viernes, 29 de marzo de 2013


Meditación de Viernes santo.
1. Jesús, quiero contemplarte en Cruz, como la máxima revelación del amor divino. Me amas tanto que mueres por mí. Y me enseñas con tu vida a no buscar el éxito sino la verdad, el bien, la libertad… tú vences con tu muerte. No con el éxito, sino con el amor que por el dolor nos lleva a la gloria.
Amado Jesús Mío, por mí vas a la muerte, quiero seguir tu suerte, muriendo por tu amor. Perdón y gracia imploro, transido de dolor. F. Carvajal cita la anécdota de un pueblecito alemán, que quedó prácticamente destruido durante la segunda guerra mundial. Tenía en una iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del lugar eran muy devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los campesinos encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No sabían muy bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo  era muy antiguo y de gran valor- restaurado, con unos brazos nuevos; a otros les parecía mejor encargar una réplica del antiguo. Por fin, después de muchas deliberaciones, decidieron colocar la talla que siempre había presidido el retablo, tal como había sido hallada, pero con la siguiente inscripción: Mis brazos sois vosotros... Así se puede contemplar hoy sobre el altar. Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha querido tener necesidad de los hombres. El Señor nos envía para acercarse a este mundo enfermo que no sabe muchas veces encontrar al Médico que le podría sanar. «Si todos los hijos de la Iglesia -decía Juan Pablo I- fueran misioneros incansables del Evangelio, brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad». De nuestra unión con Jesús surgirá ese ser Jesús que pasa en el mundo, a través nuestro. Por eso podemos rezar con el Cura de Ars: “Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Dios mío, infinitamente amable y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.
Te amo, Dios mío, y sólo deseo ir al cielo para tener la felicidad de amarte perfectamente.
Te amo, dios mío, y sólo temo el infierno  porque en él no existirá nunca el consuelo de amarte.
Dios mío, si mi lengua no puede decir en todo momento que te amo, al menos quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro.
Ah! Dame la gracia de sufrir amándote, de amarte en el sufrimiento y de expirar un día amándote y sintiendo que te amo.
A medida que me voy acercando al final de mi vida te pido que vayas aumentando y perfeccionando mi amor. Amén”.
Jesús, gracias porque eres comprensivo, rezando incluso por los que te matan: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Con esto me vences, más que con el temor. Aunque he sido tu enemigo, mi Jesús: como confieso, ruega por mí: que, con eso, seguro el perdón consigo. / Cuando loco te ofendí, no supe lo que yo hacía: / sé, Jesús, del alma mía y ruega al Padre por mí”. 
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu infinita misericordia.

2. Ante Cristo crucificado estábamos todos, y por nosotros murió.
a) Llegó la “hora de Jesús”, cuando "entregó el espíritu" (Jn 19,30), “transmitió" el espíritu. Espíritu de amor, de amar hasta dar la vida. En la cruz descubrimos de verdad a Dios, su amor (el cielo). Por eso la cruz es el signo del cristiano. No refleja sufrimiento, aguante, ascesis, fatalidad, sino amor radical hasta dar la vida. No es una opción que se nos impone. Se ofrece para todo aquél que quiera asumirla. Jesús nos da la libertad de rechazar la invitación.
"Envió Dios a su hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos" (Ga 4,4-5). Jesús da la vida por cada uno de nosotros. Es un gesto de alcance universal, que no excluye a nadie y que respeta la libertad de los que prefieren basar su salvación en la ley. Ya no podemos limitarnos a dar nuestra vida sólo en favor de unos pocos familiares o amigos (a veces se muere por entes abstractos, como las ideologías o las patrias). La invitación es universal: debemos ser capaces de dar la vida por todos. Como Él lo hizo (Dabar 1981).
b) Allí estábamos todos. Una presencia temblorosa, llena de amor. ¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor? / ¿Estabas allí cuando le clavaron en el árbol? / ¡Oh! A veces me hace temblar, temblar, temblar. / ¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor?» (Himno popular americano). «La cruz no es solamente el madero, es la corporificación del odio, de la violencia y del  crimen humano» (L. Boff). Es el pecado. Al cargar con la cruz, Cristo cargó con el pecado: el  mío, el tuyo, el de todos. El Cordero de Dios cargó con el pecado del mundo, haciéndose a  sí mismo «pecado» (2 Cor 5,21).
Estábamos allí condenando al Justo… Por lo tanto, cada vez que cometemos una injusticia, estábamos allí condenando al Justo;  cada vez que mordemos al hermano con la crítica o la calumnia, estábamos allí  sentenciando al Inocente; cada vez que despojamos al pobre con nuestro egoísmo y nuestra  insolidaridad, estábamos allí repartiéndonos sus ropas; y cada vez que agredimos al indefenso con nuestra violencia o nuestra prepotencia, estábamos allí torturando al  Cordero; y cada vez que negamos al prójimo una ayuda, estábamos allí como espectadores  fríos e insolidarios; y cada vez que callamos por miedo y no actuamos proféticamente,  estábamos allí, sin atrevernos a dar la cara, ni a salir en defensa del condenado ni a  expresar siquiera nuestros sentimientos. Cuando traicionamos, estábamos allí; cuando  somos cobardes, estábamos allí; cuando somos infieles, estábamos allí; cuando dudamos,  estábamos allí; cuando mentimos, estábamos allí; siempre que nos ciega y nos esclaviza la  pasión, estábamos allí.
Aunque también podríamos decirlo a la inversa, que es Cristo el que está aquí. Cristo se  hace presente en todo hermano que esté oprimido, marginado o injustamente condenado;  en todo el que es pobre, débil, explotado o torturado; en todo el que es de un modo u otro víctima de su hermano. Pues si él está aquí, es que estábamos nosotros allí.
Pascal ponía en boca de Jesús: "Yo  derramaba tal y tal gota de sangre pensando en ti"; antes de que llegaras a la existencia, yo  te elegí; antes de que te formaras en el vientre materno, yo te redimí; antes de que  nacieras, yo te amé. Estábamos allí todos, siendo objeto de la oración de Cristo, que nos iba presentando al  Padre en aquel momento de gracia. Estábamos allí y también a nosotros dirigía sus  palabras: por cada uno de nosotros pedía perdón al Padre, «porque no sabemos lo que  hacemos»; a cada uno de nosotros prometía el paraíso: «Hoy estarás conmigo», y eso es ya  el paraíso; a cada uno de nosotros encomendó la madre, para que la «llevemos a nuestra  propia casa».
Estar ante Jesús en la Cruz es como estar junto a la zarza ardiendo o dentro de la nube divina, es como sentirte invadido por una fuerza  misteriosa que te arrebata y transciende, es entrar en la danza del Espíritu. Reviviendo el  misterio pascual, se tiene que apoderar de nosotros un santo y maravilloso temblor” (de “Caritas”, 1990).

c) “Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). La liturgia de la Iglesia no es otra cosa que la contemplación del traspasado… Jesús, cuyo costado fue traspasado a la misma hora en que tenía lugar el sacrificio ritual de los corderos pascuales en el templo, el verdadero Cordero pascual, inmaculado, quien de verdad quita el pecado, de quien era símbolo todo sacrificio expiatorio, que era meramente sustitutivo. “Pero todo resulta inútil porque no hay nada que pueda sustituir en realidad al hombre: por mucho que éste ofrezca, siempre es poco. Así lo indican las críticas de los profetas al culto, imbuido de un excesivo ritualismo: Dios, al que pertenece todo el mundo, no necesita vuestros machos cabríos y vuestros toros; la pomposa fachada del rito sólo sirve para ocultar el olvido de lo esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a nosotros mismos y desea que le adoremos con la actitud de un amor sin reservas” (J. Ratzinger).
El costado también hace referencia a Adán y de su costado del que nace Eva. Así Cristo y la humanidad creyente, la Iglesia nació del costado abierto de Cristo muerto. Cristo existe para los demás, y es meta de la verdadera esencia humana. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, existir para los otros y existir a partir de Dios.
Manan sangre y agua, figura de “dos sacramentos fundamentales, eucaristía y bautismo, que, a su vez, significan el contenido auténtico de la esencia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son las dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque el bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa bajo el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre representa mucho más que un juego de palabras; podemos comprender su sentido a través del hecho del matrimonio y de la comunidad de nombres que se origina entre dos personas, como expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy parecido al del matrimonio: penetración de nuestra existencia por la suya, inmersión de mi vida en la suya, que se convierte así en medida y ámbito de mi ser.
La eucaristía significa sentarse a la mesa con Cristo, uniéndonos a todos los hombres, ya que al comer el mismo pan, el cuerpo del Señor, no sólo lo recibimos, sino que nos saca de nosotros mismos y nos introduce en él, con lo que forma realmente su Iglesia” (J. Ratzinger).
“Agua y sangre brotaron del cuerpo traspasado del crucificado. Así, lo que es primordialmente señal de su muerte, de su caída en el abismo, es, al mismo tiempo, un nuevo comienzo: el crucificado resucitará y no volverá a morir. De las profundidades de la muerte brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de Jesucristo brilla ya el resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de la cruz significa, pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual” (J. Ratzinger).

3. Procesiones y Pasos de Pasión. Jesús, quiero contemplarte en las imágenes que te presentan hoy en la Cruz, o como Santo Entierro. Y tras de ti, la Virgen Dolorosa en sus diversas advocaciones. Me impresiona ver los penitentes, llevando capuchas y capirotes, cruces o incluso cadenas en los pies descalzos… rezando el rosario, confesando antes de salir o en su paso por la catedral, los costaleros a turnos llevando sobre sus espaldas una carga que les hace participar en la que llevaste por amor nuestro, Señor.
En el corazón llevamos la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio que ayer celebramos, la Oración del Huerto y aquella noche en vela sufriendo, el Vía Crucis y tu Muerte, Jesús. Hoy, al adorarte en la Cruz, me siento tristes por lo que te pasó aquel primer Viernes Santo pero a la vez lleno de esperanza porque era necesario para la Pascua, se acerca ya la Resurrección.
3. Las santas mujeres al pie de la cruz. «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). María es la madre de Santiago el menor y de Joset, Salomé la madre de los hijos de Zebedeo, hay una cierta Juana y una tal Susana (Lc 8,3). Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le habían seguido, llorando, en el camino al Calvario (Lc 23,27-28), ahora en el Gólgota observaban «de lejos» (o sea, desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23,55). Las llamamos «las piadosas mujeres», pero son «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7,23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de Él, junto al joven Juan. Ninguna mujer está involucrada en la muerte de Jesús, tampoco indirectamente, en su condena. Hasta la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se disoció de su condena (Mt 27,19). El Señor, atento a ellas, se aparecerá primero a ellas resucitado.
«¡Ha amado mucho!» (Lc 7,47), dijo Jesús en la unción de la mujer. Ellas seguían a Jesús no disputándose quién era el primero como hacen ellos, sino «para servirle» (Lc 8,3; Mt 27,55), vivir el núcleo del Evangelio. Hoy que vemos un mundo náufrago con la razón, hemos de volver a las «razones del corazón».
El conocer es importante, pero lo es más el amar o no amar, ser amado o no ser amado. El «IQ», «coeficiente intelectual», está bien, pero más importante es el «coeficiente del corazón» Sólo el amor redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación. Es la conclusión del Fausto de Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que hace clavar simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una caricia». Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).

Después del homo erectus, homo faber, homo sapiens-sapiens, hemos de pensar en el hombre que se realiza con el amor, para que esta tierra deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» (Dante, Paradiso). En cierta forma, «el eterno femenino nos salvará» (Goethe, Fausto), si ella es salvada por Cristo. Libre, pero no manipulada por la ideología de género que venía a decir «Mujer no se nace, sino que se hace» (Simone de Beauvoir). En todo caso, será las dos cosas…
San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo». La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo, en tantos que sufren, con sida o encarcelados, rechazados de cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes- Cristo repite que lo que hagamos a ellos: «a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
María Magdalena será la primer testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo Tomás de Aquino: «Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28,8). La liturgia pone en boca de María Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus: «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina».
A la primera de las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ruega por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu (Antífona al
Magnificat, del Común de la fiesta de la Virgen) (R. Cantalamessa).

4. «Podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy». De Jesús en el huerto de los olivos está escrito: «Comenzó a sentir tristeza y angustia. Les dijo: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo"». Y la oración: «¡Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz!». Sufrimiento que está a punto de caer sobre Él. Y «el pecado del mundo» que Él tomó sobre sí y que pesa sobre su corazón como una piedra.

El filósofo Pascal dijo: «Cristo está en agonía, en el huerto de los olivos, hasta el fin del mundo. No hay que dejarle solo en todo este tiempo». Agoniza allí donde haya un ser humano que lucha con la tristeza, el pavor, la angustia, en una situación sin salida como Él aquel día. No podemos hacer nada por el Jesús agonizante de entonces, pero podemos hacer algo por el Jesús que agoniza hoy. Oímos a diario tragedias que se consuman, a veces en nuestro propio vecindario, en la puerta de enfrente, sin que nadie se percate de nada. ¡Cuántos huertos de los olivos, cuántos Getsemaní en el corazón de nuestras ciudades! No dejemos solos a los que están dentro.

En el Calvario, «clamó Jesús con fuerte voz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Se siente rechazado por Dios. La Madre Teresa de Calcuta participó de eso.
En un campo de concentración nazi se colgó a un hombre. Alguien, señalando a la víctima, preguntó iracundo a un creyente que tenía al lado: «¿Dónde está ahora tu Dios?». «¿No lo ves? -le respondió-. Está ahí, en la horca».
Podemos ser como José de Arimatea, que ayudemos a Jesús a bajar de la Cruz, en tantas personas que sufren a nuestro alrededor.
Llucià Pou Sabaté


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