Tiempo ordinario IV, martes (impar):
Jesús hace milagros, continúa
haciéndolos con la Eucaristía. Corremos por la vida, con la mirada puesta en él
“En
aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró
junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes
de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con
insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos
sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran
gentío que le oprimía.
Entonces,
una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había
sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho
alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se
acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar
aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente
de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús,
dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y
decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron:
«Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero
Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la
mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se
postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha
salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad».
Mientras
estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu
hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían
dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió
que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de
Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos
que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué
alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él.
Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la
madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la
niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo,
levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía
doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que
nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer” (Marcos 5,21-43).
3. Hoy te vemos, Jesús, ayudando a los necesitados
con dos milagros: cuando vas camino de la casa de Jairo a sanar a su hija -que
mientras tanto ya ha muerto- curas a la mujer que padece flujos de sangre. Veo
que ha llegado el Reino prometido. Estás ya actuando con la fuerza de Dios, que
a la vez fomentas la fe que tienen estas personas en ti. El jefe de la sinagoga
te pide que cures a su hija. Mientras vas, la mujer enferma no se atreve a
pedir: se acerca disimuladamente y te toca el borde del manto. Tú notaste “que
había salido fuerza” de ti y la atendiste luego con unas palabras: en los dos
casos apelas a la fe: «hija, tu fe te ha
curado», «no temas, basta que tengas
fe».
Me gusta, Señor, ver cómo te enfrentas a la
enfermedad y la muerte. Sobre todo cómo tienes compasión por nosotros. Te veo
en la Iglesia y tus sacramentos, «como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo
siempre vivo y vivificante», presente en ellos a través del ministerio de la
Iglesia. Son también acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es
la Iglesia y «las obras maestras de Dios en la nueva y eterna Alianza» (CEC
1116).
Todo dependerá de si tenemos fe. Tu acción
salvadora, Señor, está siempre en acto. Pero no actúa mágica o automáticamente.
También a nosotros nos dices: «No temas,
basta que tengas fe». Tal vez nos falta esta fe de Jairo o de la mujer
enferma para acercarnos a ti, Jesús, y pedirte humilde y confiadamente que nos
cures de la enfermedad que es nuestra experiencia de debilidad, y del miedo de
la muerte, gran interrogante que en ti cobra sentido profundo, al hacernos ver
cómo Dios nos tiene destinados a la salud y a la vida: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; el que me come tiene vida
eterna».
La buena mujer que se acerca a Jesús nos hace ver
que los sacramentos actúan por su propia fuerza divina, de modo infinito, pero
se reciben según la capacidad del recipiente, de nuestra fe. Ella, que por
padecer flujos de sangre es considerada «impura» y está marginada por la
sociedad, sólo quiere una cosa: poder tocar tu manto, Jesús.
En Cafarnaún, donde llegaste con el bote, esta
mujer oye quizá la curación del leproso, y ve llegar al jefe de la sinagoga, que
angustiado dice al Maestro: "maestro,
mi hija se está muriendo, ven a imponerle las manos para que se ponga bien y no
se muera", y se pusieron en camino. Entonces hace su plan: "si pudiera tocarle la ropa que trae, me
pondré buena", y tan buen punto lo tocó, se le paró la hemorragia, y así
el mal había desaparecido, sintió el cuerpo lleno de vida. Entonces fue cuando
el Señor dice: "¿quien me ha
tocado?" y ella, llena de vergüenza pero contenta y feliz, responde: “he
sido yo, Señor”, y dice Jesús: "tu
fe te ha salvado, vete en paz".
Cuenta un misionero en la India que estaba en
adoración eucarística cuando uno de los asistentes, hindú, se acercó y tocó el
copón, mientras él miraba asombrado pero optó –viendo el respeto con que lo
hacía- por dejarle hacer. Luego volvió a donde estaban los otros y al cabo de
un rato dijo que quería ver la Eucaristía que se escondía dentro del copón, y
explicó que cuando se acercó al altar le pidió a Jesús que le curara de un
tumor, en la cabeza, un bulto grande como una fruta, y que al tocarlo se había
curado. Efectivamente, se fijó el sacerdote que ya no tenía el bulto. Luego pensó
en la fe que teníamos los católicos en la Eucaristía, y en la que tenía aquel
hindú... Nosotros podemos tocar Jesús, con los sacramentos, el manto de Cristo
son los sacramentos, tocar quiere decir creer. La tímida audacia de la hemorroísa
debe servirnos para tocar a Jesús, que está esperándonos en la Misa, y espera
que nos acerquemos confiadamente.
A veces la cosa está fatal, como cuando los
criados de Jairo le dicen “no molestes
al maestro, tu hija ha muerto”. Pero Jesús le dice: «No temas, solamente ten fe». Jesús, contra toda esperanza: “no tengas miedo, basta que creas y ella
vivirá”, y luego ante ella manda: “talita
cumi”, levántate y anda, y cuando se alzó ante la sorpresa de todos, añade:
“dadle de comer, que tiene hambre”.
Jesús nos dirá muchas veces: “si tuvierais un poco de fe…”, haríais maravillas.
La fe no va sola, va de la mano de la humildad. La Iglesia “es” en la
Eucaristía, en Jesús. Ahí nos desligamos de las ataduras de espacio y tiempo y
nos trasladamos a la cúspide del calvario.... donde ese amor que juega al
escondite, que late bajo estas especies, nos da vida pues sin Él no tiene
sentido la vida, sería anodina, sin trascendencia. Se descubre la presencia del
Amado, que ya vino por el bautismo pero ahora se fusiona con nosotros. Ahí
Jesús nos recibe, nos dice: “mira que estoy
a la puerta y llamo”... “el que me coma vivirá por mí”. El Apóstol lo
expresa así: “No soy yo quien vivo, es
Cristo quien vive en mí”.
“Una sola gota de la Preciosa Sangre contenida en
el cáliz podría bastar para obtenernos gracias cuya eficacia ni siquiera
podemos sospechar; bastaría para salvar millones de mundos más culpables que el
nuestro, y para hacer más santos que cuantos pueda poseer el paraíso” (Vandeur).
“Todas las obras buenas juntas no pueden compararse con el sacrificio de la
Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Misa es obra de Dios” (Cura de
Ars). La Eucaristía tiene un valor infinito, pero nuestra participación es
según las posibilidades, las disposiciones: si vamos con un gran recipiente
acogeremos más gracia de Dios, según la capacidad de nuestro corazón; como
decía Santo Tomás: “pues en la satisfacción se mira más el afecto del que
ofrece que el valor de la oblación -fue el Señor quien dijo de la viuda que
echó dos céntimos que ‘había echado más que ninguno-, aunque esta oblación sea
suficiente de suyo para satisfacer por toda la pena, se satisface sólo por
quienes se ofrece o por quienes la ofrecen en la medida de la devoción que
tienen, y no por toda la pena”.
“Cuando
participamos de la Eucaristía -dice San Cirilo de Jerusalén- experimentamos la
espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos conforma con
Cristo, como sucede en el bautismo, sin que nos cristifica por entero,
asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús”.
Así como la hemorroísa percibió instantáneamente
su curación con ocasión de tocar el borde del manto de Jesús, “gracias a la fuerza que había salido de Él”;
y “se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él,
especialmente en aquellos momentos en los que realiza el Sacrificio del Cuerpo
y de la Sangre y cuando, en nombre de Dios, en la Confesión sacramental
auricular y secreta, perdona los pecados”, decía san Josemaría, y añadía: “Cuando
yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente.
Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma
y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente
el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de
enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor”. El
deseo de comulgar –comunión espiritual- también fomenta la recepción de esas
gracias.
2. La vida es una carrera de fondo y también
lucha, leemos hoy en Hebreos. El corredor se viste con ropas ligeras. «Sacudámonos todo el lastre y el pecado que
se nos pega; corramos con constancia»: ¡Fuera todo lastre (pecado)! Concentrados
en el jefe, Jesús, objeto de contemplación: "Puestos los ojos en Jesús... meditad, pues, en el que soportó tanta
oposición", hacemos la carrera a ejemplo de la suya, correr hasta la
meta que es la casa del Padre.
3. “Los
desvalidos comerán hasta saciarse, / alabarán al Señor los que lo buscan: /
viva su corazón por siempre”. Quiero correr, Señor, con la esperanza puesta
en ti: “Lo recordarán y volverán al
Señor / hasta de los confines del orbe; / en su presencia se postrarán / las
familias de los pueblos. / Ante él se postrarán las cenizas de la tumba, / ante
él se inclinarán los que bajan al polvo.” La Vida está en ti, en acoger tu
vida en mí: “Me hará vivir para él, mi
descendencia le servirá, / hablarán del Señor a la generación futura, /
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: / todo lo que hizo el Señor”.
Llucià Pou Sabaté
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