JUEVES
DESPUÉS DE CENIZA: Jesús anuncia por primera vez a sus discípulos que
ha de morir y resucitar… el camino de la cruz
«Y añadió: Es necesario que el Hijo del
Hombre padezca muchas cosas, y sea condenado por los ancianos, los príncipes de
los sacerdotes y los escribas, y que sea muerto y resucite al tercer día. Y
decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el
que, en cambio, pierda su vida por mí, ése la salvará. Porque ¿qué adelanta el
hombre si gana todo el mundo, pero se pierde a sí mismo, o sufre algún daño?». (Lucas 9, 22-25).
1. La cruz es el camino hacia la plenitud de
la vida, y la condición indispensable para seguir a Jesús. –“Jesús decía a sus discípulos: "Es
preciso que el Hijo del Hombre padezca mucho y que sea rechazado por los
ancianos, y por los príncipes de los sacerdotes, y por los escribas y sea
muerto y resucite al tercer día”. Desde el segundo día de cuaresma, la
liturgia nos sitúa delante de lo esencial de la cuaresma: es una subida hacia
la Pascua... una marcha hacia la vida en plenitud... una ascensión hacia las
cumbres de la alegría, del gozo... Dios se propone que tengamos vida,
felicidad... Pascua está al final del camino. Yo voy hacia la Pascua. Pero el
camino es la cruz, es el sufrimiento y la renuncia. Un solo modelo, un solo
principio, un solo esfuerzo cuaresmal: imitar a Jesús, seguir el camino que El
siguió. De ahí la importancia primordial de la oración, de la meditación, para
poner realmente a Cristo ante nuestros ojos, en nuestros corazones y en
nuestras vidas.
Jesús, nos propones hoy el camino que tú vas
a seguir, la Pascua completa: la muerte y la nueva vida. El camino que lleva a
la salvación. Usas en verdad ejemplos paradójicos: el discípulo que quiera «salvar su vida» ya sabe qué tiene que
hacer, «que se niegue a sí mismo, cargue
con su cruz cada día y se venga conmigo». Mientras que si alguien se
distrae por el camino con otras apetencias, «se pierde y se perjudica a sí mismo». «El que quiera salvar su vida, la perderá. El que pierda su vida por mi
causa, la salvará». Hemos de abrazarnos a la cruz para encontrar la vida.
De nada sirve ganar el mundo si uno se pierde. Únicamente muriendo a nosotros
mismos tendremos la senda de la libertad y de la alegría verdaderas (Misa
dominical 1990).
“Si alguno
quiere venir en pos de mí…” No eres masoquista, Señor, no te gusta el
dolor, no propones la mortificación como fin en sí mismo. Juan Pablo II nos
indicaba pistas para entender mejor el mensaje: “En realidad, «negarse a sí
mismo» y «tomar la cruz» equivale a asumir hasta el fondo la propia
responsabilidad ante Dios y el prójimo. El Hijo de Dios ha sido fiel a la
misión que le confió el Padre hasta derramar su propia sangre por nuestra
salvación. A sus seguidores, les pide que hagan lo mismo, entregándose sin
reservas a Dios y a los hermanos. Al acoger estas palabras, descubrimos cómo la
Cuaresma es un tiempo de fecunda profundización en la fe. La Cuaresma tiene un
elevado valor educativo, de manera particular, para los jóvenes, llamados a
orientar con claridad su vida. A cada uno, Cristo les repite: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». Cristo es exigente:
“Quienes se ponen a la escucha del divino Maestro abrazan con amor su Cruz, que
conduce a la plenitud de la vida y de la felicidad”.
Lo que vale, cuesta. El amor supone
renuncias. En el fondo, para nosotros Cristo mismo es el camino: «yo soy el camino y la verdad y la vida».
Celebrar la Eucaristía es una de las mejores maneras, no sólo de expresar
nuestra opción por Cristo Jesús, sino de alimentarnos para el camino que hemos
elegido. La Eucaristía nos da fuerza para nuestra lucha contra el mal. Es
auténtico «viático», alimento para el camino. Y nos recuerda continuamente cuál
es la opción que hemos hecho y la meta a la que nos dirigimos (J. Aldazábal). «Que tu gracia inspire, sostenga y acompañe
nuestras obras» (oración)… «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renúevame
por dentro» (comunión).
No es posible seguir al Señor sin la Cruz.
Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas
adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido a la propia perfección, o
una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino
participación en el misterio de la Redención. La mortificación puede parecer a
algunos locura o necedad, y también puede ser signo de contradicción o piedra
de escándalo para aquellos olvidados de Dios. Pero no nos debe extrañar, pues
ni los mismos Apóstoles no siguen a Cristo hasta el Calvario, pues aún, por no
haber recibido al Espíritu Santo, eran débiles.
Decía San Josemaría, después de experiencias
duras, al meditarlas al cabo de los años: “Tener la Cruz es encontrar la
felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta:
tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo
de Dios (...). Vale la pena clavarse en la Cruz, porque es entrar en la Vida,
embriagarse en la Vida de Cristo”. Y escribía en su epacta: “in laetitia, nulla
dies sine cruce! –¡con alegría, ningún día sin cruz!”. Rezan unos versos:
"Corazón de Jesús, que me iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres,
/ hoy me has dado tu Cruz y tus espinas / hoy digo que me quieres". Jesús
bendice con su cruz, pero la ayuda a llevar: "Me has dicho: Padre, lo
estoy pasando muy mal. Y te he
respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una
parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella... déjala toda entera sobre
los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: Señor, Dios
mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo
grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno. Y quédate tranquilo".
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo
primero, es seguir a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo
se le sigue desde el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el
sacrificio, la negación personal: «Quien
quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la
encontrará» (Mt 16,25). Escoger amar es muchas veces escoger sufrir… «En
aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado» (San
Agustín). Dios no quiere el mal, no es correcta la pregunta: «¿Por qué Dios me
manda esto?», aunque muchas veces se dice así, que Dios envía eso o aquello.
Dios sacará de “eso” algo bueno, si no, no lo permitiría.
Tomás Moro fue mártir por preferir la verdad,
siguiendo su conciencia, a la adulación política (el rey Enrique VIII quiso el divorcio
con su mujer Catalina de Aragón y nuevo matrimonio con Ana Bolena, y él no lo
aceptó como tampoco la iglesia anglicana). Muchos eclesiásticos ingleses
cedieron. La propia familia de Tomás Moro intentó persuadirle de que diera su
consentimiento para salvar la vida. Moro, Lord Canciller de Inglaterra, intentó
primero no opinar, pero su silencio era acusación para el rey… En la película
“Un hombre para la eternidad” se relata bien la grandeza de su conciencia, que
no se doblega ante ningún poder humano, siempre abierta a Dios. Los mártires,
los buenos pastores de la Iglesia, nos enseñan a ser heraldos de la Verdad, a
vivir lo que rezamos en la oración Colecta: «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para
que nuestro trabajo comience en Ti como en su fuente, y tienda siempre a Ti
como a su fin». Esta presencia de Dios es la que nos lleva a esa
coherencia, con la gracia que nos viene también por la Eucaristía, y que
pedimos en la Postcomunión: «Favorecidos
con el don del Cielo te pedimos, Dios Todopoderoso, que esta Eucaristía se haga
viva realidad en nosotros y nos alcance la salvación».
La grandeza del hombre no consiste en
trascender la finitud de la materia, subiendo hasta la altura del ser de lo
divino (mística oriental) ni consiste en identificarnos sacramentalmente con
las fuerzas de la vida que laten en la hondura radical del cosmos (religión de
los misterios) ni es perfecto quien cumple la ley hasta el final (fariseísmo)
ni el que pretende escaparse del abismo de miseria del mundo, en la esperanza
de la meta que se acerca (apocalíptica)... Seguir a Jesús es nuestra religión,
la del reino, adoptar su manera de ser en el ofrecer siempre el perdón, amar
sin limitaciones, vivir abiertos al misterio de Dios y mantenerse fieles,
aunque eso signifique un riesgo que nos pone en camino de la muerte. La ley de
Jesús se puede traducir así: se gana en realidad aquello que se pierde, es
decir, lo que se ofrece a los demás, aquello que se sacrifica en bien del otro.
Por el contrario, todo aquello que los hombres retienen para sí de una manera
cerrada y egoísta lo han perdido. La concreción de esta manera de vida es el
"Calvario": resucita lo que ha muerto en bien del otro (Edic.
Marova).
2. “Hoy pongo delante de ti la vida y la
felicidad, la muerte y la desdicha. Si escuchas los mandamientos del Señor… si
amas al Señor, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos,
entonces vivirás, te multiplicarás, y el Señor, tu Dios, te bendecirá... Pero
si tu corazón se desvía y no escuchas” lloverán desgracias: “yo he puesto delante de ti la vida y la
muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus
descendientes, con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas
fiel. Porque de ello depende tu vida y tu larga permanencia en la tierra que el
Señor juró dar a tus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob”. Te pido, Señor,
seguir el camino de tus mandatos, y meditar hoy este resumen del discurso de
Moisés a su pueblo, para acoger tu fuerza y tu salvación, no quedarme como
mustio sino lleno de vida, pues tú me has dado vida para esa felicidad que me
ofreces, que supone lucha pero que vale la pena: la coherencia con la ley que
has puesto, Señor, en mi corazón, la Verdad.
3. El salmo lo dice de otra manera: «dichoso el que ha puesto su confianza en el
Señor, que no entra por la senda de los pecadores... será como árbol plantado
al borde de la acequia», que tiene raíces que pueden beber, «no así los impíos, no así: serán paja que
arrebata el viento; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el
camino de los impíos acaba mal».
Llucià Pou Sabaté
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