Libro de los Hechos de los Apóstoles 3,1-10: En una ocasión, Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde. Allí encontraron a un paralítico de nacimiento, que ponían diariamente junto a la puerta del Templo llamada "la Hermosa", para pedir limosna a los que entraban. Cuando él vio a Pedro y a Juan entrar en el Templo, les pidió una limosna. Entonces Pedro, fijando la mirada en él, lo mismo que Juan, le dijo: "Míranos". El hombre los miró fijamente esperando que le dieran algo. Pedro le dijo: "No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina". Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó; de inmediato, se le fortalecieron los pies y los tobillos. Dando un salto, se puso de pie y comenzó a caminar; y entró con ellos en el Templo, caminando, saltando y glorificando a Dios. Toda la gente lo vio camina y alabar a Dios. Reconocieron que era el mendigo que pedía limosna sentado a la puerta del Templo llamada "la Hermosa", y quedaron asombrados y llenos de admiración por lo que le había sucedido.
Salmo 105,1-4.6-9: ¡Den gracias al Señor, invoquen su Nombre, hagan conocer entre los pueblos sus proezas; / canten al Señor con instrumentos musicales, pregonen todas sus maravillas! / ¡Gloríense en su santo Nombre, alégrense los que buscan al Señor! / ¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; / descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: / el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos. / Él se acuerda eternamente de su alianza, de la palabra que dio por mil generaciones, / del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac.
Evangelio según San Lucas 24,13-35: Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran.
Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?». Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él no le vieron». Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras.
Al acercarse al pueblo a donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando.
Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.
Comentario: “Hoy «es el día que hizo el Señor: regocijémonos y alegrémonos en Él» (Sal 117,24). Así nos invita a rezar la liturgia de estos días de la octava de Pascua. Alegrémonos de ser conocedores de que Jesús resucitado, hoy y siempre, está con nosotros. Él permanece a nuestro lado en todo momento. Pero es necesario que nosotros le dejemos que nos abra los ojos de la fe para reconocer que está presente en nuestras vidas. Él quiere que gocemos de su compañía, cumpliendo lo que nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20)” (Xavier Pagès).
1. a) De momento los discípulos seguían con las liturgias del Templo. -Un tullido de nacimiento pedía limosna... Pedro le dijo: «oro no tengo, pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda». Los Apóstoles son los continuadores de Jesús. Son los depositarios del poder taumatúrgico -hacer milagros- del Mesías. La acción de Jesús no terminó con su muerte: Dios continúa actuando a través de su presencia misteriosa en su Iglesia. Y para subrayar esa continuidad: Pedro dice las mismas palabras que Jesús: «Levántate y anda...» (Lc 5, 23). Pedro hace el mismo gesto que Jesús: «Tomándole de la mano...» (Lc 8, 54). Y sana la misma enfermedad, un paralítico y en el mismo lugar... (Mt 21, 14). ¿Creo yo en la Iglesia, depositaria de los beneficios de Dios? ¿Creo, de veras, que Jesús está viviendo en ella? ¿Es su Palabra la que oigo, cuando se lee la Escritura en la Misa? ¿Es a Él a quien encuentro, cuando me confieso? Ocasión de descubrir de nuevo la misteriosa profundidad de la "acción Apostólica": el Papa y los obispos continúan la función de Pedro y de los Doce.
-En nombre de Jesucristo, ¡Levántate y anda! Eso es los que repite la Iglesia a la humanidad, con tanta frecuencia paralizada. «Levántate». La Iglesia, siguiendo a Jesús, quiere la grandeza del hombre: un hombre de pie, un hombre activo, un hombre capaz de tomar su destino en su mano... En mi vida familiar o profesional, ¿contribuyo a «levantar» a la humanidad? ¿Contribuyo a curar? Yo mismo, ¿sé apoyarme en la fuerza de la resurrección para ponerme de nuevo en pie cada vez que una prueba me ha paralizado o anonadado? «En nombre de Jesucristo, ¡que me levante y ande!»
-Entró con ellos en el Templo... La ley de Moisés había establecido un cierto número de barreras: así ciertas categorías de personas, consideradas como «impuras» legalmente no tenían derecho a entrar en el Templo. Los tullidos estaban en este caso (ver Lv 21, 18 y II Samuel 5, 8). Pero he aquí que la nueva religión rompe todas esas barreras legales: nadie es excluido... Todos están invitados a entrar. ¡Gracias, Señor! Ayúdanos a no reinstalar barreras ni exclusiones. Que seamos acogedores y abiertos a todos. En particular a los más pobres... -Andando... saltando... y alabando a Dios... Es algo muy comprensible. Imagino la escena en el templo. El poder maravilloso de la resurrección comienza a difundirse en el cuerpo de la humanidad, como presagio y anuncio de la exultación final de los «resucitados» (Noel Quesson).
b) Pedro y Juan curan en nombre de Jesús al paralítico del templo, a la hora del sacrificio de la tarde. Qué bien cuenta Lucas el episodio: el pobre mendigo a la puerta del templo -como se ve, fenómeno antiguo-, la mirada fija del mendigo que espera algo, la mirada también fija de Pedro, el contacto de la mano, las palabras breves y solemnes: «en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar», y la curación progresiva del buen hombre hasta seguirles dando brincos al Templo, ante la admiración de la gente. La fuerza salvadora, que en vida de Jesús brotaba de él, curando a los enfermos y resucitando a los muertos, es ahora energía pascual que sigue activa: el Resucitado está presente, aunque invisible, y actúa a través de su comunidad, en concreto a través de los apóstoles, a los que había enviado a «proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). No tendrán medios económicos, pero sí participan de la fuerza del Señor.
2. Sal. 104. Dios es siempre fiel a su Alianza y a su amor hacia nosotros. Él jamás abandonará a su Pueblo a pesar de nuestras infidelidades. ¿Habrá alguien que nos ame como Dios lo ha hecho? Su misericordia es eterna y se prolonga de generación en generación. En su amor por nosotros se hizo uno de nosotros para ofrecernos su perdón, y para hacernos partícipes de su Vida y de su Espíritu. Aun cuando muchas veces nosotros nos alejemos del Señor y traicionamos su amor, Él no se olvidará de nosotros y siempre estará dispuesto a perdonarnos, pues Él es nuestro Dios y Padre misericordioso, y no enemigo a la puerta. Mientras aún es tiempo, volvamos al Señor, dejémonos amar por Él y convirtámonos en fieles testigos suyos, proclamando sus prodigios a todos los pueblos.
3. Los dos en Emaús recuperan la esperanza. a) Sólo María Santísima tendrá fe en todo momento, los discípulos están en desbandada, y ahí van los de hoy, desanimados, descorazonados. “Aquella tarde van de Jerusalén a Emaús, a pocas horas de camino de la Ciudad Santa, tristes, bajo el peso de la mayor de las decepciones: el Maestro acaba de ser crucificado como un malhechor, no había tenido ningún poder contra la muerte, y ahora todos los suyos se dispersaban sin saber donde ir. Si el único que tenía palabras de vida eterna había muerto, ¿qué iba a ser de ellos? Andaban -eran dos, un tal Cleofás y otro- contándose entre sí una y otra vez todo aquel desastre, el fin de la gran esperanza. Sin duda se han equivocado, Jesús debió ser profeta, pero no el Mesías, habían entendido mal el mensaje, su muerte, un hecho tan seguro, sólo podía interpretarse así” (Carlos Pujol). Quizá no perdieron la luz íntima de la fe en Jesús, sino la esperanza mesiánica en un líder terrenal. Lo que no consiguió Jesús en vida, lo obtuvo agonizante y muerto, curándoles definitivamente de su fe ingenua y pueril en un camino de Dios según la fantasía humana, alejado del camino de la cruz. En su alma se formó un vacío, quedando así espacio libre para la sabiduría divina que es locura para el mundo. -Dos discípulos iban a Emaús... y hablaban entre sí... El viernes último murió su amigo. Todo ha terminado. Vuelven a su casa. Sorprende que no sean capaces de tener en consideración el testimonio de las mujeres; quizá estaban tan deprimidos por el “fracaso” que para ellos era la muerte de Jesús, que están temporalmente cerrados a todo misterio.
Hasta que llegan a la raíz de su decepción: Sin embargo nosotros esperábamos que Él sería quien redimiera a Israel. Este es el tema. ¿Cuál era su esperanza?: parece una salvación humana; muchos problemas vienen de la tergiversación de la esperanza... ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Ya no esperan nada. "Nosotros esperábamos..." Estas palabras están llenas de una esperanza perdida. Me imagino su decepción. Camino con ellos. Les escucho. En toda vida humana esto sucede algún día: una gran esperanza perdida, una muerte cruel, un fracaso humillante, una preocupación, una cuestión insoluble, un pecado que hace sufrir. Humanamente, no hay salida.
-Jesús se les acercó e iba con ellos... pero sus ojos estaban ciegos, no podían reconocerle... "¿De qué estáis hablando? Parecéis tristes." Por su camino has venido a encontrarles; e inmediatamente te interesas por sus preocupaciones. Tú conoces nuestras penas y nuestras decepciones. Me alivia pensar que no ignoras nada de lo que soporto en el fondo de mí mismo. Me dejo mirar e interrogar por ti.
-Lo de Jesús Nazareno... Cómo le entregaron nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado... Jesús deja que se expresen detenidamente, sobre sus preocupaciones. No se da a conocer enseguida: deja que hablen, que se desahoguen.
-¡Hombres tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! Y comenzando por Moisés y por todos los profetas les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras. He aquí el primer método para "reconocer" a Jesús: tomar contacto, profundamente, cordialmente, con las Escrituras con la Palabra de Dios. Hacer "oración". Procurar por encima de todo tener unos momentos de corazón a corazón. Leer y releer la Escritura.
Llegan al pueblo, le piden que se quede: “Una de las súplicas más conmovedoras del Evangelio, oscurece (¿quién tiene miedo a la oscuridad, los de Emaús o su compañero misterioso?), y después de aquel coloquio ambulante ahora que todo son sombras lo necesitan.” (Carlos Pujol).
“Jesús en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.
Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo de su corazón por la palabra y el amor de Dios hecho hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con un ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamen libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continua con nosotros porque ya es tarde, y ya va el día de caída, se hace de noche.
Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros porque nos rodean las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque ‘entre las cosas hermosas, honestas, no ignoramos cuál es la primera: poseer siempre a Dios’ (San Gregorio Nacianzeno).
Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.
Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (San Josemaría Escrivá). Vale la pena recordar a los discípulos de Emaús si alguna vez nos ataca el fantasma del desaliento o la desesperanza; Jesús nunca nos dejará solos, de una manera o de otra nos acompañará en el camino y nos hablará, pero conviene pedirle que se quede con nosotros para que su presencia se haga continua en nuestra vida. Muchas veces Jesús utilizará nuestras vidas para que otros encuentren el consuelo y la luz en sus vidas en tinieblas. No se trata sólo de ser Apóstoles, sino el mismo Cristo que pasa por sus vidas como ha pasado por la nuestra para orientar al perdido, consolar al triste y animar al desesperanzado.
b) En el fondo, ahí está el sentido de la Misa. La misa es el ofrecimiento de Cristo y nuestro al Padre, y básicamente tiene dos partes, que son la liturgia de la palabra y la Eucaristía. Ofrecimiento al Padre de Jesús y nuestro, pues somos también nosotros hijos de Dios (como le dijo a María el primer domingo: "di a mis hermanos: subo a mi Padre, que es también vuestro Padre"). Decía una persona: "La Palabra de Dios proclamada en la celebración de la Eucaristía me ha llevado en diversos momentos de mi vida a tomar decisiones concretas para ir adelante en hacer la voluntad de Dios en mi vida; no es cuestión de voluntad (muchas veces no encuentro esta intensidad) sino un don de Dios". A nosotros nos toca, como en el milagro de Caná, llenar las tinajas de agua (estar ahí, dispuestos a la escucha de la Palabra): es Jesús quien puede hacer el milagro de convertir el agua en vino (cambiar nuestro corazón), y hacer realidad lo que oímos al comienzo del Evangelio: "El Señor esté con vosotros".
Una historia poco piadosa nos puede ilustrar esa necesidad de contacto vital. Habla de un joven inquieto se presentó a un sacerdote y le dijo: -'Busco a Dios'. El reverendo le echó un sermón, que el joven escuchó con paciencia. Acabado el sermón, el joven marchó triste en busca del obispo. -'Busco a Dios', le dijo llorando al obispo. Monseñor le leyó una pastoral que acababa de publicar en el boletín de la diócesis y el joven oyó la pastoral con gran cortesía, pero al acabar la lectura se fue angustiado al Papa a pedirle: -'Busco a Dios'. Su Santidad se dispuso a resumirle su última encíclica, pero el joven rompió en sollozos sin poder contener la angustia. -'¿Por qué lloras?', le preguntó el Papa totalmente desconcertado. -'Busco a Dios y me dan palabras' dijo el joven apenas pudo recuperarse. Aquella noche, el sacerdote, el obispo y el Papa tuvieron un mismo sueño. Soñaron que morían de sed y que alguien trataba de aliviarles con un largo discurso sobre el agua.
-Jesús, “puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron”. “Esta es la segunda experiencia para "reconocer a Jesús": la eucaristía, la fracción del pan. La primera había sido la Escritura, explicada por Él. Fijémonos en que los dos momentos del encuentro de Emaús son como las dos partes de la Misa: la liturgia de la Palabra y la "fracción del pan", que Jesús hizo el jueves santo (y que estos discípulos recordarían cuando reconocieron a Jesús). La Eucaristía nunca es aislada, sino que -inscrita en el año litúrgico, con unos sentimientos distintos según sea la esperanza del Adviento, o el dolor de la Cuaresma o la alegría de Navidad o Pascua...- siempre nos hace viva la muerte y resurrección de Jesús, por esto es buena disposición ver que la vida es como un camino de Emaús, un encuentro con Jesús en el que cada día hay una palabra suya que va germinando en nuestro corazón, algo que nos va explicando por el camino.
La eucaristía es el sacramento, el signo eficaz de la presencia de Cristo resucitado. Es el gran misterio de la Fe: un signo muy pobre, un signo muy modesto. Comulgar con el "Cuerpo de Cristo". Valorar la eucaristía por encima de todo. Arrodillarse alguna vez ante un sagrario. En el mismo instante se levantaron, y volvieron a Jerusalén. Siempre la "misión". Nadie puede quedarse quieto en su sitio contemplando a Cristo resucitado: Hay que ponerse en camino y marchar hacia los hermanos” (Noel Quesson).
Caminemos con la esperanza que nos da el hecho de saber que el Señor nos ayuda a encontrar sentido a todos los acontecimientos. Sobre todo, en aquellos momentos en que, como los discípulos de Emaús, pasemos por dificultades, contrariedades, desánimos... Ante los diversos acontecimientos, nos conviene saber escuchar su Palabra, que nos llevará a interpretarlos a la luz del proyecto salvador de Dios. Aunque, quizá, a veces, equivocadamente, nos pueda parecer que no nos escucha, Él nunca se olvida de nosotros; Él siempre nos habla. Sólo a nosotros nos puede faltar la buena disposición para escuchar, meditar y contemplar lo que Él nos quiere decir.
En los variados ámbitos en los que nos movemos, frecuentemente podemos encontrar personas que viven como si Dios no existiera, vidas carentes de sentido. Conviene que nos demos cuenta de la responsabilidad que tenemos de llegar a ser instrumentos aptos para que el Señor pueda, a través de nosotros, acercarse y “hacer camino” con los que nos rodean. Busquemos cómo hacerlos conocedores de la condición de hijos de Dios y de que Jesús nos ha amado tanto, que no sólo ha muerto y resucitado para nosotros, sino que ha querido quedarse para siempre en la Eucaristía. Fue en el momento de partir el pan cuando aquellos discípulos de Emaús reconocieron que era Jesús quien estaba a su lado.
c) Muchos cristianos, jóvenes y mayores, experimentamos en la vida, como los dos de Emaús, momentos de desencanto y depresión. A veces por circunstancias personales. Otras, por la visión deficiente que la misma comunidad puede ofrecer. El camino de Emaús puede ser muchas veces nuestro camino. Viaje de ida desde la fe hasta la oscuridad, y ojalá de vuelta desde la oscuridad hacia la fe. Cuántas veces nuestra oración podría ser: «quédate con nosotros, que se está haciendo de noche y se oscurece nuestra vida». La Pascua no es para los perfectos: fue Pascua también para el paralítico del templo y para los discípulos desanimados de Emaús.
En medio, sobre todo si alguien nos ayuda, deberíamos tener la experiencia del encuentro con el Resucitado. En la Eucaristía compartida. En la Palabra escuchada. En la comunidad que nos apoya y da testimonio. Y la presencia del Señor curará nuestros males. ¿Nos ayuda alguien en este encuentro? ¿Ayudamos nosotros a los demás cuando notamos que su camino es de alejamiento y frialdad?
El relato de Lucas, narrado con evidente lenguaje eucarístico, quiere ayudar a sus lectores -hoy, a nosotros- a que conectemos la misa con la presencia viva del Señor Jesús. Pero a la vez, de nuestro encuentro con el Resucitado, si le hemos sabido reconocer en la Palabra, en la Eucaristía y en la Comunidad, ¿salimos alegres, presurosos a dar testimonio de él en nuestra vida, dispuestos a anunciar la Buena Noticia de Jesús con nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Imitamos a los dos de Emaús, que vuelven a la comunidad, y a las mujeres que se apresuran a anunciar la buena nueva? Si es así, eso cambiará toda nuestra jornada” (J. Aldazábal).
Hoy le rezamos a Dios Padre, que «todos los años nos alegras con la solemnidad de la resurrección del Señor» (oración), «que la participación en los sacramentos nos transforme en hombres nuevos» (poscomunión). Dice San Bernardo: «El nombre de Jesús no es solamente Luz, es también manjar. ¿Acaso no te sientes confortado cuantas veces lo recuerdas? ¿Qué otro alimento como él sacia así la mente del que medita? ¿Qué otro manjar repara así los sentidos fatigados, esfuerza las virtudes, vigoriza la buenas y honestas costumbres y fomenta las castas afecciones? Todo alimento del alma es árido si con este óleo no está sazonado; es insípido si no está condimentado con esta sal. Si escribes, no me deleitas, a no ser que lea el nombre de Jesús. Si disputas o conversas, no me place, si no oigo el nombre de Jesús. Jesús es miel en la boca, melodía en los oídos, alegría en el corazón. ¿Está triste alguno de vosotros? Venga a su corazón Jesús, y de allí salga a la boca. Y he aquí que apenas aparece el resplandor de este nombre desaparecen todas las nubes y todo queda sereno».
d) Newman decía: “Reflexionemos sobre lo que significaban las apariciones de Jesús a sus discípulos después de su resurrección. Tienen tanto más importancia cuanto que nos muestran que una comunión de este género con Cristo sigue siendo posible. Este contacto con Cristo nos es posible también hoy. En el período de los cuarenta días que siguieron a la resurrección, Jesús inauguró su nueva relación con la Iglesia, su relación actual con nosotros, la forma de presencia que ha querido manifestar y asegurar. Después de su resurrección ¿cómo se hizo Cristo presente a la Iglesia? Iba y venía libremente, nada se oponía a su venida, ni siquiera las puertas cerradas. Pero una vez presente, los discípulos no eran capaces de reconocer su presencia. Los discípulos de Emaús no tenían conciencia de su presencia hasta después, recordando la influencia que él había ejercido sobre ellos: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”
Observemos bien en qué momento se les abrieron los ojos: en la fracción del pan. Esto es lo que el evangelio nos dice. Aunque uno reciba la gracia de darse cuenta de la presencia de Cristo, se le reconoce sólo más tarde. Es sólo por la fe que uno puede reconocer su presencia. En lugar de su presencia sensible, nos deja el memorial de su redención. Se hace presente en el sacramento. ¿Cuándo se ha manifestado? Cuando, para decirlo de alguna manera, hace pasar a los suyos de una visión sin verdadero conocimiento a un auténtico conocimiento en lo invisible de la fe”.
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