Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4,32-35. En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
Salmo 117,2-4.16ab18.22-24: R/. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia [o, Aleluya]
Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa, / la diestra del Señor es excelsa. / No he de morir, viviré / para contar las hazañas del Señor. / Me castigó, me castigó el Señor, / pero no me entregó a la muerte.
La piedra que desecharon los arquitectos, / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Este es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan 5,1-6. Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de Él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe; porque ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-31. Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.
Comentarios: Acabamos la octava de Pascua, que con la de Navidad son las dos fiestas que duran una semana. Este domingo se llama también de la “Divina Misericordia”, gracias a Juan Pablo II que en su escrito sobre Dios Padre dijo que era “rico en misericordia”, que nos cura de los pecados: misericordia quiere decir poner el corazón en la miseria de los demás (la palabra viene de “Miseria” y “corazón”). Dios se pone en mi lugar, sufre por mis pecados en Jesús (Jn 3,16) y me salva. El sacramento de la confesión nos ayuda a participar de esta misericordia divina, y he de llevar esta misericordia a los demás, ayudarles a estar con Jesús para estar contentos, y así perdonar. Para esto, tengo que ponerme en la piel de los demás, para entenderles, y si puede ser llevar a los amigos a confesar, como Jesús les dice a los Apóstoles (Jn 20,22-23). Los dos rayos de la imagen de la fiesta, Jesús resucitado con rayos de plata y sangre, agua del bautismo el plata y la Eucaristía el rojo... estos sacramentos son la esencia de la devoción a la Misericordia Divina, que entendió Santa Faustina Kowalska. El centro de la vida de la religiosa fue el anuncio de la misericordia de Dios con cada ser humano. Su legado espiritual a la Iglesia es la devoción a la Divina Misericordia, inspirada por una visión en la que Jesús mismo le pedía que se pintara una imagen suya con la invocación «Jesús, en ti confío» y de ahí surgió la fiesta de este domingo, como institución de la «Fiesta de la Misericordia», así dice haber oído del Señor: «Esta Fiesta surge de Mi piedad más entrañable... Deseo que se celebre con gran solemnidad el primer domingo después de Pascua de Resurrección... Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y abrigo para todas las almas y especialmente para los pobres pecadores». Jesús pidió que Sor Faustina se preparara para la celebración de la Fiesta de la Misericordia con una novena que debía comenzar el Viernes Santo: «Deseo que durante estos nueve días encauces almas a la fuente de Mi misericordia, a fin de que por ella adquieran fortaleza y consuelo en las penalidades, y aquella gracia que necesiten para salir adelante, especialmente en la hora de la muerte» (oraciones y más información en www.ewtn.com). Juan Pablo II fue gran propagador de la Misericordia Divina, desde su encíclica “Rico en misericordia” y dijo: «Desde el principio de mi ministerio en la Sede Romana, hice de este mensaje mi tarea primordial. La Providencia me lo ha encargado ante la presente situación del hombre, de la Iglesia y del mundo. Podría también decirse que, precisamente esta situación, me ha llevado a hacerme cargo de este mensaje, como mi tarea ante Dios...», y la jaculatoria "Jesús, en ti confío" -dijo- «es un sencillo pero profundo acto de confianza y de abandono al amor de Dios. Constituye un punto de fuerza fundamental para el hombre, pues es capaz de transformar la vida». «En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad». «En el corazón de Cristo encuentra paz quien está angustiado por las penas de la existencia; encuentra alivio quien se ve afligido por el sufrimiento y la enfermedad; siente alegría quien se ve oprimido por la incertidumbre y la angustia, porque el corazón de Cristo es abismo de consuelo y de amor para quien recurre a Él con confianza».
Algunos trozos de su diario, frases que le dijo Jesús: "La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia" (Diario, 300). La Fiesta de la Divina Misericordia tiene como fin principal hacer llegar al corazón de cada persona el siguiente mensaje: Dios es Misericordioso y nos ama a todos ... "y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia" (Diario, 723). En este mensaje, que Nuestro Señor nos ha hecho llegar por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones... "porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil" (Diario, 742). Con el fin de celebrar apropiadamente esta festividad, se recomienda rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia; confesarse -para lo cual es indispensable realizar primero un buen examen de conciencia-, y recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta de la Divina Misericordia.
La esencia de la devoción se sintetiza en cinco puntos fundamentales: 1. Debemos confiar en la Misericordia del Señor. Jesús, por medio de Sor Faustina nos dice: "Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina". 2. La confianza es la esencia, el alma de esta devoción y a la vez la condición para recibir gracias. "Las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco particularmente en el alma que confía en mi bondad". 3. La misericordia define nuestra actitud ante cada persona. "Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia". 4. La actitud del amor activo hacia el prójimo es otra condición para recibir gracias. "Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá mi misericordia en el día del juicio. Oh!, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la misericordia anticiparía mi juicio" 5. El Señor Jesús desea que sus devotos hagan por lo menos una obra de misericordia al día. "Debes saber, hija mía, que mi Corazón es la misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta misericordia mía que tanto deseo para las almas".
1. Hch 4,32-35: los primeros discípulos compartían lo que tenían, sin preocuparse demasiado por el día de mañana. Por esta despreocupación y aquella espontaneidad, por tratarse de un orden libremente aceptado, se distingue esta comunicación de bienes de otros grupos antiguos o modernos, y todos disfrutaban como hermanos de una misma propiedad. La comunidad piensa y siente lo mismo, no es algo teórico, sino algo que se concreta en la venta que los ricos hacen de sus propiedades, para que no haya pobres; y los apóstoles, sostenidos por la comunidad, dan testimonio de Jesús. Nos sirve para hacer examen para nuestras comunidades (J. Lligadas). "Los creyentes tenían un solo corazón…" Por desgracia, Señor, / estamos llenos de contradicciones / y nos destruimos los unos a los otros. / Pero Tú eres más fuerte que nuestras divisiones: / ¡danos un corazón nuevo! // "Los creyentes tenían un solo corazón.." / Por desgracia, Señor, / vivimos temiendo a los demás. / Pero Tú eres más fuerte que nuestras congojas: / ¡danos un corazón nuevo! // "Los creyentes tenían un solo corazón...". / Por desgracia, Señor, / nuestro corazón está como muerto. / Pero Tú eres más fuerte que nuestra miseria: / ¡danos un corazón nuevo! (Dios cada día, de Sal Terrae).
S. Agustín habló de hallar el gozo en lo común, no en lo privado: "Quien cumple rectamente lo que enseña y enseña a cumplirlo así, se convierte en morada para el Señor junto con aquel a quien enseña, porque todos los creyentes son un lugar único donde mora Dios. El Señor tiene su morada en el corazón, porque uno sólo es el corazón de cuantos están unidos por la caridad. ¡Cuántos miles de personas, hermanos míos, creyeron y pusieron a los pies de los apóstoles el precio de sus bienes! Y ¿qué dice de ellos la Escritura? En verdad, se habían convertido en templo del Señor. Se hicieron templos de Dios no sólo cada uno en particular, sino todos en conjunto. Se convirtieron, pues, en lugar para el Señor. Para que sepáis que todos ellos se habían convertido en lugar para el Señor, dice la Escritura: Tenían un alma sola y un único corazón dirigido hacia Dios (Hch 4,32). En cambio, los muchos que rehúsan convertirse en lugar para el Señor, buscan y aman sus propios intereses, se gozan de su propio poder y anhelan lo que es propio de ellos sólo. Mas quien quiera disponer una morada para el Señor no debe gozar de lo que es privado, sino de lo que es común. Esto hicieron aquellos con sus bienes privados: los pusieron en común. ¿Acaso perdieron lo que poseían personalmente? Si lo hubieran poseído ellos solos y cada uno hubiese tenido lo suyo, hubiese poseído solamente eso; pero al hacer común lo que era particular pasaron a ser suyos también los bienes de los demás... De las cosas que cada uno posee en particular dimanan las riñas, las enemistades, las discordias, las guerras entre los hombres, los alborotos, las mutuas disensiones, los escándalos, los pecados, las iniquidades y los homicidios. ¿De dónde nacen estas cosas? De lo que cada uno posee en particular. ¿Acaso litigamos por lo que poseemos en común? Usamos del aire en común; al sol lo vemos todos. Dichosos, pues, quienes preparan la morada al Señor de tal modo que no encuentran gozo en lo particular y privado. Tú mismo serás la morada del Señor y formarás una unidad con cuantos se conviertan en morada para el Señor. Abstengámonos, pues, hermanos de toda posesión privada o, si no podemos abandonar la posesión en sí, hagamos desaparecer el amor a ella. Alguno dirá: «Eso es mucho para mí». Mas considera quién eres tú que debes hacer una morada para el Señor. Si un senador quisiera hospedarse en tu casa; y no digo ya un senador, sino un administrador de algún gran personaje según el mundo y te dijere: «Esta cosa me desagrada en tu casa», aun cuando tú la estimases, la quitarías para no desagradar a aquel cuya amistad ansías. Y, con todo, ¿qué provecho puede aportarte la amistad de un hombre? Es posible que en vez de encontrar ayuda en ella, te cause problemas. Muchos, antes de juntarse con los grandes, vivían sin peligro alguno, pero anhelaron su amistad para caer en ellos. Desea sin temor la amistad de Cristo: quiere hospedarse en tu casa; prepárale el lugar. ¿Qué significa ese prepararle el lugar? No te ames a ti mismo, ámale a él. Si te amas a ti mismo, le cierras la puerta; si le amas, se la abres. Y si se la abres y entra, ya no perecerás amándote, sino que te hallarás a ti mismo junto con quien te ama. Si entrare en la tienda de mi casa, si subiere al lecho de mi reposo. La posesión privada sobre la que descansa el hombre le hace soberbio. Por eso dijo: Si subiere. Toda posesión privada en la que el hombre halla su descanso le hace soberbio necesariamente. De aquí que un hombre se enfrente a otro hombre a pesar de que ambos son carne. ¿Qué es un hombre, hermanos? Carne. Y ¿qué es el otro hombre? Otra carne. No obstante ello, la carne del rico se dilata a expensas de la carne del pobre, como si aquella hubiera traído algo cuando vino al mundo o pudiera llevarse algo de él. Todo lo que tuvo de más fue para envanecerse".
2. Salmo 117 (118)1-14: Cristo cantó al finalizar la Última Cena este himno-así consta en las anotaciones de los salterios más antiguos- y con estos sentimientos nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno. Y con anterioridad, Jesús había revelado el significado mesiánico de este salmo refiriéndose a él en una acalorada discusión sostenida con los sacerdotes y fariseos que rehusaban admitir en su Persona al Mesías enviado por Dios. Hay una referencia a la pasión, pero no será el final, aunque el designio de su Padre era permanecer en la Cruz hasta el final. "Si no hubiera existido esa agonía en la Cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Juan Pablo II).
No he de morir, viviré: Así es; Cristo ya no morirá más. Vive 'según la fuerza de una vida indestructible' (Hebr 7,16): No he de morir, viviré: "Es una profecía de la Resurrección; en realidad, es como decir: la muerte ya no será más la muerte. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte: Es Cristo quien da gracias al Padre no sólo por haber sido liberado, sino incluso por haber sufrido la Pasión" (S. Juan Crisóstomo). Jesús es piedra angular de una nueva construcción. Los versículos describen la obra salvífica maravillosa de Dios mediante un proverbio: la liberación de la muerte ha sido tan extraordinaria como si una piedra, desechada como inservible por los canteros, se convirtiera en piedra clave para la edificación. Así de cerca estuvimos de la muerte; así de seguros estamos consolidados en la vida. La Iglesia utiliza este salmo con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo. Este es el día en el que la diestra del Señor se revela como verdaderamente excelsa y poderosa, exaltando a Cristo de la muerte a la gloria. A partir de él, la piedra desechada por los arquitectos es colocada sobre la tierra como piedra angular, porque sobre ella se podrá levantar la construcción de la nueva humanidad, que se alza hasta formar una sola ciudad santa en la que Dios habita con los hombres.
Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Forma parte del ritual actual de esta fiesta. Según M. Mannati, especialista en el estudio de los salmos, se ha puesto en evidencia el diálogo entre los diversos actores de la celebración: los levitas... el rey... la muchedumbre... Podemos imaginar el lirismo festivo, el entusiasmo comunicativo, la alegría rítmica, que irrumpen en este canto a varias voces. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche... Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto… En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!" Todavía hoy, cuando se celebra esta fiesta, que en hebreo se llama Fiesta de Sukkot (chozas), gran parte de la población israelí saca sus cosas para vivir siete días a la intemperie, bajo unos techados de palmas que se deben dejar estratégicamente abiertas a fin de poder observar las estrellas. Al llegar el séptimo día de celebraciones, Fiesta de la Simjat Torah, día en que concluye la lectura anual de la Torá, y comienza de nuevo, los judíos observantes se reúnen ante el mal llamado Muro de las Lamentaciones a "bailar la Torah". Es impresionante observar desde fuera, especialmente si uno es mujer- a ellas sólo se les permite observar detrás de la valla y no participan de las celebraciones festivas- cómo los fieles judíos se abrazan a los rollos de la Torah, revestidos de un terciopelo ricamente bordado, y danzan alrededor de las mesas-altar que normalmente les sirven de atriles. Cantan salmos, gritan entusiasmados, dan gracias a Dios porque les ha dado su Palabra, celebran la posesión de la Palabra de Dios. Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!". Jesús se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!". No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es un símbolo, un "revestimiento midráshico". Todos los exegetas están de acuerdo en afirmar que la composición de este salmo se hizo después del exilio, es decir, en una época en que ya no había reyes en Israel. ¿Se trata entonces de una fábula? No. Porque este rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahvé", en que su reino brillará a plena luz. Resulta extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", ¡es Él! Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que Él, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que formaba parte del Hallel al finalizar la comida Pascual. Sí, Pascua es el "día que el Señor ha hecho". He ahí la ¡obra de Dios! Vanamente buscaríamos en el pasado la victoria o el acontecimiento histórico de Israel, en honor de los cuales se compuso esta exultante "Eucaristía", acción de gracias. Es evidente que el salmista no conoció a Jesús de Nazaret, su muerte o su Resurrección; pero esperaba ¡al Mesías, al Rey, al ungido, al Christos! Recitando este salmo con Jesús, el día de Pascua, cantamos la victoria de Dios sobre el mal. ¡Alegrémonos por este día de fiesta! ¡Jesús cantó su propia Resurrección, esa tarde! (Noel Quesson).
El salmo 117 se parece a un inmenso anfiteatro donde se representa una gran ópera. En el escenario se desarrolla una gesta de liberación, con aires casi épicos. Hay un personaje central que, con descripciones vivas y coloridas metáforas, narra cómo, en momentos determinados, se encontró con toda suerte de enemigos que, surgidos desde todos los ángulos, le cerraban el paso y ponían en jaque su vida. Pero con la «poderosa diestra del Señor» no sólo consiguió zafarse de las manos asesinas, sino que puso a todos sus opositores en vergonzosa desbandada. Hay también coros griegos que, a veces, comentan o celebran la victoria del personaje, y otras veces organizan y guían la procesión triunfal hasta el vértice mismo del templo. Y por encima del escenario planea, majestuoso, el binomio poder-amor del Señor Dios que, como un cóndor invencible, protege a sus hijos contra cualesquiera amenazas y peligros. La liberación a que se refiere el salmista puede encerrar diferentes significados. Puede tratarse de una verdadera escaramuza tribal en que el salmista pudo haberse visto enredado por sorpresa. Podría ser también esta narración una simple figura literaria para significar diferentes enemigos y amenazas: una grave enfermedad, situaciones de rivalidad u hostilidad en las relaciones humanas, dificultades de diversa índole en el quehacer humano, conflictos familiares o comunitarios, luchas espirituales en el logro de un ideal... Para cualquiera de estas circunstancias es válido, y notablemente válido, el mensaje central del salmo 117.
El inicio del salmo es espectacular. Todos los metales de la orquesta, encabezados por las trompetas de plata, lanzan al aire, como una fanfarria piafante, el grito de júbilo que dará el tono a todo el salmo: «Eterna es su misericordia». Exulte la tierra entera y salten de alegría las islas innumerables ante esta gran noticia: nuestro Dios está vestido de un manto de misericordia, le precede la ternura y le acompaña la lealtad, y desde siempre y para siempre avanza sobre una nube en cuyos bordes está escrita la palabra Amor. Israel está en condiciones de confirmar esta noticia: desde pequeño fue tratado con cuerdas de ternura; fue para él -el Señor- como la madre que se inclina para dar de comer a su pequeño y luego lo levanta hasta su mejilla para acariciarlo, y en su borrascosa juventud lo acompañó con su brazo tenso y fuerte hasta instalarlo en la tierra jurada y prometida. Esta noticia de su eterno amor lo pueden también constatar todos los fieles en cuyas noches brilló el Señor como una antorcha de estrellas, y fue sombra fresca para sus horas meridianas. ¡Gloria, pues, eternamente a Aquel que vela nuestro sueño y cuida nuestros pasos!
La narración puede ser aplicada a múltiples situaciones humanas de diversa índole: las incomprensiones eran como avispas venenosas; como el sordo rumor de un río en crecida, los amargados de siempre no cesaban de murmurar en contra de mí mientras las enfermedades consumían mis huesos; los que siempre confiaron en mí, me retiraron los créditos, el afecto y la palabra, y me dejaron indefenso en la calle; las dificultades se levantaban ante mí altas como las olas de una pleamar; parecía que todos huían de mí, y me sentía como una isla perdida en el ancho mar. Y, cuando parecía que la muerte era mi único destino y refugio, salí a los espacios divinos, invoqué el Nombre del Señor, y, ¡oh prodigio!, la tempestad amainó, las olas se calmaron, me nacieron alas, fuertes como las de las águilas, por mis huesos comenzó a correr un río de energía, los temores se dieron a la fuga, la seguridad penetró mis riñones, y la libertad levantó cabeza en mis patios como una columna de granito. Todo fue obra del Señor: «ha sido un milagro patente» (v. 24), «es el Señor quien lo ha hecho» (v. 23). «Este es el día en que actuó el Señor» (v. 24) ¡cantos de victoria para el Señor! ¡Aleluyas y hurras para nuestro victorioso salvador!, «sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24), resuene la música en nuestra trastienda, sea nuestra existencia una fiesta, nuestros días una danza, y la alegría sea nuestra respiración. Ahora «viviré» (v. 17), ya que en los días de aflicción no vivía, agonizaba: mi existencia era un morir viviendo o un vivir muriendo, porque mi alma agonizaba en la fosa de la tristeza; ni podía respirar, la angustia tenía paralizados mis pulmones. Era la muerte. Pero ahora que «el Señor actuó» y «nos ha dado la salvación» (v. 25) y en que la vida se convirtió en una fiesta, ya «no he de morir» (v. 17), «viviré» para transformar mis días en un himno de gloria para mi Dios, «para contar las hazañas del Señor» (v. 17).
El Señor, como Padre solícito y sabio, tuvo para conmigo una pedagogía acertada: «me castigó» (v. 18) una y otra vez: me abandonó en las sombras del desconcierto, me sentí mil veces con las aguas al cuello, las dificultades me desbordaban, me sentía como un muro en ruinas, mi prestigio recibió heridas de muerte, caí en las manos de la desesperanza, invoqué a la muerte.... pero «no me entregó a la muerte» (v. 18). Fueron sacudidas y golpes para liberarme de los atavíos postizos; yo creía que los muros de las apropiaciones me defendían, pero en realidad me encarcelaban; tenían que caer esos muros para recuperar la libertad. «Me castigó» para no confiar nunca más «en mis caballos» ni «en los señores de la tierra», sino tan sólo en mi Dios, para experimentar el contraste entre mi contingencia y la consistencia del Señor, para saltar de la nada al todo, de la oscuridad a la luz, de la indigencia a la opulencia, para que, en fin, yo probara y comprobara en mi propia carne que el Señor es mi único salvador... Es un «milagro patente» (v. 23: Larrañana).
Así comentaba Juan Pablo II este salmo: "Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, que acabamos de escuchar, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles: "Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta: "Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno sólo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno sólo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado". La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del salmo 117 es la que cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21, 9; cf. Sal 117, 26). La aclamación está enmarcada por un "Hosanna" que recoge la invocación hebrea hoshia' na': "sálvanos"...
La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2-4).
La procesión parece desarrollarse por las calles de Jerusalén, porque se habla de las "tiendas de los justos" (v. 15). En cualquier caso, se eleva un himno de acción de gracias (cf. vv. 5-18), que contiene un mensaje esencial: incluso cuando nos embarga la angustia, debemos mantener enarbolada la antorcha de la confianza, porque la mano poderosa del Señor lleva a sus fieles a la victoria sobre el mal y a la salvación...
El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús "el día en que actuó el Señor", en el que "la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Así pues, con el salmo pueden cantar llenos de gratitud: "el Señor es mi fuerza y mi energía, Él es mi salvación" (v. 14). "Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (v. 24)"... (Liberado del peligro), "el pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte (cf. v. 18)... Para expresar la dura prueba que ha superado y la glorificación que ha tenido como consecuencia, se compara a sí mismo a la "piedra que desecharon los arquitectos", transformada luego en "la piedra angular" (v. 22). Cristo utilizará precisamente esta imagen y este versículo, al final de la parábola de los viñadores homicidas, para anunciar su pasión y su glorificación (cf. Mt 21, 42). Aplicándose el salmo a sí mismo, Cristo abre el camino a una interpretación cristiana de este himno de confianza y de acción de gracias al Señor por su hesed, es decir, por su fidelidad amorosa, que se refleja en todo el salmo (cf. Sal 117, 1. 2. 3. 4. 29). Los símbolos adoptados por los Padres de la Iglesia son dos. Ante todo, el de "puerta de la justicia", que san Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, comentaba así: "Siendo muchas las puertas que están abiertas, esta es la puerta de la justicia, a saber: la que se abre en Cristo. Bienaventurados todos los que por ella entraren y enderezaren sus pasos en santidad y justicia, cumpliendo todas las cosas sin perturbación".
El otro símbolo, unido al anterior, es precisamente el de la piedra. En nuestra meditación sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que "también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe". San Ambrosio introduce entonces la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti".
3. 1 Jn 5, 1-6: el símbolo de nuestra fe no es otro que éste: "Jesús es el Cristo", o simplemente "Jesucristo". Pues con estas palabras se confiesa el evangelio: que Jesús, el que ha muerto en la cruz y no otro, es realmente el Cristo que ha resucitado. He aquí la identidad que constituye la sustancia del mensaje predicado por los apóstoles, por los testigos. El que cree en el evangelio es el hijo de Dios, ha nacido de Dios. Y, en consecuencia, ama al que le ha dado el ser, al Padre, y a todos los que han nacido del Padre por esa misma fe. Todos los que creen en Jesucristo son hermanos. Esta fraternidad es fundamental, pertenece a la misma constitución de la comunidad de Jesús que llamamos la Iglesia. Cualquier diferencia que se establezca después dentro de la iglesia y para servir a la iglesia, cualquier ministerio, permanece si ha de ser válidamente cristiano, dentro del marco de la fraternidad, y nadie puede situarse por encima de ella sin salirse de la familia de los hijos de Dios.
v. 2: Hay en estas palabras un proceso que va de la fe al cumplimiento de los mandamientos, del evangelio o anuncio de lo que somos -hijos de Dios- a lo que hacemos o debemos hacer, de la ortodoxia a la ortopraxis: El que cree que Jesús es el Cristo, nace de Dios, ama a Dios y en consecuencia a los hijos de Dios, cumple los mandamientos. Pero, si no cumple los mandamientos, esto es, si no cumple el mandamiento del amor, el proceso denuncia su mentira y lo condena: es un incrédulo, no cree que Jesús es el Cristo y ya está condenado. He aquí, pues, cómo para Juan la ortopraxis es la verificación o falsificación de la ortodoxia. La nueva vida de los hijos de Dios se mantiene en el mundo y a pesar de este mundo. Es verdad que la concupiscencia o los intereses egoístas de este mundo oponen resistencia a los hijos de Dios. Pero nuestra fe es la victoria que vence al mundo. Pues se trata de una fe que nos une a Jesucristo, el mismo Hijo de Dios.
Frente a los herejes que acentuaban el valor del bautismo de Jesús en el Jordán y negaban el sentido salvador de su muerte en el Calvario, el autor acentúa por igual ambos misterios. "Agua y sangre" son aquí dos figuras que se refieren al bautismo y a la muerte de Jesús respectivamente. Si en el bautismo en el Jordán fue investido con la misma fuerza de Dios, el Espíritu, esta fuerza se manifestaría precisamente en la debilidad de la cruz. Se trata del mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en el Jordán y al comienzo de su vida pública. Se trata del Espíritu que Jesús, muerto y resucitado, envía sobre la iglesia naciente para que empiece su misión en el mundo y predique el evangelio. Es el Espíritu Santo que da testimonio de que Jesús es el Cristo, revelando el sentido salvador de su muerte en la cruz. Por eso este Espíritu es la verdad, pues es quien la manifiesta y la comunica ("Eucaristía 1982").
S. Agustín comenta que "en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios. ¿Qué significa esto, hermanos? Poco antes hablaba del Hijo de Dios, no de los hijos de Dios. Propuso a nuestra consideración a Cristo solamente, y nos dijo: Todo el que cree que Jesús es Cristo, ha nacido de Dios. Y todo el que ama al que lo engendró, es decir, al Padre, ama al que ha sido engendrado por él, es decir, al Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Y sigue: en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, lo que equivale a decir: en esto conocemos que amamos al Hijo de Dios. Llamó hijos de Dios a lo que poco antes llamó Hijo de Dios, porque los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios, y siendo él la Cabeza y nosotros los miembros, sólo hay un Hijo de Dios. Luego quien ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios, y quien ama al Hijo de Dios, ama al Padre. Nadie puede amar al Padre, si no ama al Hijo, y quien ama al Hijo ama también a los hijos de Dios. ¿A qué hijos de Dios? A los miembros del Hijo de Dios. Amando se hace él mismo miembro y por el amor entra a formar parte de la trabazón del cuerpo de Cristo, y será un único Cristo amándose a sí mismo.
El cuerpo se ama a sí mismo cuando los miembros se aman mutuamente. Y si padece un miembro padecen con él todos los demás, y si uno es honrado, gozan con él todos los demás. ¿Cómo sigue? Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,26-27). Poco antes hablaba San Juan sobre la caridad fraterna y decía: Quien no ama al hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve? (1 Jn 4,20). ¿No amas a Cristo amando al hermano? ¿Cómo no ha de ser así, si amas a los miembros de Cristo? Pues, mira: cuando amas a los miembros de Cristo, le amas a él; cuando amas a Cristo amas al Hijo de Dios y cuando amas al Hijo de Dios, amas también al Padre. El amor es indivisible. Elige uno de estos tres amores: le siguen los otros dos. Si dices que amas sólo a Dios Padre, mientes. Si realmente le amas, no le amas solo; si en verdad amas al Padre, amas también al Hijo. Supongamos que dices: «amo al Padre y al Hijo, pero nada más; al Padre que es Dios y al Hijo que es Dios y nuestro Señor Jesucristo, que subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre, Palabra por quien fueron hechas todas las cosas, Palabra hecha carne que habitó entre nosotros; nada más amo». Mientes. Si amas a la Cabeza, amas también a los miembros, y si no amas a los miembros, tampoco amas a la Cabeza.
¿No oyes con espanto la voz de la Cabeza, que clama desde el cielo en favor de sus miembros diciendo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Llamó perseguidor propio a quien perseguía a sus miembros; llamó amador suyo al amador de sus miembros. Ya sabéis, hermanos, quiénes son sus miembros: la misma Iglesia de Dios. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios. ¿Y cómo esto? ¿No son cosa distinta los hijos de Dios y Dios? Pero quien ama a Dios ama sus preceptos. Y ¿cuáles son los preceptos de Dios? Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros (Jn 13,34). Nadie se excuse de tener un amor porque ya tiene otro, pues el amor de Dios es así: como él se centra en la unidad, a todos los amores que dependen de él los hace uno y, como fuego, los funde a todos. Todo amor bueno es oro; al fundirse la masa, resulta una sola cosa; mas para fundirse todos en uno se requiere el fuego de la caridad. Conocemos que amamos a los hijos de Dios, si amamos a Dios".
4. Jn 20, 19-31: En los textos bíblicos, las denominaciones de elegido, ungido y enviado son equivalentes. Cuando los primeros cristianos se llaman a sí mismos elegidos, no están presumiendo por ningún privilegio, sino recordándose que han sido enviados a cumplir una misión, en favor de los demás, que prolonga en cierto sentido la del mismo Cristo: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo". Para la realización de esta tarea reciben también la fuerza del Espíritu. El episodio de Tomás quiere animar la fe de todos aquellos que no vieron directamente al Señor y para los que se han escrito todos los signos que Juan narra en su evangelio. "Dichosos los que crean sin haber visto". De cualquier modo, la simple contemplación de lo exterior de los acontecimientos nos da su sentido profundo. Sólo la fe permite ver y entender la trascendencia de lo que se está presentando. En el resucitado reconocen los apóstoles al Jesús que anduvo con ellos por los caminos de Palestina. Distinto, pero el mismo. El Jesús de la historia es el Cristo de la fe, Jesús es el Cristo. La más breve confesión cristiana quedará en esta palabra: Jesucristo ("Eucaristía 1990").
Así como en la primera creación del hombre, Dios le infundió la vida, así también el aliento de Jesús comunica la vida a la nueva creación espiritual. Cristo, que murió para quitar el pecado del mundo, ya resucitado, deja a los suyos el poder de perdonar. Así se realiza la esperanza del pueblo de la Biblia. Dios lo había educado de modo que sintiera la presencia universal del pueblo. En el templo se ofrecían animales en forma ininterrumpida para aplacar a Dios. Pero ese río de sangre no lograba destruir el pecado, y los mismos sacerdotes debían ofrecer sacrificios por sus propios pecados antes de rogar a Dios por los demás. Las ceremonias y los ritos no limpiaban el corazón ni daban el Espíritu Santo. Pero ahora, en la persona de Jesús resucitado, ha llegado un mundo nuevo. Aunque la humanidad siga pecando, ya el primero de sus hijos, el "hermano mayor de todos ellos", ha ingresado en la vida santa de Dios. Los que se afanan por la vida espiritual, sufren sobre todo por la presencia universal del pecado. Su tristeza profunda está en no hallarse aún totalmente liberados de él. De ahí que el perdón de los pecados sea para ellos la riqueza más grande de la iglesia. La capacidad de perdonar es la fuerza que permite solucionar las grandes tensiones de la humanidad. Si bien penetra difícilmente en los corazones, ella no deja de ser un gran secreto... Quien no sabe perdonar, no sabe amar. En la reconciliación se muestra al prójimo el amor más auténtico ("Eucaristía 1992").
Cristo es percibido como presente entre sus discípulos reunidos en la tarde del primer día de la semana (las reuniones de Jesús resucitado con los discípulos suceden frecuentemente en domingo, y los cristianos se comenzaron a reunir el día de la Resurrección de Jesús). Este dato, confirmado por 1 Cor 15, 4 (uno de los más antiguos relatos sobre la resurrección), no parece que se refiera solamente a la costumbre literaria de hacer resucitar a los dioses a los tres días. Sino que, dado el número, la confluencia de testigos y la simplicidad de los relatos, podemos admitir que así fue. Posteriormente los creyentes tomaron este día como el más significativo para celebrar al misterio cristiano. Obligación de amor, que no de ley. La misión de los discípulos se deriva del suceso de Pascua (cf. Mt 28, 16-20; Mc 16, 15-20; Lc 24,44-49); pero Juan lo encuadra en el conjunto de la misión de Jesús (17, 17-19). Además no subraya el carácter universal de la misión; tal vez porque esta meta ya ha sido conseguida a la hora en que se escribe el evangelio de Juan (cf. 4, 35-38). Los apóstoles y todos los discípulos son portadores de la misión de Jesús. La Iglesia, si cree de verdad en la resurrección, tiene que acercarse a los extremos de la miseria humana; allí está su campo de misión, su labor de hacer ver que el mensaje pascual es coherente y válido. A pesar de que en las diferentes Iglesias hay controversia sobre el punto de quién ejerce el don del perdón, lo que sí es cierto es que la fuerza perdonadora del resucitado reside en los creyentes, en los discípulos de Jesús (cf. Mt 16, 19). Después de la resurrección es posible creer en el perdón porque el poder de las tinieblas ya no volverá a reinar en el mundo. Creer en esto y trabajar en consecuencia es ser cristiano. En adelante, la fe reposa no sobre el "ver", sino sobre el testimonio de los que han visto. Por esta fe es por la que los cristianos llegamos a Cristo (17, 20). Y recreamos en nuestras vidas el mismo hecho salvador de la cruz y la misma alegría de la resurrección. Así entramos en comunión con los Apóstoles, que "vivieron", y participamos de su experiencia pascual ("Eucaristía 1977").
Podríamos llamar «oficiales», apariciones colectivas, a las de Jesús resucitado a todos los discípulos juntos. De entre ellas, aquellas cuyo día nos es señalado claramente, tienen lugar en domingo. La tarde del mismo día de Pascua los discípulos de Emaús, después de la aparición con que ellos han sido agraciados, se reúnen con los otros discípulos en Jerusalén (Lc. XXIV, 33), Jesús se aparece a todo el grupo en ausencia de Tomás. Una semana más tarde se aparece de nuevo y confunde el escepticismo de Tomás que no creyó lo que le refirieron sus compañeros. El evangelio de este domingo nos relata punto por punto estas dos primeras apariciones generales, separadas por una semana. La elección de este pasaje para el domingo posterior a la Pascua está inspirada en la concreta indicación que figura en medio del texto y que es como el quicio del evangelio de este domingo: «ocho días más tarde» (v. 26).
Este domingo después de Pascua es, verdaderamente, el primero de todos los domingos. En efecto, la Resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico, único en el transcurso de los siglos. La reunión de los discípulos, justamente una semana después, y la visita de Jesús que viene a solemnizar esta reunión como si le confiriese un carácter oficial, hacen que el misterio de la Resurrección deje de tener, si así se puede decir, carácter de acontecimiento para adquirir el de institución. Se trata de algo que no basta recordar como un hecho histórico, sino que es preciso celebrarlo, es decir, empaparse de su realidad y de su riqueza espiritual. La primera celebración de la Pascua tuvo lugar el primer domingo siguiente a la misma. De este modo, el domingo ha venido a ser el «hebdoversario» de la Resurrección, su celebración hebdomadaria.
Los discípulos del Señor, judíos de origen, tenían la costumbre de dedicar al Señor un día por semana; pero ya estaba el sábado. Les era necesario conservar el ritmo religioso hebdomadario, pero también les era necesario indicar que convenía cambiar de día para que el día del Señor fuese el día de la Resurrección del Señor. Jesús, con su aparición del primer domingo después de Pascua, contribuyó a este desplazamiento del día consagrado y de descanso. Con ocasión de la Pascua todos los cristianos han cumplido su "deber pascual". Los inconstantes, los negligentes y los indiferentes también han hecho el cumplimiento pascual. Es necesario ayudarles a permanecer fieles, a no retornar a su negligencia... hasta la próxima Pascua. Muchos pastores toman voluntariamente la negligencia como tema para su predicación del domingo in albis. La celebración hebdomadaria inaugurada por el Señor, el pasaje del acontecimiento único convertido en institución habitual, todos estos pensamientos enmarcados en la liturgia del día, ¿no constituyen un buen punto de partida para una tal predicación dirigida a los que han hecho el cumplimiento pascual? San Gregorio Nacianceno escribió en el siglo IV a propósito del domingo de la octava de la Pascua: «Después de ocho días, que la octava sea para ti una gran fiesta... El domingo aquel (la Pascua) era el de la salud, éste es el del aniversario de la salud; aquél era la frontera entre el sepulcro y la resurrección; éste es sencillamente el de la segunda creación, a fin de que, igual que la primera creación comenzó en domingo, así también la segunda creación comience en el mismo día, que es, al mismo tiempo, el primero en relación con los que le siguen y el octavo con relación a los que le preceden, más sublime que el día sublime y más admirable que el día admirable: él se refiere, en efecto, a la vida de arriba» (L. Heuschen).
S. Agustín nos dice que "la lectura del santo evangelio de hoy ha relatado de nuevo la manifestación del Señor a sus siervos, de Cristo a los apóstoles y el convencimiento del discípulo incrédulo. El apóstol Tomás, uno de los doce discípulos, no dio crédito ni a las mujeres ni a los varones cuando le anunciaban la resurrección de Cristo el Señor. Y era ciertamente un apóstol que iba a ser enviado a predicar el evangelio.
Cuando comenzó a predicar a Cristo, ¿cómo podía pretender que le creyeran lo que él mismo no había creído? Pienso que se llenaba de vergüenza propia cuando increpaba a los incrédulos. Le dicen sus condiscípulos y coapóstoles también: Hemos visto al Señor. Y él respondió: Si no introduzco mis manos en su costado y no toco las señales de los clavos no creeré. Quería asegurar su fe tocándole. Y si el Señor había venido para que lo tocasen, ¿cómo dice a María en el texto anterior: No me toques, pues aún no he subido al Padre (Jn 20,17). A la mujer que cree le dice: No me toques, mientras dice al varón incrédulo: «Tócame». María ya se había acercado al sepulcro y, creyendo que era el hortelano el Señor que estaba allí de pie, comienza diciéndole: Señor, si tú le has quitado, dime dónde le has puesto y yo lo tomaré. El Señor la llama por su nombre: María. Ella reconoció al instante que era el Señor al oír que la llamaba por su nombre; Él la llamó y ella lo reconoció. La hizo feliz con su llamada otorgándole poder reconocerlo. Tan pronto como oyó su nombre con la autoridad y voz acostumbrada, respondió también ella como solía: Rabí. María, pues, ya había creído; pero el Señor le dice: No me toques, pues aún no he subido al Padre. Según la lectura que acaba de sonar en vuestros oídos, ¿qué oísteis que dijo Tomás? «No creeré, si no toco». Y el Señor dijo al mismo Tomás: «Ven, tócame; introduce tus manos en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente. Si piensas, dijo, que es poco el que me presente a tus ojos, me ofrezco también a tus manos. Quizás seas de aquellos que cantan en el salmo: En el día de mi tribulación busqué al Señor con mis manos, de noche, en su presencia». ¿Por qué buscaba con las manos? Porque buscaba de noche. ¿Qué significa ese buscar de noche? Que llevaba en su corazón las tinieblas de la infidelidad.
Mas esto se hizo no sólo por él, sino también por aquellos que iban a negar la verdadera carne del Señor. Efectivamente, Cristo podía haber curado las heridas de la carne sin que hubiesen quedado ni las huellas de sus cicatrices; podía haberse visto libre de las señales de los clavos de sus manos y de la llaga de su costado; pero quiso que quedasen en su carne las cicatrices para eliminar de los corazones de los hombres la herida de la incredulidad y que las señales de las heridas curasen las verdaderas heridas. Quien permitió que continuasen en su cuerpo las señales de los clavos y de la lanza, sabía que iban a aparecer en algún momento herejes tan impíos y perversos que dijesen que Jesucristo nuestro Señor mintió en lo referente a su carne y que a sus discípulos y evangelistas profirió palabras mendaces al decir: «Toma y ve». Ved que Tomás duda. ¿Es verdad que duda? «Si no toco, no creeré». El creer se lo confía al tacto. Si no toco, no creeré. ¿Qué opinamos que dijo Manés? Tomás lo vio, lo tocó, palpó los lugares de los clavos y, no obstante su carne era falsa. Por tanto, de haberse hallado allí, ni aún tocando hubiera creído". Y decía también: "Escuchasteis cómo el Señor alaba a los que creen sin haber visto por encima de los que creen porque han visto y hasta han podido tocar. Cuando el Señor se apareció a sus discípulos, el apóstol Tomás estaba ausente; habiéndole dicho ellos que Cristo había resucitado, les contestó: Si no meto mi mano en su costado, no creeré (Jn 20,25). ¿Qué hubiese pasado si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastro de las heridas? Lo podía; pero si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas de nuestro corazón. Al tocarle lo reconoció. Le parecía poco el ver con los ojos; quería creer con los dedos. «Ven -le dijo-; mete aquí tus dedos, no suprimí toda huella, sino que dejé algo para que creyeras; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (ib., 27). Tan pronto como le manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (ib., 28). Tocaba la carne y proclamaba la divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no podía tocar ni siquiera el alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo, antes muerto, se movía ahora vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni cambia ni se la toca, ni decrece ni acrece, puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Esto proclamó Tomás; tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14)".
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