Jueves
de la 20ª semana de Tiempo Ordinario (impar). El sacrificio y la
fe no son nada, si no van unidos a la caridad, que es lo que de verdad
constituye el centro de la religión
“En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la
palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del
pueblo: -«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su
hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no
quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran:
"Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo
está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se
marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los
criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus
tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no
se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que
encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y
reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se
llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en
uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado
aquí sin vestirte de fiesta?' El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a
los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas.
Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los
llamados y pocos los escogidos» (Mateo
22,1-14).
1. La parábola del "Festín de
bodas", en el centro mismo de la ciudad de Jerusalén, semanas antes de la
muerte de Jesús, tiene la intención clara de mostrar cómo el pueblo de Israel,
el primer invitado, pueblo de la promesa y de la Alianza, dice que no, se
resiste a reconocer en Jesús al Mesías, no sabe aprovechar la hora de la
gracia.
-“El
Reino de los cielos es comparable a un Rey que celebra el banquete de bodas de
su Hijo”. Dios sueña en una fiesta universal para la humanidad... una
verdadera fiesta de "boda"... con banquete, danzas, música, trajes,
cantos, alegría, comunión. Dios casa a su Hijo... Conforme al querer del Padre
la desposada a quien ama es la humanidad, la Iglesia. Y el Padre es feliz de
ese amor de su Hijo. Jesús enamorado de la humanidad. Esposo místico.
-“Envió
a sus criados a "llamar" a la boda a los invitados... Venid a la boda”.
Dios invita, Dios llama, Dios propone. Es una de las mejores imágenes del
destino del hombre. Hoy, muchas personas no saben ya cuál es el objetivo de su
vida: ¿a dónde vamos?, ¿por qué hemos nacido?, ¿qué sentido tiene nuestra vida?
Jesús, tú nos dices que estamos hechos
para la "unión con Dios" por ti. El objetivo del hombre, su
desarrollo total, es la "relación con Dios": ¡amar, y ser amado! Todos
los amores verdaderos de la tierra son el anuncio, la imagen, la preparación y
el signo de ese amor misterioso y, a la vez, portador de una mayor plenitud.
-“Pero
ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los
demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron”. ¿Cómo
explicar que prefiramos el "trabajo" a la "fiesta"; que
vayamos a nuestras tareas en lugar de ir a participar del "manjar de
Dios"?, ¿que nos encerremos en los límites de nuestra condición humana en
lugar de ir a dar un paseo por el universo de Dios para respirar a fondo aires
puros?
-“El
rey se indignó... dio muerte a aquellos homicidas... y prendió fuego a su
ciudad...” Mateo escribía esto en los años en que Jerusalén fue incendiada
por los romanos de la Legión de Tito, en el 70. La ciudad santa es señal de la
Iglesia, que a su vez es la Esposa aquí anunciada de Cristo: «La Iglesia que es llamada también «la
Jerusalén de arriba» y «madre nuestra», se la describe como la esposa
inmaculada del Cordero inmaculado. Cristo la amó y se entregó por ella para
santificaría; se unió a ella en alianza indisoluble, la alimenta y la cuida sin
cesar» (Catecismo 757).
-“Id,
pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, buenos y malos,
invitadlos a la boda... y la sala de bodas se llenó de comensales”. Es la
Iglesia, comunidad abigarrada, mezcla de toda clase de razas y de condiciones
sociales, pueblo de puros y de santos, pueblo de malos y de pecadores, cizaña y
buen grano... ¡Dios quiere salvar a todos los hombres. Dios nos invita a todos!
Pero no basta con entrar en la fiesta: se requiere una actitud coherente con la
invitación. Hay que llevar el "traje de boda" para no ser echado a
las tinieblas de fuera. El tema del "traje": para entrar en el Reino,
hay que "revestirse de Cristo", dirá San Pablo, "revestirse del
hombre nuevo". La salvación no es automática: hay que ir correspondiendo
al don de Dios (Noel Quesson).
No
basta entrar en la Iglesia, o pertenecer a una familia cristiana o a una
comunidad religiosa. Se requiere una conversión y una actitud de fe coherente
con la invitación: Jesús,
pides a los tuyos, no sólo palabras, sino obras, y una «justicia» mayor que la
de los fariseos. Cuando tú alabas a los paganos en el evangelio, como al
centurión o a la mujer cananea o al samaritano, es porque ves en ellos una fe
mayor que la de los judíos: ése es el vestido para la fiesta. Y es que no hay
nada más exigente que la gratuidad y la invitación a una fiesta. Todo don es
también un compromiso. Los que somos invitados a la fiesta del banquete -a la
hora primera o a la undécima, es igual- debemos «revestirnos de Cristo» (Ga 3,27), «despojarnos del hombre viejo, con sus obras, y revestirnos del hombre
nuevo» (Col 3,10; J. Aldazábal).
El
vestido humaniza el cuerpo, ayuda a situarse entre los semejantes, le saca a
uno del anonimato. De ahí que sea con toda normalidad signo de la alianza entre
Yahvé e Israel. Explicaba S.
Gregorio Magno: “¿qué debemos entender
por el vestido de boda sino la caridad? De modo que entra a las bodas, pero no
entra con vestido nupcial, quien, entrando en la Iglesia, tiene fe pero no
tiene caridad”. Es un amor que se manifiesta en las distintas virtudes: «Me
gusta comparar la vida interior a un vestido, al traje de bodas de que habla el
Evangelio. El tejido se compone de cada uno de los hábitos o prácticas de
piedad que, como fibras, dan vigor a la tela. Y así como un traje con un desgarrón
se desprecia, aunque el resto esté en buenas condiciones, si haces oración, si
trabajas..., pero no eres penitente -o al revés-, tu vida interior no es -por
decirlo así- cabal» (J. Escrivá, Surco
249).
2. La revelación es perfecta en Cristo, pero
hasta entonces deberá progresar poco a poco. Hay gente primitiva, cultura
primitiva, una religión por purificar: -“Jefté
hizo un voto al Señor: "Si entregas en mis manos a los ammonitas, el
primero que salga de mi casa será para el Señor y lo ofreceré en
holocausto"”. El sacrificio humano no es querido por Dios. Las
civilizaciones antiguas seguían esas costumbres "bárbaras". Tan
bárbaras como el aborto, quizá peor que los «sacrificios de niños» de las
viejas religiones.
-“Jefté
pasó donde los ammonitas para atacarlos y el Señor los entregó a sus manos. Los
derrotó... Fue una grandísima derrota...” Batallas, venganzas... En efecto
esto es el reflejo de la humanidad corriente. La revelación de Dios no cambia
de inmediato las costumbres, las toma tal cual son, para hacerlas evolucionar.
Dios no se resigna al mal, sino que trabaja para salvar a los hombres de sus
ambigüedades.
-“Cuando
Jefté volvió a su casa, he aquí que su hija salía a su encuentro bailando al
son de las panderetas. Era su única hija. En cuanto la vio rasgó sus vestiduras”.
Ese padre que ha hecho un voto tan imprudente nos indigna, nos mueve a
compasión hacia esa hija inocente que será sacrificada a los imperativos de la
guerra. -“Ella le respondió: «Padre mío,
hablaste muy deprisa ante el Señor, trátame según tu palabra ya que el Señor te
ha concedido vengarte de tus enemigos, los ammonitas”. El «sacrificio
voluntario» de esa joven que ofrece su vida nos conmueve... -“Sólo te pido una cosa: déjame un respiro de
dos meses, para ir a vagar por las montañas y llorar con mis compañeras la
desgracia de morir sin haber conocido el matrimonio." Él le dijo
«vete", y la dejó marchar”. Profunda humanidad de esos detalles,
ternura en medio de la barbarie. Ayúdanos, Señor, a superar las apariencias
para saber adivinar los sentimientos humanos que se disimulan bajo ciertos
disfraces (Noel Quesson). «Se fue por
los montes... y lloró por dos meses su virginidad... La muchacha había quedado
virgen».
3. El episodio de Abrahán, dispuesto a
ofrecer la vida de su hijo Isaac y detenido por la mano del ángel, se
interpretaba precisamente como una desautorización de los sacrificios humanos.
Jefté no tenía que haber hecho ese voto. Ni cumplirlo, una vez hecho. En la
literatura griega tenemos un ejemplo paralelo del dramaturgo Eurípides, que
cuenta cómo Agamenón, en la guerra de Troya, y también como consecuencia de una
promesa hecha durante una tempestad, sacrifica a su hija Ifigenia. La historia
es triste, pero también nos puede dar lecciones. La vida humana se ha de
respetar absolutamente. Y eso desde su inicio hasta el final. Sólo Dios es
dueño de la vida y de la muerte. Hay que rechazar todo «sacrificio de la vida
humana». Lo mismo hizo Herodes con la promesa hecha a su hija bailarina, que le
pidió la cabeza del Bautista, aunque en aquella ocasión no fue precisamente
ningún voto a Dios.
El salmo, por una parte, niega la validez de
los criterios paganos: «dichoso el que
no acude a los idólatras, que se extravían con engaños; tú no quieres sacrificios
ni ofrendas...». Pero, por otra, valora la ofrenda de sí mismo que supone
hacer un voto a Dios: «Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad... Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las
entrañas». Las promesas y el pacto y los votos que están en la base del
matrimonio cristiano o de la ordenación sacerdotal o de la vida religiosa y
consagrada son una ofrenda de la propia vida a una vocación, en definitiva, a
Dios, que es el que nos da la fuerza para llevarla a término con firmeza,
aunque nos pida sacrificios nada fáciles. La
Carta a los Hebreos pone estas palabras en labios de Jesús en el mismo momento
de su encarnación (Hebr 10,8-10, Catecismo
2824).
Llucià Pou Sabaté
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