Semana Santa, lunes: la unción de María, el amor que acompaña a Jesús
en su pasión de amor por nosotros
“Seis días antes de la Pascua, Jesús
volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le
prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María,
tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los
pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia
del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar,
dijo: "¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para
dárselos a los pobres?". Dijo esto, no porque se interesaba por los
pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común,
robaba lo que se ponía en ella. Jesús le respondió: "Déjala. Ella tenía
reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen
siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre". Entre tanto, una
gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no sólo
por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado. Entonces
los sumos sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos
se apartaban de ellos y creían en Jesús, a causa de él” (Juan 12,1-11).
1. Los
nardos que María de Betania derrama hoy sobre Jesús son imagen y símbolo de
aquel óleo celestial e invisible, de la fuerza vital divina de la que se nos
dice proféticamente en el salmo: "Dios,
tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría por encima de tus compañeros"
(Sal 44,8). Es el que Dios Padre ha derramado sobre la cabeza sangrienta y
coronada de espinas del Hijo crucificado; de aquí que lleve el nombre de:
Cristo, el Ungido. Y como el camino que conduce a esta unción pasa a través de
su muerte y sepultura, puede Jesús decir también con doble sentido: "Dejadla que lo conserve para el día de mi
sepultura". La unción de María indica ya de antemano la muerte y
sepultura de Jesús, así como la gloria de su sacerdocio y reino. La
"despilfarradora", por tanto, se muestra como verdadera creyente
cristiana.
Los gladiadores de la arena ungían su cuerpo antes
de la lucha. También Cristo se enfrenta con su pasión como un luchador. Es el
gran combate, la lucha hasta la muerte con el enemigo de Dios, Satanás. La
unción que había de reforzar y dar agilidad a su naturaleza humana,
fortaleciéndola como a un luchador en la arena, la fuerza de Dios, la recibió
el Señor en el monte de los Olivos de manos del Padre: otro motivo para poder
atribuir a la unción de Betania el carácter de imagen y símbolo prefigurativo.
Los nardos de María exhalan el gozoso aroma de la vida, de la próxima gloria
real y de la dignidad del sacerdocio de Cristo, pero al mismo tiempo sirven de
aviso para la lucha y la muerte, la sepultura y el amortajamiento.
El milagro que obró Eliseo con el aceite nos
recuerda que Cristo mismo es este perfume, Él es el bálsamo que baja del cielo
y que, según el plan amoroso del Padre, habrá de salvar a toda la Humanidad,
siempre que ésta crea en Él, elevándola a la dignidad de sacerdotes y reyes. El
recipiente del bálsamo -el cuerpo humano de Jesús- había de destruirse en la
muerte para que se esparciese el nardo y desde la cabeza- desde Cristo
resucitado- empapase a todo el cuerpo de la Iglesia, haciéndola así apta para
ser ungida y consagrada como cuerpo real y sacerdotal de Cristo. Había de
romperse este vaso de alabastro para que el ungüento celestial pudiese llenar
los recipientes vacíos de la Iglesia; su aroma debía llenar toda la casa y
enriquecer a los "pobres". Este es, en realidad, el misterio oculto
de la unción de Betania. No lo puede sufrir el traidor, pero fue ese ungüento
riqueza de los pobres, vida divina. Se comunica, primero al Hijo, y de sus
heridas, a "los pobres", desposeídos de la gracia y destinados a
morir. En Noé esta reconciliación de Dios fue anunciada por la paloma del
ramito de olivo en el pico. Por el milagro que hizo el profeta con el aceite, y
más aún, por la unción de María. Realidad litúrgica en la consagración de los
santos óleos del Jueves Santo, y en la unción de los neófitos del Sábado Santo
cuando se dice: "El Dios
Todopoderoso, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo... te unja con el crisma de
la salud en este mismo Cristo Jesús, Nuestro Señor, para la vida eterna",
es el momento en que la unción de la amante María alcanza su realidad, y la
divina paloma vuela entonces hacia el arpa de la Iglesia llevando en el pico el
ramito de olivo, es decir, la vida nacida de la muerte. Se llenan los
recipientes vacíos de la Iglesia sin jamás llegarse a agotar el aceite, ya que
a diario nacen a la vida terrena innumerables personas que han de alimentarse
de esa vida divina. María de Betania contribuye, en verdad, a la sepultura de
Cristo cuando los que son bautizados -enterrados con Cristo- reciben de manos
de la Iglesia la santa unción bautismal. El "buen olor de Cristo" (2 Co 2, 15) se expande entonces por toda
la casa de la Iglesia y la voz del odio tiene que enmudecer porque la pobreza,
rica ya ahora, se regocija del despilfarro del amor (Emiliana Löhr).
Al meditar esto, cada uno podría decir: ¿en dónde
estoy? ¿Estoy con Simón, preocupado por retener a Jesús? ¿Con Judas, preocupado
por cualquier iniciativa que debe seguir adelante a toda costa? ¿O digo con
María de Betania y con María de Nazaret: "Haz Tú, Señor, gracias? ¿Digo:
"Señor, déjame obrar a mi" o "Señor, te doy gracias porque obras
Tú"? (Carlo M. Martini).
Pablo dijo: «Porque
somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor
2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con
su buen olor, se halla aquí transformada: el buen aroma de Cristo y la
atmósfera de la verdadera vida se difunde en el mundo. María, la servidora de
la vida, y Judas, cómplice de la muerte que se opone a la unción, al gesto del
amor que suministra la vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura
utilidad. Pero, detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de
escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva concepción de la
salvación del mundo y de Israel. Él había acudido a Jesús con una esperanza
bien llena de cálculo, frente al desinterés del amor, y con la incapacidad de
escuchar, de oír y obedecer frente a la humildad que se deja conducir incluso a
donde no quiere. «La casa se llenó del
aroma del perfume»: ¿ocurre así con nosotros? ¿Exhalamos el olor del
egoísmo, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la vida, que procede
de la fe y lleva al amor?” (Joseph Ratzinger). “Traición y amor se cierran como
un broche / en torno a Ti, Jesús. María y Judas / en la cena, son mutuo
reproche: / rompe ella un frasco entre palabras mudas. / “Son trescientos
denarios, ¡qué derroche!”, / él le reprocha con palabras rudas. / Junto a la
luz, le traga ya la noche. / Junto al amor, ya cuelga de sus dudas. / El amor
que te tuvo está marchito, / y su beso, Jesús, de muerte es sello. / María y
Judas, siento en mí. Repito, / solo, el drama de dos, trágico y bello. / Y pues
que soy los dos, yo necesito, / morir de amor, colgado de tu cuello” (Rafael M.
Serra)
2. “Este es mi Servidor, a quien yo sostengo,
mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre él
para que lleve el derecho a las naciones”. El libro de Isaías tiene cuatro
poemas que las más bellas profecías sobre Jesús: un mesías pobre, humilde,
manso, perseguido, salva a su pueblo con su muerte. Es un perfecto siervo de
Dios. Jesús, tú dirás: "No he
venido para ser servido sino para servir". Tomaste la condición de
siervo, cuando lavaste los pies de tus discípulos y, sobre todo, en la cruz con
tu muerte por nosotros... Quiero contemplar detenidamente esa actitud: Jesús,
siervo... ¿Qué sentimientos implica? ¿Cuáles eran tus pensamientos? Ayúdanos a
ser «servidores»... de Dios... de nuestros hermanos… ¿Qué servicio será HOY el
mío?
-“No
gritará, ni alzará el tono, no aplastará la caña quebrada, ni apagará la mecha
mortecina”. Son unas dulces imágenes de ti, Jesús. Imágenes de tu bondad.
Tú eras así. Delicadeza total respecto a los demás. «¡Felices los que construyen la paz, nos decías. Serán llamados hijos de
Dios!» «Aprended de mí que soy manso
y humilde de corazón, y en mí hallaréis descanso.» Es una profecía de la justicia que nos traes, Jesús, y cómo te
esperan todos: “Expondrá el derecho con
fidelidad; no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la
tierra, y las costas lejanas esperarán su Ley”. Eres, Señor, la nueva y definitiva alianza: “Yo, el Señor, te llamé
en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza
del pueblo, la luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para
hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en
las tinieblas”.
3. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré?” La
ciudad de Sión está serena, confiada en Dios en ante el asalto de los malvados:
“Cuando se alzaron contra mí los
malvados para devorar mi carne, fueron ellos, mis adversarios y enemigos, los
que tropezaron y cayeron”. Imagen de caza feroz: los malvados son como
fieras que avanzan para agarrar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan
y caen. Y asalto de toda una armada sembrando terror y muerte: “Aunque acampe contra mí un ejército, mi
corazón no temerá; aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la
confianza”, pues «el Señor es mi luz
y mi salvación» (Salmo 26,1). «¿A
quién temeré?... ¿quién me hará temblar?... mi corazón no tiembla... me siento
tranquilo», eco de: «Si Dios está
por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). “La tranquilidad
interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene
refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y
comunitaria” (Juan Pablo II).
“Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes. / Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y
espera en el Señor”. El rostro de
Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final emerge una
certeza indiscutible, la de poder «gozar
de la dicha del Señor». Intimidad del templo, de la oración. Intuir ese
rostro que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena. Rostro
revelado en Cristo, y luego «le veremos
tal cual es» (1 Jn 3,2), «entonces
veremos cara a cara» (1 Cor 13,12). Orígenes escribe: «Si un hombre busca
el rostro del Señor, verá la gloria del Señor de manera desvelada y, al hacerse
igual que los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en los
cielos». Y san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de este modo la
oración del salmista: «No he buscado en ti algún premio que esté fuera de ti,
sino tu rostro. "Tu rostro buscaré,
Señor". Con perseverancia insistiré en esta búsqueda; no buscaré otra
cosa insignificante, sino tu rostro, Señor, para amarte gratuitamente, ya que
no encuentro nada más valioso...”.
Llucià Pou Sabaté
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