lunes, 9 de abril de 2012

Lunes de la octava de Pascua: el anuncio del ángel, y la alegría de la resurrección, vivida en la primera Iglesia

Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,14.22-32 (se lee también en el 3º domingo de pascua A): Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: "Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre Él. En efecto, refiriéndose a Él, dijo David: Veía sin cesar al Señor delante de mí, porque Él está a mi derecha para que yo no vacile. Por eso se alegra mi corazón y mi lengua canta llena de gozo. También mi cuerpo descansará en la esperanza, porque Tú no entregarás mi alma al Abismo, ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción. Tú me has hecho conocer los caminos de la vida y me llenarás de gozo en tu presencia. Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos.

Salmo 16,1-2.5.7-11: Mictán de David. Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti. / Yo digo al Señor: "Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti". / El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz, ¡tú decides mi suerte! / Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de noche me instruye mi conciencia! / Tengo siempre presente al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré. / Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro: / porque no me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. / Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha.

Evangelio según San Mateo 28,8-15: En aquel tiempo, las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: ‘Sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos’. Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones». Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.

Comentario: 1. Durante la "cincuentena" pascual que sigue a la "cuarentena" de la cuaresma, de ahí el nombre de Pentecostés, nos introduciremos en el ámbito de la Iglesia naciente. San Lucas, como prolongación de su evangelio, nos relata los treinta primeros años de la Iglesia, hasta el año 63 después de Jesucristo. En los cinco primeros capítulos veremos el nacimiento de la Iglesia en Jerusalén. En los capítulos seis a once, contemplaremos la expansión de la Iglesia hacia Samaría y Siria. En fin, a partir del capítulo doce, el evangelio gracias a la actividad misionera de San Pablo se extiende por todo el oriente Medio y Grecia. Hombres y mujeres, Apóstoles y cristianos han vivido esa sorprendente epopeya misionera. Pero, tras los «hechos» de los apóstoles, se halla un solo "actor", ¡el Espíritu! o, más exactamente, el Señor Jesús viviente, glorificado, resucitado, que actúa por su Iglesia en la potencia del Espíritu, Jesús presente entre nosotros. Por esta razón se leen los Hechos de los Apóstoles como prolongación de la Pascua.
Pedro, de pie en medio de los once, decía con voz fuerte: Escuchad... Jesús el Nazareno, el que matasteis en una cruz, Dios lo ha resucitado. Los acontecimientos son recientes. En una ciudad limitada como Jerusalén, se conservan en el recuerdo de todos. Debieron de ver su cadáver, colgado por los clavos en el patíbulo. Pudieron ver también el lanzazo final que abrió el corazón del condenado. Y Pedro acaba de decirles: después de todo esto ¡nosotros le hemos vuelto a ver! ¡más vivo que antes! (Noel Quesson)
2. -El salmo de David dice de Cristo: «Mi carne descansa confiada: Tú no puedes abandonar mi espíritu al abismo... No dejarás que tu Santo vea la corrupción. Pedro, para un público de judíos, se refiere a la Biblia, cita este salmo, que comentó Juan Pablo II como “un salmo de intensa fuerza espiritual”, “un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta al inicio: "Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti" (v. 2). Así pues, Dios es considerado como el único bien. El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la "heredad", término que domina los versículos 5-6. En efecto, se habla de "lote de mi heredad, copa, suerte". Estas palabras se usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara precisamente: "El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad" (Sal 15,5-6). Así pues, da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios”. San Agustín comenta: "El salmista no dice: "Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar." El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor: “El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios”.
“El segundo símbolo del salmo 15 es el del "camino": "Me enseñarás el sendero de la vida" (v. 11). Es el camino que lleva al "gozo pleno en la presencia" divina, a "la alegría perpetua a la derecha" del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna. En este punto, es fácil intuir por qué el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: "Dios resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio" (Hch 2,24). San Pablo, durante su discurso en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: "No permitirás que tu Santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción" (Hch 13,35-37)”.
3. Durante la primera semana después de la Pascua, leemos algunos relatos que nos hablan de la resurrección. “Existen dos tipos sensiblemente diferentes de tradición de la resurrección –decía Ratzinger-: llamaré al primero tradición confesional, y al segundo, tradición narrativa. Como ejemplo del primer tipo encontramos los versículos 3-8 del capítulo 15 de la primera carta a los Corintios; el segundo tipo lo hallamos en los relatos de la resurrección de los cuatro evangelios. Ambos tipos tienen orígenes diferentes; ambos plantean cuestiones muy diversas; ambos tienen significaciones y propósitos distintos, y esto reviste notable importancia a la hora de plantearse y de interpretar aquello que constituye el núcleo del mensaje.
En la tradición narrativa podemos percibir el origen de la tradición confesional. La primera relata cómo los discípulos de Emaús, una vez vueltos a Jerusalén, fueron saludados por los once con este anuncio: “El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24,34). Este pasaje es quizás el más antiguo texto sobre la resurrección que ha llegado hasta nosotros. En todo caso, la formación de la tradición comienza con proclamaciones simples semejantes a ésta, que poco a poco pasan a ser un elemento fundamental, sólidamente formulado en la asamblea de los discípulos. Estos desarrollan, en la presencia del Señor, fórmulas de la profesión de fe que expresan el fundamento de la esperanza cristiana y que, además, tienen la función de servir de signos que permitan a los creyentes reconocerse entre sí.
Ha nacido la confesión cristiana. En este proceso de tradición se desarrolló my pronto –probablemente en la década de los treinta en el ámbito palestinense- la confesión que Pablo nos ha conservado en la primera carta a los Corintios (15,3-8) como una tradición que él mismo recibió de la Iglesia y que transmite fielmente. En estos textos de confesión, que son los más antiguos, ocupa un lugar muy secundario la transmisión de los recuerdos concretos de los testigos. La verdadera intención, como Pablo subraya con énfasis, es preservar el núcleo cristiano, sin el cual el mensaje y la fe carecerían de sentido.
La tradición narrativa se desarrolla impulsada por otros estímulos. Se quiere saber cómo sucedieron las cosas. Crece el deseo de acercarse a los hechos, de conocer los detalles. A este deseo se une muy pronto la necesidad que los cristianos tienen de defenderse contra sospechas y ataques de todo género, que el Evangelio nos permite intuir, y también contra interpretaciones diversas, como ya se insinuaron en Corinto. Es justamente sobre la base de tales exigencias como se fue formando una tradición más detenidamente meditada de los evangelios. Cada una de estas dos tradiciones tiene, pues, una significación propia e insustituible; pero, al mismo tiempo, resulta evidente que existe una jerarquía: la tradición confesional se halla por encima de la tradición narrativa. Es la fides quae, la regla a la que debe someterse toda interpretación”, aquí por tanto las cartas están por encima de los Evangelios (en cuanto recogen incluso la primitiva liturgia celebrativa, como los famosos Fil 2, 5s, Col 3 que leíamos ayer y durante toda la pascua...). Algunos de estos hechos importantes: “Cristo murió según las Escrituras”, y “por nuestros pecados”, como hemos visto ahí se relaciona con toda la Alianza y los profetas (como veremos el miércoles con el Evangelio de Emaús, donde Jesús lo explica así), “un evento que encierra en sí un logos, una lógica; que proviene de la palabra y penetra en la palabra, la descubre y plenifica. Esta muerte es el resultado del hecho de que la palabra de Dios se haya hecho presente entre los hombres. Cómo debe interpretarse esta inmersión de la muerte en la palabra de Dios nos lo indica el segundo complemento: murió ‘por nuestros pecados’. El credo que profesamos recoge con esta fórmula una palabra profética (Is 53,12; cf. también 53,7-11). La remisión que hace a la Escritura no se queda en pura vaguedad; evoca una melodía concreta del Antiguo Testamento, que ya se tiene muy presente en las primeras asambleas de los testigos. De esta suerte, la muerte de Jesús queda excluida de la línea que conecta con aquella muerte maldita que tiene su origen en el árbol de la ciencia del bien y del mal, en la presunción de alcanzar la igualdad con Dios, presunción a la que pone término el juicio divino: volverás a la tierra, pues de ella has sido tomado. Esta muerte pertenece a un género distinto. No es cumplimiento de la justicia que arroja al hombre a la tierra, sino cumplimiento de un amor que no quiere dejar al otro sin palabra, sin sentido, sin eternidad. No arraiga en la sentencia que expulsa al hombre del paraíso, sino en los poemas del Siervo de Dios; es muerte que brota de esta palabra y, por tanto, muerte que se hace luz de las gentes; muerte que se relaciona con un servicio de expiación, que quiere traer consigo la reconciliación. Es, en consecuencia, muerte que pone fin a la muerte. Examinada más de cerca, la doble interpretación que nuestro Credo añade a la breve expresión ‘Cristo murió’, proyecta el camino de la Cruz a la Resurrección; lo que aquí se dice (‘murió por nuestros pecados, según las Escrituras’) es algo más que una interpretación: forma parte integrante del acontecimiento mismo”.
a) -Al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María... Son amigas de Jesús. Han vuelto a la tumba de Jesús por amistad, como entre nosotros, después del sepelio de un ser querido suele hacerse una visita al cementerio. Son las mismas, precisamente, que en la tarde del viernes asistieron al amortajamiento (Mateo, 27, 55-56). No hay pues error posible sobre esta tumba. ¡Danos, Señor, tu amor! Sólo se ve bien con el corazón. Sólo el amor introduce en el conocimiento profundo de los seres con los que vivimos.
-Después de haber visto al ángel del Señor, que les había dicho: "No temáis. Buscáis a Jesús, no está aquí, ha resucitado como había dicho". Se alejaron rápidamente del sepulcro... llenas de temor... ¡Dios está ahí! Hay dos signos claros para todo el que conoce el lenguaje bíblico: -"el ángel", mensajero de Dios.
- el "temor", sentimiento constante en presencia de lo divino. Yo también quisiera dejarme aprehender por esta Presencia.
-Y con gran gozo corrieron a comunicarlo a los discípulos. Temor y gozo, a la vez. Primera reacción: correr... ir a llevar la noticia... Son muchos los que "corren" la mañana de Pascua. Pedro y Juan pronto también correrán para ir a ver. (Juan, 20, 4) ¿Tengo yo ese gozo? ¿Anuncio la "gozosa nueva" de Pascua?
-Jesús les salió al encuentro diciéndoles: Dios os salve. Ellas, acercándose, le abrazaron los pies y se postraron ante Él. Es Jesús el que toma la iniciativa. Es Él quien se presenta, quien les da los "buenos días". Es siempre tan "humano" como antes. Probablemente les sonríe. Pero ellas, manifiestamente ¡están ante la majestad divina! Como derrumbadas, el rostro en tierra. Su gesto es de adoración.
Entonces Jesús les dice: "No temáis". Es lo que Dios dice siempre. El temor es un sentimiento natural ante Dios. Pero Dios nos dice: "No temáis". -"Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán. Jesús, netamente, envía a la misión. Si se da a conocer a algunos, no es para que nos regocijemos de ello... sino para que nos pongamos en camino hacia nuestros hermanos. "Id a avisar a mis hermanos." Después de esta meditación, ¿qué voy a hacer? Estoy entre los "amigos" de Jesús si participo en la evangelización.
-Mientras iban ellas, algunos de los guardias vinieron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Reunidos estos en consejo tomaron bastante dinero y se lo dieron a los soldados diciéndoles: "Decid que viniendo los discípulos de noche, lo robaron mientras nosotros dormíamos..." Esta leyenda se difundió entre los judíos hasta ahora.
Esta es la solución que los "enemigos" han encontrado para explicar la tumba vacía... que les estorbaba. Los jefes judíos no desmienten el "hecho": le buscan otra explicación... inverosímil (Noel Quesson). Hay ahí una ironía del Evangelio, pues cómo podían testificar que tales personas robaron el cuerpo, alegando que mientras ellos dormían: si dormían, ¿cómo reconocieron a los ladrones?
b) Que quien ama acaba siempre venciendo. / Que no estamos hechos para las lágrimas. / Que la muerte no destruye nuestra vocación de vida plena. / Que la fe en Jesús no es absurda. / Que el testimonio de su comunidad es verdadero. / Que siempre, siempre, siempre, hay futuro (gonzalo@claret.org).
Quien le viera cargado con el madero, véalo ahora radiante en su gloria. / Quien oyera de Él palabras de denuncia, dolor, misericordia, perdón, oiga ahora el himno que en el cielo se canta al Cordero. / Quien le creyó vencido por la traición y muerte, véalo ahora como Rey de gloria. / Quien ascendió con Él por el camino del calvario, suba ahora con Él al monte de esperanza. Él no defrauda. / Quien lloró arrepentido sus miserias, reciba ahora la bendición del Hijo del Padre, que espera a las ovejas perdidas. / Quien dudó de su poder y gracia, siéntase ahora salvado por el amigo que le espera (Manuel Garrido).
En la Entrada nos preparamos para entrar en ese paraíso perdido: «El Señor nos ha introducido en una tierra que mana leche y miel, para que tengáis en los labios la Ley del Señor. Aleluya” (Ex 13,5-9). O bien «El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho; alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. Aleluya». Y también pedimos en la Colecta la ampliación de esta familia que Jesús ha formado: «Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos; concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal, vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron», vida que nos prepara a la Vida, como seguimos pidiendo en el Ofertorio: «Recibe, Señor, en tu bondad, las ofrendas de tu pueblo, para que, renovados por la fe y el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza». Ya que «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él. Aleluya» (Rom 6,9, antif. Comunión), y queremos participar de esa vida, como rezamos en la Postcomunión: «Te pedimos, Señor, que la gracia del misterio pascual llene totalmente nuestro espíritu, para que, quienes estamos en el camino de la salvación, seamos dignos de tus beneficios». Este plan salvífico es el que nos recuerda San Juan Damasceno: «El Señor recibió en herencia los despojos de los demonios, o sea, aquellos que desde antiguo habían muerto, y liberó a todos los que se hallaban bajo el yugo del pecado. Habiendo sido contado entre los malhechores, Él fue quien implantó la justicia. La semilla de los incrédulos se abolió; el luto se cambió en fiestas y el llanto en himnos de gozo. En medio de las tinieblas brilló para nosotros la luz; de un sepulcro surgió la vida y del fondo de los infiernos brotaron la resurrección, la alegría, el gozo y la exultación».
“Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo” del sepulcro para anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14). Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María —así agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo hace también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía, por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la sumisión —«se asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la adoración. ¡Qué gran lección para aprender a estar también ante Cristo Eucaristía! «No tengáis miedo» (Mt 28,10), dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes! Y el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es también tarea nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad (...) contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (Juan Pablo II)” (Joan Costa).
c) Sentido de la Octava Pascual. Hemos abierto ayer con toda solemnidad las celebraciones de la Pascua. Extasiados por la luz de la gloria, nuestros ojos saludan la alegría de la vida nueva, como se saluda un amanecer, o como quien pudiera estar junto a Dios el primer día de la creación. Aunque es mayor la fiesta que celebra nuestra Madre, la Iglesia, pues sin comparación el orden de la redención rebasa y trasciende al orden mismo de la creación cuanto la gracia sobrepasa a la naturaleza. Hay fiesta en la Iglesia y en todo nuestro ser. Los oídos se reponen del largo ayuno del "aleluya", y santamente se desquitan cantando una y otra vez con el salmo: "¡este es el día que hizo el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo!". Pero más grande aún es el alimento que esperan y por eso se abren atentos a la Palabra Divina, que de tantos modos y con tantos testimonios quiere esclarecer nuestro entendimiento para que el reinado de Jesús, el Vencedor, tenga sólido trono en el alma de los creyentes.
Sin Pascua no hay Pentecostés, porque Cristo dijo: "si no me voy, el Paráclito no vendrá para estar con vosotros" (Jn 16,7). Pero sin Pentecostés no es posible recibir ni entender el misterio de la Pascua, pues dijo Cristo también: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, Él los guiará a la verdad completa... El Paráclito mostrará mi gloria, porque recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes" (Jn 16,13.14). Así entendemos el vínculo íntimo entre el ascenso de Cristo desde el seno de la tierra, que se celebra en Pascua y el descenso del Espíritu desde el seno del Padre, que se celebra en Pentecostés. Cristo envía al Espíritu, y el Espíritu trae a nosotros el misterio, la presencia y la gracia de Cristo (Fray Nelson).
d) La alegría de la resurrección. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya! Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia; nos pide que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo de esta alegría del alma y del cuerpo. La verdadera alegría no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Y yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor, sabernos en todo momento hijos de Dios. En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esa alegría profunda del cristiano. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo, que si se diera, necesitaría de un remedio urgente. El alejamiento de Dios, la pérdida del camino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan preciado. Por lo tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortificando nuestros caprichos y egoísmos. Esta lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud y alegría que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia. Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace. Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en nuestra actitud cordial. Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen, “abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocamos como causa de nuestra alegría” (Paulo VI: tomado de Francisco Fernández Carvajal).

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