Meditación
de Viernes santo.
1.
Jesús, quiero contemplarte en Cruz,
como la máxima revelación del amor divino. Me amas tanto que mueres por mí. Y
me enseñas con tu vida a no buscar el éxito sino la verdad, el bien, la
libertad… tú vences con tu muerte. No con el éxito, sino con el amor que por el
dolor nos lleva a la gloria.
Amado Jesús Mío, por mí vas a la
muerte, quiero seguir tu suerte, muriendo por tu amor. Perdón y gracia imploro,
transido de dolor. F. Carvajal cita la anécdota de un pueblecito alemán, que
quedó prácticamente destruido durante la segunda guerra mundial. Tenía en una
iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del lugar eran muy
devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los campesinos
encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No sabían muy
bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo era muy antiguo y de gran valor- restaurado,
con unos brazos nuevos; a otros les parecía mejor encargar una réplica del
antiguo. Por fin, después de muchas deliberaciones, decidieron colocar la talla
que siempre había presidido el retablo, tal como había sido hallada, pero con
la siguiente inscripción: Mis brazos sois vosotros... Así se puede
contemplar hoy sobre el altar. Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha
querido tener necesidad de los hombres. El Señor nos envía para acercarse a
este mundo enfermo que no sabe muchas veces encontrar al Médico que le podría
sanar. «Si todos los hijos de la Iglesia -decía Juan Pablo I- fueran misioneros
incansables del Evangelio, brotaría una nueva floración de santidad y de
renovación en este mundo sediento de amor y de verdad». De nuestra unión con
Jesús surgirá ese ser Jesús que pasa en el mundo, a través nuestro. Por eso
podemos rezar con el Cura de Ars: “Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte
hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Dios mío, infinitamente
amable y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.
Te amo, Dios mío, y sólo deseo
ir al cielo para tener la felicidad de amarte perfectamente.
Te amo, dios mío, y sólo temo el
infierno porque en él no existirá nunca
el consuelo de amarte.
Dios mío, si mi lengua no puede
decir en todo momento que te amo, al menos quiero que mi corazón te lo repita
cada vez que respiro.
Ah! Dame la gracia de sufrir
amándote, de amarte en el sufrimiento y de expirar un día amándote y sintiendo
que te amo.
A medida que me voy acercando al
final de mi vida te pido que vayas aumentando y perfeccionando mi amor. Amén”.
Jesús, gracias porque eres
comprensivo, rezando incluso por los que te matan: "Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Con esto me vences, más que con
el temor. Aunque he sido tu enemigo, mi Jesús: como confieso, ruega por mí:
que, con eso, seguro el perdón consigo. / Cuando loco te ofendí, no supe lo que
yo hacía: / sé, Jesús, del alma mía y ruega al Padre por mí”.
Señor y Dios mío, que por mi
amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis
pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina
justicia: ten misericordia de todos los hombres que están agonizando y de mí
cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre
derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que
expire con él en el regazo de tu infinita misericordia.
2. Ante
Cristo crucificado estábamos todos, y por nosotros murió.
a) Llegó la “hora de Jesús”,
cuando "entregó el espíritu"
(Jn 19,30), “transmitió" el espíritu. Espíritu de amor, de amar hasta dar
la vida. En la cruz descubrimos de verdad a Dios, su amor (el cielo). Por eso
la cruz es el signo del cristiano. No refleja sufrimiento, aguante, ascesis,
fatalidad, sino amor radical hasta dar la vida. No es una opción que se nos impone. Se ofrece para todo aquél que
quiera asumirla. Jesús nos da la libertad de rechazar la invitación.
"Envió Dios a su hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar
a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de
hijos" (Ga 4,4-5). Jesús da la vida por cada uno de nosotros. Es un
gesto de alcance universal, que no excluye a nadie y que respeta la libertad de
los que prefieren basar su salvación en la ley. Ya no podemos limitarnos a dar
nuestra vida sólo en favor de unos pocos familiares o amigos (a veces se muere
por entes abstractos, como las ideologías o las patrias). La invitación es
universal: debemos ser capaces de dar la vida por todos. Como Él lo hizo (Dabar
1981).
b)
Allí estábamos
todos. Una presencia temblorosa,
llena de amor. ¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor? / ¿Estabas allí cuando le clavaron en
el árbol? / ¡Oh! A veces me hace
temblar, temblar, temblar. / ¿Estabas
allí cuando crucificaron a mi Señor?» (Himno popular americano). «La cruz no es
solamente el madero, es la corporificación del odio, de la violencia y del crimen humano» (L. Boff). Es el pecado. Al
cargar con la cruz, Cristo cargó con el pecado: el mío, el tuyo, el de todos. El Cordero de Dios
cargó con el pecado del mundo, haciéndose a
sí mismo «pecado» (2 Cor 5,21).
Estábamos allí condenando al
Justo… Por lo tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí
condenando al Justo; cada vez que
mordemos al hermano con la crítica o la calumnia, estábamos allí sentenciando al Inocente; cada vez que
despojamos al pobre con nuestro egoísmo y nuestra insolidaridad, estábamos allí repartiéndonos
sus ropas; y cada vez que agredimos al indefenso con nuestra violencia o
nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al Cordero; y cada vez que negamos al prójimo
una ayuda, estábamos allí como espectadores
fríos e insolidarios; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos
proféticamente, estábamos allí, sin
atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a expresar siquiera nuestros sentimientos.
Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando
somos cobardes, estábamos allí; cuando somos infieles, estábamos allí;
cuando dudamos, estábamos allí; cuando
mentimos, estábamos allí; siempre que nos ciega y nos esclaviza la pasión, estábamos allí.
Aunque también podríamos decirlo
a la inversa, que es Cristo el que está aquí. Cristo se hace presente en todo hermano que esté
oprimido, marginado o injustamente condenado;
en todo el que es pobre, débil, explotado o torturado; en todo el que es
de un modo u otro víctima de su hermano. Pues si él está aquí, es que estábamos
nosotros allí.
Pascal ponía en boca de Jesús:
"Yo derramaba tal y tal gota de
sangre pensando en ti"; antes de que llegaras a la existencia, yo te elegí; antes de que te formaras en el
vientre materno, yo te redimí; antes de que
nacieras, yo te amé. Estábamos allí todos, siendo objeto de la oración
de Cristo, que nos iba presentando al
Padre en aquel momento de gracia. Estábamos allí y también a nosotros
dirigía sus palabras: por cada uno de
nosotros pedía perdón al Padre, «porque no sabemos lo que hacemos»; a cada uno de nosotros prometía el
paraíso: «Hoy estarás conmigo», y eso es ya
el paraíso; a cada uno de nosotros encomendó la madre, para que la
«llevemos a nuestra propia casa».
Estar ante Jesús en la Cruz es
como estar junto a la zarza ardiendo o dentro de la nube divina, es como
sentirte invadido por una fuerza
misteriosa que te arrebata y transciende, es entrar en la danza del
Espíritu. Reviviendo el misterio
pascual, se tiene que apoderar de nosotros un santo y maravilloso temblor” (de
“Caritas”, 1990).
c) “Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). La liturgia de la Iglesia
no es otra cosa que la contemplación del traspasado… Jesús, cuyo costado fue
traspasado a la misma hora en que tenía lugar el sacrificio ritual de los
corderos pascuales en el templo, el verdadero Cordero pascual, inmaculado, quien
de verdad quita el pecado, de quien era símbolo todo sacrificio expiatorio, que
era meramente sustitutivo. “Pero todo resulta inútil porque no hay nada que
pueda sustituir en realidad al hombre: por mucho que éste ofrezca, siempre es
poco. Así lo indican las críticas de los profetas al culto, imbuido de un
excesivo ritualismo: Dios, al que pertenece todo el mundo, no necesita vuestros
machos cabríos y vuestros toros; la pomposa fachada del rito sólo sirve para
ocultar el olvido de lo esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a
nosotros mismos y desea que le adoremos con la actitud de un amor sin reservas”
(J. Ratzinger).
El costado también hace
referencia a Adán y de su costado del que nace Eva. Así Cristo y la humanidad
creyente, la Iglesia nació del costado abierto de Cristo muerto. Cristo existe
para los demás, y es meta de la verdadera esencia humana. Hacerse cristiano
significa hacerse hombre, existir para los otros y existir a partir de Dios.
Manan sangre y agua, figura de “dos
sacramentos fundamentales, eucaristía y bautismo, que, a su vez, significan el
contenido auténtico de la esencia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son las
dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque
el bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa bajo el
nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre representa mucho más que
un juego de palabras; podemos comprender su sentido a través del hecho del
matrimonio y de la comunidad de nombres que se origina entre dos personas, como
expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud sacramental
nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy parecido al del
matrimonio: penetración de nuestra existencia por la suya, inmersión de mi vida
en la suya, que se convierte así en medida y ámbito de mi ser.
La eucaristía significa sentarse
a la mesa con Cristo, uniéndonos a todos los hombres, ya que al comer el mismo
pan, el cuerpo del Señor, no sólo lo recibimos, sino que nos saca de nosotros
mismos y nos introduce en él, con lo que forma realmente su Iglesia” (J.
Ratzinger).
“Agua y sangre brotaron del
cuerpo traspasado del crucificado. Así, lo que es primordialmente señal de su
muerte, de su caída en el abismo, es, al mismo tiempo, un nuevo comienzo: el
crucificado resucitará y no volverá a morir. De las profundidades de la muerte
brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de Jesucristo brilla ya el
resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de la cruz significa,
pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual” (J. Ratzinger).
3. Procesiones y Pasos de Pasión. Jesús, quiero contemplarte en
las imágenes que te presentan hoy en la Cruz, o como Santo Entierro. Y tras de
ti, la Virgen Dolorosa en sus diversas advocaciones. Me impresiona ver los
penitentes, llevando capuchas y capirotes, cruces o incluso cadenas en los pies
descalzos… rezando el rosario, confesando antes de salir o en su paso por la
catedral, los costaleros a turnos llevando sobre sus espaldas una carga que les
hace participar en la que llevaste por amor nuestro, Señor.
En
el corazón llevamos la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio que ayer
celebramos, la Oración del Huerto y aquella noche en vela sufriendo, el Vía
Crucis y tu Muerte, Jesús. Hoy, al adorarte en la Cruz, me siento tristes por
lo que te pasó aquel primer Viernes Santo pero a la vez lleno de esperanza
porque era necesario para la Pascua, se acerca ya la Resurrección.
3.
Las santas mujeres al pie de la cruz.
«Junto a la cruz de Jesús estaban su
madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena»
(Jn 19, 25). María es la madre de Santiago el menor y de Joset, Salomé la madre
de los hijos de Zebedeo, hay una cierta Juana y una tal Susana (Lc 8,3).
Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le habían seguido, llorando, en el
camino al Calvario (Lc 23,27-28), ahora en el Gólgota observaban «de lejos» (o
sea, desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le
acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23,55). Las
llamamos «las piadosas mujeres», pero son «Madres Coraje!» Desafiaron el
peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a
muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso
aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7,23). Estas mujeres son las
únicas que no se escandalizaron de Él, junto al joven Juan. Ninguna mujer está
involucrada en la muerte de Jesús, tampoco indirectamente, en su condena. Hasta
la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se
disoció de su condena (Mt 27,19). El Señor, atento a ellas, se aparecerá
primero a ellas resucitado.
«¡Ha amado mucho!» (Lc 7,47), dijo Jesús en la unción de la mujer. Ellas seguían a Jesús no disputándose
quién era el primero como hacen ellos, sino «para servirle» (Lc 8,3; Mt 27,55), vivir el núcleo del Evangelio.
Hoy que vemos un mundo náufrago con la razón, hemos de volver a las «razones
del corazón».
El
conocer es importante, pero lo es más el amar o no amar, ser amado o no ser
amado. El «IQ», «coeficiente intelectual», está bien, pero más importante es el
«coeficiente del corazón» Sólo el amor redime y salva, mientras que la ciencia
y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación. Es la
conclusión del Fausto de Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que
hace clavar simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y
hace exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que
una caricia». Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Después del homo erectus, homo faber,
homo sapiens-sapiens, hemos de pensar
en el hombre que se realiza con el amor, para que esta tierra deje ya de ser
«la pequeña tierra que nos hace tan feroces» (Dante, Paradiso). En cierta
forma, «el eterno femenino nos salvará» (Goethe, Fausto), si ella es salvada
por Cristo. Libre, pero no manipulada por la ideología de género que venía a
decir «Mujer no se nace, sino que se hace» (Simone de Beauvoir). En todo caso,
será las dos cosas…
San León Magno dice que «la
pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» y Pascal ha escrito
que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo». La Pasión se prolonga en
los miembros del cuerpo de Cristo, en tantos que sufren, con sida o encarcelados,
rechazados de cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no
creyentes- Cristo repite que lo que hagamos a ellos: «a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
María Magdalena será la primer
testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo
Tomás de Aquino: «Ellas partieron a toda
prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus
discípulos» (Mt 28,8). La liturgia pone en boca de María Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux
vitae mortuus regnat vivus: «Muerte y vida se han enfrentado en un
prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y
reina».
A la primera de las «piadosas
mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de Jesús, repetimos una
antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres, sostén a los
frágiles, conforta a los débiles: ruega por el pueblo, intervén por el clero,
intercede por el devoto sexo femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero,
intercede pro devoto femineo sexu (Antífona al
Magnificat,
del Común de la fiesta de la Virgen) (R. Cantalamessa).
4. «Podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy». De Jesús en el
huerto de los olivos está escrito: «Comenzó a sentir tristeza y angustia. Les
dijo: "Mi alma está triste hasta el
punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo"». Y la oración: «¡Padre mío, si es posible, que pase de mí
este cáliz!». Sufrimiento que está a punto de caer sobre Él. Y «el pecado
del mundo» que Él tomó sobre sí y que pesa sobre su corazón como una piedra.
El filósofo Pascal dijo: «Cristo
está en agonía, en el huerto de los olivos, hasta el fin del mundo. No hay que
dejarle solo en todo este tiempo». Agoniza allí donde haya un ser humano que
lucha con la tristeza, el pavor, la angustia, en una situación sin salida como
Él aquel día. No podemos hacer nada por el Jesús agonizante de entonces, pero
podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy. Oímos a diario tragedias que
se consuman, a veces en nuestro propio vecindario, en la puerta de enfrente,
sin que nadie se percate de nada. ¡Cuántos huertos de los olivos, cuántos
Getsemaní en el corazón de nuestras ciudades! No dejemos solos a los que están
dentro.
En el Calvario, «clamó Jesús con fuerte voz: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Se siente rechazado por Dios. La
Madre Teresa de Calcuta participó de eso.
En un campo de concentración
nazi se colgó a un hombre. Alguien, señalando a la víctima, preguntó iracundo a
un creyente que tenía al lado: «¿Dónde está ahora tu Dios?». «¿No lo ves? -le
respondió-. Está ahí, en la horca».
Podemos ser como José de
Arimatea, que ayudemos a Jesús a bajar de la Cruz, en tantas personas que
sufren a nuestro alrededor.
Llucià
Pou Sabaté
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