ADVIENTO PRIMER DOMINGO, CICLO A: Tiempo
de esperanza y también de vigilancia: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir
nuestro Señor…”
«Dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando
venga el Hijo del hombre pasará como en tiempo de Noé. Antes del diluvio la
gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y
cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo
sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo: a
uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se
la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto estad en vela, porque no sabéis qué
día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora
de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en
su casa. Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos
penséis viene el Hijo del hombre» (Mateo 24,37-44).
1. El tiempo litúrgico que hemos
comenzado nos invita a la preparación para la venida de Jesús: “ad-venio”, que
viene. Es un movimiento de expectación que va subiendo gradualmente, al paso de
la liturgia de estos días. Es un tiempo de entrada al año nuevo litúrgico, y
por tanto de recomenzar, de renovación de la fe y el amor. Para que Jesús nazca
en nuestro corazón, bien preparado; para que venga a dar paz a este mundo, y
para ello hay que sembrar paz en los corazones, ser portadores de paz. Y para
ello, necesitamos luchar para ser cada día un poco mejores. Esta es la mejor
preparación para la Navidad, y así lo pedimos en la antífona de entrada de la
Misa: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío, no quede yo
defraudado…”
Para recibir a
una persona muy querida, disponemos la casa, cuidamos la limpieza y el arreglo,
los planes de comida, preparamos una conversación grata; disponer un buen disco
si le gusta la música… en la vida espiritual, hay que aprovechar este tiempo de
preparación para disponerlo todo y responder así al amor divino manifestado en
la venida del Señor, sin preocuparnos de dar la talla, sabiendo que Dios nos
ama como somos, como decía San Josemaría Escrivá: “Hemos de adquirir la medida
divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y
contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que
resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra
conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones,
reaccionad prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros ante la triste
realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán
siempre las debilidades personales” (Amigos
de Dios, 194). Pero procurando luchar, que es como se demuestra el amor y
así se ensancha nuestro corazón para poder recibir el don de Dios, en mayor medida.
En este primer domingo de Adviento la Iglesia nos pone ante los ojos la venida
del Hijo de Dios a la tierra; y a la vez nos preparamos para su venida al fin
del mundo como Juez supremo de vivos y muertos: “Cuando venga el Hijo del hombre pasará como
en tiempo de Noé. Antes del diluvio la gente comía y bebía y se casaba, hasta
el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el
diluvio y se los llevó a todos”.
Así como el
Pueblo de Israel esperó la venida del Salvador durante cientos de años, también
la Iglesia se prepara cada año, en memoria de la plenitud de los tiempos, el
momento escogido por Dios desde toda la eternidad, para encarnarse. “Navidad
por tanto significa la presencia de Cristo en el alma mediante la gracia. Y si
por la debilidad de la naturaleza humana se pierde la vida de divina por el
pecado grave, Navidad entonces debe significar el retorno a la gracia mediante
la confesión sacramental, vivida con seriedad de arrepentimiento y de propósitos
–decía Juan Pablo II-. Jesús viene también para perdonar. El encuentro personal
con Cristo se convierte en una conversión, en un nuevo nacimiento para asumir
totalmente las propias responsabilidades de hombre y de cristiana" (A los universitarios de Roma,
18.XII.1979).
Es una buena
manifestación de lo que pedimos en la oración colecta en este domingo: "Oh
Dios omnipotente, concede a tus fieles la voluntad de ir con obras al encuentro
de Cristo que viene, para que colocados a su derecha, merezcan poseer el reino
de los cielos". Pedimos al Señor que avive en nosotros, al comenzar el
Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas
obras; le pedimos a Dios que nos ayude, que guíe nuestros pasos. Los árabes
tienen una leyenda relativa al llanto del Sahara. En las noches tranquilas y
estrelladas corre una brisa a través de todo el desierto que hace chocar los
miles de granitos de arena, produciendo el efecto de un llanto doloroso de una
fiera herida de muerte. –“¿Lo oís?” –les decía el guía de la caravana a los del
grupo: “¡el desierto llora!, se queja de haber sido convertido en un árido
desierto; llora por sus jardines florecientes, por sus mieses, por los frutos
jugosos de que estaba cargado un día, antes de quemarse, antes de convertirse
en desierto”. Es cierto que fue una tierra espléndida aquella del norte de
África, en los primeros siglos de nuestra era. Espiritualmente, también han
nacido desiertos en el mundo, cambiando por la desobediencia a Dios, por el pecado,
el paraíso terrenal en una tierra ingrata, llena de espinas y abrojos –de
guerras, rencillas…- que da poco fruto, y costoso, pues ha de ser regada por el
sudor del hombre, por la oración y el sacrificio.
2. Pero Dios nos anunció la luz, y
tenemos la esperanza de que más allá de las arideces y desiertos, llegará Jesús
–el esperado-, y con la seguridad de su salvación, ¡qué fácil es recorrer el
camino que falte! Estamos como en tensión, fijos los ojos en el misterio de Navidad,
vigilantes, como nos dice la primera lectura: “sabiendo que el tiempo
apremia, es ya hora de levantarnos del sueño. Porque ahora está más cerca
nuestra salvación. La noche pasó, y el día se acercó”. La Iglesia nos anima
con estas cuatro semanas a preparar muy bien nuestro corazón por la alegría y
la conversión: Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, “pues estamos
más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a
llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las
armas de la luz”. Para ello hay que luchar, soldado bien armado no se deja sorprender.
San Bernardo
dice: "Conocemos tres venidas del Señor. Además de la primera y la última,
hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, ésta, en cambio, no lo es. En
la primera venida, el Señor fue visto en la tierra y convivió con los hombres;
y como Él testificó, le vieron y le odiaron. En la última, todo el mundo verá
la salvación de Dios y verán al que traspasaron. La venida intermedia es
oculta; nada más ven al Señor los elegidos: lo verán dentro de sí mismos, y sus
almas se salvan. Es decir, en la primera venida el Señor llega en carne y debilidad;
en la segunda en espíritu y en virtud; en la última, en gloria y en majestad. La
venida intermedia es un cierto camino que nos lleva de la primera a la última; en
la primera Cristo es nuestra Redención, en la postrera aparecerá nuestra vida
nueva; en este tercer advenimiento se da nuestra descanso y nuestra consolación.
Pero, para
evitar que esto que afirmo de este advenimiento intermedio no pareciese a
alguno que me lo invento, escucha al mismo Cristo: ‘El que me ama observará
mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a vivir con Él’”. El que ama
observará las palabras del Señor, las vivirá en su corazón, fomentando los
buenos afectos y las mejores costumbres, alimentando bien el corazón de la
palabra del Señor y de su Vida eucarística.
En la primera
venida de Cristo sólo unos pocos le esperaban de verdad, son los pobres de Yahvé
que claman por la justicia de Dios y su amor; entre ellos destaca la Virgen
Santísima y Juan el Bautista y tantos otros desconocidos para nosotros, como
los pastores, los discípulos de Juan, etc. "Dos Navidades, pues: dos advientos.
La Navidad de Jesús Niño, que nos marca un adviento de cuatro semanas. La
Navidad de Jesús Juez, que lleva un adviento de miles de años, y para cada uno
de nosotros dura tantos años como nuestra vida” (Carles Cardó).
Hemos de estar
preparados como el siervo fiel esperando su amo, administrador de lo que se nos
confió, como vírgenes prudentes con aceite, y las lámparas encendidas.
"Yo amo a Jesús, que nos dijo:
/ cielo y tierra pasarán. / Cuando cielo y tierra pasen, / mi palabra quedará.
/ ¿Cuál fue, Jesús, tu palabra? / ¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad? / Todas tus
palabras fueron / una palabra: Velad " (A. Machado).
Antes de distinguir entre una
primera y una segunda venida de Dios, deberíamos comprender el mensaje central
del Adviento y la apremiante exhortación que contiene: Dios está en camino
hacia nosotros. Tal era el presentimiento creciente de todo el Antiguo
Testamento, que con el advenimiento de su Mesías esperaba también el final de
los tiempos; éste era también el presentimiento inmediato de Juan Bautista,
quien, según los tres sinópticos, no quería sino preparar en el desierto un
camino al Señor y anunciar un juicio decisivo: «El hacha está tocando la base
de los árboles» (Lc 3,9). Lo que viene después de él es la última decisión
divina de la historia. Los tres textos están orientados hacia esta venida de
Dios: pretenden despertarnos del sueño y de la indiferencia; exhortarnos a
esperar al Señor con la cintura ceñida y con las antorchas encendidas o con
aceite en las lámparas.
El estado de vigilancia que se nos
pide, exige en primer lugar distinguirse del curso del mundo que no tiene
esperanza o que a lo sumo aspira a metas intramundanas, que no cambian nada
esencial en las costumbres de la vida cotidiana: «comer, beber y casarse», sin
sospechar siquiera que con la venida de Dios puede irrumpir en el mundo algo
comparable al diluvio. Pablo llama a estas actividades puramente terrenales
«las obras de las tinieblas», porque no han sido realizadas de cara a la luz
que comienza a brillar. El apóstol no desprecia lo terreno: hay que comer y
beber, pero «nada de comilonas ni borracheras»; hay que casarse, pero «nada de
lujuria ni desenfreno»; hay que trabajar en el campo y en el molino, pero sin
«riñas ni pendencias». Lo terreno es regulado, refrenado por la espera de Dios,
quedando así reducido a lo necesario. La actividad del mundo es un sueño y ha
llegado la hora de espabilarse: es el mejor momento para despertar. Este estar
despierto es ya un comienzo de luz, un pertrecharse con las «armas de la luz»
para no volver a caer en el sueño, para luchar contra la modorra que produce el
tráfago del mundo abandonado de Dios.
2. La gran visión inicial de Isaías
(en la primera lectura) muestra que los que esperan a Dios son un monte
espiritual por cuya luz pueden orientarse todos los pueblos, pues únicamente de
aquí saldrá «la ley, el árbitro de las naciones»; sólo aquí la
interminable guerra intramundana cesará y se tornará sosiego en una paz de
Dios; sólo aquí puede el mundo, oscuro de por sí, «caminar a la luz del
Señor». Naturalmente -tanto en la perspectiva vetero como neotestamentaria-
esto no sucederá sin división y juicio: unos serán tomados, otros dejados. La
promesa del Dios que viene contiene también necesariamente una amenaza. Pero
amenaza sólo en el sentido de una exhortación a estar despiertos y preparados.
Para el que está despierto, la llegada de Dios no es motivo de temor: cuando
Dios llegue, «alzad la cabeza, que se acerca vuestra liberación» (Lc
21,28). “¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor"!,
canta el salmo.
3. En la segunda lectura Pablo nos
apremia de una manera especial: se puede percibir la proximidad de Dios en el
tiempo de la propia vida; él está ya cerca de nosotros desde el momento de
nuestra conversión. El evangelio insiste en la necesidad de permanecer en un
estado de alerta que no crea poder observar la venida de Dios en las relaciones
terrenas. Dios irrumpe en la historia en cierto modo verticalmente, desde lo
alto; viene para todos a una hora que nadie espera: precisamente por eso hay
que estar siempre esperándole (Hans Urs von Balthasar).
Llucià Pou Sabaté