Dia 31 de diciembre: séptimo dentro de la octava, balance de fin de año y de la vida
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 2, 18-21: Hijos míos, es el momento final. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es el momento final. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros. En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo conocéis. Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira viene de la verdad.
Salmo 96: 1 - 2, 11 – 13: ¡Cantad a Yahveh un canto nuevo, cantad a Yahveh, toda la tierra, 2 cantad a Yahveh, su nombre bendecid! Anunciad su salvación día tras día, 11 ¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, retumbe el mar y cuanto encierra; 12 exulte el campo y cuanto en él existe, griten de júbilo todos los árboles del bosque, 13 ante la faz de Yahveh, pues viene él, viene, sí, a juzgar la tierra! El juzgará al orbe con justicia, a los pueblos con su lealtad.
Comienzo del santo evangelio según san Juan 1, 1-18: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: - «Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario: El final del año resuena en nuestra celebración, hoy tenemos una perspectiva nueva del tiempo: desde el nacimiento de Jesús, que es "el principio y la plenitud de toda religión", dice la oración colecta; y el evangelio nos muestra a Jesús como punto de referencia único de la historia. Hoy podemos hablar de que todo nuestro tiempo, en la vida humana y en la fe, tiene un único centro y criterio: Jesús. Podemos dar gracias por el año que acaba, por la salvación que Dios nos ha continuado dando; y pedir perdón por lo que hay de "anticristo" en nosotros (1ª lectura): somos anticristos cuando tenemos criterios de "mentira", criterios que no son los de Jesús (Josep Lligadas).
1.- 1 Jn 2, 18-21. Los anticristos ya están a la puerta: hay motivos para vacilar, sin duda; pero los que se mantengan fieles pueden seguir sintiéndose seguros. Ellos son los que han recibido la Buena Noticia y los que han sido marcados con la unción. Por eso también han de ser ellos los que perseveren. Es la última hora. Los anticristos son todos los que niegan a Cristo, los que no le aceptan como Señor (2 Ts 2, 4). Dentro de la comunidad de los creyentes existe la terrible posibilidad de que sólo se pertenezca a ella de una manera puramente externa, i. e. no se vive del Espíritu de Cristo. Nos ha tocado vivir -por la misericordia de Dios- tiempos de escándalos, de dolorosas pérdidas y de sorprendentes fallos, allí donde menos se podían esperar. Hay momentos en que uno, viendo irse a éste o a aquél, tan entero, tan limpio y tan seguro, comienza a dudar de uno mismo. Uno quisiera en más de una ocasión ver claro. No queda otro camino que orar con humildad. "En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis". Se dirige la carta a comunidades que atraviesan una crisis grave. En tiempo de crisis, las defecciones son inevitables… Jesús había anunciado esto con anterioridad, cuando dijo: «Si se os dice: "Mirad aquí está Cristo" o bien "Mirad, está allá", no lo creáis. Surgirán, en efecto, falsos-cristos y falsos-profetas, que harán signos y prodigios considerables, capaces de engañar, incluso, a los elegidos» (Mateo 24, 24). Sería peligroso que, partiendo de textos de esta clase, pretendiéramos, nosotros, hacer una separación entre los buenos y los malos, entre los fieles y los heréticos. Pero esas Palabras divinas nos colocan ante la realidad de la verdad, ante la realidad de nuestra pertenencia a la Iglesia. «De haber sido de los nuestros, se hubieran quedado con nosotros.» Roguemos por todos los que HOY, como en todo tiempo sienten la tentación de abandonar la Iglesia.
-En cuanto a vosotros estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis. Del hecho de estar en "comunión" con la Iglesia, se derivan otros dos signos. -la vida sacramental, simbolizada por la «unción»... -la rectitud doctrinal, el «conocimiento»...
a) El sacramento no es un rito mágico y mecánico de pertenencia a Dios es: el reconocimiento de que «Dios actúa en nosotros». Es un «acto de Dios en nosotros». Por él, reconocemos que no podemos salvarnos a nosotros mismos: «el que es Santo os ha consagrado por la unción». No es el hombre quien se consagra. Es Dios el que le consagra. ¿Ee ésta mi actitud profunda de cara a los sacramentos? ¿Me pongo ante Dios como un pobre, humildemente? Características del falso-doctor, del falso-cristo, son: el orgullo, la suficiencia.
b) La Fe -el «conocimiento» de Dios- es el segundo signo de pertenencia a la Iglesia. La "fe" y el «sacramento» están vinculados uno al otro. -La fe da vigor y sentido al sacramento. El Espíritu es el que actúa y no el «gesto» externo: bautizar al que no tiene fe (salvo el caso de los niños en que la Iglesia exige la fe a los padres o padrinos) está prohibido y no tiene significado alguno... recibir la eucaristía sin tener fe sería un gesto vacío. -El sacramento da vigor a la fe: el signo exterior y visible, repetido en muchos sacramentos refuerza y alimenta la fe. En este último día del año me pregunto sobre mi actitud profunda respecto a la Iglesia... a los sacramentos... a la fe... ¡Señor, aumenta en nosotros la fe! (Noel Quesson).
Al final del segundo milenio había predicciones apocalípticas, también el “efecto milenio” tan temido en el mundo informático… al final no pasó nada de esto. Juan Pablo II fue preparándonos para la fecha, para entrar con Cristo en el tercer milenio, en unas ceremonias de gran belleza litúrgica, estética y teológica. Planteó para el nuevo milenio metas de santidad, que al acabar y comenzar un año es buen tiempo para hacer balance.
La noche de fin de año en Italia se solían tirar las cosas viejas, se llamaba la noche de San Silvestre y se arrojaban por la ventana los trastos inútiles. Es una noche de alegría y optimismo, de mirar el año que pasó, y mirar el año que vendrá. Pero puesto que también es tiempo de hacer balance, hay quien se deja llevar por las angustias del pasado (hay, si no hubiera hecho esta carrera, o esta elección; si hubiera hecho esta otra cosa...) y los miedos del futuro (¿y si me quedo sin trabajo, y si se cae la casa, y si...?). Todos podemos sentir en algún momento los remordimientos y los miedos, el que quiere preocuparse siempre encuentra motivos. Ante esto, habría que convencerse de que el pasado ya no existe, sólo ha quedado en la memoria como experiencia, y el futuro tampoco existe, sólo se nos ha sido dado el presente, y éste es el que hemos de vivir sin perdernos en esos miedos. Sólo existe el “aquí y ahora”, lo demás es previsión del futuro o recuerdo del pasado, y he de aprender a disfrutar el momento presente. Los días parecen los mismos, pero cada uno es único e irrepetible. Las grandes cosas y las pequeñas suceden un día y a una hora concreta.
Se cuenta de un hombre que se hallaba en el tejado de su casa durante una inundación y el agua le llegaba hasta los pies. Pasó un individuo en una canoa y le dijo: “-¿Quiere que le lleve a un sitio más alto? –“No, gracias -replicó el hombre-. He rezado a mi Dios, y él me salvará”. Pasó el tiempo y el agua le llegaba a la cintura. Entonces pasó por allí una lancha a motor. – “¿Quiere que le lleve a un sitio más alto?” – “No gracias, volvió a decir. Tengo fe en Dios y él me salvará”. Más tarde, cuando el nivel del agua le llegaba ya al cuello, llegó un helicóptero. –“¡Agárrese a la cuerda -le gritó el piloto-. Yo le subiré!” – “No, gracias. Tengo fe en el Señor y él me salvará”. Desconcertado, el piloto dejó a aquel hombre en el tejado. Pocas horas después ese pobre hombre moría ahogado y fue a recibir su recompensa y al presentarse a la presencia de Dios dijo: –“Señor, yo tenía total fe en que Tú me salvarías y me abandonaste. ¿Por qué?” A lo cual Dios replicó: -“¿Qué más querías? ¡Fuíste tú que no quisiste, yo te mandé una canoa, una lancha a motor y un helicóptero!”
A veces estamos ahogados u obsesionados por una cosa y la solución la tenemos al alcance de la mano, no nos enteramos y buscamos la felicidad de un modo equivocado en lugar de disfrutar con los que se nos da, y acomodarse a ello.
Hoy se valora mucho tener pocos años, y esto es un error, las edades de la vida van perfeccionándola, como decía Mac Arthur en 1945: “La juventud no es un periodo de la vida; es un estado del espíritu, un efecto de la voluntad, una calidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria del valor sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor por la comodidad”. Hay gente siempre joven y otros que con pocos años son viejos. ¿Cuál es la edad de un hombre?” Los calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma. Hay hombres que no maduran, quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volver nunca a ser. En cambio, otros no pierden nunca la admiración e ilusión del niño, y se enriquecen también con las etapas sucesivas de la vida. Hay un tiempo que se pierde y otro que se convierte en aquel “tesoro que no envejece", que es aprovechar el tiempo para amar.
A algunos les falta tiempo para todo, y al mismo tiempo sufren un gran aburrimiento. Para algunos un fin de año es sinónimo de ponerse a llorar, atragantarse con las uvas, que todas serán malas para ellos: ¡Se nos acaba el tiempo!, un acabarse que al final sea definitivo y total.
Para otros es bonito el paso del tiempo, es señal de madurez, y nos acerca a la eternidad. Ronald Reagan decía hace unos años este mensaje: “Mis queridos compatriotas americanos: Me han comunicado recientemente que soy uno de los millones de americanos que padecen el mal de Alzheimer. Por ahora me encuentro bien”, con ilusión para “compartir el viaje de la vida con mi querida Nancy durante los años que Dios quiera darme. Americanos: permítanme darles las gracias por haberme hecho el gran honor de haber podido estar a su servicio como Presidente suyo. Inicio ahora el viaje que me lleva al ocaso de mi vida. Sé que América compartirá también este anochecer. Muchas gracias, queridos amigos y que Dios les bendiga siempre”.
Dentro del misterio del tiempo hay un “crono” que es el paso sin más y un “kairós” que es el instante precioso, el encontrarse existiendo, el momento de “aquí y ahora” en el que si no tenemos lo que nos parece que es mejor para ser feliz al menos vamos a aprender a ser felices con lo que tenemos, con la esperanza de tenerlo todo un día, fruto de nuestra lucha para amar más. Y así, el mirar el año pasado será ocasión de balance: en primer lugar de las cosas positivas, que son muchas y no las conocemos todas: y daremos gracias a Dios. Son cosas a veces sentillas, pero que descuidamos, las cosas más importantes las consideramos a veces obvias, y así nos va...: ha salido el sol todos los días, hemos dormido, comido, bebido, pero sobre todo hemos hecho amistades, compartido amor, disfrutado de la risa y también agradecemos las lágrimas... todo es bendición. También hay cosas negativas: nuestro egoísmo, errores, limitaciones, que nos dan ocasión de pedir perdón, y pedir a Dios y a los demás más ayuda para mejorar, y así por la humildad, estos fallos sirven también para la maduración personal. Pero al hacer la suma no haremos como el borracho que ve la botella “medio vacía”, sino que la veremos “medio llena” porque vamos creciendo en la esperanza de que un día estará completamente llena, según la medida de nuestro amor.
Se planteba Juan Pablo II: “"Señor, ¿es este el tiempo?": ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber "antes" lo que sucederá "después", para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud "nueva" con respecto al tiempo. Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando "el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente. En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el "todavía no" del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el "ya" de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo. Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra. Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año…, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo.
‘Te Deum laudamus; te Dominum confitemur’. Con estas palabras del antiguo himno elevamos a Dios la expresión de nuestra profunda gratitud por el bien que nos ha concedido a lo largo de los doce meses pasados. Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año… es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones: ‘Miserere nostri, Domine, miserere nostri’. Sigamos abandonándonos con confianza a la bondad del Señor. Él no dejará de tener misericordia con nosotros y de ayudarnos a proseguir nuestro compromiso apostólico.
‘In Te, Domine, speravi: non confundar in aeternum!’ Confiamos y nos abandonamos en tus manos, Señor del tiempo y de la eternidad. Tú eres nuestra esperanza: la esperanza de Roma y del mundo, el apoyo de los débiles y el consuelo de los extraviados, la alegría y la paz de quien te acoge y te ama. Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación. ‘Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quaemadmodum speravimus in te’. Que tu misericordia esté siempre con nosotros: en ti hemos esperado. Sólo esperamos en ti, oh Cristo, Hijo de la Virgen María, dulce Madre tuya y nuestra”.
El tiempo trae cambios, a veces imprevisibles: ¿quién nos hubiera dicho, incluso después de la caída del muro de Berlín en 1989, que iba a desaparecer la Unión Soviética, que las estatuas de Lenin iban a ser demolidas, que las fronteras de los países del Este iban a entrar en un vertiginoso proceso de cambio, que la bandera roja con la hoz y el martillo iba a dejar de ondear sobre el Kremlin o sobre la recién inaugurada embajada rusa -tendríamos que haber dicho soviética- en Madrid? Pero hay mucha agresividad en el mundo, prevalece el tener sobre el ser, y domina aún la apariencia de la que se visten los hombres para tener importancia. Esta noche es nochevieja, “el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje. «La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año. Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros? «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas! «La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana? «A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!” (David Compte). Las cosas que sí tienen importancia son la vida humana y sobrenatural, y nuestra actitud podría ser en estos días:
a) acción de gracias por la vida. Las lecturas de hoy nos invitan a la alegría: ¿con qué mejor noticia podemos terminar el año que con la que nos da el evangelio de hoy: que los que creemos en Cristo Jesús somos hijos de Dios, nacidos del mismo Dios? Porque el Hijo de Dios se ha hecho hermano nuestro, nosotros somos hermanos de él y entre nosotros, y a la vez hijos del mismo Padre del cielo, llenos de la gracia de Jesús, iluminados con su luz y fortalecidos con su vida. En la Eucaristía de hoy podemos dar gracias a Dios por todos los beneficios que hemos recibido de él a lo largo del año, sobre todo por habernos hecho hijos en el Hijo y hermanos los unos de los otros. Y a la vez deberemos pedirle perdón por nuestros fallos, en el acto penitencial de la misa, o con el sacramento de la reconciliación, porque seguramente en el camirio recorrido habrá luces y sombras, éxitos y fracasos, porque nunca acabamos de acoger a Cristo plenamente en nuestra vida y más de una vez nos habrá resultado más fácil seguir los caminos de este mundo que los evangélicos que él nos enseña. Hemos finalizado otro año más de nuestra vida. Y la vida es un don y un regalo de Dios, por el que debemos dar gracias: sentir la vivencia de ver nuestra propia vida como un regalo que Dios nos ha hecho. Cada uno de nosotros es una casualidad desde el punto de vista genético. Me viene a la memoria la conocida película ¡Qué bello es vivir! Hay momentos en la vida en que nos puede parecer que nuestra existencia carece de sentido y nos hace falta preguntarnos y sentir qué distinta hubiera sido la vida de los otros, si yo no hubiera existido, si yo ya no viviese. Formamos parte de un tejido de relaciones y afectos que configuran la verdadera trama de la vida. Y esta vida es don de Dios: a él le damos gracias porque hemos vivido un año más, regalo del Dios amigo de los hombres y amigo de la vida. Si queréis podemos repetir la conocida canción: «Gracias a la vida, que me ha dado tanto».
b) La segunda actitud es la de pedir perdón por nuestras limitaciones y debilidades en el año que termina. Terminar el año y empezar otro en el ambiente de la Navidad, nos invita a pensar en la marcha de nuestra vida, cómo estamos respondiendo al plan salvador de Dios. Para que no vayamos adelante meramente por el discurrir de los días, atropellados por el tiempo, sino dueños del tiempo, conscientes de la dirección de nuestro camino. Es bueno que terminemos lúcidamente el año. Navidad es luz y gracia, pero también examen sobre nuestra vida en la luz. Cada uno hará bien en reflexionar en este último día del año si de veras se ha dejado poseer por la buena noticia del amor de Dios, si está dejándose iluminar por la luz que es Cristo, si permanece fiel a su verdad, si su camino es el bueno o tendría que rectificarlo para el próximo año, si se deja embaucar por falsos maestros. En este discernimiento nos tendríamos que ayudar los unos a los otros, para distinguir entre lo que es sano pluralismo y lo que es desviación, entre lo que obedece al Espíritu de Cristo o al espíritu del mal. Cada uno de nosotros ha recibido un número de talentos y todos sabemos que no los hemos hecho rendir todo lo que hubiéramos podido. Pero no se trata de agudizar sentimientos de culpabilidad. Martín Buber escribía que «la gran culpa del hombre no es el pecado que comete -la tentación es poderosa y las fuerzas pequeñas-. La gran culpa del hombre consiste en que en todo momento puede convertirse y no lo hace». Si lo de «año nuevo, vida nueva» no es verdad entre los hombres -ya que nos parece que no existe posibilidad de cambio en las personas conocidas-, sí es verdad ante Dios: ante él siempre puedo comenzar a escribir mi vida de un modo mejor, más humano, más cristiano. Es lo que decía san Pablo a la comunidad de Filipos: «Me olvido de lo que queda detrás y me lanzo hacia lo que queda delante»; me olvido de lo sucedido en este año que ha terminado, porque lo que tengo entre manos es ya el que inicia ahora. Siempre podemos decir que «aun después de una mala cosecha, se debe sembrar de nuevo» (Reinhold Schneider). Al hacer examen es fácil que encontremos, en este año que termina, omisiones en la caridad, escasa laboriosidad en el trabajo profesional, mediocridad espiritual aceptada, poca limosna, egoísmo, vanidad, faltas de mortificación en las comidas, gracias del Espíritu Santo no correspondidas, intemperancias, malhumor, mal carácter, distracciones voluntarias en nuestras prácticas de piedad... Son innumerables los motivos para terminar el año pidiendo perdón al Señor, haciendo actos de contrición y desagravio.
c) La tercera actitud es la de saber que tengo una misión que cumplir en este año que hoy comienza. El mismo Martin Buber decía que «todos estamos llamados a llevar algo a plenitud en el mundo». Fácilmente creemos que los únicos que tienen una misión son los importantes: los que fueron protagonistas del descubrimiento de América o los que la prensa recogía en estos días de resúmenes de los acontecimientos del año, pero lo “importante”, ¿qué es? Quizá es que: «siempre espera en alguna parte un niño para que le consueles y le ames. Siempre espera en alguna parte un hombre al que puedes darle una esperanza nueva. Siempre espera en alguna parte un dolor para que muera en tu amor. Siempre espera en alguna parte tu Dios, que te pide tu amor» (Daniela Krein). Siempre espera en alguna parte alguna misión que tengo que realizar. Hoy podemos decir, al comenzar este año, cargado de promesas y expectativas, como ciudadanos de un mundo que ha dejado de ser inamovible, que «Dios se atreve a darte la vida; atrévete tú a vivir la vida con él. Dios se atreve a regalarte este día, este año; atrévete tú a tomarlo y a troquelarlo para él» (Saturnin Pauleser; ideas de Javier Gafo).
3.- Jn 1,1-18. Es un himno cristológico muy antiguo, precioso. Juan, a diferencia de Lucas y Mateo, no pone el origen de Jesucristo directamente relacionado con un "nacimiento maravilloso (Mt 1,18-25), ni se remonta al primer Adán (Lc 3,38) sino que afirma el origen de Jesucristo en Dios mismo". La presentación teológica que Juan nos hace de Cristo nos lleva al mayor nivel de profundidad en nuestra celebración de la Navidad: - estaba junto a Dios, era Dios desde toda la eternidad, - era la Palabra viviente de Dios, la luz, la vida: y por él fueron hechas todas las cosas, - un profeta, Juan Bautista, fue enviado por Dios como precursor y testigo de la luz, para preparar sus caminos, - y al llegar la plenitud del tiempo, el Verbo, la Palabra que existía antes, se hizo hombre, se encarnó, y acampó entre nosotros, para iluminar con su luz a todos los hombres, - pero los suyos no le recibieron, vino a su casa y no le reconocieron; siempre la contradicción que anunciara Simeón: el contraste entre la luz y las tinieblas, - eso sí: los que creyeron en él, los que le acogieron, han recibido gracia sobre gracia, lo más grande que pueden pensar: el ser hijos de Dios, nacidos del mismo Dios. Es la mejor teología de la Navidad, y a la vez el mejor estímulo para una vida cristiana llena de valores positivos.
La carta de Juan Pablo II convocando al Jubileo del año 2000 empieza y termina con la misma cita de la carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8). Dios, por la encarnación de su Hijo, se ha introducido en la historia del hombre para redimirnos y comunicarnos su propia vida. Eso es lo que ha dado sentido a toda la historia y al correr de los años, que ha quedado impregnado de la presencia de Cristo Jesús.
«Has establecido el principio y la plenitud de toda religión en el nacimiento de tu Hijo Jesucristo» (oración)… «Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria, alégrese el cielo, goce la tierra» (salmo: J. Aldazábal).
“El Evangelio de Juan se nos presenta en una forma poética y parece ofrecernos, no solamente una introducción, sino también como una síntesis de todos los elementos presentes en este libro. Tiene un ritmo que lo hace solemne, con paralelismos, similitudes y repeticiones buscadas, y las grandes ideas trazan como diversos grandes círculos. El punto culminante de la exposición se encuentra justo en medio, con una afirmación que encaja perfectamente en este tiempo de Navidad: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). El autor nos dice que Dios asumió la condición humana y se instaló entre nosotros. Y en estos días lo encontramos en el seno de una familia: ahora en Belén, y más adelante con ellos en el exilio de Egipto, y después en Nazaret. Dios ha querido que su Hijo comparta nuestra vida, y —por eso— que transcurra por todas las etapas de la existencia: en el seno de la Madre, en el nacimiento y en su constante crecimiento (recién nacido, niño, adolescente y, por siempre, Jesús, el Salvador). Y continúa: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ibidem). También en estos primeros momentos, lo han cantado los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo», «y paz en la tierra» (cf. Lc 2,14). Y, ahora, en el hecho de estar arropado por sus padres: en los pañales preparados por la Madre, en el amoroso ingenio de su padre —bueno y mañoso— que le ha preparado un lugar tan acogedor como ha podido, y en las manifestaciones de afecto de los pastores que van a adorarlo, y le hacen carantoñas y le llevan regalos. He aquí cómo este fragmento del Evangelio nos ofrece la Palabra de Dios —que es toda su Sabiduría—. De la cual nos hacer participar, nos proporciona la Vida en Dios, en un crecimiento sin límite, y también la Luz que nos hace ver todas las cosas del mundo en su verdadero valor, desde el punto de vista de Dios, con “visión sobrenatural”, con afectuosa gratitud hacia quien se ha dado enteramente a los hombres y mujeres del mundo, desde que apareció en este mundo como un Niño” (Ferran Blasi).
Mañana es la Maternidad de María, con ella comenzamos el año. Es lógico que en estas fiestas de Navidad, donde recordamos el nacimiento de Jesús en Belén, hagamos, en su octava, un parón especial para contemplar a María, que es Madre de Dios, porque Jesús, que es su hijo, es Dios. Ha sido un logro de la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II el incluir esta fiesta dentro de la Navidad. Antes se celebraba el día 11 de octubre, pero es mucho más congruente que se celebre dentro de la Navidad, porque el nacimiento de Jesús y la maternidad divina son aspectos de un mismo hecho. Todo nacimiento de un hombre supone una madre que lo engendra. Es decir, la filiación y la maternidad son las dos relaciones que constituye el acto generador. Por ello S. Pablo, en la primera lectura nos dirá: al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley. Donde hay un hijo, hay siempre una madre. Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del cielo, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de María. Jesús, en cuanto Dios, es engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre; en cuanto hombre, es concebido y ha nacido de una mujer, excelsa, pero al fin y al cabo, una hija de Eva. S. Cirilo de Alejandría resume esta doctrina: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga alguna duda de si la Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿por qué razón las Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos ha transmitieron los discípulos del Señor, aunque no emplearon esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también los Santos Padres”. La maternidad divina es el hecho esencial que ilumina toda la vida de María y el fundamento de todos los privilegios con que Dios ha adornado a la Virgen. Hoy recordamos y veneramos el misterio por el que María, por obra y gracia del Espíritu Santo, y sin perder la gloria de su virginidad, ha engendrado y ha dado a luz al Verbo encarnado. Hoy es un buen día sobre todo para agradecer al Señor de la mano de María el año que termina y la perseverancia en querer seguirle, y pedirle la gracia de la perseverancia en el año que empieza: pedirle fidelidad a nuestra vocación cristiana, en una lucha viva y esperanzada, como decía S. Josemaría: “Un año que termina -se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos-, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria. Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno”. A las vírgenes necias "les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon... Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre nuestro que está en los cielos”. Llucià Pou Sabaté
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