NAVIDAD, Misa de la Vigilia: prepararnos para entrar en el pesebre, abrir las puertas a Jesús para que nos dé su luz y vida
Profeta Isaías 62,1-5. Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria; te pondrán un nombre nuevo pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.
Salmo 88,4-5.16-17.27 y 29. R/. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo. «Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades.»
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo.
El me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora.»
Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.
Hechos de los Apóstoles 13,16-17.22-25. Al llegar a Antioquía de Pisidia,Pablo se puso en pie en la sinagoga y, haciendo seña de que se callaran, dijo:
-Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto, y con brazo poderoso los sacó de allí.
Y después suscitó a David por rey; de quien hizo esta alabanza: «Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos.
De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel: Jesús.
Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: -Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias.
Evangelio según San Mateo 1,1-25. El texto entre [] puede omitirse por razón de brevedad
[Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y Zará, Farés a Esrón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David el rey.
David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Así las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce, desde David hasta la deportación a Babilonia catorce y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías catorce.]
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: La madre de Jesús estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
-José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»). Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús.
Comentario: La misa vespertina del 24 de diciembre se sitúa entre el final de Adviento y la venida de Cristo en la carne. ¿Cómo esperarle mejor que conociendo su genealogía? ¡Emocionante esta lista de los antepasados de Cristo! Helo ahí inserto en nuestra raza; es de verdad uno de los nuestros, hijo de David (Mt 1, 1-25). Pero el evangelio, en el texto elegido para la proclamación de la liturgia, parece haber tenido un concepto demasiado exclusivamente humano de Cristo y se apresura a presentar a los fieles las palabras del ángel a José, turbado por el estado de su prometida: "la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.
Dará a luz un hijo y tu le pondrás por nombre Jesús (es decir, "el Señor salva"), porque él salvará a su pueblo de los pecados". Jesús es Emmanuel: Dios con nosotros". Así deja en su sitio la verdadera presentación de Cristo, Dios-Hombre. Es el final de una larga historia. ¿El final? En cierto modo es más bien el comienzo de una nueva historia, la de un mundo que se renueva, la de unos hombres que encuentran una novedad de vida y caminan hacia el definitivo cumplimiento.
Es el pueblo de Israel, que ha sido escogido; Jerusalén, que ha sido la preferida; y es la Iglesia, a la que pertenecemos, aquella a la que pertenecen al menos de deseo todos los que buscan su propio camino con lealtad. La 1ª. lectura de esta vespertina del 24 de diciembre presenta a esa Jerusalén, la Iglesia, la de hoy lo mismo que la de ayer y que la de mañana. Corona resplandeciente entre los dedos del Señor, diadema en la mano de Dios; se la llama "favorita", "desposada", "alegría de Dios". Tal es la realidad provocada por la Encarnación y la visita de Dios. El mismo Señor se alegra de ello en el salmo responsorial (Sal 88): "El me invocará: 'Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora'. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable".
San Pablo hoy, lo mismo que en la sinagoga de Antioquía, nos presenta al Señor Jesús: "De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel, Jesús. Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión" (Hech 13, 16... 25).
El canto del Aleluya resume todo el espíritu de la celebración de esta tarde: "Mañana quedará borrada la maldad de la tierra, y será nuestro rey el Salvador del mundo". Navidad es una Pascua (Adrien Nocent).
En el nacimiento de Jesús alcanza una cima señera la alianza de Dios con la humanidad. El Dios concreto de Israel es el Dios de la promesa; una promesa mantenida en la fidelidad. Y esa promesa nace de una alianza que da cuerpo a la forma de ser y de actuar que Dios tiene. Como un padre, como un esposo, como un pastor solícito, comparte nuestra historia sin abandonarnos nunca.
Esta alianza ha surgido de su iniciativa personal y es un compromiso suyo de vivir en comunión constante con nosotros, aun cuando nosotros le seamos infieles. La alianza más elocuente y expresiva, más sugerente y profunda es la que se forja entre dos amigos, dos amantes, dos esposos. La alianza de Dios con el pueblo es, según la Biblia, parecida a la alianza nupcial; mejor, es su raíz y posibilidad. No es un contrato, una ley, sino un compromiso personal. La historia del pueblo de Dios, la historia bíblica es la historia de esa alianza tejida de infidelidades por parte del hombre y de una fidelidad sin falla por parte de Dios.
La Navidad es la cota hasta ahora más alta de lo que da de sí la entrega y el compromiso de Dios con los hombres, simbolizado por la alianza. Ahora sabemos lo que encierra la promesa de fecundidad hecha a Abrahán, la promesa de descendencia hecha a David. Del amor de Dios al hombre, de las nupcias del cielo con la tierra nace el rocío y la vida del Niño-Dios; del árbol frondoso de generaciones y generaciones mantenidas por Dios en la esperanza brota el retoño de Jesús, primogénito de una humanidad nueva.
“Hoy vais a saber que el Señor vendrá y nos salvará” (antífona de entrada, cf. Ex 16, 6-7). Nos alegramos en la esperanza que hemos fomentado en todo este Adviento, para entrar en la fiesta que hoy comenzamos, del misterio de Navidad. Damos gracias a Dios Padre, ya que "por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma, ha brillado la luz nueva de tu resplandor, para que contemplando a Dios visiblemente, seamos por El arrebatados al amor de las cosas invisibles" (Prefacio de Navidad). La gran luz ha resplandecido sobre nosotros, porque se nos ha dado al Salvador (“Lux fulgebit super nos, quia natus est nobis Dominus"). Es la gran fiesta, celebramos que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, y eso nos alegra; pero para ello hemos de disponer nuestro corazón, abrir los ojos a la maravilla ("Expergisce homo, pro te Deus factus est homo"): "Puer natus est nobis, Filius datus est nobis". Ha nacido para mí, se nos ha sido dado Jesús para salvarnos. "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio..." (Sab 18, 14-15). Se ha abierto la divinidad a la humanidad, el cielo se abre otra vez a la tierra, se reconcilia uno y otro por el que es Dios y Hombre al mismo tiempo. Con la Luz se da muerte a las tinieblas; y se ha abierto otra vez la visión del cielo. Como dice Macarii, es un camino para los hombres hacia Dios y un camino de Dios hacia el alma... Efectivamente toda la creación lanzó un grito, arrastrada hacia la corrupción por la caída de Adán, que era rey de esas realidades. Pero el Señor ha venido a renovar en él, como conviene, la verdadera imagen de Dios y a recrearla... Hoy se realiza la unión, la comunión y la reconciliación entre las realidades celestes y las terrenas: Dios y el hombre.
1. Is 62.1-5. Ciro acaba de extender (538) su edicto autorizando la reconstrucción del templo de Jerusalén. Sin duda ha salido ya de Babilonia una primera misión hacia Jerusalén. Las esperanzas de los desterrados se concretizan en torno a un templo, y un profeta, discípulo del Segundo Isaías, va a recoger la antorcha dejada por su maestro para cantar la esperanza de los judíos en el templo reconstruido.
Los primeros exiliados que vuelven a Jerusalén no han encontrado, seguramente, más que una ciudad que ha recuperado una parte de su actividad de antaño, ya que era capital de una de las provincias del imperio de Ciro. Pero ¿qué podía significar esa actividad en torno a un templo en ruinas y en el seno de una población indiferente a Yahvé? El profeta sostiene los ánimos de los exiliados poniendo ante sus ojos el futuro extraordinario de la ciudad. Recibirá un nombre nuevo (vv. 2 y 4), un cambio importante que sella un cambio de situación: la ciudad volverá a ser la esposa de Yahvé; ya no será la abandonada, sino la esposa. Será como una joven desposada preparada para su esposo (v. 5), una imagen tanto más interesante cuanto que prepara, con un siglo largo de antelación, el Cantar de los Cantares.
Lo esencial de la descripción de la ciudad futura está constituido por la presencia de Yahvé en el corazón de la ciudad. El profeta se imagina a Yahvé sentado sobre el Sión y tomando en su mano el turbante o la corona con que va a ceñir sus sienes y que no son otra cosa que los muros mismos de la ciudad (v 3). El tema de los esponsales de Yahvé y de Jerusalén que inaugura el profeta tendrá un éxito tal en la Escritura y en el simbolismo cristiano que no es difícil sacar la lección cifrada de este pasaje. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales porque esa forma de amor es la que mejor expresa la coparticipación y el don mutuo. No habrá mejor coparticipación que la encarnación en la que Cristo intercambiará su divinidad con nuestra humanidad, y la Eucaristía, en la que se continúa la coparticipación animada por el amor incesantemente nuevo que la asamblea y Cristo no dejan de manifestarse.
No tiene nada de extraño que la Biblia, como muchos mitos paganos, compare la ciudad con una mujer. Como esta, la ciudad está sacada de la sustancia del hombre o de Dios; es la proyección de todo lo que el hombre no es todavía, de todo lo que le subleva y le pone en actividad.
Lo mismo que el hombre se descubre por medio de la mujer, así sucede con la ciudad. Lo mismo que la mujer enseña el amor al hombre y le sacrifica la superación de sí misma, así sucede también con la ciudad. Para tratar concretamente de emprender una obra, el hombre (y Dios) tiene necesidad de un ser vivo a quien amar.
La ciudad existe, ante todo, gracias a las mujeres. Un campo militar, un campo minero, que no conocen más que mercenarias y prostitutas, no serán jamás ciudades. Son las mujeres quienes dan a la ciudad su estilo y lo transmiten. Lo mismo que por la mujer, gracias a la ciudad el hombre entra en comunión y en convivencia de simpatía con los demás seres (Maertens-Frisque).
Las nupcias reales. El texto de la primera lectura, tomado de Isaias, insiste también en el tema y lo asocia con el de las nupcias de Dios con el pueblo elegido. Unas nupcias que brillan como una luz sobre el mundo entero, «todos los reyes verán tu gloria». Y en la entrega definitiva de Dios a su pueblo -que acontece en el envío de su Hijo-, Israel será «una corona fúlgida en la mano del Señor, una diadema real en la palma de tu Dios». Pero no se trata de una concesión externa de poder, sino de la creación de una íntima relación de amor, «como un joven se casa con su novia, como la alegría que encuentra el marido con su esposa». El poder divino que el pueblo recibe en Jesús, y que le hace partícipe del poder real de Dios, es el poder del amor, en el que Dios como Esposo confiere su poder supremo a la criatura, quien de este modo, ella que era una simple esclava, se convierte ahora en reina: la humanidad de Jesús deviene así digna de ser adorada junto con su divinidad (von Balthasar).
2. Salmo 88. Este salmo más que cualquier otro, debe orarse en tres tiempos inseparables, sin embargo, el uno del otro. Su carácter de oración escrita "por Israel" brilla en cada una de sus líneas. La situación humana evocada es la de una "entronización real" en la dinastía de David rey de Jerusalén. El cuadro de fondo del salmo, es el dramático fin de la realeza bajo los golpes de Nabucodonosor. El decorado es la geografía de la tierra de Palestina: se nombran los montes del Tabor y Hermón, las fronteras al occidente están marcadas por el Mar Mediterráneo y al oriente por los ríos Tigris y Eufrates. Cuando se desea éxito al rey en sus campañas, se hace decir a Dios: "Extenderé su poder sobre el mar y su dominio hasta el Gran río". El fondo cultural y religioso de este salmo es el de Israel, basado en "la Alianza" entre Dios y el pueblo elegido...
* He aquí un "salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh. Observemos la letanía de alabanza que exalta el poder cósmico del creador:
-Tú dominas la soberbia del mar...
-Tú amansas la hinchazón del oleaje.
-Tú traspasaste y despojaste a Rahab
(monstruo marino, potencia infernal).
-Tu brazo potente desbarató al enemigo.
-Tú cimientas el orbe y cuanto contiene.
-Tú creas el norte y el mediodía...
-Tú tienes un brazo vigoroso...
Pero para Israel, la maravilla de las maravillas, más aún que la "Creación", es "LA ALIANZA": "Bienaventurado el pueblo que sabe aclamar, que camina a la luz de Tu rostro... Danza de alegría todo el día. Tú eres nuestra fuerza, Tú acrecientas nuestro vigor". Sí, Israel tiene conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una especie de pareja se repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el número siete es la cifra de la perfección): "¡AMOR" y "FIDELIDAD!". La unión de estas dos palabras, hace énfasis en la estabilidad, en la perennidad del amor, ideas que se refuerzan aún más mediante la repetición por siete veces de las palabras "sin fin", "para siempre".
"La Alianza" con el conjunto del pueblo está simbolizada mediante la "Alianza" con el "Rey". David es el modelo. Toda la segunda parte del salmo es un recorderis del famoso Oráculo-Profecía de Natán, que anunciaba la estabilidad de la Dinastía de David hasta el fin de los tiempos (2 Samuel 7 - I Crónicas 17,1-15 - Jeremías 33,14-26).
Pero las dos primeras partes (Himno-Oráculo) no son sino la introducción de la tercera, que es una Lamentación por el desastre del fin de la realeza de Jerusalén. Viene a la memoria en particular el pequeño rey Joaquim, llevado cautivo a la edad de 18 años por Nabucodonosor... O Sedecías, el último rey, cuyos hijos fueron degollados ante su vista, antes que a él mismo le arrancaran los ojos... Entonces la audacia de la oración llega a invertir completamente la "letanía hímnica" para convertirla en una "letanía de reproches": en vez de "Eres tú", "Eres tú", repetidos insistentemente vienen ahora los "Tú has", "Tú has"... Dios, echado de lado, como si hubiera sido infiel a sus promesas y a su poder.
-"Has roto la Alianza y profanado su corona"...
-"Has derribado sus murallas, y reducido a escombros sus fortalezas"...
-"Has acrecentado el poder del adversario y alegrado a sus enemigos...
-"Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono"...
-"Has acortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia"...
¡Qué sinceridad la de esta oración, no obstante comenzar con estas palabras!
"El amor del Señor canto sin cesar, anuncio tu fidelidad de generación en generación".
** No podemos quedarnos en esta primera lectura. Desde que Jesús, Hijo de David, se presentó como el Mesías en quien se cumplían todas las promesas de Dios a Israel, llama la atención el extraordinario paralelo entre los anuncios de este salmo y lo que se realizó en la vida de Jesús "Mesías-Rey despreciado, escarnecido" y que sin embargo clamó a todos los vientos: "sin cesar, canto en el amor del Señor y de generación en generación anunciaré su fidelidad".
Sólo en Jesucristo alcanza este salmo pleno sentido. Sólo El puede decir a plenitud: "Tú eres mi Padre". El es el verdadero "Mesías", el "Ungido" (en griego "Christos"), consagrado por el Espíritu Santo.
Resulta emotivo colocar esta lamentación en los labios de Jesús durante su Pasión; El sabía que era "Rey". "Sí, Yo soy Rey, pero mi Reino no es de este mundo" (Juan 18,33-37). Una vez más digamos, que la resurrección es el centro de nuestra fe cristiana. Da respuesta definitiva a los interrogantes y promesas del Antiguo Testamento: "¿Hasta cuándo estarás escondido? ¿Nos habrías creado para la nada? ¿Quién puede vivir y no ver la muerte? ¿Dónde está tu primer amor, Señor? ¡Jamás violaré mi Alianza! Su Trono permanecerá para siempre, como el sol en mi presencia, como la luna puesta para siempre, testigo fiel allá arriba" Sin la Pascua, todas estas promesas son irrisorias.
*** Si queremos "orar" de verdad y no solamente "recordar el pasado" mediante dos reconstrucciones históricas, hay que trasladar este salmo a la actualidad. A pesar de las apariencias "particulares" de este salmo, tiene un trasfondo "universal"; a pesar de estar "situado" en el pasado, es de gran actualidad. Creer en Dios a pesar de todas las apariencias contrarias. Hoy como en aquel tiempo, se vive la "fe" de la misma manera. El Reino de Dios es semejante a un "campo de trigo lleno de mala hierba", en que están íntimamente mezclados "gérmenes de vida y simientes de muerte". El enemigo, aparentemente, triunfa por doquier. Pobre Rey, nuestro Dios; parece impotente, no se defiende, se deja crucificar. Digamos de una vez: "¿hasta cuándo estarás escondido?"... Y luego: "¡bendito sea el Señor para siempre!". Situaciones de fracaso, convertidas en llamado a la esperanza. La experiencia de su fragilidad, hace experimentar al hombre con mayor vehemencia la necesidad de una estabilidad. "Acuérdate, Señor, cuán breve es mi vida". Las pruebas personales o colectivas, pueden cambiar nuestros sentimientos de fe y esperanza en rebeldía contra Dios. Pero también pueden convertirse en un trampolín hacia una mayor esperanza, purificada, probada, robustecida por el triunfo sobre la dificultad.
Dios nos sorprende más allá de toda previsión. Dios nos creó para la felicidad de vivir. El es Todopoderoso. Pero a menudo nos desconcierta y sorprende. Su "vida" no es como la nuestra. Tampoco su poder. Dios supera totalmente nuestras concepciones. No necesita de nuestras apariencias de vida y poder para ser viviente y poderoso. La muerte misma no tiene ningún poder sobre El. El es el "Todo-otro". Nadie esperaba que el "Mesías de Dios" apareciera tal como Jesús lo hizo. Sin embargo, en su muerte, nos da la más maravillosa imagen de su AMOR y su FIDELIDAD. Secreto que permanecerá oculto a los corazones superficiales. Señor, "abre nuestros ojos a las maravillas de tu amor". Misericordias Domini in aeternum cantabo. ¡Cantaré eternamente el amor del Señor! (Noel Quesson).
El poder de la promesa. El salmo es largo, pero el mensaje breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor.
El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. ¿Cómo es esto, Señor?
«Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dice: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Bello comienzo para un ataque frontal, ¿no te parece? ¿Adivinaste, Señor, lo que venia en este salmo después de esa obertura tan musical? Tu amor es firme, y tu fidelidad eterna. Son cosas que siempre te gusta oír. Alabanza sincera del pueblo que mejor te conocía, porque era tu Pueblo. Y además sobre un tema al que eres muy sensible: tu fidelidad. Siempre te has preciado de tu verdad que nunca falla y de tus promesas que nunca decepcionan. Pero desde este momento, Señor, estás atrapado por las mismas palabras que tanto te gusta oír. Eres fiel y cumples tus promesas. ¿Por qué, entonces, no has cumplido la promesa más solemne que diste a tu pueblo y a tu rey?
«El cielo proclama tus maravillas, Señor, y tu fidelidad en la asamblea de los ángeles. ¿Quién sobre las nubes se compara a Dios? ¿Quién como el Señor entre los seres divinos? El poder y la fidelidad te rodean. Tú domeñas la soberbia del mar y amansas la hinchazón del oleaje. Tuyo es el cielo, tuya es la tierra, tú cimentaste el orbe y cuanto contiene. Tienes un brazo poderoso: fuerte es tu izquierda y alta tu derecha. Justicia y Derecho sostienen tu trono, Misericordia y Fidelidad te preceden».
Continúa el ritmo de alabanza. Tu poder y tu fortaleza. Tu dominio sobre tierra y mar. Todos lo reconocen, desde los ángeles en el cielo hasta los hombres en la tierra. Nada se te resiste. Tú eres el señor de la historia, el dueño del corazón humano. Tú dispones los sucesos y ordenas las circunstancias como asientas montañas y diriges las árbitas de los astros. Todo es obra de tus manos. Hemos visto tu poder y reconocemos tu soberanía absoluta sobre todo lo que existe. Nos sentimos orgullosos de ser tu pueblo, porque no hay dios como tú, Señor.
«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro. Tú eres su honor y su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder. Porque el Señor es nuestro escudo, y el Santo de Israel nuestro rey».
Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravilllas. Tu historia es nuestra historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos tu pueblo.
Y aquí llega la promesa. Abierta y generosa, firme e inamovible. Gustamos de recordar cada palabra saborear cada frase, ser testigos de tu juramento solemne y atesorar en la memoria la carta magna de nuestro futuro. Palabras que son fuerza en nuestro corazón y música en nuestros oídos.
«Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: 'Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades'. Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo le haga valeroso. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable; le daré una posteridad perpetua .v un trono duradero como el cielo».
Palabras consoladoras, sobre todo viniendo como vienen de labios de quien es la verdad misma. Sólo queda una duda mortificante: si te fallamos, si tu pueblo se extravía, si el rey se hace indigno del trono, ¿no hará eso que se anule la promesa y se deshaga la alianza? Y aquí vienen las palabras tranquilizadoras de tu propia boca.
«Si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas; pero no les retiraré mi favor ni desmentiré mi fidelidad, no violaré mi alianza ni cambiaré mis promesas. Una vez juré por mi santidad no faltar a mi palabra con David; su linaje será perpetuo, y su trono como el sol en mi presencia, como la luna que siempre permanece: su solio será más firme que el cielo».
Divinas palabras de infinito aliento. Nosotros podremos fallarte, pero tú no nos fallarás nunca. Si desobedecemos, sufriremos el castigo correspondiente, pero la promesa de Dios permanecerá intacta, y el trono seguirá asegurado para los descendientes de David para siempre. El juramento es sagrado y no será violado jamás. La palabra de Aquel que hizo el cielo y la tierra ha quedado empeñada a favor nuestro. El futuro está asegurado.
Y sin embargo... «Sin embargo, tú te has encolerizado con tu Ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado hasta el suelo su corona. Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono; has cortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia». Ignominia es lo único que nos queda. Somos tu pueblo, tu Ungido es Hijo tuyo y Señor nuestro, su trono es el lugar que ocupa en los corazones de los hombres y en el gobierno de la sociedad. Y la sociedad no se acuerda hoy mucho de tu Hijo, Señor. Sólo cierto respeto a distancia, cierta cortesía de etiqueta. Pero poca obediencia y escasa devoción. La humanidad no acepta a tu Rey, Señor, y su trono dista mucho de ser universal. Los que lo amamos sufrimos al ver su ley despreciada y su persona olvidada. Nos duele ver que la situación no mejora; al contrario, parece alejarse más y más de tu Reino, y no sabemos cuánto va a durar esto.
«¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido y arderá como fuego tu cólera?¿ Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos: lo que tengo que aguantar de las naciones, de cómo afrentan, Señor, tus enemigos, de cómo afrentan las huellas de tu Ungido».
Y así acaba el salmo en abrupta elocuencia. La bendición y el amén del último verso son sólo. una rúbrica añadida para marcar el fin del tercer libro de los salmos. El salmo como tal acaba con el dolor amargo de la afrenta que sufrimos. A ti te toca ahora hablar, Señor (Carlos G. Vallés).
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
El salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a esta lectura: "Sellé una alianza con mi elegido jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono para todas las edades". Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua. La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre? Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
3. Hch 13,16-17.22-25. La forma en que se presenta la predicación de Pablo en la sinagoga se debe sin duda a la labor literaria de Lucas, como resulta de la comparación con la pieza correspondiente del sermón de Pedro en pentecostés y también con partes del discurso de Esteban ante el sanedrín (7,2-53). Sin embargo, conviene notar que cada relato lleva sus propios acentos, puestos eficazmente en consonancia con la situación respectiva.
En una densa mirada retrospectiva a las obras salvíficas de Dios en favor del pueblo elegido por él y liberado de la esclavitud, se muestra la línea de la historia de la salvación que conduce al verdadero «Salvador», a Jesús. La historia precristiana aparece marcadamente en lo que tiene de transitorio y pasajero. Deliberadamente se pone ante los ojos de los oyentes judíos la promesa del Salvador en la figura de David. Pero sobre todo se muestra claramente cómo el Dios del pueblo de Israel es el que dirige el curso de la historia y, por encima de toda insuficiencia humana conduce a la plenitud de los tiempos, al salvador Jesús. Conscientemente se sitúa Pablo sobre el fondo de historia de la salvación, sobre el que se sabe ligado con sus oyentes judíos. Desde esta situación común quiere despertar la atención hacia lo que va a proclamar tocante a este Salvador Jesús, verdadero cumplidor de la promesa. El carácter provisional y transitorio de lo precedente en comparación con la plena realidad salvífica aparece también claro en la figura del precursor Juan Bautista (cf. 1z5; 1,22; 10,37; 18,25; 19,3s).
Pablo describe el comportamiento del hombre elegido con respecto a esta gracia recibida de Dios. Sólo Dios ha «enaltecido» al pueblo elegido. Ya en tierra extranjera, en Egipto: «Con su brazo poderoso los sacó de allí». «Después suscitó a David por rey». Esta elevación procede exclusivamente de Dios, y se produce para que el hombre elegido pueda «cumplir todos mis preceptos»: la realeza por gracia divina es siempre puro servicio a Dios. El salvador de la estirpe de David consumará esto en cuanto que, como rey del universo, «no hará su voluntad, sino la voluntad del Padre». Este servicio se cumple en el gesto de homenaje del último precursor, que se declara indigno de «desatar las sandalias» al rey supremo que viene detrás de él. Todavía en el Apocalipsis, los elevados a la dignidad real son los que adoran más profundamente al Rey eterno (von Balthasar).
4. Es importante abrir las puertas del corazón a esta Visita que Jesús quiere hacernos, pues donde quiere él nacer es en nuestro corazón. Para esto, nos decía Juan Pablo II: “Mantened vivo el sentido verdadero de la Navidad; sed siempre conscientes de su significado auténtico: Jesús ha nacido para cada uno de nosotros, para cada hombre, para cada muchacho y muchacha, incluso aunque no lo sepan ni estén enterados; ha nacido para amarnos, para salvarnos, para enseñarnos el sentido verdadero de la vida. Por ello mantened siempre viva la alegría de la Navidad que es una alegría inmensa, interior, sobrenatural” (Homilía, 22.XII.79)
Es por nosotros que “Cristo se ha hecho pobre en la noche de Belén, pobre en la casa de Nazaret, despojado de todo en la hora de la muerte en la cruz. En la noche de Belén, contemplamos con grandísimo estupor el misterio de su nacimiento; ¡oh cuán pobre se ha hecho Dios! ¡oh cuán rico se ha hecho el hombre! Bendita pobreza de Dios, que ha sido fuente de tal enriquecimiento para el hombre” (Juan Pablo II, Hom. 25.XII.84).
En otro lugar hemos visto al comentar este mismo Evangelio como nuestra grandeza está en el amor que Dios nos tiene. Estamos interconexionados en este «libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham». La genealogía de Jesús nos lleva a pensar en dos puntos: en primer lugar, que nuestra grandeza no está en los méritos sino en el amor que Dios nos tiene. Luego, que estamos todos interconexionados, y lo que hacemos influye en los demás y en la historia. Estos dos puntos están muy vivos en el pesebre. Por un lado, entre los antepasados de Jesús hay muchos pecadores, y esto no lleva al desánimo, sino que el pecado exalta la misericordia de Dios. Ante la pregunta ¿es posible hoy tener esperanza? La respuesta es “sí”: la conciencia de la fragilidad del hombre y sobre todo del amor de Dios constituyen las grandes garantías de la esperanza.
Esta noche leeremos como “en aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo.” María y José como eran de la casa de David tuvieron que ir a empadronarse a Belén: cuatro o cinco días de camino, en medio del tumulto, como uno más, sin llamar la atención, pero llenando de Dios todo a su paso. Estos días pasados hemos acompañado a María y a José por el camino hacia Belén. Poco después de atravesar Jerusalén a unos nueve kilómetros hacia el sur está Belén, un pequeño pueblo de pastores y campesinos que normalmente no tenía más de mil habitantes, contando con sus contornos. Sin embargo ahora está repleto de gente, debido a este censo de Roma ejecutado por Quirino. Si la gente hubiera sabido que de aquella sencilla y joven mujer iba a nacer el Mesías, fácilmente le hubieran otorgado aposento. Pero de hecho como otros viajeros pobres no encuentra un lugar, ni en las casas de sus parientes, ni en el mesón. El único albergue recintado para las caravanas que van y vienen de Egipto, cuya construcción seguramente se remontaba a tiempos de David, se encuentra abarrotado de gente. Allí se hacinan bestias y hombre en total confusión. No es el sitio más apropiado para que María dé a luz; por eso S. Lucas dice escuetamente que “no hubo lugar para ellos en la posada”.
José se las ingenia lo mejor que puede para buscar abrigo durante la noche. En los alrededores hay algunas cuevas abiertas en la ladera del monte, que habitualmente se utilizaban para guardar los animales de carga durante la noche. Quizá fue la misma Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo en las afueras de Belén. José se quedaría confortado por esas palabras y por la sonrisa de María. De modo que allí se quedaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa de abrigo, algo de comida.... Allí fueron María y José “y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”.
Un poco de fuego llenaría de resplandor la cueva donde la Luz ha nacido. Sin embargo, ni la luna cambia de curso, ni los luceros de brillo, ni la aurora saluda en la madrugada. La naturaleza calla al nacer el Salvador: Naturalidad.
“Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus”, hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma (J. Escrivá, “Es Cristo que pasa” 12).
Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre (“Es Cristo que pasa” 18).
Recuerdo al siervo de Dios Álvaro del Portillo, en mis años romanos, cómo nos animaba a prepararnos, con aquella jaculatoria: “veni Domine Iesu!” –¡ven, Señor Jesús! Y nos animaba a la correspondencia, con palabras de san Josemaría Escrivá: “¿dónde está el Cristo que busco en ti?” Son momentos para ahondar en la filiación divina, aunque parezca que muchas cosas no van, pero sabedores que al final “Omnia in bonum!” -¡todo será para bien! Y por eso son momentos para ir dando gracias a Dios por todo, por lo que parece bueno y lo que es malo… por todo, porque él ha traído la luz de Belén, que da sentido a todo. Es tiempo de acción de gracias, porque “hoy nos ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 2, 11). También dar gracias por los defectos, como los árboles cuyas ramas están caídas y hay que aguantarlas con palos, pues están llenas de fruto y no aguantan tanto peso. Así pasa con las almas que se ocupan de los demás, que se dedican al servicio, parece que no son mejores, porque de ellas no se ocupan nunca, pero el Señor valora. El que juzga es Dios, y hay que dejarle hacer a Él, lo importante de verdad no es pensar que somos mejor o peores, sino no cerrar la puerta a Jesús, con desánimos ni preocupaciones. Esta es la humildad más auténtica, dejar actuar a Dios.
Queremos entrar en esta ciencia divina, estar junto a la Sagrada Familia, penetrar en esta lógica de Dios, en el portal renovar nuestra entrega, hacernos más pequeños… y estar como la mula y el buey, o ser como será más tarde el borrico, portador de Jesús, así podemos dejar que Jesús nos posesione. Y seremos portadores de Dios. Ante tantos problemas, la solución es siempre la misma: formamos en piedad y doctrina, y estaremos en situación de atender cualquier necesidad. Y si a veces nos vemos indignos, y no nos atrevemos a ir a Jesús, porque nos vemos miserables, vamos a contárselo a Nuestra Madre, ella nos acoge en su regazo y nos acerca a su Hijo que está en el otro brazo.
Al estar mirando el amor de Dios encarnado, nos apenamos al ver mucha gente que no conoce a Jesús Salvador. Vemos a Jesús que tiene frío de amor, y por eso decimos con los himnos de la liturgia de las horas: “Te diré mi amor, Rey mío, / en la quietud de la tarde, / cuando se cierran los ojos / y los corazones se abren. / Te diré mi amor, Rey mío, / con una mirada suave, / te lo diré contemplando / tu cuerpo que en pajas yace. / Te diré mi amor, Rey mío, / adorándote en la carne, / te lo diré con mis besos, / quizá con gotas de sangre. / Te diré mi amor, Rey mío, / con los hombres y los ángeles, / con el aliento del cielo / que espiran los animales. / Te diré mi amor, Rey mío, / con el amor de tu Madre, / con los labios de tu Esposa / y con la fe de tus mártires. / Te diré mi amor, Rey mío, / ¡oh Dios del amor más grande! / ¡Bendito en la Trinidad, que has venido a nuestro valle! Amén.” O también: “Ver a Dios en la criatura, / ver a Dios hecho mortal / y ver en humano portal / la celestial hermosura. / ¡Gran merced y gran ventura / a quien verlo mereció! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Ver llorar a la alegría, / ver tan pobre a la riqueza, / ver tan baja a la grandeza / y ver que Dios lo quería. / ¡Gran merced fue en aquel día / la que el hombre recibió! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Poner paz en tanta guerra, / calor donde hay tanto frío, / ser de todos lo que es mío, / plantar un cielo en la tierra. /¡Quien lo hiciera y fuera yo! Amén. (Himno Oficio de lectura). Es el asombro que ha recitado la Iglesia en estos 7 días con las antífonas que comienzan con aquel “¡oh!” y que ahora llega al anhelado día, y queremos estar preparados en la medida que podamos: “¡Que misión de escalofrío / la que Dios nos confió!” (Himno de Vísperas). Pero no hemos de tener miedo, pues es Niño y nos acoge con una sonrisa de amor.
Belén es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeo su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Es un momento para formular estos propósitos, con la ayuda de la Virgen.
Mateo y Lucas hacen sus genealogías en direcciones distintas. Mateo asciende desde Abrahán a Jesús. Lucas baja desde Jesús hasta Adán. Pero el asombro crece cuando vemos que las generaciones no coinciden. Mateo pone 42, Lucas 77. Y ambas listas coinciden entre Abrahán y David, pero discrepan entre David y Cristo. En la cadena de Mateo, en este periodo, hay 28 eslabones, en la de Lucas 42. Y en este tramo entre David y Cristo sólo dos nombres de las dos listas coinciden. Mateo coloca catorce generaciones entre Abrahán y David, otras catorce entre Abrahán y la transmigración a Babilonia y otras catorce desde entonces a Cristo. La historia nos dice que el primer periodo duró 900 años y los otros dos 500 y 500. Si seguimos analizando vemos que entre Joram y Osías, Mateo se «come» tres reyes; que entre Josías y Jeconías olvida a Joakin; que entre Fares y Naasón coloca tres generaciones cuando de hecho transcurrieron 300 años. Y, aun sin mucho análisis, no puede menos de llamarnos la atención el percibir que ambos evangelistas juegan con cifras evidentemente simbólicas: Mateo presenta tres períodos con catorce generaciones justas cada uno; mientras que Lucas traza once series de siete generaciones. Los evangelistas parten de unas listas verdaderas e históricas, pero las elaboran libremente con intención catequística. Con ello la rigurosa exactitud de la lista sería mucho menos interesante que el contenido teológico que en ella se encierra.
Luces y sombras en la lista de los antepasados. ¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el antiguo testamento». Dentro de este enfoque, Mateo -que se dirige a los judíos en su evangelio- trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas -que escribe directamente para paganos y convertidos- bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán. A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes. Escribe Guardini: “¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos. Adán. penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé. rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido!”
Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhíbe su árbol genealógico trata de ocultarlo, por lo menos, de no sacar a primer plano las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegitimo y mucho más el matrimonio vergonzoso. No obran así los evangelistas. En la lista aparece -y casi subrayado- Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David. Los escritores bíblicos no ocultan -señala Cabodevilla- que Cristo desciende de bastardos.
Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza. No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta. Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth, y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz.
Y no se dice -hubiera sido tan sencillo- «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado.
¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están poniendo el dedo en una tremenda verdad: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venia a salvar. Dios, que escribe con lineas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos que-¡ay!- son los de la humanidad (J. L. Martín-Descalzo).
a) Cristo es el fin de los tiempos. Todas las revelaciones anteriores son trascendidas en la revelación de Cristo; todas aluden a El; El las resume y revela su sentido último, de forma que sólo desde El pueden ser plenamente entendidas. "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Hb 1,1-2). Las genealogías, citadas varias veces al comienzo de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, tienen el sentido de situar a Cristo como fin de la revelación de Dios a través de los siglos, de subrayar la continuidad entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Las figuras citadas salen en larga procesión al encuentro de Cristo, como los profetas en los pórticos de las Iglesias medievales. Del sentido de las genealogías, habla San Ireneo: "San Lucas muestra cómo las generaciones que van desde la generación del Señor hasta Adán comprenden setenta y dos series. Une así el fin con el principio, atestiguando que es el Señor el que reúne así, a todos los pueblos, desparramados sobre la faz de la tierra, en la variedad de lenguas y de estirpes, resumiéndolas a todas con Adán en sí (Adversus Haereses III, 22, 3).
Cristo es el Esperado en todo el AT; allí se habla de El como del que va a venir. El AT es la prehistoria de Cristo, en la que en cierta manera se traslucen los rasgos de su vida. La figura de Cristo proyecta su sombra en el AT en una rara inversión del ejemplarismo griego y del pensamiento natural, que conocen tan sólo las sombras de lo que realmente existe. Aquí la aurora es el reflejo del día: el Antiguo Testamento es la irradiación del Evangelio (Hebr 10,1; Rom 5,14; Gal 3,16; 1 Cor 10,6; Col 2,17). Según esto, todo el AT es un texto profético, cuyas palabras y signos se cumplen en Cristo (Schmaus).
Desde Abrahán hasta Cristo (Mt 1,1-16), el itinerario de la historia de la salvación no fue un viaje triunfal. Se diría más bien que en él se mezclan la gracia y el pecado, una alternativa de luces y de sombras. Junto al amor de Dios, que sigue siendo indefectible, está el elemento humano, capaz de subir e inclinado a caer. Entre sus antepasados Cristo tiene santos y pecadores; tanto a los unos como a los otros no se avergüenza de llamarlos hermanos (cf Heb 2,11-12).
Aquella larga peregrinación que se extiende desde Abrahán hasta Cristo alcanza por fin la meta. María es el penúltimo eslabón de esta cadena genealógica. También ella por la vocación especial que se le ha asignado, es testigo de la fidelidad de Dios a sus promesas de querer estar al lado de los hombres (cf Gén 3,15). La Virgen surge del río de las generaciones humanas como alba que prepara el día de Cristo, salvación eterna: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo"( Mt 1,16; A. Serra).
Jesús, reconocido como Hijo de Dios por la comunidad cristiana, tiene un origen humano estrechamente vinculado a su pueblo Israel y a los avatares de la historia humana. La genealogía es género literario reconocido en la Biblia para mostrar la vinculación de los hombres con la historia de su propio pueblo; y es, al mismo tiempo, título que garantiza la transmisión legítima de la bendición de Dios.
Dios se vale de los hombres para realizar su designio en la historia. Jesús está ligado para siempre con sus hermanos los hombres. Con él la historia ha llegado a un remanso de nueva vida divina. Sabemos que por la fe y no por la sangre recibimos de él el nuevo impulso creador. El nombre de Jesús anuncia la novedad de la salvación.
La obra del Espíritu se perpetúa en todo creyente que ha de ofrecer, también, su colaboración. Como la de María Virgen, generosa y fiel en el amor; como la de José, honrado, reverente ante Dios y con la obediencia de su fe oscura.
San Agustín comenta que José es padre de Jesús, no por obra de la carne, sino por la del amor: “El que las generaciones se cuenten por la línea de José y no por la de María no debe ser motivo de preocupación. De ello ya se ha hablado bastante. Del mismo modo que ella fue madre sin concupiscencia carnal, así también él fue padre sin unión carnal. Por él pueden descender o ascender las generaciones. No lo apartemos porque le faltó la concupiscencia carnal. Su mayor pureza reafirme su paternidad, no sea que nos lo reproche la misma santa María. Ella no quiso anteponer su nombre al del marido, sino que dijo: Tu padre y yo te estábamos buscando con dolor (Lc 2,48). No hagan, los perversos murmuradores lo que no hizo la casta esposa.
Computemos, pues, por la línea de José, porque como es marido casto, así es igualmente casto padre. Pero antepongamos el varón a la mujer según el orden de la naturaleza y de la ley de Dios. Si, apartándole a él, ponemos a María en su lugar, dirá y con razón: «¿Por qué me habéis separado? ¿Por qué no suben o bajan por mí las generaciones?». ¿Acaso ha de respondérsele: «Porque tú no lo engendraste con la obra de tu carne»? Pero él replicará: «¿Acaso ella le dio a luz por la obra de la carne»? La acción del Espíritu Santo recayó sobre los dos. Siendo, dice, un hombre justo. Justo era el varón, justa la mujer. El Espíritu Santo que reposaba en la justicia de ambos, a ambos les dio el hijo. Pero obró en el sexo al que le correspondía dar a luz lo que al nacer sería también para el marido. Así, pues, el ángel ordena a los dos que impongan el nombre al niño, con lo que se manifiesta que ambos tienen autoridad paterna. Pues estando todavía mudo Zacarías, la madre impuso el nombre al hijo que le había nacido. Y cuando los allí presentes preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamase, tomando las tablillas escribió lo mismo que ella había dicho. Se dice también a María: He aquí que vas a concebir a un hijo y le pondrás por nombre Jesús (ib., 31). Y a José: José, hijo de David, no temas acoger a María como tu esposa, porque lo que en ella ha nacido es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús: él salvará a su pueblo de todos sus pecados (Mt 1,20.21). Se afirma también: Y le dio a luz un hijo (Lc 2,7), con lo que se le reconoce como padre, no por obra de la carne, sino por la del amor. De esta manera es él padre.
Con suma cautela y prudencia, pues, cuentan los evangelistas las generaciones por su línea, tanto Mateo descendiendo desde Abrahán hasta Cristo, como Lucas ascendiendo desde Cristo hasta Dios, pasando por Abrahán. Uno las cuenta en línea ascendente, otro en línea descendente, pero ambos pasan por José. ¿Por qué? Porque era padre. ¿Cómo es que era padre? Porque su paternidad era tanto más auténtica cuanto más casta. Ciertamente era considerado como padre de nuestro Señor Jesucristo, pero de otra manera, es decir, no como los demás padres que engendran en la carne y reciben hijos por cauce distinto al solo afecto espiritual. Lucas dice también: Se le creía padre de Jesús (ib. 3,23). ¿Por qué se le creía así? Porque la opinión y juicio de los hombres se deja llevar por lo que suele suceder entre los hombres. Pero el Señor no nació de la sangre de José, aunque así se pensara; sin embargo, a la piedad y caridad de José le nació de la virgen María un hijo, Hijo a la vez de Dios”.
Navidad, fiesta de la alianza amorosa. Jerusalén, ciudad destruida y prostituida por sus enemigos, desterrada y solitaria, infiel y pecadora, es, a pesar de todo, invitada por Yavé a unirse a El en una alianza de amor, como una novia virgen y joven.
Es ésta una de las más bellas imágenes de lo que es Navidad, día en el que brilla hasta el exceso el apasionado amor de Dios hacia los hombres; el total y absoluto amor, más fuerte que la misma infidelidad.
Hoy se nos dice que no es cierto que Dios castiga nuestro pecado y desprecia nuestra pequeñez. El Dios de Jesús, nuestro Dios, no conoce el resentimiento ni la venganza. Todo él vibra como un novio en la noche de bodas. Y en esta noche, la novia es la humanidad; mujer de cuyo seno brota y surge el bello fruto de la libertad, de la paz, de la justicia y de la alegría.
El esposo divino hoy invita a su mujer a vivir amando, a amar gozando, a gozar entregándose. Bien lo intuimos al considerar este día como una de nuestras fiestas populares más grandes y más bulliciosas, como también más íntima y más familiar. Es la noche de bodas...
Los cristianos, tan acostumbrados a llamar Padre a Dios, hemos olvidado este otro nombre con que la Biblia invoca a Dios: esposo. Es cierto que a los hombres nos cuesta sentirnos «la esposa» de Dios, cumpliendo un papel femenino ante su masculinidad. Pero más allá de las palabras, está la realidad profunda: dos esposos son dos seres que se unen en una empresa común: amarse y gozar, crecer y hacer crecer. La figura de «padre» siempre nos deja la impresión de autoridad, de severidad, de poder, hasta de castigo. No así la de esposo: nuestro Dios se nos acerca seduciéndonos, sin gritos ni amenazas, enamorado de la raza humana, atrapado por nuestra condición humana. Tanto se enamora que se vuelca totalmente y él mismo se hace «hijo» de la tierra, se hace hombre: es Jesús. Sentir en esta noche a Dios como esposo, nos lleva, sin duda alguna, a un cambio muy grande en nuestra concepción de la religión y de la fe. Al esposo se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte de uno mismo, la otra mitad de nuestro ser. Sólo en la unión con el esposo la mujer se siente entera, total. Y lo mismo le sucede al marido.
Navidad nos muestra a este Dios presente en un niño, en todo igual a los hombres; necesitado de cariño y afecto, de una madre, de gente a su alrededor... Dios necesita de los hombres. Y los hombres necesitamos de este Dios, interioridad de nuestra vida, plenitud de ser, totalidad de amor.
Jesús es el hijo de Dios, porque es su don, el fruto de su amor. Pero también es el fruto de la tierra, el don de la humanidad, la expresión de un profundo amor yacente en una mujer. Así María, en esta noche, con ese amor delicado, íntimo y total, bien expresa lo que debe ser la comunidad cristiana: receptora del Espíritu, dadora de vida.
Celebrar Navidad es colocar en el centro de nuestro interés una sola cosa: el amor. El hijo de este amor es Jesús. Poco importa quiénes son sus padres. Poco importa de dónde viene ese hombre o aquella mujer... Navidad nos enseña que todo hombre y toda mujer son expresión de amor y llamada al amor.
El rey prometido. Los textos de la misa de la vigilia giran en torno a este tema: el salvador prometido a Israel será su rey. En el concepto de rey se incluyen dos elementos: él rey es el resumen representativo de todo el pueblo y, a la vez, el que le supera, el que le confiere sentido y orden. El árbol genealógico de Jesús, tal y como lo presenta Mateo en el evangelio, muestra tres peculiaridades. En primer lugar se menciona a Jesús como descendiente de la estirpe de David, rey que desciende a su vez de Abrahán, el fundador del pueblo y de su fe. Después se mencionan los reyes de Israel según se fueron sucediendo, aunque se silencian los nombres de los que fueron especialmente impíos. Y finalmente aparece la extraña serie de nombres de mujeres y de madres: Tamar, Rut, Betsabé y María, la última de todas. El árbol genealógico de los descendientes de David termina con «José, el esposo de María», de la que nace el Mesías. Los judíos consideran como padre legal al que reconoce al niño. Es lo que hace José, por indicación del ángel. Esto coloca a Jesús dentro de la sucesión real: los Magos preguntarán por el «rey de los judíos que ha nacido» (Hans Urs von Balthasar).
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