Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la
misericordia divina
“En aquel tiempo, Pedro se
acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me
haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete.
Por
eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con
sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000
talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su
mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo
se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo
pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le
perdonó la deuda.
Al
salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía
cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su
compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te
pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que
pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron
mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le
mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda
porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero,
del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó
a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro
hermano»” (Mateo 18,21-35).
1. Pedro preguntó a Jesús: «Señor,
¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta
siete veces?». Dícele Jesús: «No te
digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Y nos cuentas esta
parábola del perdón de las deudas. Y quien no quiere, recibirá ya el castigo en
esa falta de amor, “si no perdonáis de
corazón cada uno a vuestro hermano».
Está claro: hemos de saber vivir esta
misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan
podido ofender. «Perdónanos... como
nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro.
Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del
Dios perdonador. Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de
Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos
misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro
corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos?
¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros
al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo
la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no
nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas?
Se cuenta de Ramón Narváez, un primer
ministro de la España del siglo diecinueve, que firmó la sentencia de muerte de
35.000 enemigos. Cuando él estaba muriéndose, en 1886, le preguntó el sacerdote
si estaba dispuesto a perdonar a todos sus enemigos. Él contestó:
-“¿Enemigos? Padre, yo no tengo enemigos. Los
he fusilado a todos”.
La manera cristiana de no tener enemigos no
es fusilarles. Si supiésemos mirar a todos como amigos, no tendríamos enemigos.
A las personas, en buena manera, las convertimos en lo que vemos en ellas
cuando las miramos. Parafraseando el Evangelio: “Mira a los demás, a cada uno,
como quieres que ellos te miren a ti”.
A veces no nos gusta algo de los demás: ¿y
qué vamos a hacer, matarlos? No: quererles como son. Fallar y equivocarse es
propio de la criatura. Pedir perdón es profundamente humano. Perdonar es lo más
divino. Cuando perdonamos, de verdad, es, quizás, cuando más nos parecemos a
Dios. Nos cuesta perdonar cualquier cosilla que nos hacen o que creemos nos
hacen. Y aún cuando perdonamos, no somos capaces de olvidar. Impresiona que
todo un Dios, incluso antes de que le ofendamos, ya está inventando la manera
de concedernos su perdón. Y, además, de hacernos saber que estamos perdonados.
Quiere perdonarnos y que podamos quedar tranquilos. Eso es la confesión. Un
buen hombre desembarca en San Francisco y se va a confesar a la primera iglesia
que encuentra. -“¿Cómo tarda usted dos años - le pregunta el cura- en venir a
confesarse?”
-“Mire usted -explica el hombre, buscando una
excusa- yo vivo en tal isla, que, como sabe, está perdida en el Pacífico. Este
es el puerto más cercano. Cuando puedo, aprovecho para venir al continente con
algún amigo pescador”.
El cura recuerda que en esta isla hace escala
semanalmente una mala línea de aviones. Y le dice: -“Comprendo. Pero todos los
lunes tiene usted un servicio de avión”.
-“También yo he pensado en eso -replica el
buen hombre, buscando otra excusa-. Pero póngase en mi lugar: tomar ese avión
por pecados veniales, es demasiado caro. Y tomarlo con pecados mortales, es
demasiado peligroso (Agustín Filgueiras Pita).
Pues no: sabemos que con un acto de
contrición tenemos la gracia de Dios, aunque el sacramento nos da la seguridad
del perdón. Porque conviene enseguida pedir perdón a Dios, ya un solo día en
pecado mortal “es demasiado peligroso”.
Cuaresma es tiempo de perdón, reconciliación con Dios y con el
prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: Dios nos ha perdonado sin
tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y
Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz. Es como
la prueba del nueve que se hace para ver si una división está bien hecha, así el
padrenuestro se reza bien si se cumple ese colofón, como condición, o petición para
que nos quede bien grabado que si perdonamos, nuestro corazón puede abrirse al
perdón divino: “Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos
ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a
disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero,
profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo
por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de
verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de
importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el
sacrificio de quienes fomentan la división.
2. Daniel y sus amigos prefirieron el suplicio que renegar de
Dios. Echados al fuego, el emperador que miraba dijo: "yo veo cuatro hombres que caminan
libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se
asemeja a un hijo de los dioses". Daniel pedía a Dios en aquel
destierro que sufrían, que dejaran de ser esclavos de los dominadores, oración
que podemos hacer nuestra: -«Por el
honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no
apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo;
por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia
como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora,
Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por
toda la tierra a causa de nuestros pecados”.
Qué bonito cuando ofrecemos a Dios nuestro
corazón. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de
Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los
judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. “En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni
holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde
ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro
corazón contrito y nuestro espíritu humilde... Que éste sea hoy nuestro
sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían
no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y
buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu
gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre,
Señor.»
Sigue pidiendo
a Dios que el sacrificio “sea agradable en tu presencia: porque los
que en ti confían no quedan defraudados”. Yo y todos los hombres tenemos
necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro:
“Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos
defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia”.
«Busco tu rostro, el rostro del Señor». Rostro misericordioso… Gracias por
inspirarnos esta oración, Señor, estos sentimientos (Noel Quesson).
¿Qué significa misericordia? La alianza
con Dios fue rota muchas veces. Israel fue infiel. Pero siempre Dios en lugar
de castigar mostraba su misericordia, con imágenes como el amor de esposo que
supera las traiciones. El Señor ve la miseria de su pueblo y quiere liberarlo.
Ese amor y compasión demostrado por Dios, es fuente de seguridad y esperanza
para Israel, sustenta a todos. “La misericordia se contrapone en cierto sentido
a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa,
sino también más profunda que ella”, dice Juan Pablo II indicando que la justicia
es servidora de la caridad: “La primacía y la superioridad del amor respecto a
la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan
precisamente a través de la misericordia”.
3. Cuando Dios perdona, olvida nuestros
pecados (algo que nosotros no podemos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta.
Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la
comunión- el salmo de hoy: «Señor,
recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad...
el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
Llucià Pou Sabaté
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