Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor): el cáliz de la
salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del
egoísmo a la donación)
“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su
hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había
puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de
entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había
salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y,
tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a
lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba
ceñido.
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor,
¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo
entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los
pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le
dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza».
Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio.
Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y
por eso dijo: «No estáis limpios todos».
Después que les lavó los pies, tomó sus
vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con
vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque
lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para
que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»” (Juan 13,1-15).
1. Jesús les lavó los pies dándonos un ejemplo
de servicio. En la Última Cena, Jesús se quedó con nosotros en el pan y en el
vino, nos dejó su cuerpo y su sangre. Es el jueves santo cuando instituyó la
Eucaristía y el Sacerdocio. Al terminar la última cena, Jesús se fue a orar, al
Huerto de los Olivos. Ahí pasó toda la noche y después de mucho tiempo de
oración, llegaron a prenderlo. Son los momentos en que sale de los muros de lo
seguro y va a lo nuevo, a darnos nuestra libertad.
El
lavatorio de los pies significa el servicio que ha de ser punto de referencia
para nuestra actitud. Gracias, Señor, por tu levantarse de la mesa, despojarte
de las vestiduras de gloria, inclinarte hacia nosotros en el misterio del
perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. Quiero dejarme lavar por
ti, Señor, para no rechazar tu amor. Cuenta Ratzinger: “Judas representa al
hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive
únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la
avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a
dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el
camello no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25)”. Pero hay otro tipo de
rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del
hombre religioso, representado aquí por Pedro. “Existe el peligro que San Pablo
llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste
este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no
quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies
están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene
necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a
que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo
de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que
murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser
cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer”.
Sigue Ratzinger: lavar
es imagen de los sacramentos que nos sumergen en “aguas del amor de Jesús: la
vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente
el lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite
acceder a la mesa de la vida”. Es el servicio a los demás de Jesús y del
cristiano, un “sí” continuado. “De estos dos puntos se desprende una
eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa
tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos
identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el
lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo
vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a
otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho
dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe
únicamente amando. Y no puede ser en general, sino con los que tengo al lado,
con los hermanos. El amor universal no
existe si no es también concreto, como señalaba Dovstojeski: “¿por qué será que
cuanto más amo a la humanidad, más me fastidian los hombres?”
"Uno que se ha bañado no necesita lavarse
más que los pies, porque todo él está limpio». El bautizado, ¿por qué y en
qué sentido hay necesidad de lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo,
nuestros pies pisan la tierra de este mundo: son los afectos a purificar, como
en la oración dominical al decir: perdona
nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor
se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos lava los pies.
San Agustín tenía
un dilema entre la oración y la labor de pastor, y señala que cuando acudimos
al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los
ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay
otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio
de la cual se encuentra: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava
nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha
extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te
escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te
predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos
si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros
pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los
caminos de la tierra para abrirte la puerta”.
Hoy, día de oración
por los sacerdotes, recordamos cómo el Señor los asiste en su ordenación: “El Señor Jesucristo, que el Padre ha
consagrado con la potencia del Espíritu Santo, esté siempre contigo para la
santificación de su pueblo y para ofrecer el Sacrificio eucarístico”. “Recibe las ofrendas del Pueblo santo para
el Sacrificio eucarístico. Date cuenta de aquello que harás, vive el misterio
que ha sido entregado en tus manos y sé imitador de Cristo, inmolado por
nosotros” (Ceremonial de la ordenación).
2. El Éxodo nos cuenta aquel momento de la
primera pascua cuando se preparan para salir de Egipto los judíos, la comida
del cordero, el día del paso del Señor, cuando la sangre era signo de
salvación.
No sabemos si Jesús
siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía la cena acostumbrada en sus ocho
partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta. 2. La bendición de la fiesta
(Kiddush), todos a la mesa, bendiciendo la primera copa y tomando hiervas. 3.
La historia de la salida de Egipto (Hagadah), y se servían la segunda copa de
vino y leían Éxodo, capítulo 12. Se asaba en un asador en forma de cruz el
cordero, sin romper ningún hueso. 4. Oración de acción de gracias por la salida
de Egipto. Todos se ponían de pie y recitaban el salmo 113. 5. La solemne
bendición de la comida. 6. La cena pascual. 7. Bebida de la tercera copa de
vino: la copa de la bendición. 8. Bendición final (leyendo Números 6,24-26) y
con una cuarta copa, “de Melquisedec”.
En una meditación,
Ratzinger comentaba que “la Pascua judía era y sigue siendo una fiesta
familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el
relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor,
aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche
de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos,
que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con
destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar
inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y
abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el
caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
El Salmo nos
canta: “El cáliz de la bendición es
comunión con la sangre de Cristo. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha
hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor”. Este cáliz es identificado por la tradición
cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva
Alianza» (1 Cor 11,25; Luc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen
referencia precisamente a la Eucaristía.
3. San Josemaría se preguntaba por los
sentimientos de Jesús, en esa despedida, cuando algunos se dan una fotografía y
unas palabras de recuerdo… pero “Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor:
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad:
se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos
legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a
desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída,
amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso
momento. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad” (Es Cristo que pasa 83-84).
San Pablo narra: “Yo he recibido una tradición, que procede
del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en
que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió
y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria
mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es
la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en
memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz,
proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”. La liturgia define el Jueves santo como «el hoy eucarístico», el día en que «nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus
discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Canon
romano, Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo,
instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada
santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda
emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos,
para pronunciar las mismas palabras de Cristo «la víspera de su pasión». Desde
aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde… la Iglesia vive
mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola
hasta que vuelva su Señor. Dice también san Agustín: «come la vida, bebe la
vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra» (Sermón 131,
I, 1).
«Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen»; así reza hoy
la Iglesia: «Concédenos pregustarte en el momento decisivo de la muerte». Sí,
tómanos de la mano, oh Jesús eucarístico, en esa hora suprema que nos
introducirá en la luz de tu eternidad: «O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Maria”.
Llucià Pou
Sabaté
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