Cuaresma
4, sábado: Jesús, el justo
que sufre injustamente, y así nos salva
“Algunos de la multitud que lo habían oído,
opinaban: "Este es verdaderamente el Profeta". Otros decían:
"Este es el Mesías". Pero otros preguntaban: "¿Acaso el Mesías
vendrá de Galilea? ¿No dice la
Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y
de Belén, el pueblo de donde era David?". Y por causa de Él, se produjo
una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las
manos sobre Él. Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los
fariseos, y estos les preguntaron: "¿Por qué no lo trajeron?". Ellos
respondieron: "Nadie habló jamás como este hombre". Los fariseos
respondieron: "¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los
jefes o de los fariseos ha creído en Él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley
está maldita". Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús,
les dijo: "¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo
antes para saber lo que hizo?". Le respondieron: "¿Tú también eres
galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún
profeta". Y cada uno regresó a su casa” (Juan 7,40-53).
1. Jesús, ahora en cuanto a su origen, provoca discusiones y
postura diversas. Se ignora lo más profundo de su personalidad: su origen
divino. Jesús es presentado hoy como el nuevo Jeremías. También él es
perseguido, condenado a muerte por los que se escandalizan de su mensaje. Será
también «como cordero manso llevado al matadero». Confía en Dios: si Jeremías
pide «Señor, a ti me acojo», Jesús en la cruz grita: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Pero Jesús muestra una
entereza y un estilo diferente. Jeremías pedía a Dios que le vengara de sus
enemigos. Jesús muere pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos (J.
Aldazábal). «Que tu amor y tu misericordia
dirijan nuestros corazones, Señor» (oración).
También el cristiano está llamado a encarnar
esos sentimientos redentores de Jesús: “Se necesitan –dice Juan Pablo II-
heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón
del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y
tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto
se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los
santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad de la
Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy.”
Ayer vimos alguna característica del cuerpo
de Cristo. Pero ¿cómo es su alma? Conoció en su espíritu los pensamientos
secretos de los hombres, gimió en su espíritu. La sensibilidad de su alma es de
gran riqueza: momentos alegres o tristes, dulces o amargos, pero sucediese lo
que sucediese, en el fondo de su alma reinaban siempre serenidad y alegría. Siempre
en paz que se comunicaba a los demás. Nunca manifiesta duda. Nunca pierde la
calma, ni cuando los endemoniados interrumpían sus discursos, ni cuando sus
adversarios lo insultaban ni cuando intentaban poner sobre Él sus manos.
Su mente es apabullante. Su lucidez, única. Su predicación,
diáfana, directa: sus parábolas, perlas de la literatura. Sus imágenes, vivas:
el soplo misterioso del viento, la fuente de agua viva, el labrador que guía el
arado…
Su fisonomía moral está dicha en dos
palabras: será santo (Lc 1,35). Brillan en Él todas las virtudes: la
paciencia, la caridad, la obediencia, la humildad, la fortaleza, la templanza,
la justicia. Su espíritu de abnegación y sacrificio da luz a todas las
virtudes: castidad, pobreza, obediencia. Inocente sin pecado, con autoridad en su
enseñanza: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios
en verdad sin hacer acepción de personas (Mt 22,16).
Tenía amistad, se volcaba con los niños.
Amó a los suyos hasta el extremo de dar la vida por ellos (Jn 13,1ss),
cumpliendo aquello de: Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus
amigos (Jn 15,13). Ningún hombre obró como Él, ningún hombre habló como Él,
ningún hombre amó como Él, ningún hombre sufrió como Él (Miguel Ángel Fuentes).
Es como si Jesús nos dijera: “en vosotros mismos es donde me veréis, como ve un
hombre su propio rostro en un espejo” (San Cipriano). «Siempre despiertos —como
afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos».
2.
“Yo era como un manso cordero, llevado
al matadero, sin saber que ellos urdían contra mí sus maquinaciones:
"¡Destruyamos el árbol mientras tiene savia, arranquémoslo de la tierra de
los vivientes, y que nadie se acuerde más de su nombre!"”. Jesús que,
como un cordero, morirá para quitar el pecado del mundo. Es como un corderito
inocente, pequeña víctima que no merece ser sacrificada. La liturgia del
cordero pascual, que tomaban los israelitas en recuerdo de la salida de la
esclavitud de Egipto, representa a Jesús, cuyo sacrificio es útil al pueblo
entero.
“Señor
de los ejércitos, que juzgas con justicia, que sondeas las entrañas y los
corazones, ¡que yo vea tu venganza contra ellos, porque a ti he confiado mi
causa!” Todo hombre que
sufre es una imagen de Cristo sufriente. Todo sufrimiento, sobre todo si es
llevado conscientemente y ofrecido, colabora en la redención y contribuye a
salvar el mundo en unión con Jesús. “Te ofrezco, Señor, en este día, mis
propios sufrimientos... Te ofrezco también todo el peso de todos los
sufrimientos de todos los hombres en el mundo. Ayúdales a descubrir, en lo
posible, que su sufrimiento no está "perdido", sino que puede
adquirir una misteriosa significación. Y que todo «viernes santo» conduce a la
aurora de Pascua” (Noel Quesson). Un sacrificio agradable a Dios es el de la pureza
de corazón. "Por defender su pureza, San Francisco de Asís se revolcó en
la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal , San Bernardo se zambulló en un
estanque helado... Tú, ¿Qué has hecho?", escribía san Josemaría. Así
huyeron de las ocasiones, y cortaron las tentaciones los santos. Tú, como
ellos, tienes tentaciones. Madre mía, que como ellos sea fuerte para no ponerme
en ocasión de pecado (no ver la tele solo, por ejemplo) y para cortar desde el
principio las tentaciones. Cuando las tenga, rezará un bendita sea tu pureza,
y, así contigo, seré más fuerte (José Pedro Manglano).
Comenta Benedicto XVI, en su Misa de inauguración de
pontificado, que “era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran
a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen
cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía
disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios
vivo, se ha hecho Él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos,
de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el
verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor
[...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10,14s.).
No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él
mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que
actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor”, como quieren
hacer los abusones, los prepotentes. “Nosotros sufrimos por la paciencia de
Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. Dios, que se ha hecho
cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los
crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por
la impaciencia de los hombres”, que además juzgan... ¡Qué error compararse con
los demás!
Sigue el Papa: “Una de las características
fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados,
tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo
a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar
quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero
bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la Palabra de Dios; el
alimento de su presencia, que Él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos
amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar
cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a
su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto
personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante
los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y
nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.
La confianza y la imagen emocionante del
cordero manso, llevado al matadero que ha inspirado el canto del Siervo de Dios
en Isaías (53,6-7) y le ha hecho símbolo de la Pasión del Cordero de Dios (Mt
26,63; Jn 1,29; Hch 8,32) es cantado por San Juan Crisóstomo: «La sangre
derramada por Cristo reproduce en nosotros la imagen del rey: no permite que se
malogre la nobleza del alma; riega el alma con profusión, y le inspira el amor
a la virtud. Esta sangre hace huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta
sangre ha lavado a todo el mundo y ha facilitado el camino del cielo». Y San
León Magno: «Efectivamente, la encarnación del Verbo, lo mismo que la muerte y
resurrección de Cristo, ha venido a ser la salvación de todos los fieles, y la
sangre del único justo nos ha dado, a nosotros que la creemos derramada para
la reconciliación del mundo, lo que
concedió a nuestros padres, que igualmente creyeron que sería derramada».
«Señor,
Dios mío, A Ti me acojo, líbrame de mis enemigos y perseguidores y sálvame, que
no me atrapen como leones y me desgarren sin remedio. Júzgame, Señor, según mi
justicia, según la inocencia que hay en mí...Tú que sondeas las mentes y los
corazones, Tú que eres un Dios justo, apoya al inocente”.
Llucià Pou Sabaté
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