domingo, 13 de octubre de 2013

Domingo de la semana 28 de tiempo ordinario; ciclo C: la gratitud nos hace mejores y nos prepara para más gracias divinas
«Y sucedió que, yendo de camino a Jerusalén, atravesaba los confines de Samaria y Galilea; y, cuando iba a entrar en un pueblo, le salieron al paso diez leprosos, que se detuvieron a distancia y le dijeron gritando: «Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Y sucedió que mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias. Y éste era samaritano. Ante lo cual dijo Jesús: «¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete: tu fe te ha salvado» (Lucas 17,11-19). 
1.  San Lucas nos cuenta de cómo Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia pues la ley prohibía a estos enfermos acercarse a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos. La desgracia les ha unido, como ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega directamente a su Corazón: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros". Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley, para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban, obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad. La petición de estos leprosos es una buena jaculatoria que puedo repetir a menudo: «Jesús, Maestro, ten piedad de mí».
El samaritano, como Naamán de la primera lectura, no pertenecía al pueblo de Israel y encuentra la fe después de su curación, como premio a su agradecimiento: sólo el samaritano vuelve para alabar a Dios y reconocer en Jesús al Rey-Mesías. La postración delante de Jesús no es una adoración, sino el reconocimiento de esta realeza mesiánica. Los otros nueve no vuelven. Parece como si vieran natural que en ellos, hijos de Abrahán, se cumplieran las promesas mesiánicas. Pero, al decir Jesús al samaritano, al extranjero, "tu fe te ha salvado", nos enseña que el verdadero Israel se asienta en la fe agradecida (Eucaristía 1989).
Estos leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la misericordia divina, que es la fuente de todas las gracias. Y nos muestran el camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma: tener fe y ser dóciles a quienes, en nombre del Maestro, nos indican lo que debemos hacer. “¿No son diez los que han quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?”, preguntó Jesús. Y manifestó su sorpresa: “¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero?” ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por nosotros, después de tantas gracias!
La Iglesia nos enseña a dar gracias a Dios también cuando llegan las contrariedades, la enfermedad, y no vemos entonces la mano de Dios que quiere otorgarnos un beneficio mayor como le sucedió a este leproso que, junto al beneficio de la curación, añadió el de la fe en Jesucristo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.
La gratitud es virtud muy importante, pues “del mismo modo que lo principal, al hacer un regalo, es el afecto con que se realiza, también la gratitud consiste principalmente en el cariño (…) Por eso, para manifestar nuestra gratitud a un bienhechor al que nada falta, es tan conveniente mostrarle respeto y reverencia” (Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 106, a. 3). «Toda alegría y toda pena, todo acontecimiento y toda necesidad pueden ser motivo de oración de acción de gracias, la cual, participando de la de Cristo, debe llenar la vida entera: ‘En todo dad gracias’ (I Tes 5,18)» (Catecismo 2648).
Jesús, Tú también has hecho mucho por mí. Mi vida, mis virtudes, mi familia: todo te lo debo a Ti. ¿Cómo me voy a olvidar de darte las gracias? Gracias, Jesús, por todo lo que tengo y lo que soy; por todo, incluso por aquellas cosas de las que no me doy cuenta ni sé apreciar; más aún, gracias incluso por lo que me falta o me hace sufrir (P. Cardona). Porque, dice San Pablo, «para aquellos que aman a Dios todas las cosas son para bien» (Romanos 8,28).
“Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4,7)”. «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, «Gracias a Dios»? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad» (San Agustín). «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. -Porque te da esto y lo otro. -Porque te han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. -Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. -Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. -Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (J. Escrivá, Camino 268).
Jesús, ¿cómo puedo serte más agradecido? Primero, con mis obras: cuando alguien está realmente agradecido a otro se vuelca en detalles con aquella persona y se ofrece para todo en lo que pueda servirle. De la misma manera, si realmente estoy agradecido por todo lo que has hecho por mí, es lógico que intente servirte y darte gracias durante el día. Y todo lo que haga por Ti me parecerá pequeño e insuficiente para pagarte lo mucho que me has dado: tu misma vida.
Jesús, me has dado un medio especialísimo para darte gracias: la Santa Misa o «Eucaristía», que significa precisamente, acción de gracias. Asistiendo a la Misa me uno a tu entrega y muerte en la cruz; y es ahí, pasmado ante semejante muestra de amor, donde puedo y debo darte gracias con más intensidad. «La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. ‘Eucaristía’ significa, ante todo, acción de gracias» (Catecismo, 1360).
"Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor" (Prefacio), pero especialmente en la Comunión Eucarística. Te adoro con devoción, Dios escondido, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón. En esos momentos, hemos de frenar las impaciencias y permanecer recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece  (F. Fernández Carvajal, J. Rodríguez Sánchez). Jesús vive y nos espera en el Sagrario, y queremos visitarle, tratarle, que sea nuestro mejor Amigo, para confiarle nuestras preocupaciones y fallos, enfermedades y lepras, y su manto, vestidura mágica, nos hace invencibles... (Ricardo Martínez Carazo).
2. El general sirio ha venido por la palabra de una esclava judía, para curarse. El profeta le ha dicho que se lave en el río, y él dudó porque los ríos de su país son mucho mejores, pero al final obedece el consejo sencillo que le proponen: “Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño”. Pensaban entonces que los dioses tenían un territorio, por eso quiere llevarse un puñado de tierra… pero aquí vemos que la salvación es para todos, no está Dios atado a un territorio... También es una lección de gratuidad. Eliseo no acepta ningún presente y no pide nada. Con Dios tampoco hemos de pagarle ni demostrarle nada, Él nos quiere y basta…
Lo de lavarse está claro que es una profecía de lo que es el bautismo. Este hombre, después de haber llegado a la cúspide de  su carrera, de repente está frente al abismo: tiene lepra. Condenado a muerte tanto en ver su propia corrupción, como que era arrojado de la sociedad y era excomulgado de la comunidad: aislado. Nosotros también tenemos nuestra lepra, lo que nos cuesta: hemos de tener la disposición a  aceptar lo pequeño, lo ordinario; en la disposición al baño de la obediencia y dejarnos ayudar…  (Joseph Ratzinger / Eucaristía 1989).
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas. Su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia: se acordó de su misericordia y su fidelidad  en favor de la casa de Israel”. Proclama la victoria de Jesús que nos salva: "No rechaza el pesebre, ni dormir sobre unas pajas; tan solo se conforma con un poco de leche, el mismo que, en su providencia, impide que los pájaros sientan hambre" (himno de Sedulio).
“Los confines de la tierra han contemplado / la victoria de nuestro Dios. / Aclama al Señor, tierra entera, / gritad, vitoread, tocad”. Este "rey" al que se canta no era un hombre (ya que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme "ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el Señor!" Su Amor-fidelidad llega a lo más profundo del ser.
3. Es “Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen su salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna”: Pablo está preso, pero libre por dentro: a la Palabra de Dios no se la puede encadenar y Pablo ha recibido la misión de anunciarla. Por eso, lo aguanta todo en favor de los que Dios ha elegido, para que ellos alcancen también la salvación, lograda por Jesucristo, con la gloria eterna.
        “Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”.


Llucià Pou Sabaté

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