Cuaresma
3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos
querer por Dios y llenar de su misericordia
“En aquel tiempo,
Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los
demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro
publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios!
Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos,
adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el
diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo
que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce
será humillado; y el que se humille será ensalzado»” (Lucas 18,9-14).
1. “Jesús dijo a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los
demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro
publicano”. No basta la oración, sacrificios, la limosna, y no darnos
cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: la misericordia,
el amor a los demás. Importa tener buen corazón, aunque hayan sido grandes los
fallos, como Dimas el buen ladrón, que sabe pedir perdón: «Jesús, acuérdate de
mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y con una jaculatoria consigue el
cielo, el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás
conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús no tiene “memoria”, no se acuerda de
que hay purgatorio… pienso que se lo adelantó por el sufrimiento en la cruz,
como un examen que se elimina con parciales. Estos días veremos otros ejemplos:
Magdalena, Zaqueo, Mateo…
“El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera:
-‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces,
injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por
semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.” El peligro del
fariseísmo es estar en regla con Dios, sentirse seguro. Y en cambio lo seguro
es estar en manos de Dios, reconocer el pecado: "Ten misericordia de mí
que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis
miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude
de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal
como eres, a todos nosotros, pobres pecadores (Noel Quesson).
“En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se
atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
-‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’”. Que sepa ir como el
publicano, y saludar Sagrarios. Muchos decían a santa Teresa que les hubiese
gustado vivir en los tiempos de Jesús. Ella les respondía que no entendía bien
por qué, pues poca o ninguna diferencia había entre aquel Jesús y el Jesús que
está en el Sagrario. Vamos a quedarnos con esta alegría, de que Jesús esté ahí…
Dale gracias por haberse
quedado. Pero dáselas con obras. Cada vez que haces una genuflexión delante del
Sagrario, que la hagas bien y diciéndole por dentro: ¡te amo, Jesús; gracias!
Que comulgues bien preparado y muchas veces, siempre que te sea posible. Que le
visites todos los días...
Si cuando realizas un
viaje en coche, en metro, en autobús, te fijaras en la cantidad de iglesias que
dejas por el camino, te darías cuenta de que el Señor está en muchos sagrarios
que te pasan desapercibidos. Pero no hace falta irse de viaje. Tenemos al Señor
muy cerca de nosotros: en el oratorio del colegio, en la iglesia que podamos
tener al lado de casa...
Te recomiendo un
propósito: cada vez que pases cerca de una iglesia dile al Señor en el
sagrario: ¡Jesús, sé que estás ahí!; o le puedes rezar una comunión espiritual:
Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que
os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos.
Continúa hablándole a Dios con tus palabras (José Pedro Manglano).
“Os digo que éste
bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será
humillado; y el que se humille será ensalzado». Y no nos preocupemos si
no hacemos todo bien, si no estamos “en regla”. El amor es lo que marca las
distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía
cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que
era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo. Hemos de pedir
misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que
duerme en nosotros (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias
ante un corazón humilde. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor
garantía para ir adelante en este punto. Cuando contemplamos su humilde
ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la
soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme
a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación
contigo” (San Josemaría Escrivá).
2. Hoy también es el profeta Oseas el que
nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta
vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos. Una
vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos
exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del
alma: “Esforcémonos por conocer al
Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…” Lo
que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor
que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los
actos de nuestras vidas.
“¡Ea, volvamos al Señor!... él nos curará… él nos vendará. En dos días
nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos
por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como
la luz…” es la iluminación que Dios ha puesto en el corazón, y que sigue
diciendo que “quiero misericordia y no
sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”.
Aunque no correspondamos
bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que
significa también "lealtad", "fidelidad",
"piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje
común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen
quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los
que están en comunión. Cuando el Señor dice como en la primera lectura y el
salmo: "yo quiero jésed y no
sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de
proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un
pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere
que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va
unida a la "da-aht", que suele ser traducida por
"conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me
des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser
consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto
tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago
esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso
estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién
estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es
destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué
quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
2. “Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra
mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado…” El salmo 50,
penitencial, es un canto del pecado y del perdón, del "corazón nuevo"
y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido.
“Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo
querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y
humillado Tú no lo desprecias”. Vemos al señor oscuro, la región tenebrosa
del pecado, pero sobre todo vemos que si el hombre confiesa su pecado, Dios lo
purifica con su gracia. A través de la confesión de las culpas se abre un
horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor elimina el pecado, y vuelve a
crear la humanidad a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un
"corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre
la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
“Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de
Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos”.
Orígenes habla de una terapia divina: "Al igual que Dios predispuso los
remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así
también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas
en las divinas Escrituras... Dios otorgó
también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador,
quien dice de sí: ‘No tienen necesidad
de médico los sanos; sino los enfermos’. Él es el médico por excelencia
capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”.
Lo mejor está siempre
por llegar, decimos a veces llenos de esperanza, pues el sueño del bello
largometraje que proyectamos desde pequeños se irá realizando hasta el cielo.
Podemos soñar como Dios, que “quiere que
todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tes 4,3).
Ayudamos a este sueño cuando vencemos el mal con el bien, el pecado con la
confesión. El perdón hace palanca y con la gracia de Dios tiene tanta fuerza
que levanta el alma del pecado y de todo mal. El perdón divino
"borra", "lava", "limpia" al pecador y llega
incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios,
corazón transfigurados. "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche
-afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que
nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco
la puerta de su corazón... el resto lo harás tú, mi Dios... Todo comienza en tu
misericordia y en tu misericordia termina”.
Llucià Pou Sabaté
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