Domingo de la 3º semana de
Pascua (B): la alegría pascual viene de nuestra filiación divina, conseguida
por Jesús con su resurrección
Lectura de los Hechos de los
Apóstoles 3,13-15. 17-19: En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: -Israelitas,
¿de qué os admiráis?, ¿por qué nos miráis como si hubiésemos hecho andar a éste
por nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el
Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros
entregasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Rechazasteis al
santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la
vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos. Sin
embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo
mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas:
que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que
se borren vuestros pecados.
Salmo 4,2.4.7.9: R/. Haz
brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro.
Escúchame
cuando te invoco, Dios, defensor mío, / tú que en el aprieto me diste anchura,
/ ten piedad de mí y escucha mi oración. / Sabedlo: El Señor hizo milagros en
mi favor, / y el Señor me escuchará cuando lo invoque.
Hay muchos que
dicen: / «¿Quién nos hará ver la dicha, / si la luz de tu rostro ha huido de
nosotros? / En paz me acuesto y en seguida me duermo, / porque tú sólo, Señor,
me haces vivir tranquilo.
Lectura de la primera carta
del Apóstol San Juan 2,1-5a: Hijos míos, os escribo esto para que no
pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a
Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no
sólo por los nuestros sino también por los del mundo entero. En esto sabemos
que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice : «Yo lo
conozco» y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en
él.
Lectura del santo Evangelio
según San Lucas 24,35-48. En aquel tiempo contaban los discípulos lo que
les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el
pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les
dijo: -Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.
El les dijo: -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?
Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un
fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les
mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y
seguían atónitos, les dijo: -¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un
trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: -Esto es
lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de
Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse. Entonces
les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: -Así
estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer
día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a
todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Comentario: «Aclamad al
Señor tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria.
Aleluya» (Sal 65,1-2, antífona de entrada). Cantamos llenos de alegría también en
la Colecta: «Que tu pueblo, Señor, exulte siempre al verse renovado y
rejuvenecido en el espíritu; y que la alegría de haber recobrado la adopción
filial afiance su esperanza de resurrección gloriosamente». Es la misma alegría
que sigue resonando en la oración del Ofertorio: «Recibe, Señor, las ofrendas
de su Iglesia exultante de gozo; y pues en la resurrección de su Hijo nos diste
motivo para tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno», pues
(así reza la antífona de comunión, año B) «así estaba escrito: el Mesías
padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se
predicará la conversión de los pecados a todos los pueblos. Aleluya» (Lc
24,46-47). Y acabamos dando gracias en la Postcomunión: «Mira, Señor, con
bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de
vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa». La alegría es un
sentimiento muy propio del tiempo pascual. Contrasta notablemente con la
austeridad y la sobriedad cuaresmal. Tiene su origen en la esperanza, que es
inherente a la fe. Hoy la liturgia nos invita a exultar por nuestra condición
de hijos adoptivos, que el pecado había desfigurado, y que Cristo nos ha
restituido con su misterio pascual. Así, pues, brota espontánea la esperanza de
participar de todos los beneficios de los hijos. Ya no somos esclavos, sin
ningún derecho y sin ningún futuro. La filiación divina nos hace herederos de
las promesas de Dios -resucitar gloriosamente-, a la vez, claro, que nos carga
con la responsabilidad de los hijos. No podemos olvidar cuán cierta es la
expresión evangélica: "A quién más se le dé, más se le exigirá". Y,
¿se nos puede dar algo más grande que la filiación divina? Dejemos que sea de
nuevo el apóstol Pablo quien lo diga con sus palabras certeras: "No habéis
recibido un espíritu de esclavos para reincidir nuevamente en el temor, sino
que habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos en el que clamamos: ¡Abba!
¡Padre! Y el Espíritu mismo testifica, junto con nuestro espíritu, que somos
hijos de Dios. Hijos, y por tanto herederos: herederos de Dios y coherederos de
Cristo, toda vez que padecemos con Él para ser glorificados también con
El" (Rm 8,15-17). Vivir en la responsabilidad del amor, en la sensibilidad
del amor, en el gozo del amor, en la novedad inacabable del amor, en la eterna
juventud del amor, en el Espíritu del amor. ¡He ahí nuestro ser cristiano!
(Jaume González Padrós).
1. Hch
3,13-15.17-19: Es la segunda presentación en Hechos del núcleo del kerygma
primitivo. Hay hasta cinco discursos en esta línea dentro de este libro. Todos
estos discursos son construcciones de Lucas, como puede apreciarse en la
redacción. Pero recogen los puntos fundamentales que parece se predicaban en
Jerusalén al poco tiempo de los acontecimientos pascuales. Por ello, aunque no
sean simplemente históricos, ofrecen base para reconstruir este mensaje. Este
anuncio primitivo se concreta en estos pocos puntos. Jesús es el enviado del
Padre, ha existido realmente y ha tenido una actividad concreta beneficiosa
para los hombres. Estos, sin embargo, no lo han aceptado y le han dado muerte.
Pero Dios lo ha resucitado, dándole la razón en su actividad. Quien crea en
esto, lo acepta con su vida, emprende una conducta acorde con ese
convencimiento, obtiene la salvación global que es más que el propio perdón de
los pecados. Todo esto está testimoniado por los apóstoles. Como puntos propios
de esta perícopa destacan el plan de Dios anunciado y realizado en Cristo, la
participación humana negativa, excusada en la línea del "perdónales,
Padre" (Federico Pastor).
Pedro ha
curado a un pobre tullido que pedía limosna en la puerta del templo de
Jerusalén, en la que llamaban "Hermosa" o "de Nicanor", que
era la más frecuentada por el pueblo. Todo el mundo se hace lenguas de lo
sucedido (v. 10). Y la admiración de la gente da paso a la pregunta. Pedro se
dispone ahora a dar la respuesta, pues ha llegado el momento de la
evangelización. El signo y la palabra van siempre inseparablemente unidos en la
actividad misionera de los apóstoles. Pedro comienza dando gloria a Dios y a
Jesucristo en cuyo nombre ha realizado el milagro (v. 6). Pues no ha sido el
poder de Pedro el que ha hecho andar al tullido, sino la fuerza de Dios que ha
resucitado a Jesucristo; y tampoco ha de ser la fe en Pedro, sino la fe en
Jesucristo, la que puede borrar los pecados del pueblo. Con sus palabras
valientes, Pedro realiza a la vez y en el momento preciso el anuncio y la
denuncia del evangelio. La acusación es certera, sin ambigüedades. También esto
pertenece a la misión de los testigos de Jesús. Los judíos prefirieron a
Barrabás, un asesino (Lc 23, 18ss.), y entregaron a la muerte al "autor de
la vida". Pedro dijo entonces lo que tenía que decir, dio testimonio. Nosotros
no damos testimonio de Cristo si, en vez de acusar y denunciar hoy a los que
siguen entregando a la muerte a los inocentes, nos contentamos con acusar y
denunciar a los judíos de aquel tiempo. Observemos cómo Pedro acentúa el
carácter de primera mano que tiene el testimonio de los apóstoles sobre la
resurrección de Jesús. El y sus amigos, los doce, son testigos de lo que han
visto con sus propios ojos. Hay cosas que suceden, aunque no debieran suceder;
otras suceden tal y como deben suceder. Pero en la historia de la salvación hay
cosas que "tienen que suceder" para que se cumplan los planes de Dios
y el hombre pueda salvarse, y , sin embargo, no suceden sin el pecado del
hombre. Así, la muerte de Jesús "tenía que venir"; pero esto no exime
de la culpa a los judíos. Con todo, Pedro ve en ello un atenuante e,
igualmente, en su ignorancia y en la de las autoridades. Por eso lo menciona
para disponerlos mejor al arrepentimiento. Dios borra los pecados lo mismo que
se borra una deuda (cfr Col 2, 14) es decir, Dios perdona y no tiene en cuenta
los pecados de aquellos que creen en Jesucristo (“Eucaristía 1985”).
Centramos
nuestra atención en Cristo muerto y resucitado. Los textos bíblicos y
litúrgicos nos hablan de Él. Esto nos ayuda a tomar conciencia de los frutos de
conversión santificadora que en nuestras vidas debió producir la Cuaresma. Esto es lo que nos
ayuda a vivir la vida del Resucitado, una vida nueva de constante renovación
espiritual. Esto no deben experimentarlo solamente los recién bautizados, sino
también todos los demás, porque la renovación pascual ha de revivir en todos
nosotros la responsabilidad de elegidos en Cristo y para Cristo por la santidad
pascual. Pedro inaugura la misión de la
Iglesia , proclamando valientemente la necesidad de la
conversión para responder al designio divino de salvarnos en Cristo Jesús,
muerto y resucitado por nosotros. Comenta San Juan Crisóstomo: «San Pedro les
dice que la muerte de Cristo era consecuencia de la voluntad y decreto divinos.
¡Ved este incomprensible y profundo designio de Dios! No es uno, son todos los
profetas a coro quienes habían anunciado este misterio. Pero, aunque los judíos
habían sido, sin saberlo, la causa de la muerte de Jesús, esta muerte había
sido determinada por la Sabiduría
y la Voluntad de Dios,
sirviéndose de la malicia de los judíos para el cumplimiento de sus designios.
El Apóstol nos lo dice: “aunque los profetas hayan predicho esta muerte y vosotros la hayáis
hecho por ignorancia, no penséis estar enteramente excusados”. Pedro les dice
en tono suave: “Arrepentíos y convertíos”. ¿Con qué objeto? “Para que sean
borrados vuestros pecados. No sólo vuestro asesinato en el cual interviene la
ignorancia, sino todas las manchas de vuestra alma”».
2. Este salmo
es la oración de un "fiel", un hombre religioso de Israel consciente
de ser amado por Dios. Tal es el sentido de la palabra "Hassid": el
fiel, objeto de la Alianza
Divina. Ahora bien, este hombre lleno de fe, no está
preservado: su oración al comienzo es jadeante... Para decir que ora, se atreve
a decir que "grita" hacia Dios. Su gran angustia, es estar
literalmente sofocado por los paganos que lo rodean: este paganismo, este
ambiente materialista, diríamos hoy, es atrayente, aun para un fiel. Recurre
entonces a una antiquísima costumbre religiosa usada en muchas de las
religiones antiguas: "pasará una noche en el Templo", haciéndose el
"huésped de Dios", esperando el favor de un "sueño
profético" en que Dios le hablará. De hecho, en el fondo de sí mismo, en
su fe, escucha decir a Dios que la vida "sin Dios" es
"nada", una "carrera hacia la mentira", una vida engañosa.
La verdadera felicidad no está en la abundancia de bienes materiales, sino en
"la intimidad con Dios": "alza sobre nosotros la lumbre de tu
rostro... Diste a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y el
vino". Jesús afirmó a menudo que la verdadera felicidad, "lo único
necesario", era la vida íntima con Dios. A Marta, que se atormentaba con
los quehaceres del hogar, Jesús dio como ejemplo a María, "que lo escuchaba"
tranquilamente sentada junto a El (Lc 10,42). Más que ningún fiel, Jesús vivió
la felicidad de sentir sobre El "la iluminación del rostro del
Padre". "El Padre no me abandona jamás", decía (Jn 8,16). Jesús
vivió esta paz y esta confianza total en el Padre, hasta en su reposo en el
sepulcro, esperando "en paz" la resurrección. "En paz me acuesto
y me duermo, porque Tú me haces reposar confiadamente, Señor". Jesús
hablaba de la muerte como una especie de "sueño". "Nuestro amigo
Lázaro duerme, voy a despertarlo" (Jn 11,11). Finalmente la absoluta
confianza en la oración, que testimonia este salmo ("El Señor me oye
cuando lo invoco"), era igualmente la certeza de Jesús: "pedid y
recibiréis... Golpead y se os abrirá" (Mt 7,7). Las numerosas correspondencias
entre el salmo 4 y el evangelio, no son fortuitas; Jesús estaba realmente
impregnado de esta oración. Los salmos, este salmo, era "su" oración.
La oración de Jesús se prolonga en nosotros, cuando recitamos este salmo.
Ante la
tremenda inquietud de nuestro tiempo, el salmo habla de un verdadero sueño
reparador. La fórmula del salmista es pintoresca y de una elocuencia nada
banal. "En paz me acuesto y me duermo"... ¡Hace de este equilibrio un
signo de su "fe"! No está turbado, no está tenso, aun en medio de sus
cuidados... Su secreto, es poner su confianza en Dios. Confiesa que se duerme
tranquilo y que se despierta bien dispuesto, la mañana siguiente, pasada una
buena noche: "me acuesto, me duermo, luego me despierto; el Señor me
protege, no temo a los muchos millares que en derredor mío acampan contra
mí" (Sl 3,6), cantaba el salmo anterior, casi con las mismas palabras.
Jesús, era alguien que sabía dormir, aun en medio de las fuertes tempestades, y
decía que Dios cuida del trigo que crece aun cuando el agricultor duerma (Mc
4,27). Oración de la tarde antes de acostarse. Este salmo es tradicionalmente
utilizado como oración de Completas. Es una bella oración vespertina. Decir a
Dios que El es nuestro "único necesario". Hacer "silencio"
haciendo callar las preocupaciones. ("Yo os digo, no os inquietéis",
decía Jesús: Lc 12,22). Promover en nosotros mismos los valores de
"paz", de "tranquilidad", de "felicidad". Luego
entregarnos al sueño confiando que la acción misteriosa de Dios continúa en
nosotros mientras dormimos. Tener "confianza" en Dios (la palabra se
repite dos veces en el salmo) y sepultarse en esta muerte aparente que es el
sueño, con la certeza del "despertar". Reflexionad en lo secreto,
haced silencio, no pequéis más. Al caer la tarde, es hora del balance, de la
"revisión de vida". Han ocurrido quizá cosas desagradables o malas en
esta jornada. Es el momento de "reflexionar" en ellas, y de
"convertirse". Señor, rectifica en mí lo que no corresponde a tu
amor. Perdona mis pecados (Noel Quesson).
3. 1 Jn 2, 1-5ª:
Juan acaba de proclamar el poder purificador del sacrificio de Cristo (1 Jn 1,
7). Lo que ahora hace es enumerar las condiciones. Reducido a sí mismo, el
hombre no puede realizar su proyecto de llegar hasta el más allá y hasta el
misterio de las cosas: el "pecado" obstaculiza sus propósitos y le
extravía continuamente por entre las tinieblas. Todos los hombres han
experimentado ese pecado, en virtud del cual la satisfacción inmediata de un
impulso egoísta u orgulloso da al traste con cualquier movimiento hacia lo
absoluto o el misterio. Pero el hombre inventa por su cuenta sistemas
religiosos en los que algunos ritos de ablución y de purificación devuelven al
pecador su integridad y le permiten reanudar el diálogo con lo trascendente. La
religión judía, cuando ya estaba degradada, podía aparecer tan solo como un
sistema de este tipo. Existían además otros caminos: refugiarse en el
pneumatismo más exagerado hasta el punto de negar su condición pecadora (cf. 1
Jn 1,8), hasta conseguir, en otras palabras, crearse la conciencia de no tener
pecado. Es muy probable que Juan haga alusión a alguna de estas sectas
pneumáticas. De todas formas, el hombre niega su pecado, o si lo reconoce,
aplaca inmediatamente su ansiedad por medio de ritos que él mismo se inventa. El
cristianismo propone una regla de conducta: reconocer su pecado y aceptar el
ser aceptado por alguien en esa situación de pecado. Saberse pecador y aceptar
el depender no de su orgullo, no de un rito tranquilizante, sino de alguien que
pueda ayudar a encontrar un medio de superar el pecado. Aceptar el ser
perdonado y vivir en ese estado nuevo. Eso es la confesión de los pecados. Ahora
bien: después de la resurrección de Cristo tenemos un abogado cerca del Padre,
capaz de solicitar el perdón de los pecados (v. 1), puesto que El mismo ha
aceptado depender de alguien, su Padre, para vencer la muerte (v. 2). En
realidad, confesar sus pecados no consiste tan solo en manifestar su pecado
para ser liberado de él mediante un perdón ritual y abstracto, sino que, por el
contrario, consiste en aceptarse a sí mismo como aceptado por quien, al morir,
aceptó y transformó lo inaceptable. El pecado es, pues, una ocasión de comulgar
con Dios por medio del llamamiento al perdón que pone en juego. Solo la pretensión
de considerarse sin mancha priva de esa comunión, puesto que niega la
intervención salvífica de Dios y hace incluso a Dios mentiroso en su pretensión
de perdonar (1 Jn 1,10; Maertens-Frisque).
La nueva vida
es irreconciliable con el pecado, lo mismo que la luz y las tinieblas (1, 6).
Pero Juan tiene la triste experiencia de que el pecado llega también a
introducirse en la comunidad cristiana. Por eso advierte a los cristianos para
que no pequen. Si alguno tiene la desgracia de pecar, debe saber que no está
sin abogado que interceda por él ante el Padre. Es Jesucristo, el justo que ha
muerto por los injustos (1 Pe 3,18) y ha resucitado compareciendo en presencia
del Padre como intercesor de todos nosotros. Juan advierte a unos para que no
pequen y anima a otros para que no desesperen del perdón de Dios. Porque Jesús
no sólo es la víctima de propiciación por nuestros pecados sino incluso por
todos los pecados del mundo. Su pasión y muerte en la cruz es el sacrificio
que, de una vez por todas y así para todas las veces, alcanza el perdón de los
pecados. Por eso es un sacrificio de perenne vigencia y actualidad. Por eso es
Jesucristo el "Salvador del mundo" (cfr. 4,14; Jn 3,17; 4,42, 1 Tm 2,4s).
Contra las "frases" de los falsos maestros, Juan establece el único
criterio válido para discernir entre el verdadero y el falso conocimiento de
Dios. Sólo conoce a Dios el que hace lo que Dios manda. Pues conocer a Dios es
para Juan siempre "reconocer" a Dios, esto es, tenerlo en
consideración y aceptarlo prácticamente como el que es. Es una afirmación
característica de Juan ésta de que sólo se conoce la verdad cuando se hace. En
consecuencia, conocer a Dios es imposible sin cumplir los mandamientos de Dios
(cfr. 3,22. 24; Jn 14,15.23; 15,10). Aplicando el criterio anterior a los
falsos maestros que dicen y no practican, se descubre que son unos mentirosos.
La "mentira" es para Juan una oposición, a ciencia y conciencia, a la
verdad, y la Verdad es
Cristo. Los que se oponen a la Verdad
no la conocen, pues no está en ellos, sino contra ellos. Por más que digan que
conocen a Cristo, a la Verdad ,
si no cumplen lo que Cristo dice, están ciegos y caminan en las tinieblas. Su
pretensión es el peor de los pecados, es obstinación y ceguera, es tinieblas e
incredulidad. Pues no hay ortodoxia sin ortopraxis, y nadie está en la verdad
si no hace la verdad (“Eucaristía 1985”).
El contexto
general de la carta es desenmascarar a unos herejes a los que llama anticristos
2, 19; pseudoprofetas 4, 1. Estos defendían falsas doctrinas sobre la persona
de Cristo y sobre la redención. De su doctrina hacían aplicaciones morales
contrarias a la enseñanza de los apóstoles. Negaban la posibilidad de pecar y
defendían que no tenían necesidad de ser redimidos por la sangre de Cristo. No
se sentían ligados a los mandamientos pero creían estar en comunión con Dios.
No se preocupaban de su manera de actuar porque ninguna acción, del que está
unido y en comunión con Dios, puede ser pecado. El autor afirma la posibilidad
del pecado y contra los herejes enseña que la fe en Dios y la observancia de
los mandamientos son dos realidades que no se pueden separar, que la realidad
del pecado es cierta pero que en la vida del cristiano el perdón del pecado
está siempre al alcance de todos. Su conclusión es que ni la afirmación de los
herejes ni la facilidad del perdón han de dar una falsa seguridad. Dios perdona
en virtud de la intercesión de Cristo que es víctima de propiciación por
nuestros pecados. Hay que estar siempre en guardia contra el pecado para no ser
excluido de la comunión con Dios pero se puede vivir en paz porque hay un
intercesor ante el Padre en caso de pecar. El criterio para saber si el
conocimiento que tienen de Dios es verdadero o falso es la observancia de los
mandamientos. Cumplir la palabra (v. 5) puede ser una alusión a la
Palabra=Cristo. Quien sigue a Cristo tiene el auténtico amor de Dios (Pere
Franquesa). Como hoy, que hay quien propugna una imposibilidad de pecar porque
Dios tiene misericordia, hay que decir que las dos cosas son compatibles:
podemos pecar –pues tenemos libertad- y al mismo tiempo Dios es misericordioso
y nos perdona si le abrimos el corazón. Así decía S. Agustín: “Hijos míos, os
escribo estas cosas para que no pequéis. Pero quizá se cuela el pecado en la
vida humana. ¿Qué hacer? ¿Dejar paso a la desesperación? Escucha: Si alguien
peca -dice- tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo el Justo; él es
propiciador por nuestros pecados. Él es nuestro abogado. Pon empeño en no
pecar; mas si la flaqueza de tu espíritu te indujo al pecado, ponte en guardia
al instante, desapruébalo, condénalo enseguida; una vez que le hayas condenado,
podrás acercarte seguro al juez. Allí tienes tu abogado; no temas perder la
causa de tu confesión. Si a veces se confía el hombre en esta vida a una lengua
elocuente, y así evita el perecer, ¿vas a perecer tú, si te confías a la Palabra ? Grita: Tenemos un abogado
ante el Padre.
Contemplad al
mismo Juan revestido de humildad. No cabe duda de que era un hombre justo y
excelso, que libaba los secretos de los misterios en el pecho del Señor; él, en
efecto, es quien bebiendo del pecho del Señor, eructó la divinidad: En el
principio existía la Palabra
y la Palabra estaba en
Dios (Jn 1,1). Tan gran varón no dijo: «Tenéis un abogado ante el Padre», sino:
Si alguien peca, tenemos un abogado. No dijo: «Tenéis», ni «me tenéis», ni
«tenéis a Cristo», sino que presentó a Cristo, no a sí mismo; dijo: «Tenemos»,
no: «Tenéis». Prefirió contarse en el número de los pecadores para tener por
abogado a Cristo, antes que constituirse personalmente como abogado en lugar de
él y hallarse entre los soberbios merecedores de condenación. Hermanos, es a
Jesucristo, el Justo, a quien tenemos por abogado ante el Padre; él es
propiación por nuestros pecados. Quien retiene esto, no es hereje; quien lo
defiende, no es cismático. ¿De dónde se originan los cismas? De decir los
hombres: «Somos justos»; de afirmar: «Nosotros santificamos a los impuros,
justificamos a los impíos, nosotros pedimos y nosotros alcanzamos lo pedido».
Pero ¿qué dijo Juan? Si alguien peca, tenemos un abogado ante el Padre, a
Jesucristo, el Justo.
Entonces dirá
alguien: «¿Luego los santos no interceden por nosotros? ¿No piden por el pueblo
los obispos y prelados? Atended a la
Escritura y veréis que ellos mismos se encomiendan al pueblo.
El Apóstol dice a los fieles: Orad unánimes, orad por mí (Col 4,3). Ora el
pueblo por el Apóstol y ora el Apóstol por el pueblo. Rogamos por vosotros,
hermanos; rogad vosotros por mí. Rueguen los miembros unos por otros, interceda
por todos la Cabeza. Por
lo tanto, no es de admirar lo que sigue, y que al mismo tiempo tapa la boca a
los que dividen la Iglesia
de Dios. El que dijo: Tenemos por abogado a Jesucristo, el Justo, que es
propiciación por nuestros pecados puso su mirada en los que habían de apartarse
de él y decir: He aquí al Cristo, hele aquí (Mt 24,23), con la intención de
mostrar que quien compró el mundo entero y posee todo lo creado se halla sólo
en una parte. Por eso añadió a continuación: No sólo por los nuestros sino por
los de todo el mundo”.
Si realmente
el Misterio Pascual ha prendido en nuestra vida, lo evidenciará nuestra
renuncia real al pecado y nuestra fidelidad amorosa a la Voluntad divina. Tal vez uno de los
textos más expresivos y valioso de la mediación e intercesión de Cristo ante el
Padre como Supremo Pontífice de nuestra fe lo encontremos en los escritos de
Santa Gertrudis: «Vio la santa que el Hijo de Dios decía ante el Padre: “¡Oh,
Padre mío, único y coeterno y consustancial Hijo! Conozco en mi insondable
Sabiduría toda la extensión de la flaqueza humana mucho mejor que esta misma
criatura y que toda otra cualquiera. Por eso me compadezco de mil maneras de
esa flaqueza. En mi deseo de remediarla, os ofrezco, santísimo Padre mío, la
abstinencia de mi sagrada boca para reparar con ella las palabras inútiles que
ha dicho esta elegida”...» [Y así va enumerando diversos ofrecimientos y
reparación y sigue:] “Finalmente, ofrezco, Padre amantísimo a Vuestra Majestad
mi deífico Corazón por todos los pecados que ella hubiere cometido”».
4. Lc 24,35-48:
Los discípulos de Emaús vuelven presurosamente a Jerusalén para contar a todo
el grupo lo que les ha sucedido en el camino y cómo conocieron a Jesús "en
el partir el pan". Pero, antes de abrir la boca, los otros les dicen a
coro: "El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro" (v. 34; cfr.
1 Cor 15,5). Por fin les dejan hablar. Pero, súbitamente, unos y otros se
quedan mudos ante la presencia del Señor, que les saluda: "Paz a
vosotros". Juan nos dice que esta aparición ocurrió aquella misma tarde
del domingo (20,19s). Aunque todos tenían noticias de la resurrección por el
testimonio de Pedro y de los de Emaús, la presencia de Jesús les sorprende. Bajo
la tremenda impresión de los acontecimientos del viernes, entre el miedo a los
judíos y la esperanza alimentada con las primeras noticias de aquel domingo,
estos hombres no acaban de creer a causa de la inmensa alegría lo que ven con
sus propios ojos. Jesús les tranquiliza y les convence de que es verdad lo que
están viendo y de que no se trata de ningún fantasma. No es posible comprender
cómo un cuerpo glorificado -Pablo dice "espiritualizado" (1 Co 15,44),
esto es, sometido a la acción del Espíritu que es la fuerza de Dios que opera
la resurrección- pueda ingerir alimentos. De todas formas, el sentido de esta
afirmación es que el Señor vive verdaderamente, y lo que los discípulos han
visto no es una simple "visión". Los apóstoles sólo pueden ser
testigos de Jesucristo si están plenamente convencidos de que él mismo y no otro
es el que murió bajo Poncio Pilato y ahora vive para siempre. Jesús les
convence de esta verdad y, además, les abre el sentido de las Escrituras para
que comprendan que todo ha sucedido como había sido anunciado por los profetas.
La vida de Jesús, su pasión y muerte, y todas las Escrituras deben ser
interpretadas a la luz de la experiencia pascual. Ahora comprenden que su
Maestro no ha sucumbido ante sus enemigos ni ante la misma muerte. Pues todo ha
sucedido tal y como "tenía que suceder" para que se cumpliera la
voluntad de Dios. La fe no puede evitar lo que "tiene que ser", pero
puede siempre aceptar la realidad e interpretarla, sabiendo que de una u otra
manera todo sucede para la salvación de los hombres y la gloria de Dios. Esto
no es fatalismo, sino realismo cristiano, en el que la esperanza se hace
resistencia allí donde todos los optimistas fracasan y todos los pesimistas
abandonan. Pues también la muerte que "tiene que ser", puede ser
aceptada con esperanza y ganada para la vida. La misión de Jesús ha terminado,
pues todo ha sido cumplido. Ahora resta que los apóstoles anuncien a todo el
mundo lo que han visto y oído. Resta que se predique en todas partes,
comenzando por Jerusalén, que Dios salva a los hombres en Jesucristo y concede
el perdón de los pecados.
S. Agustín
comenta así este Evangelio: “Los discípulos pensaron lo mismo que hoy piensan
los maniqueos y los priscilianistas, a saber: que Cristo el Señor no tenía
carne verdadera, que era sólo un espíritu. Veamos si el Señor los dejó errar.
Ved que el pensar eso es un perverso error, pues el médico se apresuró a
curarlo y no lo quiso confirmar. Ellos, pues, creían estar viendo un espíritu;
pero quien sabía lo dañinos que eran esos pensamientos, ¿qué les dijo para
erradicarlos de sus corazones? ¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué estáis
turbados y suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies;
tocad y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo
(Lc 24,38-39). Contra cualquier pensamiento dañino, venga de donde venga,
agárrate a lo que has recibido; de lo contrario, estás perdido. Cristo, la Palabra verdadera, el Unigénito
igual al Padre, tiene verdadera alma humana y verdadera carne, aunque sin
pecado. Fue la carne la que murió, la que resucitó, la que colgó del madero, la
que yació en el sepulcro y ahora está sentada en el cielo. Cristo el Señor
quería convencer a sus discípulos de que lo que estaban viendo eran huesos y
carne; tú, sin embargo, le llevas la contraria. ¿Es él quien miente y tú quien dice
la verdad? ¿Eres tú quien edifica y él quien engaña? ¿Por qué quiso convencerme
Cristo de esto, sino porque sabía lo que me es provechoso creer y lo que me
perjudica no creer? Creedlo, pues, así; él es el esposo. Escuchemos también lo
referente a la esposa, pues no sé quiénes, poniéndose también de parte de los
adúlteros, quieren alejar a la verdadera y poner en su lugar a la extraña.
Escuchemos lo referente a la esposa. Después que los discípulos hubieron tocado
sus pies, manos, carne y huesos, el Señor añadió: ¿Tenéis algo que comer? (Lc
24,41). En efecto, la consumición del alimento era una prueba más de su
verdadera humanidad. Lo recibió, lo comió y repartió de él. Y, cuando aún
estaban temblorosos de miedo, les dijo: ¿No os decía estas cosas cuando estaba
con vosotros? ¡Cómo! ¿No estaba ahora con ellos? ¿Qué significa: Cuando aún
estaba con vosotros? Cuando era aún mortal como lo sois vosotros todavía. ¿Qué
os decía? Que convenía que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la
ley, los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que
comprendiesen las Escrituras; y les dijo que convenía que Cristo padeciera y
resucitase de entre los muertos al tercer día (Lc 24,44-45). Eliminad la carne
verdadera, y dejará de existir verdadera pasión y verdadera resurrección. Aquí
tienes al esposo: Convenía que Cristo padeciera y resucitase al tercer día de
entre los muertos. Retén lo dicho sobre la
Cabeza ; escucha ahora lo referente al cuerpo. ¿Qué es lo que
tenemos que mostrar ahora? Quienes hemos escuchado quién es el esposo,
reconozcamos también a la esposa. Y que se predique la penitencia y el perdón
de los pecados en su nombre. ¿Dónde? ¿A partir de dónde? ¿Hasta dónde? En todos
los pueblos, comenzando por Jerusalén. Ved aquí la esposa; que nadie te venda
fábulas; cese de ladrar desde un rincón la rabia de los herejes. La Iglesia está extendida por todo el
orbe de la tierra; todos los pueblos poseen la Iglesia. Que nadie os engañe,
ella es la auténtica, ella la católica. A Cristo no le hemos visto, pero sí a
ella: creamos lo que se nos dice de él. Los apóstoles, por el contrario, le
veían a él y creían lo referente a ella. Ellos veían una cosa y creían la otra;
nosotros también, puesto que vemos una, creamos la otra. Ellos veían a Cristo y
creían en la Iglesia
que no veían; nosotros que vemos la
Iglesia , creamos también en Cristo a quien no vemos y,
agarrándonos a lo que vemos llegaremos a quien aún no vemos. Conociendo, pues,
al esposo y a la esposa, reconozcámoslos en el acta de su matrimonio para que
tan santas nupcias no sean objeto de litigio”.
Conocer a
Jesús es guardar sus mandamientos: Conocer a Jesús, reconocerlo, saber quién es
y aceptarlo como Señor que vive es cumplir sus mandamientos. Pues "el que
dice: "yo lo conozco" y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y
la verdad no está en él". Es un falso testigo. Ni él mismo cree lo que
dice. Pero el que cumple los mandamientos de Jesús, el que ama a todos los
hombres como Jesús nos ha amado, hasta la muerte y muerte de cruz si es
preciso, reconoce que Jesús de Nazaret ha resucitado y no es un muerto para él
sino fuente de vida y de verdadera esperanza. Y esa fe, aunque siga siendo
incomprensible para los que no la comparten, tiene sin embargo su eficacia y su
sentido verificable en el mundo, no es "música celestial", sino
motivo de asombro y una fuerza que levanta la pregunta allí donde se
manifiesta: "Israelitas, ¿de qué os asombráis?". Por tanto, son las
obras de los testigos las que hacen creíble su testimonio, aunque éste pueda
interpretarse de muchas maneras y sólo sea correctamente comprendido por los
que creen en él. La crisis de fe, la incapacidad para seguir escuchando lo que
todavía no se comprende y lo que cierra el camino a la conversión del mundo, no
es el misterio que anunciamos, sino que ese misterio no se muestre más poderoso
en la transformación de nuestras vidas y en el servicio desinteresado a todos
los hombres. Porque lo que el mundo necesita no son palabras sobre la vida o la
esperanza, sino palabras de vida y para la vida, palabras vivificantes,
palabras que hagan andar a los cojos, escuchar a los sordos, resucitar a los
muertos (“Eucaristía 1982”).
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