JUEVES DE LA SEGUNDA SEMANA DE
PASCUA: la vida nueva lleva
a obedecer a Dios en lo profundo de nuestra conciencia.
“El que es de la tierra es terreno y habla
como terreno; el que viene del cielo está sobre todos. Da testimonio de lo que
ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio. El que lo acepta certifica
que Dios dice la verdad. Porque el que Dios ha enviado dice las palabras de
Dios, pues Dios le ha dado su espíritu sin medida. El Padre ama al hijo y ha
puesto en sus manos todas las cosas. El que cree en el hijo tiene vida eterna;
el que no quiere creer en el hijo no verá la vida; la ira de Dios pesa sobre él”
(Juan 3,31-36).
1. En el Evangelio (Jn 3,31-36) sigue Jesús
hablándonos de su relación con el Padre y de cómo podemos entrar ahí nosotros,
por la fe: “El que es de la tierra es terreno y habla como terreno; el que viene
del cielo está sobre todos”: el mejor uso de la libertad es no hacer según
criterios «de la tierra», sino «del cielo», como decía Jesús a Nicodemo.
-“Da
testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie acepta su testimonio. El que
lo acepta certifica que Dios dice la verdad. Porque el que Dios ha enviado dice
las palabras de Dios, pues Dios le ha dado su espíritu sin medida”: Y las palabras
de Dios son vida, por eso las besamos en su proclamación de la misa, pues ahí
está Jesús en la mesa de la Palabra, como besa el sacerdote el altar donde
Jesús dispone la mesa de la Eucaristía.
-“El
Padre ama al hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas. El que cree en el
hijo tiene vida eterna; el que no quiere creer en el hijo no verá la vida; la
ira de Dios pesa sobre él»”. Acoger a Jesús y su palabra es tener Vida eterna.
Esta Vida está en la Eucaristía, la Palabra que queda sacramentalmente día a
día a nuestra disposición, para escucharla en el Misterio, para alimentarnos de
su Cuerpo, para tomar fuerza y defenderla en el mundo ante los ataques contra
la dignidad de la persona, y llevar ese Amor donde quiera que vayamos, con fe y
valentía.
2. Sigue los Hechos (5,27-33) con esa nueva cárcel de los Apóstoles: “Los
trajeron y los presentaron al tribunal supremo. El sumo sacerdote les preguntó:
«¿No os ordenamos solemnemente que no enseñaseis en nombre de ése? Y, sin
embargo, habéis llenado Jerusalén de vuestra doctrina y queréis hacernos
responsables de la sangre de este hombre»”. Los apóstoles no admiten un
mandato injusto, por eso desobedecen al Sanedrín, recuerdan a los gobernantes
que la obediencia a Dios es lo primero. La profundidad de las convicciones que
Jesús ha despertado ya no se apagará con el martirio, al revés: se extenderá
más y más la fe. Ante el “non serviam”
–no te serviré- de Satanás y tantos que no quieren amar, los primeros
cristianos dejan actuar al Espíritu Santo en sus vidas, dejan que actúe Jesús
en ellos, y “este grito –serviam!- es voluntad de ‘servir’ fidelísimamente, aun
a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios” (san Josemaría Escrivá). Los
poderosos son unos miedosos, personas vacías; Jesús continúa siempre allí, vivo,
se prolonga en sus apóstoles. El tribunal que condenó a Jesús debe tener
síntomas de impotencia ahora, al ver nacer a la Iglesia como continuación de
Cristo. Pedro habla, como portavoz,
no sólo de los demás apóstoles, sino de Cristo, como símbolo de unidad. Lo
sigue siendo hoy.
“Pedro
y los apóstoles respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien vosotros matasteis
colgándolo de un madero. Dios lo ha ensalzado con su diestra como jefe y
salvador para dar a Israel el arrepentimiento y el perdón de los pecados.
Nosotros somos testigos de estas cosas, como lo es también el Espíritu Santo
que Dios ha dado a los que lo obedecen». Ellos, enfurecidos con estas palabras,
querían matarlos”. Al leer la valentía de esos apóstoles, me pregunto: ¿Me hago
esta pregunta yo también: obedecer a Dios, o bien, obedecer a los hombres? ¿Sé
ir contra corriente, si hace falta a costa de mi honor, de mi dinero, etc.?
3. El Salmo (34,2.9.17-20) pone en nuestra boca la alegría del Tiempo
pascual. Tiempo de esperanza de que
todo irá bien, Dios conduce todas las cosa para nuestro bien: “Bendeciré al Señor a todas horas, su
alabanza estará siempre en mi boca; / gustad y ved qué bueno es el Señor,
dichoso el hombre que se refugia en Él”. Jesús ha hecho la redención por su
Pascua, y las mujeres fueron las primeras en ver al Resucitado, y así como Eva dio
entrada al pecado, las nuevas Evas cristianas serán las portadoras de la
salvación. Nosotros somos también llamados a ser testigos de estas cosas, “gustarlas”,
como dice el Salmo, y darlas a los demás.
Y sigue: “El Señor se enfrenta con los criminales para borrar su memoria de la
tierra. / Ellos gritan, el Señor los atiende y los libra de todas sus
angustias; / el Señor está cerca de los atribulados, Él salva a los que están
hundidos. / El hombre justo tendrá muchas contrariedades, pero de todas el Señor
lo hará salir airoso”. Dios nos da la certeza de que saldremos airosos, si
–como dice la primera lectura- somos obedientes a su voz. Esta presencia de
Dios nos infunde confianza, pues esas dificultades
pueden convertirse en oportunidades. Jesús
pasó por la Cruz
para llegar a la Resurrección. Es necesario que el grano de trigo muera para
que pueda dar fruto. Los sufrimientos unidos a los de Jesús tienen un sentido
salvador. Al Señor, que está cerca de los que sufren, le pedimos hoy «que los dones recibidos en esta Pascua den
fruto abundante en toda nuestra vida» (oración), con firme esperanza en sus
palabras: «Sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (aleluya).
Una consecuencia de esta fe es la objeción de
la conciencia cuando en la sociedad se nos pide algo que va contra ella: la
defensa de la libertad nos lleva a dar la cara con valentía, pues como decía San
Juan Crisóstomo, “no hay peligro para quienes temen a Dios sino para quienes no
lo temen (…). Lo que hay que temer no es el mal que digan contra nosotros, sino
la simulación de nuestra parte; entonces sí que perderíais vuestro sabor y
seríais pisoteados. Pero, si no cejáis en presentar el mensaje con toda su
austeridad, si después oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo propio
de la sal es morder y escocer a los que llevan una vida de molicie. Por tanto,
estas maledicencias son inevitables y en nada os perjudicarán, antes serán pruebas
de vuestra firmeza». Y San Agustín advierte de algo que tiene plena actualidad
en nuestros días: «En otros tiempos
se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; en nuestra época se enseña a
los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se
oía rugir al enemigo, ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y
rondando, difícilmente se le advierte. Es cosa sabida de qué modo se violentaba
entonces a los cristianos a negar a Cristo; procuraban atraerlos así para que
renegasen; pero ellos, confesando a Cristo, eran coronados. Ahora se enseña a
negar a Cristo y, engañándoles, no quieren que parezca que se les aparta de
Cristo (…). Como ciego que oye las pisadas de Cristo que pasa, le llamo... pero
cuando haya comenzado a seguir a Cristo, mis parientes, vecinos y amigos
comienzan a bullir. Los que aman el siglo se me ponen enfrente: ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres!
¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería. Esto es una
locura. Y cosas tales clama la turba para que no sigamos llamando al Señor
los ciegos».
Llucià Pou Sabaté
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