Jueves Santo, Misa crismal
“Jesús fue a Nazaret, donde
se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó
para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y,
abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena
Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la
sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha
cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír»” (Lucas 4,16-21)
El Jueves
Santo está cargado de significación eclesial: es un día en el que se congrega
la Iglesia como comunidad diocesana en torno a su pastor, el Obispo, para la
consagración de los santos óleos, que se usan en los Sacramentos del Bautismo,
Confirmación, Orden Sacerdotal y Unción de los Enfermos, signo de la donación
del Espíritu Santo en diversas circunstancias de la vida; simbolizaron
fortaleza, agilidad, medicina, buen olor: todas las significaciones que puedan
ser relacionadas con los óleos santos, nos remiten al Espíritu de Dios, que en
la Iglesia se nos comunica permanentemente por el Señor. El sacramento de la
penitencia y de la reconciliación comunitaria, también encontró siempre en este
día su ubicación privilegiada.
Jesús se reúne
hoy con los discípulos, de entonces y de todos los tiempos: «los que crean en mí por la palabra de ellos»
(Jn 17,20). Y pide: «Santifícalos en la
verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así os envío yo
también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren
ellos en la verdad» (17,17ss). Para continuar su misma misión nos lo dice.
Dice Jesús: «Por ellos me consagro yo».
¿Qué quiere decir? ¿No es «el Santo de Dios»? ¿Cómo puede ahora consagrarse, es
decir, santificarse a sí mismo? En la Biblia «santo» y «santificar/consagrar»
es “en primer lugar la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo
singular, divino, que corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y
verdadero Santo en el sentido originario. Cualquier otra santidad deriva de Él,
es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísima, la Verdad y el Bien
sin mancha. Por tanto, consagrar algo o alguno significa dar en propiedad a
Dios algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro e introducirlo en
su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a
Dios. Consagración es, pues, un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La
cosa o la persona ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está
inmersa en Dios. Un privarse así de algo para entregarlo a Dios, lo llamamos
también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya. En el Antiguo
Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se
identifica con la Ordenación sacerdotal y, de este modo, se define también en
qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad, un ser sacado del mundo y
entregado a Dios. Con ello se subrayan ahora las dos direcciones que forman
parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de
la vida mundana, un «ser puestos a parte» para Dios” (Benedicto XVI).
No es una
segregación, sino ser puestos para representar a los otros. “El sacerdote es
sustraído a los lazos mundanos y entregado a Dios, y precisamente así, a partir
de Dios, debe quedar disponible para los otros, para todos”. Cuando Jesús dice
«Yo me consagro», se hace a la vez sacerdote y víctima: «Yo me sacrifico». Cuando
Jesús dice: «Por ellos me consagro yo»,
se da “el acto sacerdotal en el que Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa
sola con el Hijo de Dios— se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión de
que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro, me sacrifico: esta
palabra abismal, que nos permite asomarnos a lo íntimo del corazón de
Jesucristo, debería ser una y otra vez objeto de nuestra reflexión. En ella se
encierra todo el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también el
origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio” (Benedicto XVI).
Y cuando dice «conságralos en la verdad» es la
inserción de los apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su
sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de todos los tiempos: es la
verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios
los atraiga al seno de su santidad, los sustraiga de sí mismos y los tome como
propiedad suya, para que, desde Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal
para el mundo. Y Jesús añade: «Tu
palabra es verdad». Esa inmersión es por la palabra de Dios, baño que los
purifica, poder creador que los transforma en el ser de Dios. Nos da materia
para examen en el día de hoy, si nos dejamos conducir por la Palabra y no por
nuestras preferencias. La libertad absoluta del hombre es tan mala como las caricaturas
de una humildad equivocada y una falsa sumisión que no queremos imitar. Cristo nos
enseña la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa
obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es
verdad»… te pedimos, Señor, que tus palabras iluminen nuestra vida y nos
llamen a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la
palabra de Dios. Tú, Señor, dijiste «Yo
soy la verdad» (cf. Jn 14,6): haznos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétanos
a ti, único sacerdote, participando nosotros del tuyo. Pero “unirse a Cristo
supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo y nuestra
voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos
a Él, donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros. San Pablo decía
a este respecto: «Vivo yo, pero no soy
yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación
sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a
la «autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este gran «sí» en
los muchos pequeños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños
pasos, que en su conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin
amargura y autocompasión si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida.
Si entramos en una verdadera familiaridad con Él. En efecto, entonces
experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento pueden
causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y
a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda».
Si nos arriesgamos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos
lo verdadera que es su palabra” (Benedicto XVI).
Señor, te pido
hoy de nuevo que mi modo de ser, pensar, actuar sea a imagen tuya. Por la
oración que sepa entrar en comunión personal contigo, sobre todo que la
Eucaristía me haga vivir tu vida, «un cuerpo solo y una sola alma» contigo. En ti,
Señor, verdad y amor son una misma cosa. Y el amor verdadero es exigente. Ayúdame
a reconocerlo en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo;
entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y
hermanas, y en ellos te veré a ti, Jesús.
«Conságralos en la verdad», es tu
oración de hoy, Jesús: «Y por ellos me
consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,19).
Tantas religiones buscan dar cauce al deseo de Dios que hay en el hombre… tú,
Jesús, nos tocas en la profundidad de nuestro ser. Benedicto XVI cuenta su
testimonio: “La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la
Sagrada Escritura porque todavía quería recibir una palabra del Señor para
aquel día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este
pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu
palabra es verdad». Entonces me di cuenta: el Señor está hablando de mí, y
está hablándome a mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana. No somos consagrados en
último término por ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos
sumerge el Señor es Él mismo, la Verdad
en persona. La Ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la
Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para que
venga su Reino». Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas
queremos pedir al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de amor,
hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro de sí, para que
nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén”.
Llucià Pou
Sabaté
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