Viernes de la Octava de Pascua: Jesús resucitado está en nuestro trabajo y toda
nuestra vida, para orientarnos hacia la salvación
“Después se apareció
de nuevo Jesús a sus discípulos junto al mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban
juntos Simón Pedro y Tomas, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de
Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón
Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron,
pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Llegada ya la
mañana, se presentó Jesús en la orilla; pero sus discípulos no sabían que era
Jesús. Les dijo Jesús: Muchachos, ¿tenéis algo de comer? Le contestaron: No. Él
les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y
ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien
amaba Jesús dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor se
ciñó la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar Los otros discípulos
vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos
codos, arrastrando la red con los peces” (Juan 21,1-14).
1. El
lago de Genesaret es un lugar privilegiado de la naturaleza: aguas dulces que
bajan del Hermón hacia el Jordán. Vegetación arbolada y entorno de prados, en primavera
todo lleno de hermosas florecillas. Temperatura deliciosa. Sembrado de puertos
de pescadores. El Sermón del monte tuvo ese escenario. Nazaret está cercana, también
Betsaida -lugar de nacimiento de Pedro, Juan, Felipe, Andrés y Santiago-
Cafarnaúm -donde vivían Pedro y Andrés cuando Jesús les llamó definitivamente-,
Magdala -lugar de la conversión de la mujer pecadora, Tiberíades -localidad
romana de mala fama entre los judíos-, otras junto a pequeños puertos de
pescadores, como Tesbhita, marco del texto de hoy:
“Hallábanse juntos Simón Pedro, y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael, que
era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y otros dos de sus discípulos.
Díceles Simón Pedro: voy a pescar. Ellos respondieron: vamos también nosotros
contigo. Fueron, pues, y entraron en la barca; y aquella noche no cogieron
nada. Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera”. Pasa al lado de
sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él: y ellos no se dan
cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y
vivimos una vida tan humana!
-“Salieron y
entraron en la barca, y en aquella noche no cogieron nada”. El fracaso. El
trabajo inútil aparentemente. A cualquier hombre le suele pasar esto alguna
vez: se ha estado intentando y probando alguna cosa... y después, nada.
Pensemos en las propias experiencias, decepciones. No para entretenernos en
ellas morbosamente, sino para ofrecértelas, Señor. Creo que Tú conoces todas
mis decepciones... como Tú les habías visto afanarse penosamente en el lago,
durante la noche, y como les habías visto volver sin "nada"...
Cristo está vecino, y no se lleva una mirada de
cariño, una palabra de amor de sus hijos. San Josemaría Escrivá decía esto
hablando del apostolado y especialmente de la actividad sacerdotal, que como
Jesús a la orilla espera las almas que llevan los pescadores, metidos en su
trabajo, en su acercar amigos a Jesús, en el “apostolado en la vida ordinaria”.
Los apóstoles ejercen su profesión, como
el nuestro, que puede ser convertido en ocasión de un encuentro personal con
Cristo, que nos espera en la orilla del lago: “Antes de ser apóstol, pescador.
Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después.
”¿Qué cambia entonces? Cambia que en
el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se
presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo
irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei, las cosas maravillosas que hace el Señor, si le
dejamos hacer […].
”Los
discípulos -escribe San Juan- no
conocieron que fuese Él. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que comer? Esta escena familiar de Cristo,
a mí, me hace gozar. ¡Que diga esto Jesucristo, Dios! ¡Él, que ya tiene cuerpo
glorioso! Echad la red a la derecha y
encontraréis. Echaron la red, y ya
no podían sacarla por la multitud de peces que había. Ahora entienden.
Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han
escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y
comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.
”Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el
Señor. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta
esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente
hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un
corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
”Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar.
Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el
amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?
”Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de
peces, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos.
Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque es suya. Para que
aprendamos que las almas son de Dios, que nadie en esta tierra puede atribuirse
esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia -su anuncio y su realidad de
salvación- no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la gracia
divina. No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué podríamos decir?
Hacemos -porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado: id por todo el mundo y predicad el
Evangelio- el apostolado de Cristo. Los errores son nuestros; los frutos,
del Señor”.
-"¡Echad
la red a la derecha de la barca y hallaréis!", les había dicho poco
antes: dejarse llevar por el Espíritu de Dios, en eso consiste el ser hijos de
Dios. Con la obediencia, “echaron pues
la red y no podían arrastrarla tan grande era la cantidad de peces”. Como
tantas otras veces, Señor, has pedido un gesto humano, una participación.
Habitualmente no nos reemplazas; quieres nuestro esfuerzo libre; pero terminas
el gesto que hemos comenzado para hacerlo más eficaz. Cuando llegan a la playa,
“Jesús les dijo: "¡Venid y comed!"
Jesús había preparado pan –quizá tostado- y pescado seguramente hecho al fuego.
Siempre este "signo" misterioso de "dar el pan"..., de la
comida en común, de la que Jesús toma la iniciativa, la que Jesús sirve... La
vida cotidiana, en lo sucesivo, va tomando para ellos una nueva dimensión.
Tareas profesionales. Comidas. Encuentros con los demás. En todas ellas está
Jesús "escondido". ¿Sabré yo reconocer tu presencia?” (Noel Quesson).
«El Señor
condujo a su pueblo seguro, sin alarmas, mientras el mar cubría a sus enemigos.
Aleluya» (Sal 77,53), comenzamos diciendo en la Misa de hoy, y rezamos en
la Colecta: «Dios Todopoderoso y eterno,
que por el misterio pascual has restaurado tu alianza con los hombres;
concédenos realizar en la vida cuanto celebramos en la fe». Celebramos el gran
medio para la santificación, la misa, la Comunión: «Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos, comed”. Y tomó el pan y se lo dio.
Aleluya» (cf. Jn 21,12-13) y pedimos en la Postcomunión: «Dios Todopoderoso, no ceses de proteger con
amor a los que has salvado, para que así, quienes hemos sido redimidos por la
Pasión de tu Hijo, podamos alegrarnos en su Resurrección».
Ahí vamos a enraizarnos para llevar savia a todo lo
que hacemos. San Hipólito decía: «Antes que los astros, inmortal e inmenso,
Cristo brilla más que el sol sobre todos los seres. Por ello, para nosotros que
nacemos en Él, se instaura un día de Luz largo, eterno, que no se acaba: la
Pascua maravillosa, prodigio de la virtud divina y obra del poder divino,
fiesta verdadera y memorial eterno, impasibilidad que dimana de la Pasión e
inmortalidad que fluye de la muerte. Vida que nace de la tumba y curación que
brota de la llaga, resurrección que se origina de la caída y ascensión que
surge del descanso... Este árbol es para mí una planta de salvación eterna, de
él me alimento, de él me sacio. Por sus raíces me enraízo y por sus ramas me
extiendo, su rocío me regocija y su espíritu como viento delicioso me
fertiliza. A su sombra he alzado mi tienda y huyendo de los grandes calores
allí encuentro un abrigo lleno de rocío... Él es en el hambre mi alimento, en
la sed mi fuente... Cuando temo a Dios, Él es mi protección; cuando vacilo, mi
apoyo; cuando combato, mi premio; y cuando triunfo, mi trofeo...». Es lo que
pedimos en el Ofertorio: «Realiza, Señor,
en nosotros el intercambio que significa esta ofrenda pascual, para que el amor
a las cosas de la tierra se transfigure en amor a los bienes del cielo».
“La llamada de Pedro a ser pastor […] viene después
de la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron
las redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él
les manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no
tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, "aunque eran tantos, no se rompió la red".
Este relato al final del camino terrenal de Jesús
con sus discípulos, se corresponde con uno del principio: tampoco entonces los
discípulos habían pescado nada durante toda la noche; también entonces Jesús
invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía no se llamaba Pedro,
dio aquella admirable respuesta: "Maestro,
por tu palabra echaré las redes". Se le confió entonces la misión:
"No temas, desde ahora serás
pescador de hombres" (Lc 5,1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a
los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen
las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para
Cristo, para la vida verdadera.
”Los Padres han dedicado también un comentario muy
particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en
el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para
convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres
ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del
sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del
Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la
luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de
pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar
salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz
de Dios.
”Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar
a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la
vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la
vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de
nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es
necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos,
por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los
otros la amistad con Él […]. Quien
deja entrar a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace
la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas
de la vida. Sólo
con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición
humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos
libera […] ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien
se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las
puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida " (Benedicto XVI).
Es deliciosa la escena del desayuno con pescado y
pan preparado por Jesús al amanecer de aquel día. Después de que casi todos le
abandonaran en su momento crítico de la cruz, y Pedro además le negara tan
cobardemente, Jesús tiene con ellos detalles de amistad y perdón que llenaron
de alegría a los discípulos. San Agustín hará una alegoría: “El pez asado es
Cristo sacrificado. Él mismo es el pan bajado del cielo. A este pan se
incorpora la Iglesia para participar de la eterna bienaventuranza […] Esta es
la comida del Señor con sus discípulos, con lo cual el Evangelista San Juan,
aun teniendo muchas cosas que decir de Cristo, y absorto según mi parecer en
alta contemplación de cosas excelsas, concluye su Evangelio».
2. Vemos a los discípulos encarcelados «por haber anunciado la resurrección», y
su defensa. El sanedrín los intimida. Pedro -portavoz de los demás apóstoles-
aprovecha para dar testimonio del Mesías delante de las autoridades, como lo
había hecho delante del pueblo. Ya no tiene miedo. Respondió «lleno de Espíritu Santo». Al ver a Anás,
Caifás… pensarían que esos mataron a Jesús. El proceso continúa: filósofos,
historiadores, cineastas…
3. “Este es
el día en que actuó el Señor”. Cristo rechazado ha resucitado y es el
centro de todo: “Dad gracias al Señor,
porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. Pues «la piedra que desecharon los arquitectos es
ahora la piedra angular». Así, Jesús «es
la piedra que vosotros los constructores habéis despreciado y que se ha
convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a
los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hechos 4,11-12)”.
Llucià Pou Sabaté
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