MARTES DE LA TERCERA SEMANA DE
PASCUA: con la confianza puesta en el Señor, abandonamos en Él nuestro espíritu y todas
nuestras cosas. La fe nos hace ver incluso en las contrariedades que todo será
para bien
«Le dijeron: ¿Pues qué
milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a
comer pan del Cielo. Les respondió Jesús: En verdad, en verdad os digo que no
os dio Moisés el pan del Cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del
Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo.
Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Jesús les respondió: Yo soy
el pan de vida; el que viene a mino tendrá hambre, y el que cree en mino tendrá
nunca sed.» (Juan 6,
30-35)
1. “Le replicaron: «¿Qué milagros haces tú para que los veamos y creamos en
ti? ¿Cuál es tu obra?”. En el Evangelio (Jn 6,30-35) seguimos escuchando esa vida en Cristo, cuando le interrogan: “Nuestros padres comieron el maná en el
desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo»”. Jesús les
responde con la profecía de una vida nueva, como decimos en la Comunión : «Si hemos muerto con Cristo, creemos que
también viviremos con Él. Aleluya» (Rm 6,8). Nos habla de la fe y de la
Eucaristía, de la Vida eterna que podemos ya comenzar aquí a vivir: “Jesús les dijo: «Os aseguro que no fue
Moisés quien os dio el pan del cielo; mi Padre es el que os da el verdadero pan
del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al
mundo»”. Como rezamos en la Postcomunión: «Mira, Señor, con bondad a tu pueblo, y ya que has querido renovarnos
con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección
gloriosa». En el pan y el vino de la Misa nos ponemos en manos de Jesús que
ofrece al Padre su misma vida, en la transustanciación del Pan y Vino
consagrados.
-“Ellos le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan».
Jesús les dijo: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre,
y el que cree en mí no tendrá sed jamás”. Es el don de la Eucaristía, la vida eterna
que ya tenemos en la comunión. Así rezamos en el Ofertorio: «Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia
exultante de gozo; y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo de
tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno».
2. En los Hechos (7,51-60; 8,1) sigue Esteban con su discurso, que le llevará al martirio, donde
se ve su vida interior, espíritu contemplativo: “Hombres de cabeza dura e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros
resistís siempre al Espíritu Santo; como fueron vuestros padres, así sois
también vosotros. ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Mataron a los
que predijeron la venida del Justo, del cual vosotros ahora sois los traidores
y asesinos; vosotros, que habéis recibido la ley por ministerio de los ángeles,
y no la habéis guardado». Al oír
esto estallaban de rabia sus corazones, y rechinaban los dientes contra él. “Pero él, lleno del Espíritu Santo, con los
ojos fijos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de
Dios, y dijo: «Veo los cielos abiertos y
al hijo del hombre de pie a la derecha de Dios»”. Es una proclamación de la
estancia de Jesús vivo, resucitado, junto al Padre, intercediendo por nosotros.
Sigue el texto: “Ellos, lanzando grandes gritos, se taparon
los oídos y se lanzaron todos a una sobre él; lo llevaron fuera de la ciudad y
se pusieron a apedrearlo. Los testigos habían dejado sus vestidos a los pies de
un joven llamado Saulo. Mientras lo apedreaban, Esteban oró así: «Señor Jesús,
recibe mi espíritu». Y puesto de rodillas, gritó con fuerte voz: «Señor, no les
tengas en cuenta este pecado». Y
diciendo esto, expiró. Saulo aprobaba este asesinato. Aquel día se desencadenó
una gran persecución contra la
Iglesia de Jerusalén; y todos, excepto los apóstoles, se
dispersaron por las regiones de Judea y Samaría”.
La misma petición que su
maestro Jesús, pide por los que le matan. «Es evidente que los que sufren por
Cristo gozan de la gloria de toda la Trinidad. Esteban vio al Padre y a Jesús
situado a su derecha, porque Jesús se aparece sólo a los suyos, como a los
Apóstoles después de la resurrección. Mientras el Campeón de la fe permanecía
sin ayuda en medio de los furiosos asesinos del Señor, llegado el momento de
coronar al primer mártir, vio al Señor, que sostenía una corona en la mano
derecha, como si se animara a vencer la muerte y para indicarle que Él asiste
interiormente a los que van a morir por su causa. Revela, por tanto, lo que ve,
es decir, los cielos abiertos, cerrados a Adán y vueltos a abrir solamente a
Cristo en el Jordán, pero abiertos también después de la Cruz a todos los que
conllevan el dolor de Cristo y en primer lugar a este hombre. Observad que
Esteban revela el motivo de la iluminación de su rostro, pues estaba a punto de
contemplar esta visión maravillosa. Por eso se mudó en la apariencia de un
ángel, a fin de que su testimonio fuera más fidedigno» (San Efrén).
¿Miró Esteban a Saulo?
¿Fue su sacrificio semilla de la conversión? Sabemos que todo es para bien,
pues Dios nos ama y no permitiría algo malo si no fuera porque de ahí saldrá
una cosa buena. La fe nos ayuda a ver que todas las cosas de la tierra, incluso
los problemas y las cosas malas, por culpa nuestra o sin ella, nos ayudan a una
vida mejor, que todo será para bien. Tenemos idea de lo que es bueno y lo malo,
pero no tenemos la perspectiva, visión de conjunto de la historia del mundo y
cada uno de nosotros. Recuerdo la pregunta que nos hacíamos ante la desgracia
de hace unos años en el desastre del tsunami oriental, y es aplicable a
cualquier circunstancia histórica: “¿Dónde estaba Dios el día del tsunami?”
¿Por qué el mal? ¿Por qué el tsunami, tanta muerte y devastación? ¿Cómo es
posible que Dios permita todo esto?, y si es bueno, ¿cómo cuida de los hombres?
Si es Omnipotente ¿por qué no hace algo? Esta es la gran pregunta. Hay dos
soluciones ante esta pregunta: o todo es absurdo o la vida es un misterio. Pero
acogernos al misterio no significa dejar de pensar. No. También ahí se me
presentan dos opciones: Dios es malo porque yo no entiendo como permitiría
esto, o bien Dios es bueno y sabio, pero yo no entiendo de qué va la cosa. Es
como aquella historia de un aprendiz de monje que al entrar en el convento le
encargaron colaborar en tejer un tapiz. Al cabo de varios días, dijo de golpe:
"no aguanto más, esto es insoportable, trabajar con un hilo amarillo
tejiendo en una maraña de nudos, sin belleza alguna, ni ver nada. ¡Me
voy!..." El maestro de novicios le dijo: "ten paciencia, porque ves
las cosas por el lado que se trabaja, pero sólo se ve tu trabajo por el otro
lado", y le llevó al otro lado de la gran estructura del andamio, y se
quedó boquiabierto. Al mirar el tapiz contempló una escena bellísima: el
nacimiento de Jesús, con la
Virgen y el Santo Patriarca, con los pastores y los
ángeles... y el hilo de oro que él había tejido, en una parte muy delicada del
tapiz: la corona del niño Jesús. Y entendió que formamos parte de un designio
divino, el tapiz de la historia, que se va tejiendo sin que veamos nunca por
completo lo que significa lo que vemos, su lugar en el proyecto divino. No lo
veremos totalmente hasta que pasemos al otro lado, cuando muramos a esta vida y
pasemos a la otra.
Jesús no vino a quitar
el sufrimiento, sino a llenarlo de contenido, al dejarse clavar en la cruz. Y
enseñó incluso que los que lloran son bienaventurados porque serán consolados
(Mt 5,4). De manera que el mal es un problema difícil de resolver, pero ante él
toda la tradición cristiana es una respuesta de afirmación de que donde la
cabeza no entiende, el amor encuentra un sentido escondido cuando se ve con la
fe que Dios no quiere el mal, pero deja
que los acontecimientos fluyan, procurando en su providencia que todo concurra
hacia el bien: todo es para bien, para los que aman a Dios.
3. El Salmo (31,3-4.6-8.17-21)
muestra esa confianza en Dios, se aplica a Jesús en la cruz, y también Esteban
usa esas palabras antes de entregar su espíritu: “Atiéndeme, ven corriendo a liberarme; sé tú mi roca de refugio, la
fortaleza de mi salvación; ya que eres tú mi roca y mi fortaleza, por el honor
de tu nombre, condúceme tú y guíame; en
tus manos encomiendo mi espíritu; tú me rescatarás, Señor, Dios verdadero…
yo he puesto mi confianza en el Señor; tu amor ser mi gozo y mi alegría, porque
te has fijado en mi miseria y has comprendido la angustia de mi alma; mira a tu
siervo con ojos de bondad y sálvame por tu amor”. Nosotros podemos también
recitarlo, ponernos en lugar de los mártires, de tantos que sufren, de nuestras
oscuridades: “"Tú eres mi Dios". Tú eres el Creador; yo no soy sino
un poquito de polvo en tus manos. Puedes configurarme a tu antojo o dejarme
reducido a la nada. Y, con todo, eres mi Dios; sí, mío, yo te tengo, me
perteneces. No me has creado para luego abandonarme, sino que te ocupas de mí.
Es cierto que riges al mundo entero, pero él no te preocupa más que yo: "Tú eres mi Dios; mis días están en tus manos"”
(Emiliana Löhr). En la Colecta pedimos: «Señor, tú que abres las puertas de tu
reino a los que han renacido del agua y del Espíritu. Acrecienta la gracia que
has dado a tus hijos, para que purificados del pecado alcancen todas tus
promesas».
Llucià Pou Sabaté
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