Semana Santa, miércoles: poner nuestro corazón en los sentimientos de Jesús, para que estemos con Él y no le traicionemos.
Libro de Isaías 50,4-9 (se lee Is 50, 4-7 en el Domingo de Ramos, y Is 50, 5-9 el Domingo 24 B): El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, Él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado. Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí! Sí, el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar? Todos ellos se gastarán como un vestido, se los comerá la polilla.
Salmo 69,8-10.21-22.31.33-34: Por Ti he soportado afrentas y la vergüenza cubrió mi rostro; / me convertí en un extraño para mis hermanos, fui un extranjero para los hijos de mi madre: / porque el celo de tu Casa me devora, y caen sobre mí los ultrajes de los que te agravian. / La vergüenza me destroza el corazón, y no tengo remedio. Espero compasión y no la encuentro, en vano busco un consuelo: / pusieron veneno en mi comida, y cuando tuve sed me dieron vinagre. / Así alabaré con cantos el nombre de Dios, y proclamaré su grandeza dando gracias; / que lo vean los humildes y se alegren, que vivan los que buscan al Señor: / porque el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus cautivos.
Evangelio según San Mateo 26,14-25 (queda incluido en el que se lee el Domingo de Ramos A): En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.
El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua.
Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho».
Comentario: 1. Este tercer canto del Siervo (el cuarto y último, más largo y dramático, lo escuchamos el Viernes Santo) sigue la descripción poética de la misión del Siervo, pero con una carga cada vez más fuerte de oposición y contradicciones. La misión que le encomienda Dios es «saber decir una palabra de aliento al abatido». Pero antes de hablar, antes de usar esa «lengua de iniciado», Dios le «espabila el oído para que escuche». Esta vez las dificultades son más dramáticas: «ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba, no oculté el rostro a insultos y salivazos». También en este tercer canto triunfa la confianza en la ayuda de Dios: «mi Señor me ayudaba y sé que no quedaré avergonzado». Y con un diálogo muy vivo muestra su decisión: «tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará conmigo?» (J. Aldazábal). La «humillación» va unida a la «exaltación». Jesús sabía que su muerte sería una victoria, y al contemplar esos textos, “trabajaba” su esperanza y su amor hacia nosotros, que al mirar la Pasión entramos en la causa de sus sufrimientos, y al hacer examen -"si conocieses tus pecados, te invadiría el terror" (B. Pascal)- queremos acudir a la misericordia divina y beber en ese abandono, que la verdad de la resurrección está presente ya en los sufrimientos, en la cruz. Precisamente en su abajamiento es Jesús exaltado: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el Cielo, en la tierra, en el abismo; porque el Señor se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz; por eso Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10.8.11). Y en la Colecta: «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo quisiste que tu Hijo muriese en la Cruz; concédenos alcanzar la gracia de la Resurrección». Es el motivo de su muerte, nuestra liberación, como insiste la Antífona para la comunión: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28), y pedimos identificarnos, con la fuerza del sacramento, en esta verdad consoladora, y así reza la Postcomunión: «Dios Todopoderoso, concédenos creer y sentir profundamente que, por la muerte temporal de tu Hijo, representada en estos misterios santos, Tú nos has dado la vida eterna. El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28).
San Juan Damasceno al considerar el sufrimiento del justo dirá: «El justo es encadenado porque resulta molesto. Los que esquilman el pueblo del Señor y perturban los senderos de sus pies, celebran consejo contra sí mismos. ¡Ay de sus almas! Recibieron males a causa de sus obras, dice Isaías. Lo que ya se ha realizado ha sido para nuestro alivio y curación. Ofrezco mis espaldas a los azotes y mis mejillas a las bofetadas y soporto el ultraje de los salivazos (Is 50, 6). Por eso aquel a quien han modelado sus manos (Gén 2,7) no quedará avergonzado ni ultrajado».
Isaías nos describe toda la crudeza y sufrimientos que él padeció por su valentía y fidelidad recordando al pueblo lo que Yahvé ponía en su corazón y en sus labios, adelantando los sufrimientos del mismo Jesús, que recibió durante su Pasión toda clase de injurias: Desprecios, golpes, bofetadas, salivazos. Con su testimonio, nos muestra su profundo amor y avisa a sus discípulos de lo que les espera: “También a vosotros os perseguirán, por causa de mi nombre”.
2. El salmo insiste tanto en el dolor como en la confianza: «por Ti he aguantado afrentas... en mi comida me echaron hiel. Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor... miradlo, los humildes, y alegraos, que el Señor escucha a sus pobres». Es el intenso sufrimiento de un justo perseguido a causa de su celo por Dios. Nosotros sabemos que ese justo es precisamente Jesucristo y, en su debida proporción, también la Iglesia. Tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados como personas extrañas. Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe que hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos recordar aquellas palabras de Jesús: “En el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo”.
Juan Pablo II preparaba el Triduo santo con estas palabras: “hemos entrado en la semana llamada «santa» porque en ella conmemoramos los acontecimientos centrales de nuestra redención. El núcleo de esta semana es el Triduo de la pasión y la resurrección del Señor, que, como se lee en el Misal romano, «es el punto culminante de todo el año litúrgico, ya que Jesucristo ha cumplido la obra de la redención de los hombres y de la glorificación perfecta de Dios principalmente por su misterio pascual, por el cual, muriendo, destruyó nuestra muerte y, resucitando, restauró la vida». En la historia de la humanidad no ha sucedido nada más significativo y de mayor valor. Así, al concluir la Cuaresma, nos disponemos a vivir con fervor los días más importantes para nuestra fe e intensificamos nuestro compromiso de seguir, cada vez con mayor fidelidad, a Cristo, redentor del hombre.
La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz, en la que alcanza su culmen la revelación del amor misericordioso de Dios… Nos ha salvado su infinita misericordia. Para redimir a la humanidad nos entregó libremente a su Hijo unigénito. ¿Cómo no darle gracias? La historia está iluminada y dirigida por el evento incomparable de la redención: Dios, rico en misericordia, ha derramado sobre todo ser humano su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo. ¿Cómo manifestar de modo adecuado nuestro agradecimiento? Comenta san Alberto Hurtado sobre la Pasión del Señor: “El cristianismo al que hemos sido llamados, desde que le dijimos a Cristo que queríamos seguirlo, es una configuración entera y total con Él, nuestro modelo, nuestra vida... Configuración total, por tanto sin excluir las cumbres de su vida de amor y donación que se manifiestan sobre todo en su Pasión dolorosa. Y todo esto, por mí... por mí, para elevarme a mí a la altura de su amor. La liturgia de estos días, por un lado, nos invita a elevar al Señor, vencedor de la muerte, un himno de gratitud, y, por otro, nos pide al mismo tiempo que eliminemos de nuestra vida todo lo que nos impide conformarnos a Él. Contemplemos a Cristo en la fe y recorramos de nuevo las etapas decisivas de la salvación que realizó. “En la noche de Getsemaní, y probablemente durante todo el drama de la Pasión, triste estuvo el alma de Cristo, triste hasta la muerte, turbado, angustiado, casi enloquecido de dolor. Ni siquiera quiso reservarse aquello que hubiera parecido lo menos, la entereza de mostrarse inaccesible al dolor.Y ante estos dolores ¡cómo explicarlo! Pero parece que el Hijo se hubiese despojado de su facultad de ser insensible a fin de ponerse mejor a nivel de su criatura y de su modo de sufrir.Y esta desolación interior lo acompañó todo el tiempo de la Pasión... Triste está su alma hasta la muerte cuando con sus hombros hundidos bajo el peso de la Cruz camina al Calvario. Llega un momento en que no puede ocultar más tiempo su martirio, su muerte anticipada y volviéndose a su Padre le dice: Dios mío, Dios mío ¿por qué me habéis desamparado? No le queda más que un sacrificio que ofrecer, el mayor de suyo, pero en este caso, el menor. Su vida. Ya la había dado, ya había entregado todo lo que puede hacer amable la vida, pero quiso dar la vida misma, y llevar su humana derrota hasta el fin: muerto por nosotros” (san A. Hurtado) Nos reconocemos pecadores y confesamos nuestra ingratitud, nuestra infidelidad y nuestra indiferencia ante su amor. Necesitamos su perdón, que nos purifique y sostenga en el esfuerzo de conversión interior y de constante renovación del espíritu.
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito; limpia mi pecado» (Sal 50, 3-4). Estas palabras, que proclamamos el miércoles de Ceniza, nos han acompañando durante todo el itinerario cuaresmal. Resuenan en nuestro espíritu con singular intensidad ante la cercanía de los días santos, en los que se nos renueva el don extraordinario del perdón de los pecados, que nos obtuvo Jesús en la cruz. Frente a Cristo crucificado, manifestación elocuente de la misericordia de Dios, ¿cómo no arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos al amor?, ¿cómo no reparar concretamente los males causados a los demás y restituir los bienes conseguidos de modo ilícito? El perdón exige gestos concretos: el arrepentimiento sólo es verdadero y eficaz cuando se traduce en obras concretas de conversión y justa reparación.
3. a) «Por tu fidelidad, ayúdame, Señor». Así nos invita a orar la liturgia de este Miércoles santo, totalmente proyectada hacia los acontecimientos salvíficos que conmemoraremos en los próximos días. Al proclamar hoy el evangelio de san Mateo sobre la Pascua y la traición de Judas, ya pensamos en la solemne misa «in cena Domini» de mañana por la tarde, que recordara la institución del sacerdocio y de la Eucaristía, así como el mandamiento «nuevo» del amor fraterno, que nos dejó el Señor en la víspera de su muerte.
Antes de esa sugestiva celebración se tendrá, mañana por la mañana, la Misa crismal, que en todas las catedrales del mundo preside el obispo, rodeado de su presbiterio. Se bendicen los sagrados óleos para el bautismo, para la unción de los enfermos, y el crisma. Luego, por la tarde, después de la misa «in cena Domini», habrá tiempo para la adoración, como para responder a la invitación que Jesús dirigió a sus discípulos en la dramática noche de su agonía: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt 26, 38).
El Viernes santo es un día de profunda emoción, en el que la Iglesia nos hace volver a escuchar el relato de la pasión de Cristo. La «adoración» de la cruz será el centro de la acción litúrgica que se celebrará ese día, mientras la comunidad eclesial ora intensamente por las necesidades de los creyentes y del mundo entero.
A continuación viene una fase de profundo silencio. Todo callará hasta la noche del Sábado santo. En el centro de las tinieblas irrumpirán la alegría y la luz con los sugestivos ritos de la Vigilia pascual y el canto gozoso del «Aleluya». Será el encuentro, en la fe, con Cristo resucitado, y la alegría pascual se prolongará a lo largo de los cincuenta días que seguirán.
Amadísimos hermanos y hermanas, dispongámonos a revivir estos acontecimientos con íntimo fervor junto con María santísima, presente en el momento de la pasión de su Hijo y testigo de su resurrección. Un canto polaco dice: «Madre santísima, elevamos nuestra súplica a tu corazón, atravesado por la espada del dolor». Que María acepte nuestras oraciones y los sacrificios de los que sufren, confirme nuestros propósitos cuaresmales y nos acompañe mientras seguimos a Jesús en la hora de la prueba suprema. Cristo, martirizado y crucificado, es fuente de fuerza y signo de esperanza para todos los creyentes y para la humanidad entera”.
b) “Llegó con tres heridas: / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida. // Con tres heridas viene: / la de la vida, / la del amor, / la de la muerte. // Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor”. El Maestro ha preparado estos días, en los que celebramos que “sus heridas nos han curado” (Luis Manuel Suárez).
c) En el evangelio leemos de nuevo la traición de Judas, esta vez según Mateo, ya que ayer habíamos escuchado el relato de Juan. Precisamente cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Ex 21,32). Seguir a Jesús es ayudar a los que se hallan cansados y animar a los desesperanzados, estar dispuestos a ofrecer nuestra espalda a los golpes cuando así lo requiere nuestro testimonio de discípulos de Cristo. Hoy –como ayer- muchos se avergüenzan de Jesús, en determinados ambientes: ¿Estamos dispuestos a recibir los insultos que nos pueden venir de este mundo ajeno al evangelio?, ¿o sólo buscamos consuelo y premio en nuestro seguimiento de Cristo? Una auténtica devoción a la Humanidad de Jesús nos ha de ayudar a vivir intensamente con los sentimientos, pero al servicio del amor auténtico, como vemos hoy en la santa cena, donde se acrisolan los afectos con el dolor. San Andrés de Creta dice: «El cenáculo adornado con tapices (Lc 22,12) te albergó a Ti y a tus comensales, y allí celebraste la Pascua y realizaste los misterios, porque en ese lugar te habían preparado la Pascua los discípulos por Ti enviados. El que todo lo sabe dijo a los apóstoles: Id a casa de tal persona (Mt 26,18). Dichoso el que por la fe puede recibir al Señor, preparando su corazón a modo de cenáculo y disponiendo con devoción la cena... Estando, oh Señor, a la mesa con tus discípulos, expresaste místicamente tu santa muerte, por la cual los que veneramos tus sagrados padecimientos somos liberados de la corrupción. El que escribió en el Sinaí las tablas de la ley comió la pascua antigua, la de la sombra y figuras, y se hizo a Sí mismo Pascua y mística hostia viviente...» Y ahí, en ese ambiente de intimidad y entrega, sufre Jesús la traición. A lo largo del tiempo, la historia de Judas se repite. Es el misterioso y desconcertante proceder de la condición humana. “Cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida por nosotros” (Raimondo Sorgia).
¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega? ¿Lo amamos o vivimos traicionándolo y sólo queriendo aprovecharnos de Él, conforme a nuestros intereses, muchas veces por desgracia, mezquinos? No importa si en el examen vemos pecado, lo importante es abrirnos a la gracia del Señor, celebrar la Pascua (paso de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida). Así participaremos en sus sentimientos de amor, de redención: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento”. Hay muchas maneras de dirigirse a Dios. Una de ellas es, por supuesto, desde el sentimiento. Sin embargo, los sentimientos son un instrumento de doble filo. Por un lado, muestran algo realmente humano de la persona que los emplea. Pero, por otro lado, existe el peligro de que nos esclavicen, es decir, tienen un claroscuro de facilidad para el bien cuando están a favor, y falta de discernimiento y enfermedad para la voluntad, cuando se absolutiza un aspecto de la realidad, con su complicidad: “¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?” El ejemplo de Judas, es el de estar arrebatado por sentimientos de envidia y avaricia. Es capaz de entregar a Aquel que sólo le ha demostrado amor y compasión, simplemente porque se ha dejado dominar por un aspecto: la codicia. Se ha convertido en esclavo de sus pasiones, dejando a un lado la verdad, para caer en la mentira de lo aparente y superficial… hasta el punto de llevar a su “amigo” a la traición y la muerte. ¡Qué pena, que los sentimientos, que son para llevarnos con facilidad a algo auténticamente bueno, no se eduquen y acaben en traiciones! ¡Qué importante, adquirir una auténtica educación del corazón, participar de los sentimientos de Jesús para que los nuestros sean de amor! “¿Dónde podrá encontrarse ni siquiera el símbolo de un amor semejante? Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí. Un aspecto fundamental de la vida espiritual es tomar en serio esta realidad; Dios y yo; no la turba... yo. Dios me ama a mí, muere por mí, viene a mí... Un hombre, yo, soy el centro del amor divino. Lo que hace por mí, lo hace con infinito amor personal. Si en una familia la madre ama a cada uno de sus hijos como si fuese el único, y aunque sean diez los hermanos si uno enferma o muere la madre enferma y quizás llega hasta morir de dolor porque es su hijo; en forma mucho más perfecta todavía Dios me ama a mí, y todo lo que hace lo hace por mí...Si yo llegara a tomar en serio esta realidad. ¡Jesús muere por mí! ¡Qué arranques de amor sacaría de mi pobre alma, el comprender algo siquiera de lo que Cristo ha hecho por mí! ¡Mi vida sería entonces entera para Él! Si Él dio su vida por mí, dé yo mi vida por Él... y dándola como Él” (San Alberto Hurtado S.J.)
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