Domingo de Ramos, procesión de
las Palmas: queremos acompañar a
Jesús en estos días de Semana Santa, agradecer su amor por nosotros y unirnos a
ese burrito para atrevernos a ser portadores de Dios.
“En aquel tiempo, Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza. Al acercarse a Betfagé y Betania,
junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos diciéndoles: -Id a la aldea de enfrente: al entrar
encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y
traedlo. Y si alguien os pregunta: «¿Por qué lo desatáis?», contestadle: «El
Señor lo necesita.» Ellos fueron
y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los
dueños les preguntaron: -¿Por
qué desatáis el borrico?
Ellos contestaron: -El Señor lo necesita.
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con
sus mantos, y le ayudaron a montar. Según
iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y cuando se acercaba ya la bajada del
monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a
alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo:
-¡Bendito el que viene como rey, en nombre
del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.
Algunos fariseos de entre la gente le
dijeron: -Maestro, reprende a
tus discípulos.
Él replicó: -Os digo, que si éstos callan, gritarán las piedras” (Lucas 19,28-40).
Hoy es una
celebración especial, una procesión de entrada ahora, y en la misa la
proclamación de la Pasión. La procesión con sus cantos es ya la entrada
de la misa. El sacerdote representa a Cristo que entra en Jerusalén, dispuesto
a dar cumplimiento pleno a su misión, como el Siervo que se entrega. Después de
la preparación de la cuaresma, acompañamos con ramos de victoria y de paz al
que camina hacia la muerte: “¡Es el Señor! ¡Hosanna!”
Aceptación y rechazo,
luz y sombra, vida y muerte unen esta liturgia con la misa. San Andrés de Creta
dice en el oficio de hoy: "...Ea, pues, corramos a una con quien se
apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para
extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino
para postrarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos
capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que
viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente
captado por nosotros.
…Y si antes,
teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la
blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al
vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria".
Los ramos
bendecidos que se llevan a las casas nos recuerdan la procesión el resto del
año. San Agustín comenta que aquel asno que lleva a Jesús somos nosotros: “No
te avergüences de ser jumento para el Señor. Llevarás a Cristo, no errarás la
marcha por el camino: sobre ti va sentado el Camino. ¿Os acordáis de aquel asno
presentado al Señor? Nadie sienta vergüenza: aquel asno somos nosotros. Vaya
sentado sobre nosotros el Señor y llámenos para llevarle a donde él quiera.
Somos su jumento y vamos a Jerusalén. Siendo él quien va sentado, no nos
sentimos oprimidos, sino elevados. Teniéndole a él por guía, no erramos: vamos
a él por él; no perecemos” (Sermón 189,4).
Algunos se
imaginan que aclaman a un reino temporal como por ejemplo por una guerra santa
acabar con el sometimiento de Israel a los romanos y hacer de ella una nación
poderosa, pero en realidad Jesús es un Rey interior de paz y de reconciliación.
Los guerreros montan a caballo. La mula servía allí de montura a reyes y nobles.
El asno era cabalgadura de pobres y gentes de paz. Asno "que nadie ha
montado todavía" nos recuerda que todo cuanto se utilice en el servicio de Dios no ha
debido usarse antes… Llama también la atención el que Jesús se designe a sí
mismo como "el Señor", y que
pretenda disponer libremente del asno de un aldeano desconocido. Basta
decir: "El Señor lo necesita".
Las
aclamaciones son mesiánicas. "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!"
(salmo 118,25-26). La exclamación "Viva el Hijo de David" nos indica
la realeza que esperan de Jesús: que
restaure la monarquía davídica. De ahí la frase de Marcos: "Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David".
La respuesta
de Jesús a los fariseos intrigantes les debió desconcertar. Si callaran gritarían las piedras. ¿Se
repite la historia?
Jesús estará
en la Ciudad durante el día. Las noches las pasará en Betania. La única noche que quedará en
Jerusalén será la de la pasión. Allá consumará su misión, que nos muestra que lo
más importante de la vida es ponerla al servicio de la verdad, el amor, la
esperanza. Si nos hemos esforzado por
cambiar actitudes y afinar nuestros sentimientos durante las semanas de cuaresma es sencillamente para identificarnos
mejor con este Jesús que hoy entra
triunfante en Jerusalén, y comprender que la alegría y la felicidad
forman parte de nuestro ser cristiano.
Benedicto XVI
recuerda un relato: Un rey quiso saber cómo es Dios y pidió a los sabios y a
los sacerdotes de su reino que se lo mostraran. Sólo un pobre pastor le dijo
que aunque no podía mostrarle a Dios, sí se ofreció a mostrarle lo que hacía
Dios; y le propuso intercambiar los vestidos. Se cambiaron las ropas, el rey
con ropa campestre, y el pastor de rey, y le dijo: «Esto es lo que hace Dios»,
fue la respuesta del pastor. «En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de
Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: Se despojó de su rango y tomo
la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un
hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte. Como dicen
los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado
intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo
que era suyo, ser semejantes a Dios.
Gran maravilla
ha de producir en el alma del cristiano esta participación en el diálogo con el
mismo Dios, que no es un Ser lejano. Su infinitud no le impide su próxima y
generosa cercanía al alma; una amistad con la que, como afirmaba San Agustín, no
le transformaremos en nuestro pobre yo, sino que nos identificará con Él.
Aquel grito
santo —consummatum est (Jn 19,30)— que nos abrió las puertas del Cielo,
se hace presente en cada Santa Misa, con tal eficacia que la última palabra en
la vida del cristiano no la dice ni la muerte física, ni la muerte espiritual
del pecado, sino la misericordia de Dios. En el Calvario, las tres Personas
divinas actuaron en su perfecta unión de amor para el bien de toda la
humanidad. Y en cada celebración de la Eucaristía —actualización plena del
Sacrificio de la Cruz en el espacio y en el tiempo— se da —para nuestro
beneficio— esa misma intervención de la Santísima Trinidad.
Un
intercambio admirable. Este admirable intercambio comenzó, para cada
cristiano, en el Bautismo, donde —como explica San Pablo— todos los bautizados
nos hemos revestido de Cristo. «El nos da sus vestidos, que no son algo
externo. Significa que entramos en una comunión existencial con El, que su ser
y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. Ya no soy yo quien vivo,
sino que es Crísto quien vive en mí: así describe San Pablo en la carta a los
Gálatas el acontecimiento de su Bautismo».
Esta
configuración con Cristo, iniciada en el Bautismo, se hace más y más perfecta
mediante la recepción de los demás sacramentos, especialmente la Eucaristía,
que exige, para su participación completa, la ausencia de pecado grave en el
alma. Al unirnos a su sacrificio pascual, que se actualiza en el altar, y al
recibir la Comunión, ese parecido con Jesús se torna más intenso y nos permite
llamar cada día con mayor verdad «Padre nuestro» a Dios Padre.
Insiste
Benedicto XVI, al explicar estos misterios, que «Cristo se ha puesto nuestros
vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio,
las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras
angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que
expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del Bautismo —el
don del nuevo ser—, San Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un
compromiso permanente: Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior,
del hombre viejo (…), y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la
justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con
verdad cada uno con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis (Ef 4,22-26)»”
(Javier Echevarría).
Llucià Pou
Sabaté
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