Domingo IV de Pascua (B): Jesús, el buen Pastor, nos guía hacia la felicidad completa y nos da la Eucaristía y su vida como camino para seguirle.
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4, 8-12: En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: -Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.
Salmo 117,1 y 8-9. 21-23. 26 y 28cd y 29: R/. La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular
Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Mejor es refugiarse en el Señor / que fiarse de los hombres; / mejor es refugiarse en el Señor, / que fiarse de los jefes.
Te doy gracias, porque me escuchaste / y fuiste mi salvación. / La piedra que desecharon los arquitectos, / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho; / ha sido un milagro patente.
Bendito el que viene en nombre del Señor, / os bendecimos desde la casa del Señor. / Tú eres mi Dios, te doy gracias. / Dios mío, yo te ensalzo. / Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 3,1-2: Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 10,11-18: En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.
Comentario: 1. Hch 4, 8-12: Después de la milagrosa curación del tullido que pedía limosna en las puertas del templo de Jerusalén (lectura del pasado domingo), Pedro tomó la palabra y anunció el evangelio de la resurrección de Jesús a una multitud asombrada por lo que había visto. Y, como es natural, pronto acudió la policía. El autor nos habla concretamente del "jefe de la guardia del templo". Este era, después del sumo sacerdote, el de mayor autoridad. Estaba encargado de la organización del culto y de mantener el orden dentro del ámbito sagrado, para lo cual contaba con un cuerpo policial integrado por levitas. Acudió, pues, el mismo jefe en persona, probablemente un hijo de Anás, que se llamaba Jonatán y que era también miembro del Sanedrín. Le acompañaban un grupo de saduceos, los cuales constituían el partido aristócrata sacerdotal y que, a diferencia de los fariseos, negaban la resurrección de los muertos. Por esta razón, porque además se trataba del asunto de Jesús de Nazaret, al que ellos habían ajusticiado y por motivos de orden público, el jefe de la guardia detuvo a los apóstoles Pedro y Juan como causantes del tumulto. Al día siguiente se reuniría el sanedrín (tribunal supremo) para interrogar a los detenidos (Hech 4, 1-8). Y se cumplió de esta manera lo que había dicho Jesús: que serían perseguidos por causa de su nombre (Mt 10, 17-25; 24, 9; Jn 15, 20.; 17,14; etc.). Pedro da testimonio por vez primera ante los tribunales, que es donde suelen acabar siempre los testigos de Jesús. No olvidemos que "mártir" significa lo mismo que "testigo". Pedro responde con valor y con suma claridad. Se convierte en acusador, reclama la audiencia del tribunal y presenta las pruebas de su denuncia: Ahí está uno que ha sido curado en nombre de Jesús, a quien vosotros habéis crucificado y el mismo Dios ha resucitado. Jesús es lo que da solidez y unidad al pueblo de Dios, lo más funcional y lo más hermoso del edificio. Pedro hace alusión con estas palabras al salmo 118 (v. 22) que el mismo Jesús había interpretado en relación a su propia persona y misión salvadora (Mc 12,10; Mt 21,42; cf. 1 Pe 2, 4 y 7). Jesús es el único que puede salvar: pero este Jesús, que se hizo solidario con todos los pobres y oprimidos de la tierra, fue considerado como algo despreciable por los que pretendían estar al servicio del bien común y de la salud pública. Y lo mismo que entonces, sucede ahora, y peor que entonces; pues muchos que toman el nombre de Jesús para restaurar o defender una pretendida civilización cristiana, se olvidan de Jesús y de su causa y desechan a los pobres como si fueran un "ripio"; pero Jesús se ha identificado con los pobres, y en éstos está la salvación del mundo. Ellos son hoy la piedra angular (“Eucaristía 1988”).
2. Este Salmo 117 encuentra reflejados los misterios redentores de la vida de Cristo, que lo cantó al finalizar la Ultima Cena. Con los sentimientos que se contienen en él, nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno. Pero ya con anterioridad, Jesús había revelado el significado mesiánico de este salmo refiriéndose a él en una acalorada discusión sostenida con los sacerdotes y fariseos que rehusaban admitir en su Persona al Mesías enviado por Dios. Comienza dando gracias “al Señor porque es bueno”: "Nada más grande -comenta san Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que Él era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios."
Jesús es piedra angular de una nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida. La Iglesia utiliza este salmo con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Este es el día en el que la diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a Cristo de la muerte a la gloria. A partir de Él, la piedra desechada por los arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.
Dirá S. Jerónimo: “¡Pobres judíos! Esta piedra, prometida por Isaías, para ser puesta como fundamento de Sión, vosotros no la reconocisteis en el Hijo de Dios. Desechada por vosotros, ha llegado a ser la piedra angular que ha reunido en una sola grey a la primera Iglesia, formada por judíos y gentiles. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente: ¡nosotros -que éramos los sin-Ley, sin-Alianza- somos adoptados como hijos de Dios! Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo." Y añade: “el Señor es bueno, eterna es su misericordia. ¡Quién de nosotros, al meditar en lo que la Iglesia celebra exultante en este salmo -la Pasión, Resurrección y Ascensión del Señor- no prorrumpirá en aclamaciones, como hicieron los niños que agitaban los ramos de palmas delante del Señor: Bendito el que viene en nombre del Señor! (v. 26)." También S. Agustín comenta al respecto: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: ¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»." "«Dicimus 'alleluia' ut solamen viatici», dice san Agustín (Nosotros decimos 'Alleluia' como consuelo de nuestro peregrinar, como nuestro viático). Y san Jerónimo afirma que, durante los primeros siglos, ese grito se había hecho tan habitual en Palestina que quienes araban los campos y trabajaban, gritaban de tanto en tanto: ¡Alleluia! Y aquellos que conducían las barcas, cuando se aproximaban, decían: ¡Alleluia! Es decir, que este grito, que surgía en medio de las acciones profanas, era una especie de jaculatoria. Pero ¡qué bella jaculatoria ésta, tan breve como expresiva, tan querida de la espiritualidad cristiana y que tanto resuena en la Liturgia de la Iglesia! ¡Cómo deberíamos hacerla nuestra, a modo de recuerdo pascual!" (Cardenal Montini; cf. Félix Arocena).
Así comentaba Juan Pablo II: “Una hermosa antífona abre y cierra el texto: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29). La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo.” Es un salmo que habla de Cristo: “Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22). Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21, 42). Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo el salmo (cf. Sal 117,1.2.3.4.29). Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación". El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo, Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe". San Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti"”.
3. 1 Jn 3, 1-2: Los bautizados somos llamados "hijos de Dios"; pero esto no es un título sin contenido real alguno. Es un hecho por parte de Dios, que nos da la nueva vida; es un deber para nosotros, que nos obliga a vivir de otra manera. Nacidos de Dios (Jn 1, 12s.; 3, 5) por obra del Espíritu (Jn 3, 6), somos extraños al “mundo” del que habla Juan: son los hombres que se oponen a Dios con su incredulidad, con su ateísmo práctico (2,15-17). El que no ama a Dios y le reconoce como tal no puede amar y reconocer a los hijos de Dios. Y a la inversa. Pero no se ha manifestado lo que somos. La realidad de los hijos de Dios es una realidad escondida ante nuestros ojos y no sólo ante los ojos del mundo; pues no tenemos aún plena conciencia de lo que somos y las dificultades de la vida presente encubren la grandeza y la dignidad insospechada de los hijos de Dios. Algún día se verá, lo veremos con claridad. Entonces aparecerá lo que ya ahora se está gestando en nosotros no sin dolor. El pleno conocimiento de Dios coincidirá con el pleno conocimiento de los hijos de Dios. Cuando llegue ese día, el día en que veamos a Dios cara a cara, sabremos lo que somos y seremos semejantes a Dios, nuestro Padre. Dios nos alzará a la altura de sus ojos para que nos veamos y reconozcamos en ellos. Y se manifestará que Dios es amor y que los que aman han nacido de Dios (“Eucaristía 1988”). San Agustín comenta –como veremos luego en el Evangelio del buen pastor- que ya tenemos la prenda de lo que luego seremos, en la Eucaristía.
4. Jn 10, 11-18: Benedicto XVI hace una exposición brillante de la imagen del buen pastor que engloba varios elementos, uniéndolos como él suele: “La imagen del pastor, con la cual Jesús explica su misión tanto en los sinópticos como en el Evangelio de Juan, cuenta con una larga historia precedente. En el antiguo Oriente, tanto en las inscripciones de los reyes sumerios como en el ámbito asirio y babilónico, el rey se considera como el pastor establecido por Dios; el «apacentar» es una imagen de su tarea de gobierno. La preocupación por los débiles es, a partir de esta imagen, uno de los cometidos del soberano justo. Así, se podría decir que, desde sus orígenes, la imagen de Cristo buen pastor es un evangelio de Cristo rey, que deja traslucir la realeza de Cristo.
Los precedentes inmediatos de la exposición en figuras de Jesús se encuentran naturalmente en el Antiguo Testamento, en el que Dios mismo aparece como el pastor de Israel. Esta imagen ha marcado profundamente la piedad de Israel y, sobre todo en los tiempos de calamidad, se ha convertido en un mensaje de consuelo y confianza. Esta piedad confiada tiene tal vez su expresión más bella en el Salmo 23: El Señor es mi pastor. «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo.» (v. 4). La imagen de Dios pastor se desarrolla más en los capítulos 34-37 de Ezequiel, cuya visión, recuperada con detalle en el presente, se retoma en las parábolas sobre los pastores de los sinópticos y en el sermón de Juan sobre el pastor, como profecía de la actuación de Jesús. Ante los pastores egoístas que Ezequiel encuentra en su tiempo y a los que recrimina, el profeta anuncia la promesa de que Dios mismo buscará a sus ovejas y cuidará de ellas. «Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a la tierra... Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré» (34, 13.15-16).
Ante las murmuraciones de los fariseos y de los escribas porque Jesús compartía mesa con los pecadores, el Señor relata la parábola de las noventa y nueve ovejas que están en el redil, mientras una anda descarriada, y a la que el pastor sale a buscar, para después llevarla a hombros todo contento y devolverla al redil. Con esta parábola Jesús les dice a sus adversarios: ¿no habéis leído la palabra de Dios en Ezequiel? Yo sólo hago lo que Dios como verdadero pastor ha anunciado: buscaré las ovejas perdidas, traeré al redil a las descarriadas.
En un momento tardío de las profecías veterotestamentarias se produce un nuevo giro sorprendente y profundo en la representación de la imagen del pastor, que lleva directamente al misterio de Jesucristo. Mateo nos narra que Jesús, de camino hacia el monte de los Olivos después de la Ultima Cena, predice a sus discípulos que pronto iba a ocurrir lo que estaba anunciado en Zacarías 13, 7: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). En efecto, aparece aquí, en Zacarías, la visión de un pastor «que, según el designio de Dios, sufre la muerte, dando inicio al último gran cambio de rumbo de la historia» (Jeremías).
Esta sorprendente visión del pastor asesinado, que a través de la muerte se convierte en salvador, está estrechamente unida a otra imagen del Libro de Zacarías: «Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron; harán llanto como llanto por el hijo único... Aquel día será grande el duelo de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Megido... Aquel día manará una fuente para que en ella puedan lavar su pecado y su impureza la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén» (12,10.11; 13,1). Hadad-Rimón era una de las divinidades de la vegetación, muerta y resucitada... Su muerte, a la que le seguía luego la resurrección, se celebraba con lamentos rituales desenfrenados; para quienes participaban —el profeta y sus lectores forman parte también de este grupo—, estos ritos se convertían en la imagen primordial por excelencia del luto y del lamento. Para Zacarías, Hadad-Rimón es una de las vanas divinidades que Israel despreciaba, que desenmascara como un sueño mítico. A pesar de todo, esta divinidad se convierte a través del rito del lamento en la misteriosa prefiguración de Alguien que existe verdaderamente.
Se aprecia una relación interna con el siervo de Dios del Deutero-Isaías. Los últimos profetas de Israel vislumbran, sin poder explicar mejor la figura, al Redentor que sufre y muere, al pastor que se convierte en cordero. Karl Elliger comenta al respecto: «Pero por otro lado su mirada [de Zacarías] se dirige con gran seguridad a una nueva lejanía y gira en torno a la figura del que ha sido traspasado con una lanza en la cruz en la cima del Gólgota, pero sin distinguir claramente la figura del Cristo, aunque con la mención de Hadad-Rimón se haga una alusión también al misterio de la Resurrección, aunque se trate sólo de una alusión... sobre todo sin ver claramente la relación verdadera entre la cruz y la fuente contra todo pecado e impureza». Mientras que en Mateo, al comienzo de la historia de la pasión, Jesús cita a Zacarías 13, 7 —la imagen del pastor asesinado—, Juan cierra el relato de la crucifixión del Señor con una referencia a Zacarías 12, 10: «Mirarán al que atravesaron» (19,37). Ahora ya está claro: el asesinado y el salvador es Jesucristo, el Crucificado.
Juan relaciona todo esto con la visión de Zacarías de la fuente que limpia los pecados y las impurezas: del costado abierto de Jesús brotó sangre y agua (cf. Jn 19,34). El mismo Jesús, el que fue traspasado en la cruz, es la fuente de la purificación y de la salvación para todo el mundo. Juan lo relaciona además con la imagen del cordero pascual, cuya sangre tiene una fuerza purificadora: «No le quebrantarán un hueso» (Jn 19, 36; cf. Ex 12, 46). Así se cierra al final el círculo enlazando con el comienzo del Evangelio, cuando el Bautista, al ver a Jesús, dice: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1, 29). La imagen del cordero, que en el Apocalipsis resulta determinante aunque de un modo diferente, recorre así todo el Evangelio e interpreta a fondo también el sermón sobre el pastor, cuyo punto central es precisamente la entrega de la vida por parte de Jesús.
Sorprendentemente, el discurso del pastor no comienza con la afirmación «Yo soy el buen pastor» sino con otra imagen: «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10,7). Jesús había dicho antes: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (10, ls). Este paso tal vez se puede entender sólo en el sentido de que Jesús da aquí la pauta para los pastores de su rebaño tras su ascensión al Padre. Se comprueba que alguien es un buen pastor cuando entra a través de Jesús, entendido como la puerta. De este modo, Jesús sigue siendo, en sustancia, el pastor: el rebaño le «pertenece» sólo a Él.
Cómo se realiza concretamente este entrar a través de Jesús como puerta nos lo muestra el apéndice del Evangelio en el capítulo 21, cuando se confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús. Tres veces dice el Señor a Pedro: «Apacienta mis corderos» (respectivamente «mis ovejas»: 21,15-17). Pedro es designado claramente pastor de las ovejas de Jesús, investido del oficio pastoral propio de Jesús. Sin embargo, para poder desempeñarlo debe entrar por la «puerta». A este entrar —o mejor dicho, ese dejarle entrar por la puerta (cf 10,3)— se refiere la pregunta repetida tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ahí está lo más personal de la llamada: se dirige a Simón por su nombre propio, «Simón», y se menciona su origen. Se le pregunta por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús. Así llega a las ovejas «a través de Jesús»; no las considera suyas —de Simón Pedro—, sino como el «rebaño» de Jesús. Puesto que llega a ellas por la «puerta» que es Jesús, como llega unido a Jesús en el amor, las ovejas escuchan su voz, la voz de Jesús mismo; no siguen a Simón, sino a Jesús, por el cual y a través del cual llega a ellas, de forma que, en su guía, es Jesús mismo quien guía.
Toda esta escena acaba con las palabras de Jesús a Pedro: «Sígueme» (21,19). El episodio nos hace pensar en la escena que sigue a la primera confesión de Pedro, en la que éste había intentado apartar al Señor del camino de la cruz, a lo que el Señor respondió: «Detrás de mí», exhortando después a todos a cargar con la cruz y a «seguirlo» (cf Mc 8,33s) También el discípulo que ahora precede a los otros como pastor debe «seguir» a Jesús. Ello comporta —como el Señor anuncia a Pedro tras confiarle el oficio pastoral— la aceptación de la cruz, la disposición a dar la propia vida. Precisamente así se hacen concretas las palabras: «Yo soy la puerta». De este modo Jesús mismo sigue siendo el pastor.
Volvamos al sermón sobre el pastor del capítulo 10. Sólo en el segundo párrafo aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10,11). Toda la carga histórica de la imagen del pastor se recoge aquí, purificada y llevada a su pleno significado. Destacan sobre todo cuatro elementos fundamentales. El ladrón viene «para robar, matar y hacer estragos» (10,10). Ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él. Al contrario, el verdadero pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10,10).
Esta es la gran promesa de Jesús: dar vida en abundancia. Todo hombre desea la vida en abundancia. Pero, ¿qué es, en qué consiste la vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»? ¿Es cuando vivimos como el hijo pródigo, derrochando toda la dote de Dios? ¿Cuando vivimos como el ladrón y el salteador, tomando todo para nosotros? Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», aquello de lo que viven, que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas... preparas una mesa ante mí... tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.» (2.5s). Resuenan más directas las palabras del pastor en Ezequiel: «Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán su dehesa en lo alto de los montes de Israel.» (34, 14).
Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Ya sabemos de qué viven las ovejas, pero, ¿de qué vive el hombre? Los Padres han visto en los montes altos de Israel y en los pastizales de sus camperas, donde hay sombra y agua, una imagen de las alturas de la Sagrada Escritura, del alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. Y aunque éste no sea el sentido histórico del texto, en el fondo lo han visto adecuadamente y, sobre todo, han entendido correctamente a Jesús. El hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia». Y así libera también las fuerzas mediante las cuales el hombre puede plasmar sensatamente la tierra, encontrando para sí y para los demás los bienes que sólo podemos tener en la reciprocidad.
En este sentido, hay una relación interna entre el sermón sobre el pan del capítulo 6 y el del pastor: siempre se trata de aquello de lo que vive el hombre. Filón, el gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, dijo que Dios, el verdadero pastor de su pueblo, había establecido como pastor a su «hijo primogénito», al Logos. El sermón sobre el pastor en Juan no está en relación directa con la idea de Jesús como Logos; y sin embargo —precisamente en el contexto del Evangelio de Juan— es éste su sentido: que Jesús, como palabra de Dios hecha carne, no es sólo el pastor, sino también el alimento, el verdadero «pasto»; nos da la vida entregándose a sí mismo, a Él, que es la Vida (cf. 1,4; 3,36; 11,25).
Con esto hemos llegado al segundo motivo del sermón sobre el pastor, en el que aparece el nuevo elemento que lleva más allá de Filón, no mediante nuevas ideas, sino por un acontecimiento nuevo: la encarnación y la pasión del Hijo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (10,11). Igual que el sermón sobre el pan no se queda en una referencia a la palabra, sino que se refiere a la Palabra que se ha hecho carne y don «para la vida del mundo» (6,51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la vida por las «ovejas». La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús y se le inflige desde fuera, sino como una entrega libre por parte de Él mismo: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (10,17s). Aquí se explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo. Así, Él da la vida. Tendremos que volver de nuevo sobre este tema y profundizar más en él cuando hablemos de la Eucaristía y del acontecimiento de la Pascua.
Un tercer motivo esencial del sermón sobre el pastor es el conocimiento mutuo entre el pastor y el rebaño: «Él va llamando a sus ovejas por el nombre y las saca fuera... y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz» (10,3s). «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10,14s). En estos versículos saltan a la vista dos interrelaciones que debemos examinar para entender lo que significa ese «conocer». En primer lugar, conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque éstas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer (en el texto griego, ser «propio de»: ta ídiá) son básicamente lo mismo. El verdadero pastor no «posee» las ovejas como un objeto cualquiera que se usa y se consume; ellas le «pertenecen» precisamente en ese conocerse mutuamente, y ese «conocimiento» es una aceptación interior. Indica una pertenencia interior, que es mucho más profunda que la posesión de las cosas.
Lo veremos claramente con un ejemplo tomado de nuestra vida. Ninguna persona «pertenece» a otra del mismo modo que le puede pertenecer un objeto. Los hijos no son «propiedad» de los padres; los esposos no son «propiedad» uno del otro. Pero se «pertenecen» de un modo mucho más profundo de lo que pueda pertenecer a uno, por ejemplo, un trozo de madera, un terreno o cualquier otra cosa llamada «propiedad». Los hijos «pertenecen» a los padres y son a la vez criaturas libres de Dios, cada uno con su vocación, con su novedad y su singularidad ante Dios. No se pertenecen como una posesión, sino en la responsabilidad. Se pertenecen precisamente por el hecho de que aceptan la libertad del otro y se sostienen el uno al otro en el conocerse y amarse; son libres y al mismo tiempo una sola cosa para siempre en esta comunión.
De este modo, tampoco las «ovejas», que justamente son personas creadas por Dios, imágenes de Dios, pertenecen al pastor como objetos; en cambio, es así como se apropian de ellas el ladrón o el salteador. Ésta es precisamente la diferencia entre el propietario, el verdadero pastor y el ladrón: para el ladrón, para los ideólogos y dictadores, las personas son sólo cosas que se poseen. Pero para el verdadero pastor, por el contrario, son seres libres en vista de alcanzar la verdad y el amor; el pastor se muestra como su propietario precisamente por el hecho de que las conoce y las ama, quiere que vivan en la libertad de la verdad. Le pertenecen mediante la unidad del «conocerse», en la comunión de la Verdad, que es Él mismo. Precisamente por eso no se aprovecha de ellas, sino que entrega su vida por ellas. Del mismo modo que van unidos Logos y encarnación, Logos y pasión, también conocerse y entregarse son en el fondo una misma cosa.
Escuchemos de nuevo la frase decisiva: «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10,14s). En esta frase hay una segunda interrelación que debemos tener en cuenta. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo se entrecruza con el conocimiento mutuo entre el pastor y las ovejas. El conocimiento que une a Jesús con los suyos se encuentra dentro de su unión cognoscitiva con el Padre. Los suyos están entretejidos en el diálogo trinitario; volveremos a tratar esto al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús. Entonces podremos comprender cómo la Iglesia y la Trinidad están enlazadas entre sí. La compenetración de estos dos niveles del conocer resulta de suma importancia para entender la naturaleza del «conocimiento» de la que habla el Evangelio de Juan.
Trasladando esto a nuestra experiencia vital, podemos decir: sólo en Dios y a través de Dios se conoce verdaderamente al hombre. Un conocer que reduzca al hombre a la dimensión empírica y tangible no llega a lo más profundo de su ser. El hombre sólo se conoce a sí mismo cuando aprende a conocerse a partir de Dios, y sólo conoce al otro cuando ve en él el misterio de Dios. Para el pastor al servicio de Jesús eso significa que no debe sujetar a los hombres a él mismo, a su pequeño yo. El conocimiento recíproco que le une a las «ovejas» que le han sido confiadas debe tender a introducirse juntos en Dios y dirigirse hacia Él; debe ser, por tanto, un encontrarse en la comunión del conocimiento y del amor de Dios. El pastor al servicio de Jesús debe llevar siempre más allá de sí mismo para que el otro encuentre toda su libertad; y por ello, él mismo debe ir también siempre más allá de sí mismo hacia la unión con Jesús y con el Dios trinitario.
El Yo propio de Jesús está siempre abierto al Padre, en íntima comunión con Él; nunca está solo, sino que existe en el recibirse y en el donarse de nuevo al Padre. «Mi doctrina no es mía», su Yo es el Yo sumido en la Trinidad. Quien lo conoce, «ve» al Padre, entra en esa su comunión con el Padre. Precisamente esta superación dialógica que hay en el encuentro con Jesús nos muestra de nuevo al verdadero pastor, que no se apodera de nosotros, sino que nos conduce a la libertad de nuestro ser, adentrándonos en la comunión con Dios y dando Él mismo su propia vida.
Llegamos al último gran tema del sermón sobre el pastor: el tema de la unidad. Aparece con gran relieve en la profecía de Ezequiel. «Recibí esta palabra del Señor: "hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella 'Judá' y su pueblo; toma luego otra vara y escribe 'José', vara de Efraín, y su pueblo. Empálmalas después de modo que formen en tu mano una sola vara". Esto dice el Señor: "Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel... No volverán ya a ser dos naciones ni volverán a desmembrarse en dos reinos"» (Ez 37,15-17.21s). El pastor Dios reúne de nuevo en un solo pueblo al Israel dividido y disperso.
El sermón de Jesús sobre el pastor retoma esta visión, pero ampliando de un modo decisivo el alcance de la promesa: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (10,16). La misión de Jesús como pastor no sólo tiene que ver con las ovejas dispersas de la casa de Israel, sino que tiende, en general, «a reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,52). Por tanto, la promesa de un solo pastor y un solo rebaño dice lo mismo que aparece en Mateo, en el envío misionero del Resucitado: «Haced discípulos de todos los pueblos» (28,19); y que además se reitera otra vez en los Hechos de los Apóstoles como palabra del Resucitado: «Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (1,8).
Aquí se nos muestra con claridad la razón interna de esta misión universal: hay un solo pastor. El Logos, que se ha hecho hombre en Jesús, es el pastor de todos los hombres, pues todos han sido creados mediante aquel único Verbo; aunque estén dispersos, todos son uno a partir de Él y en vista de Él. La humanidad, más allá de su dispersión, puede alcanzar la unidad a partir del Pastor verdadero, del Logos, que se ha hecho hombre para entregar su vida y dar, así, vida en abundancia (10,10).
La figura del pastor se convirtió muy pronto —está documentado ya desde el siglo III— en una imagen característica del cristianismo primitivo. Existía ya la figura bucólica del pastor que carga con la oveja y que, en la ajetreada sociedad urbana, representaba y era estimada como el sueño de una vida tranquila. Pero el cristianismo interpretó enseguida la figura de un modo nuevo basándose en la Escritura; sobre todo a la luz del Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin término». En Cristo reconocieron al buen pastor que guía a través de los valles oscuros de la vida; el pastor que ha atravesado personalmente el tenebroso valle de la muerte; el pastor que conoce incluso el camino que atraviesa la noche de la muerte, y que no me abandona ni siquiera en esta última soledad, sacándome de ese valle hacia los verdes pastos de la vida, al «lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Clemente de Alejandría describió esta confianza en la guía del pastor en unos versos que dejan ver algo de esa esperanza y seguridad de la Iglesia primitiva, que frecuentemente sufría y era perseguida: «Guía, pastor santo, a tus ovejas espirituales: guía, rey, a tus hijos incontaminados. Las huellas de Cristo son el camino hacia el cielo».
Pero, naturalmente, a los cristianos también les recordaba la parábola tanto del pastor que sale en busca de la oveja perdida, la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta a casa, como el sermón sobre el pastor del Evangelio de Juan. Para los Padres estos dos elementos confluyen uno en el otro: el pastor que sale a buscar a la oveja perdida es el mismo Verbo eterno, y la oveja que carga sobre sus hombros y lleva de vuelta a casa con todo su amor es la humanidad, la naturaleza humana que Él ha asumido. En su encarnación y en su cruz conduce a la oveja perdida —la humanidad— a casa, y me lleva también a mí. El Logos que se ha hecho hombre es el verdadero «portador de la oveja», el Pastor que nos sigue por las zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida”.
En Cristo Buen Pastor, Dios nos ha manifestado su Amor sin medida en el árbol de la Cruz. Por eso canta la Liturgia: “Oh Cruz fiel!, árbol noble, / vigoroso más que el roble; / ningún bosque germinó / tales hojas, flor y frutos” (Himno de Viernes Santo). “El precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!" (Pregón pascual). De este modo nos ama y salva el Señor, por eso nos dice S. Pablo: "Habéis sido comprados a gran precio" (1 Co 6,20). Así, todo hombre puede afirmar: "El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). Con el deseo de perpetuar ese momento Jesucristo nos dejó el Santo Sacrificio de la Misa. El Concilio Vaticano II dice: "Cada vez que se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por el que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza la obra de nuestra redención" (Const. Lumen gentium, n. 3). Por tanto, ¡con qué disposiciones hemos de asistir a la Santa Misa!, y con qué devoción participar en ella, conscientes de que nos encontramos nuevamente ante el misterio de la Cruz! Pero no contento con esto, Jesucristo se nos entrega como alimento en la Eucaristía, Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, para reconfortarnos en nuestro andar terreno y como prenda de la vida eterna. Es el mismo que nació, vivió, murió y resucitó en Palestina. Recibir al Señor en la Comunión es algo todavía más grande si cabe. "Humildad de Jesús: en Belén, en Nazareth, en el Calvario... -Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazareth, y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!" (Camino, n. 533). Jesucristo venció la muerte y resucitó a una vida gloriosa para nunca más morir. De ahí la alegría de la Pascua, que se prolonga durante cincuenta días. "Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...): en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía" (J. Escrivá). De ahí que nuestra fe nos lleve a estar siempre alegres, siempre contentos, porque en Jesucristo está el triunfo verdadero, la vida que vale verdaderamente la pena ser vivida, que es la unión con Dios. Así citaba a san Luis María Grignion de Monfort Juan Pablo II, como “una admirable página… que proclama la fe cristológica de la Iglesia: Jesucristo es el alfa y la omega, ‘el principio y el fin’ de todo… Él es el único maestro que debe instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza a la que debemos estar unidos, el único modelo al que debemos asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que nos debe alimentar, el único camino que debemos seguir, la única verdad que debemos creer, la única vida que debe vivificarnos, lo único que nos debe bastar en todo… todo fiel que no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo está en nosotros, no debemos temer ninguna condena. Ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni ninguna otra criatura podrán producirnos mal alguno, porque no podrán separarnos jamás del amor de Dios, en Jesucristo. Todo lo podemos por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la perfección y ser perfume de vida eterna para el prójimo” (Catequesis del Credo, 4.2.1998).
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