se pone en el lugar del
Corazón del Padre, que reanima, cura y celebra la fiesta del perdón:
Entre el corazón destrozado de la mujer avergonzada
y Jesús, manso y humilde de corazón, hay estrecha unión. Esta mujer ha
estrenado el brote nuevo de la misericordia, que anunció Isaías. "Su suerte ha cambiado, como los torrentes
del Negeb". El no peques más la está introduciendo en el mundo de
gracia, que Jesús ha venido a instaurar.
Señor, que yo aprenda a perdonar siempre, a
no tirar piedras a nadie, a no juzgar. Un día, la Madre Teresa de Calcuta,
encontró sobre un montón de basura una mujer moribunda que le dijo que su
propio hijo la había dejado abandonada allí. La Madre la recogió y la llevó al
hogar de Kalighat. Aquella mujer no se quejaba de su estado sino de que hubiera
sido su propio hijo quien la dejó allí. No podía perdonarle... La Madre Teresa,
que quería que aquella mujer muriese en gracia de Dios, trataba de convencerla:
-“¿Debe perdonar a su hijo? -le decía. Es
carne de su carne y sangre de su sangre... Sin duda hizo lo que hizo en un
momento de locura y ya estará arrepentido... Pórtese como una verdadera madre y
perdónelo... Si ha pedido a Dios que le perdone sus pecados debe perdonar el
que su hijo cometió con usted. Si lo hace, Dios recompensará su generosidad con
un lugar en el Cielo”. La mujer se resistía, pero la gracia terminó venciendo.
-“Le perdono, le perdono... dijo por fin
llorando”. Poco después moría.
2. “Dice
Yahveh, que trazó camino en el mar, y vereda en aguas impetuosas”. La
lectura de Isaías nos recuerda el paso del mar Rojo y de cómo Dios protegió a
su pueblo, y todo esto es figura de nuestro bautismo y nos anuncia "algo nuevo que ya está brotando":
es un nuevo Éxodo, un retorno del exilio, que tendrá las maravillas del
primero. Así como en el desierto surgió el agua para que beba el pueblo, ahora surgirán
aguas vivas… "Mirad que realizo
algo nuevo..." La Palabra de Dios lo proclamará definitivamente en la
Pascua de Jesús: "Haré que todo sea
nuevo" (Ap 21,5).
“Yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo
reconocéis?” Ayúdame, Señor, a reconocerte en mi día, no caer en el
desánimo, en pensar que la vida es penosa y tener ganas de morir. Dame ojos
para ver la auténtica realidad: “Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en
el páramo”. "Mirad que realizo algo nuevo": «No
recordéis lo viejo»… En Israel era una costumbre profundamente arraigada
recordar el comienzo de la salvación, la salida de Egipto: ciertamente pensando
que este hacer memoria era recordar las raíces, la identidad del pueblo, que
fortalecía la fe en el Dios que camina actualmente con el pueblo. Re-cordar es
re-vivir en el corazón, pero Dios no quiere que Israel permanezca cautivo de
este recuerdo del pasado, sobre todo no ahora, pues eso significaría pensar en
el tiempo del exilio: el Señor promete algo nuevo, y es ciertamente algo que «ya está brotando», cuya presencia se
puede «notar», al igual que en la Nueva Alianza el Espíritu Santo que se otorga
a los creyentes será una «prenda» de la vida eterna. De este modo Dios traza un
camino para Israel, a través del desierto, hacia la vida eterna; y para
nosotros, que estamos redimidos, traza un camino que conduce a la
bienaventuranza eterna (Hans Urs von Balthasar).
Contigo,
Señor, todo queda renovado, transformado: “Las
bestias del campo me darán gloria, los chacales y las avestruces, pues pondré
agua en el desierto (y ríos en la soledad) para dar de beber a mi pueblo
elegido”. Quiero rezarte, Señor, que me hace estar bien y dar cosas buenas
a los demás: “El pueblo que yo me he
formado contará mis alabanzas”.
"Los
ojos de Dios están puestos en los justos", y el Señor ayuda a que todo
lo malo sirva para un bien más grande, como dice este salmo, “canción
de las subidas”. Así, “cuando
Yahveh hizo volver a los cautivos de Sión, como soñando nos quedamos; entonces
se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría. Entonces
se decía entre las naciones: ¡Grandes cosas ha hecho Yahveh con éstos! ¡Sí,
grandes cosas hizo con nosotros Yahveh, el gozo nos colmaba!” Cuando
uno clama a Dios, lo escucha y lo atiende, le libra de sus angustias, porque el
Señor está cerca de los atribulados, de los abatidos y perseguidos, y él les
devuelve la vida y la esperanza. El salmista insiste en la confianza, en la
idea de la pronta intervención de Dios: “¡Haz volver, Yahveh, a nuestros cautivos
como torrentes en el Négueb!”. El justo está
bajo las alas protectoras del Señor y nada le puede afectar. Es una aclamación
a esas grandes cosas que Dios ha hecho con nosotros, y así la esperanza se va
alimentando: “Los que siembran con lágrimas cosechan entre
cánticos. Al ir, va llorando, llevando la
semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas”.
3. Si Jesús nos perdona, dice S. Pablo, puedo
estar «olvidándome de lo que queda atrás», nada tiene ya valor: todo es
abandonado como «basura» para ganar lo que nos gana la pasión y resurrección de
Cristo. Esto, lo que nos ha ganado, es nuestro verdadero futuro, hacia el que
nos dirigimos directamente, sin mirar a derecha o izquierda, mirando siempre
hacia delante, con los ojos puestos sólo en la «meta». Porque esta meta nos ha
«alcanzado» por Cristo»-, y por eso sigue corriendo como si aún no la hubiera
conseguido. Vuela más alto, “sobre las alas de la fe”, dice la canción: siempre
hacia lo que está por delante. Si corremos al encuentro de Cristo, todo mirar
atrás, hacia una falta del pasado, para afligirse por ella, sólo puede hacernos
daño, pues la falta está ya perdonada. Pero no podemos pensar que estamos en un
estado de perfección que ya todo lo hacemos bien… “No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado
por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una
cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante,
corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo
alto en Cristo Jesús”.
Podemos pensar esto cuando veamos estos días
cubrir retablos y cruces de color morado, en la semana de Pasión. Queremos
"vivir siempre de aquel mismo amor que llevó a Cristo a entregarse a la
muerte por la salvación del mundo" (oración colecta). Queremos sentirnos
Iglesia, miembros de Cristo, como diremos en la oración después de la comunión
en continuidad con lo que nos anima Pablo hoy: la
"transubstanciación" en la misa del pan y el vino, quiere comprender
también a los participantes, a los que comulgan. Si la primera invocación al
Padre para que venga el Espíritu (epíclesis) se refiere a las ofrendas, la
segunda pide la transformación de los fieles: "Fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu". Es la
petición que repite, sustancialmente, la poscomunión de este domingo. En la
Eucaristía sí realmente Cristo se apodera de nosotros, como decía san Pablo,
para hacernos una sola cosa con él: miembros de su Cuerpo. Es la pregustación
del término último iniciado en la Pascua.
Llucià Pou Sabaté
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