sábado, 9 de noviembre de 2013

Domingo de la semana 32 de tiempo ordinario; ciclo C: Jesús nos habla de la resurrección a la vida eterna
«Se le acercaron algunos de los saduceos los cuales niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere dejando mujer, y éste no tiene hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Pues bien, eran siete hermanos; el primero tomó mujer y murió sin hijos, y lo mismo el siguiente; también el tercero la tomó por mujer; los siete, de igual manera, murieron y no dejaron hijos. Finalmente murió la mujer. Ahora bien: en la resurrección, la mujer ¿de quién será esposa? Porque los siete la tuvieron como esposa». Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; sin embargo, los que sean dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no tomarán ni mujer ni marido. Porque ya no podrán morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán, y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pues no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para El». Tomando la palabra algunos escribas dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y ya no se atrevían a preguntarle más» (Lucas 20,27-40).
 1. Los saduceos, colaboracionistas con los romanos, mandaban en Judea. No admitían más autoridad doctrinal que el Pentateuco (los 5 libros atribuidos a Moisés), y negaban la resurrección de los cuerpos (cf Hch 23,8). Cuentan a Jesús una historia extraña, sobre lo dispuesto por la llamada ley de "levirato" (Dt 25,5s; Gn 38,8): una mujer queda viuda sin hijos, y el hermano del difunto la toma para dar descendencia a su hermano. Y preguntan: “Ahora bien: en la resurrección, la mujer ¿de quién será esposa? Porque los siete la tuvieron como esposa»”.
“Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; sin embargo, los que sean dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no tomarán ni mujer ni marido”. Esto ha sido interpretado muchas veces en el sentido de que en el cielo no se conserva el vínculo del matrimonio, que es sólo “hasta que la muerte les separe”. No dice eso Jesús. En los sagrados libros no se dice nunca que la existencia futura de los resucitados sea exactamente igual que la vida terrena. Además Dios es poderoso para resucitar a los muertos y acabar con la necesidad de la procreación para asegurar la supervivencia de la humanidad una vez glorificada. Que la vida de los resucitados sea como la de los ángeles no quiere decir, sin embargo, que no puedan tener cuerpo sexuado. Sólo se quiere excluir la necesidad de la procreación y afirmar la libertad de todas las necesidades a las que se ven sometidos los hombres en la tierra. Yo me imagino un amor que no implica la posesión de una cierta exclusividad, algo así como el amor de una madre que puede querer con locura a los hijos, cada uno como si fuera único… pero en el cielo no se pierden, en cualquier caso, las cosas buenas de la tierra, y el amor sobre todo.
La fuerza del argumento de Jesús está en que cita el Pentateuco, lo que ellos aceptan como Palabra de Dios. Pero sobre todo nos dice que es un Dios de vivos, que no morimos para la vida eterna: “Porque ya no podrán morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán, y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pues no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para El»”.
Desde Daniel (12,2-3) y otros libros nacidos precisamente en un ambiente de martirio, donde se revela la resurrección de la carne, era más o menos aceptada en los círculos religiosos esa verdad. Los fariseos la admitían (cf Hech 23,8). Jesús la explica revelando plenamente esa maravilla, ese don misericordioso de Dios.
La respuesta de Jesús va también a corregir a los fariseos, que concebían la resurrección en términos supersticiosos, materiales: la vida de los muertos no entra dentro de los esquemas de este mundo presente; es una vida distinta, porque es divina y eterna; podría compararse con la de los ángeles.
El mundo pagano del helenismo no aceptaba la resurrección de los muertos; el cuerpo es la prisión del espíritu y la salvación consiste precisamente en liberarse de él. El pensamiento helenista es fundamentalmente dualista y prefiere hablar de "inmortalidad", no de resurrección. Esto representa una diferencia primaria y sustancial respecto al pensamiento judío. Esto ha vuelto en el tercer milenio en diversas formas de explicación parecida donde el cuerpo es un vestido que se deja hacia una espiritualización progresiva del alma, que aprende, quizá, con sucesivas vidas… Jesús nos explica que también el cuerpo es glorificado.
La reflexión griega busca la razón de la inmortalidad en el hombre mismo: en el hombre hay un elemento espiritual, incorruptible, capaz, por su propia naturaleza, de sobrevivir al cuerpo corruptible. Esto está bien. Pero además está la "resurrección", volver al cuerpo, pero no significa, de ninguna manera, una prolongación de la existencia actual. La resurrección no es la reanimación de un cadáver. Es un salto cualitativo. Por eso precisamente distingue con cuidado la vida futura de la presente. Los griegos tienen profundamente razón al mostrarse insatisfechos de esta existencia y de sus limitaciones; no tendría ningún sentido volver a esta vida y prolongarla.
Es una nueva existencia, en la que todo el hombre entra, no solamente el espíritu. El evangelio habla de "resurrección", no de inmortalidad. La comunidad cristiana pone la solidez de las palabras de Jesús por encima de la cultura de los griegos. No busca la razón de la resurrección en los elementos del hombre, sino que la hace remontar a la fe en el Dios vivo. La promesa de Dios nos asegura que toda la realidad de la persona entra en una vida nueva y, precisamente porque entra en esa vida nueva, dicha realidad queda transformada (Bruno Maggioni).
2. «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará». El martirio de los siete hermanos del que se informa en la primera lectura, contiene también el primer testimonio seguro de la fe en la resurrección (junto a los textos paralelos de Daniel, que son por situaciones históricas similares: el sacrificio martirial viene de esa fe, y produce entrega alrededor). Los hermanos son cruelmente torturados -son azotados sin piedad, se les arranca la lengua, la piel y las extremidades-, pero, ante el asombro de los que los torturan, ellos soportan todo esto aludiendo a la resurrección, en la que esperan recuperar su integridad corporal. Dios les ha dado una «esperanza» que nadie puede quitarles, mientras que los miembros que han recibido del cielo y que les han sido arrancados, podrán recuperarlos en el más allá. Es el cielo para siempre, aunque haya una pena pasajera. Rezamos con el salmista: “Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a mi súplica, que en mis labios no hay engaño. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras. A la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante”.
3. «Hermanos, rezad por nosotros». En la segunda lectura se nos promete -como a los hermanos mártires de la primera- «consuelo permanente y una gran esperanza»; pero se nos promete además, ya en la tierra, una comprensión de la fecundidad espiritual. Esta procede de Cristo y la Antigua Alianza todavía no la conoce. Los hombres que «esperan» firmemente la vuelta de Cristo y la resurrección, los hombres cuyo corazón ama a Dios y reciben de Dios «la fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas», pueden ya desde ahora mediante su oración de intercesión participar en la fecundidad de Dios; el apóstol cuenta con esta oración «para que la palabra de Dios siga su avance glorioso» y poder así poner coto al poder «de los hombres perversos y malvados». La oración cristiana es como una esclusa abierta por la que las aguas de la gracia celeste pueden derramarse sobre el mundo (von Balthasar).
Si quiero llegar a ser hijo de Dios en el cielo, he de escoger el camino que me hace hijo de Dios en la tierra: el camino cristiano. Jesús, sólo si adquiero en la tierra la dignidad de hijo de Dios me reconocerás como hijo en la hora de la resurrección de los muertos. Y esa dignidad no se compra con dinero ni se consigue a base de esfuerzo humano exclusivamente. Esa dignidad la concede el Bautismo, pues me abre a la gracia sobrenatural que me das principalmente con los Sacramentos, y también con la oración y las buenas obras (P. Cardona).
Dicen los psicólogos que la frustración, el bloqueo de las aspiraciones humanas, está en la raíz de toda agresividad. Yo pienso que también el resentimiento que genera esta vida vacía sin ideales, sin vivir de acuerdo con ellos. Los sociólogos apuntan como factor de violencia el desencanto, el callejón sin salida al que se ven abocadas las expectativas alumbradas en el sistema. La frustración –me parece que también el resentimiento- vendría a ser como la parte sumergida del enorme iceberg que llaman desencanto. Crecen las expectativas en nuestra sociedad, pero falsificando la esperanza, y crece el número de insatisfechos. Crecen las frustraciones, crece el desencanto, crece la violencia, hay menos razones para vivir, falta una razón para vivir. El hombre se siente roto interiormente, también la mujer (Eucaristía 1988/52).
María, como madre de todos los cristianos, quieres tener mucha descendencia: quieres que todos los hombres reconozcan a Dios como Padre y a tu Hijo como Señor de cielo y tierra. Muéstrate siempre como madre fecunda y atrae a los hombres a la fe. Ayúdame a formarme bien, con claridad de buena doctrina pureza en el corazón, para que siga con fidelidad los pasos de tu Hijo, y ayude a muchos otros para que «sean dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos.»

Llucià Pou Sabaté

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