Lunes de la 25 semana: "El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres", canta Israel al volver de la deportación. Y Él nos pide que seamos luz y estemos activos: "Nadie enciende un candil y lo mete debajo de la cama"
Esdras 1,1-6: 1 En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra de Yahveh, por boca de Jeremías, movió Yahveh el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: 2 «Así habla Ciro, rey de Persia: Yahveh, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. El me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. 3 Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él. Suba a Jerusalén, en Judá, a edificar la Casa de Yahveh, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. 4 A todo el resto del pueblo, donde residan, que las gentes del lugar les ayuden proporcionándoles plata, oro, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para la Casa de Dios que está en Jerusalén.» 5 Entonces los cabezas de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes y los levitas, todos aquellos cuyo ánimo había movido Dios, se pusieron en marcha para subir a edificar la Casa de Yahveh en Jerusalén; 6 y todos sus vecinos les proporcionaron toda clase de ayuda: plata, oro, hacienda, ganado, objetos preciosos en cantidad, además de toda clase de ofrendas voluntarias.
Salmo 126,1-6: 1 Canción de las subidas. Cuando Yahveh hizo volver a los cautivos de Sión, como soñando nos quedamos; 2 entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría. Entonces se decía entre las naciones: ¡Grandes cosas ha hecho Yahveh con éstos! 3 ¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Yahveh, el gozo nos colmaba! 4 ¡Haz volver, Yahveh, a nuestros cautivos como torrentes en el Négueb! 5 Los que siembran con lágrimas cosechan entre cánticos. 6 Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas.
Lucas 8,16-18: 16 «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. 17 Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. 18 Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará.»
Comentario: 1.- Esd 1,1-6. El periodo histórico a que hace referencia Esdras comienza el año 538, fecha en que Ciro publica su edicto autorizando el retorno de los israelitas a su tierra y el cultivo de su religión y templo. A partir de ese movimiento de los grupos que vuelven de tierras de Babilonia a su tierra, se pondrá en marcha en el siglo V la restauración del templo y la reorganización del culto; se procederá a la reforma espiritual con rigorismo en moral y costumbres; y las tradiciones culturales-religiosas se recogerán, se clasificarán y quedarán ordenadas en numerosos libros de los que forman el Antiguo testamento. Tal será, además, el ambiente en que la Ley, la pureza legal y las estructuras teocráticas tomarán de nuevo fuerza. Con ello se fortalecerá, o se dará origen a un judaísmo que permanecerá hasta el Nuevo Testamento.
Ha concluido el destierro; hay que volver a la tierra prometida; frente a ellos irán los jefes de familia. Al igual que a su salida de Egipto, los habitantes del lugar les entregan oro, plata, utensilios, ganado y objetos preciosos; además, ofrendas voluntarias. El Rey no es castigado, sino que es movido por Dios, pues Él mismo se reconoce siervo del Dios de Israel escuchando sus mandatos y poniéndolos en práctica. El Rey es comparado con David y Salomón, que construyeron el Templo al Señor, y ahora hay que aportar todo lo necesario para que dicho templo se reconstruya. Dios, a nosotros, por medio de Jesús, ha venido a reconstruir nuestra vida, no a ejemplo de nuestros antiguos padres, sino como el Dios de misericordia que nos quiere conforme a la imagen de su propio Hijo. Por eso, también a nosotros nos corresponde reconstruir ese templo del Señor. Y la Escritura nos dice: y ustedes son el templo de Dios. Que nuestra vida esté firmemente edificada en Cristo; que quede adornada por las virtudes coronadas por el amor. Que en verdad seamos una digna morada del Espíritu de Dios en nosotros, para que, saliendo de nuestras esclavitudes, seamos un signo cada vez más claro del amor de Dios en medio de nuestros hermanos.
-“En el año primero de Ciro, rey de Persia, el Señor inspiró a Ciro quien mandó publicar a todo el imperio: «Quienes de entre vosotros pertenezcan a su pueblo sea su Dios con ellos, y suban a Jerusalén a edificar el templo del Señor...»”. Durante dos semanas leeremos unos extractos de Libros del Antiguo Testamento que se refieren al siglo siguiente al retorno del exilio en Babilonia. Cuando en 538 se derrumba el imperio babilónico, bajo la ofensiva del persa Ciro, que promulga un edicto famoso por el que permite que los deportados vuelvan a su patria. Este edicto de Ciro corresponde enteramente a la política conciliadora y abierta que esta dinastía persa va a inaugurar. Más que imponer su yugo a las provincias conquistadas, como lo hizo el imperio babilónico, Ciro intenta una «regionalización»: cada región tendrá una cierta autonomía, cada religión podrá ser libremente practicada. El autor bíblico ve en esta apertura una inspiración de Dios. Después de un duro y largo cautiverio, de 587 a 538, los judíos retornan a su país y algunas personalidades excepcionales animan a la «restauración»: Nehemías, el constructor... Esdras, el sacerdote... Ageo y Zacarías, los profetas... Se emprende la reconstrucción del Templo de Jerusalén, luego de las murallas de la ciudad; y ante todo se reconstruirá el alma de la comunidad, en derredor de la Ley. Es una de las más grandes épocas del judaísmo. Más allá del aspecto de habilidad política podemos ver, en efecto en esta decisión; un "respeto al hombre" que va por completo en el sentido del proyecto universal de Dios. HOY todavía, unas potencias, unos grupos de presión, una culturas poderosas, unas ideologías de moda querrían imponerse a todos y dominar. El edicto de Ciro puede ayudarnos a orar por el respeto a las minorías.
-“A todo el resto de Israel donde residan, que las gentes del lugar les ayuden, proporcionándoles oro, plata, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para el Templo de Dios que está en Jerusalén.” Como puede verse, si se reflexiona sobre ello, esto va muy lejos. A persas y a babilonios se les pide que ayuden a los judíos a reconstruir su Templo. Ese edicto va pues mucho más allá de la yuxtaposición de culturas y de religiones que se soportan ignorándose mutuamente. Hay aquí una tentativa admirable de «diversidad» y de interés respecto a la manera de pensar de los demás. En nuestro tiempo de recrudescencia de los sectarismos, es una lección siempre actual. Si conozco a personas que practican una religión diferente de la mía, ¿cuál es mi actitud hacia ellas? ¿Y mi propia convicción personal?; ¿me contento con una práctica religiosa totalmente exterior? O bien, ¿profundizo en mi propia fe para ser capaz, eventualmente, de dar cuenta de ella a los que practican otras religiones, o a los ateos?
-“Entonces, los cabeza de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes y los levitas, todos aquellos cuyo ánimo había movido Dios, se pusieron en marcha para subir a reconstruir el Templo del Señor en Jerusalén”. No nos hagamos ilusiones, fue sin duda un "pequeño resto" el que se comprometió así... ¡unos pioneros! La gran masa de los deportados, después de cincuenta años de exilio, se había instalado en tierra extranjera. De este modo, comienza una especie de nuevo Éxodo. Hay que arrancarse de las seguridades adquiridas, y lanzarse a la aventura... bajo la inspiración de Dios (Noel Quesson).
Para el autor, el regreso del exilio no será sino el cumplimiento del designio de Dios en orden a la restauración del templo y del culto, como centro de la vida religiosa del pueblo. El culto será el lugar del encuentro con Dios, pero un encuentro dinámico que actualizará las acciones de Dios en favor del pueblo a lo largo de la historia. Precisamente, Israel acaba de vivir la experiencia, como la antigua de Egipto y del éxodo, del Dios que gobierna la historia marchando al lado de un pueblo débil, esclavo, oprimido.
El Dios de la Biblia no es el Dios de los metafísicos -¡qué actual es todavía la requisitoria que le hacía Pascal!-. El Dios vivo, precisamente porque es fiel a las promesas (1,1) -fidelidad no quiere decir inmovilidad-, irrumpe constantemente en la historia, provoca el cambio, innova, no deja esclerotizar situaciones e instituciones. Ciro, ¡un pagano, un extranjero, agente de la salvación del Dios de Israel! Más todavía: es su ungido, su mesías, equiparado a los reyes de la dinastía davídica (Is 45,1). Es una novedad escandalosa para la mentalidad israelita y, sin embargo, provocada por Dios en orden a continuar la historia de salvación. Nos es necesario estar atentos a los signos de los tiempos. Los movimientos sociales modernos, por ejemplo, ¿no nos ha hecho tomar conciencia más radical de que ser cristiano es también un compromiso a nivel mundial y no sólo un asunto privado de cada uno con Dios? (R. Vives).
2. Sal 125/126. Qué alegría es volver del cautiverio; y volver trayendo todo aquello que se necesita para reconstruir el templo de Dios. Sin embargo la obra se torna difícil y el ánimo decae; por eso se pide a Dios que cambie la suerte de su pueblo como cambian los torrentes del Négueb. No es fácil vivir constantemente comprometidos con el Señor y con su Iglesia. Los ánimos de quienes se comprometen como colaboradores en el anuncio del Evangelio, podrían poco a poco venirse abajo ante lo duro en que se convierte la obra, ante la poca respuesta de aquellos a quienes uno va en nombre de Dios. No podemos bajar la guardia, dar la vuelta y dejar la obra a medio concluir. No confiemos en nuestros débiles esfuerzos. Pongámonos en manos de Dios y, fortalecidos por su Espíritu, seamos perseverantes en hacer el bien y en proclamar el Nombre del Señor con la vida y con las palabras. Roguémosle a Dios que sea Él quien haga su obra de salvación por medio nuestro, y que no dé la fortaleza necesaria para que el desaliento no nos domine aun cuando pareciera que avanzamos demasiado lento.
3. Lc. 8, 16-18. -Jesús decía a sus discípulos: "Nadie enciende una lámpara para cubrirla con una vasija o ponerla debajo de la cama..." Se dice a veces, y es verdad, que la mentalidad moderna se ocupa mucho de rendimiento y de eficacia. Pero en todo tiempo el hombre ha buscado el rendimiento máximo para sus empresas: es una característica del hombre creado por Dios. Sí, dice Jesús, cuando se enciende una lámpara se la coloca en el lugar más adecuado para que alumbre al máximo.
-“Se la pone sobre un candelero, para que los que entran vean la luz”. Me gusta, Señor, descubrir que eres una persona práctica y procuras la eficacia. En medio de ese mundo moderno tan apegado al rendimiento, ayúdanos a comprender ese valor humano, que tan firmemente recomienda el evangelio. ¡Dar fruto en abundancia, si es un árbol! ¡Dar ciento por uno, si es una semilla! ¡Iluminar todo el entorno, si es una lámpara! Pero cuidado a no aplicar esta exigencia... a los demás solamente. Yo, en mi vida ¿tengo una verdadera solicitud por "hacer que la luz rinda" al máximo su resplandor y claridad?
-“Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no llegue a ser conocido y manifiesto”. San Lucas cita esta parábola como una especie de conclusión al discurso de Jesús: es ciertamente la "Palabra de Dios" esa luz que hay que colocar y presentar en su máximo valor. ¿Tengo yo esa solicitud? Jesús piensa en sus propias palabras: cuando las pronuncia ante el pequeño auditorio de sus primeros discípulos, sabe que son aún como una luz "escondida", pero Jesús entrevé el día en el cual el evangelio será proclamado "a plena luz". ¿Procuro que mi vida y mis palabras, en ocasiones oportunas, sean evangelizadoras?
¿Guardo mi fe solamente como un "secreto" personal? ¿Considero mi religión como un "asunto privado"? ¿Se sabe, a mi alrededor que soy cristiano que amo a Dios y a todos los hombres mis hermanos, como Cristo nos enseña? ¿Por medio de qué signos visibles, se traduce exteriormente mi Fe?
-“Estad atentos al modo como escucháis y aprendéis...” Hay que "ser luz" antes de querer alumbrar a los demás; porque esa luz, que es divina, hay que recibirla primero. "Estad atentos... escuchad..." Hay muchos modos de escuchar. La calidad de la luz depende de esa disposición. En un aula de alumnos, en un grupo que escucha una conferencia, hallamos todos los grados de recepción. Algunos asistentes están soñolientos, distraídos y no retendrán nada de lo que se ha dicho. Otros están allí, ávidos, activos, los ojos fijos en el que habla, la inteligencia despierta, el bolígrafo en la mano sobre el bloc de notas, dispuestos a contestar, si se hace una pregunta... ¿Cuál es mi avidez por la luz, por la Palabra de Dios? ¿Cómo me esfuerzo para conocerla mejor? ¿Cuánto tiempo le dedico? ¿Con qué atención? ¿Cuál es el rendimiento de mi atención?
-“Porque al que tenga se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará...” Sí, es una verdad popular, de experiencia: se pierden los dones que no se hacen fructificar... se atrofian los músculos que no se hacen actuar... se apaga poco a poco la Fe que no se lleva a la práctica (Noel Quesson).
El sábado pasado leíamos la parábola de la semilla, la Palabra de Dios, que debería dar el ciento por uno de fruto si la escuchamos "con un corazón noble y generoso" y la guardamos. Las breves enseñanzas de hoy son continuación de aquélla. Jesús quiere que seamos luz que ilumine a los demás: un candil no se enciende para esconderlo. No tiene que quedar oculto lo que la Palabra nos ha dicho: debe hacerse público. Si actuamos así, será verdad lo de que "al que tiene, se le dará", porque la Palabra multiplica sus frutos en nosotros. Y al revés, al que no le haga caso, "se le quitará hasta lo que cree tener" y quedará estéril.
Uno de los frutos mejores de la Palabra de Dios que escuchamos -por ejemplo en nuestra Eucaristía- es que se convierta en luz dentro de nosotros y también en luz hacia fuera. Para eso la escuchamos: para que, evangelizados nosotros mismos, evangelicemos a los demás, o sea, anunciemos la Buena Noticia de la verdad y del amor de Dios. Lo que recibimos es para edificación de los demás, no para guardárnoslo. Como la semilla no está pensada para que se quede enterrada, sino para que germine y dé fruto. Tenemos una cierta tendencia a privatizar la fe, mientras que Jesús nos invita a dar testimonio ante los demás. ¡Qué efecto evangelizador tiene el que un político, o un deportista, o un artista conocido no tengan ningún reparo en confesar su fe cristiana o su adhesión a los valores más profundos!
¿Iluminamos a los que viven con nosotros?; ¿les hacemos más fácil el camino? No hace falta escribir libros o emprender obras muy solemnes. ¡Cuánta luz difunde a su alrededor aquella madre sacrificada, aquel amigo que sabe animar y también decir una palabra orientadora, aquella muchacha que está cuidando de su padre enfermo, aquel anciano que muestra paciencia y ayuda con su interés y sus consejos a los más jóvenes, aquel voluntario que sacrifica sus vacaciones para ayudar a los más pobres! No encienden una hoguera espectacular. Pero sí un candil, que sirve de luz piloto y hace la vida más soportable a los demás.
El día de nuestro Bautismo -y lo repetimos en la Vigilia Pascual cada año se encendió para cada uno de nosotros una vela, tomando la luz del Cirio pascual símbolo de Cristo. Es un gesto que nos recuerda nuestro compromiso, como bautizados, de dar testimonio de esa luz ante las personas que viven con nosotros. El Vaticano II llamó a la Iglesia Lumen Gentium, luz de las naciones. Lo deberíamos ser en realidad, comunicando la luz y la alegría y la fuerza que recibimos de Dios, de modo que no queden ocultas por nuestra pereza o nuestro miedo. Jesús, que se llamó a sí mismo Luz del mundo, también nos dijo a sus seguidores: vosotros sois la luz del mundo. Somos Iglesia misionera, que multiplica los dones recibidos comunicándolos a cuantos más mejor (J. Aldazábal).
El Señor ha sembrado, en nuestros corazones, su Palabra que nos santifica. Ojalá esa Palabra sea fecunda y produzca en nosotros abundantes frutos que no sólo los disfrutemos nosotros, sino que otros se alimenten de ellos para que tengan vida en abundancia. La vida que hemos recibido de Dios, vida que nos ha iluminado sacándonos de nuestras tinieblas y esterilidades, no puede ocultarse cobardemente, ni puede vivirse como si fuera de un grupo cerrado incapaz de dar vida a los demás. El Señor nos quiere apóstoles, capaces de llevar su vida, su salvación a todos. Él nos envía a todo el mundo, hasta sus últimos rincones, para que el don de la salvación que se nos ha comunicado, pueda iluminar la vida de todos los hombres y puedan todos caminar a la luz del Señor, ya no como enemigos, ni como esclavos del pecado, sino como hijos de Dios, purificados gracias a la Sangre del Cordero inmaculado. Quien se convierta en mensajero de salvación recibirá en abundancia los dones que Dios quiere hacer llegar a todos. A quien quiera llevar su vida con una piedad personalista, pensando que mientras uno se salve no importa que los demás se condenen, finalmente se le quitará aquello que pensaba poseer, pues sólo serán dignos de estar junto con Cristo quienes hayan hecho de su vida un fruto que haya alimentado a los demás, y no sólo una vida que, como la sabia que corre oculta entre las ramas, se hubiera quedado sin hacernos saber su bondad y sabrosura por medio de sus frutos; eso mismo pasa con quien posee al Señor y no nos manifiesta la gran bondad y santidad que posee a través de los frutos de que nos alimentamos mediante su trato, su preocupación por los desvalidos, y su misericordia hacia los que han fallado.
Cristo, Luz de las naciones, se hace presente entre nosotros con toda la fuerza salvadora de su Pascua, mediante el Sacramento de su amor. Él no sólo ilumina nuestra vida, sino que nos convierte también a nosotros en luz de las naciones. Efectivamente, la luz de Cristo resplandece sobre el rostro de la Iglesia. Unidos a Él, participamos de todo aquello con lo cual vino a hacérsenos cercano. La Iglesia debe ser, ante el mundo, el sacramento, o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano que Cristo vino a iniciar entre nosotros. Entrar en comunión con Cristo, mediante la participación en su Misterio Pascual, no puede considerarse simple y sencillamente un acto de piedad personal, sino todo un compromiso para esforzarnos denodadamente para que el Reino de Dios se haga realidad entre nosotros.
La Palabra y la Vida que Dios ha sembrado en nosotros, no es para que se quede escondida, sino para que brote y produzca abundancia de frutos, pues el Señor espera que no seamos como terrenos inútiles, incapaces de hacer que la vida de Dios se haga vida nuestra, sino de que, a impulsos del Espíritu, realicemos obras que manifiesten la bondad, la salvación, la misericordia, la paz que Dios, por medio nuestro sigue ofreciendo al mundo. Es así, dando luz, como nosotros colaboramos a la salvación de nuestros hermanos. Es menos pecador el que nunca ha encendido su luz en las tinieblas, que aquel que, encendiéndola, la ha ocultado evitando que los demás sean iluminados por ella. Creer en Cristo y actuar como si no creyéramos en Él, tal vez nos haga del agrado del mundo, pero no de Dios, que nos quiere colaboradores en el bien y no cómplices de la maldad. Iluminados por el Señor, hechos, por Él, luz para las naciones, cobremos tal fortaleza en el Señor mediante la oración y la meditación de su Palabra, que la vivamos y testifiquemos con la fuerza de su Espíritu, de tal modo que a pesar de la fuerza de los vientos, no nos apaguemos, sino continuemos brillando como punto de referencia del actuar en la bondad, en la justicia, en la rectitud, en la generosidad, en la misericordia, en el amor verdadero que necesita nuestro mundo (www.homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté (con textos tomados de mercaba.org).
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domingo, 18 de septiembre de 2011
miércoles, 4 de mayo de 2011
MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA: por amor Jesús se nos entrega, y nos ofrece participar de este amor, que es la luz para iluminar la vida, y
MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA: por amor Jesús se nos entrega, y nos ofrece participar de este amor, que es la luz para iluminar la vida, y fuerza para caminar
Hechos de los apóstoles 5, 27-33: “En aquellos días el sumo sacerdote y los de su partido –los saduceos- mandaron prender a los apóstoles y meterlos en la cárcel común. Y así lo hicieron. Pero por la noche un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó fuera, diciéndoles: “Id al templo y explicad allí al pueblo este modo de vida”.
Al amanecer, ellos entraron en el templo y se pusieron a enseñar... El comisario salió con los guardias y se los trajo de nuevo a la cárcel, sin emplear la fuerza, por miedo a que el pueblo los apedrease”.
Salmo 34/33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él».
Evangelio según san Juan 3, 31-36: Continuando su conversación con Nicodemo, Jesús le dijo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.
Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Quien cree en el Hijo no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras son malas...”
Comentario: 1. a) Los apóstoles han sido detenidos ya una vez por su predicación (Hch 4,1-21). Su detención es decretada de nuevo (v. 18) y no cabe esperar sino que esta vez la condena será pesada. En los Hechos, cada detención de los apóstoles va seguida inmediatamente de una liberación providencial: así, por ejemplo, la de Pedro (Hch 12,7-10), la de Pablo (Hch 16, 25-26) y la que es objeto de la lectura de este día (v. 19). Esta liberación milagrosa se produce, ante todo, para dar ánimos (v. 20) a los perseguidos y convencerles de que viven realmente los tiempos mesiánicos caracterizados por la apertura de las prisiones (Is 42,7; Sal 106/107,10; Is 49, 9). Tras su primera detención, los apóstoles habían pedido precisamente a Dios que les hiciera patente su presencia mediante algunos signos, para darles fuerza y valor (Hch 4, 23-31): he aquí que han sido escuchados. El misterio de la liberación pascual no se les presenta ya a los apóstoles tan solo como un acontecimiento de la vida de Cristo de la que han de dar testimonio: se convierte en una experiencia religiosa personal, un hecho de vida concreto. Sólo en ese momento alcanza la fe su culminación. La Eucaristía conmemora precisamente los hechos antiguos para que aprendamos a encontrarlos en nuestra vida personal, y especialmente en todo acontecimiento que libera y promociona al hombre. La amnistía de los prisioneros y la asistencia a los condenados incluso por delitos de derecho común han sido siempre signos de la fe cristiana en las estructuras del mundo (Maertens-Frisque).
b) -El que cree en Él, no es juzgado. El que no quiere creer, ya está condenado. Es "la opción" radical: por... o contra... Jesús; creer... no creer en... Jesús. Hay pues una responsabilidad del hombre. ¡Qué misterio! Dios quiere salvar. Pero algunos "rehúsan" esta salvación y se condenan a sí mismos.
-Cuando vino la luz al mundo, los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal aborrece la luz... Pero el que obra según la verdad viene a la luz.
"Hacer el bien"... "Hacer el mal"... Suele ser de esta manera práctica que se hace la división. Cualquiera que hace el bien aun si no conoce a Cristo -está ya en una cierta comunión con Dios” (Noel Quesson).
Así pedimos en las oraciones de hoy: «Que el misterio pascual que celebramos se actualice siempre en el amor» (oración). Damos gracias al Señor: «Jesucristo, nos amaste y lavaste nuestros pecados con tu sangre» (aleluya), y a la disposición del Padre: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (evangelio). Y queremos corresponder: «Que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos» (ofrendas). Con la confianza que nos muestran los apóstoles, sin miedo, por la gracia del Espíritu Santo, como recuerda San Juan Crisóstomo: «Muchas son las olas que nos ponen en peligro y una gran tempestad nos amenaza; sin embargo, no tememos ser sumergidos, porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir si no es para vuestro bien espiritual. Por eso os hablo de lo que ahora sucede, exhortando vuestra caridad a la confianza».
2. Sal. 33. Dios está cerca de aquellos que le temen y en su bondad confían; los libra de la mano de sus enemigos. Hagamos la prueba y veremos qué bueno es el Señor. Sintiéndonos amados y protegidos por Dios, vivamos con fidelidad en su presencia, de tal forma que toda nuestra vida se convierta en una continua alabanza de su santo Nombre. Él jamás abandonará a los suyos, pues es nuestro Dios y Padre. Él sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde muy temprana edad; por eso envió a nuestros corazones su Espíritu Santo, para que nos fortalezca y desde nosotros dé testimonio de la Verdad, del Amor y de la rectitud que se espera de quienes ya no se dejan guiar por los propios caprichos y pasiones, sino por Aquel que habita en nuestros corazones como en un templo (www.homiliacatolica.com).
La acción de Dios en el interior del hombre está vista con profundidad por el salmista, que la canta, todo ello es mucho más rico desde la fe cristiana. Según san Agustín, «el que medita día y noche la Palabra del Señor, es como si rumiase y encontrase deleite en el sabor de esa Palabra divina dentro del que podría llamarse paladar del corazón».
3. a) “Hoy, el Evangelio nos vuelve a invitar a recorrer el camino del apóstol Tomás, que va de la duda a la fe. Nosotros, como Tomás, nos presentamos ante el Señor con nuestras dudas, pero Él viene igualmente a buscarnos: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La mañana del día de Pascua, en la primera aparición, Tomás no estaba. «Pasados ocho días», no obstante su rechazo a creer, Tomás se une a los otros discípulos. La indicación está clara: lejos de la comunidad no se conserva la fe. Lejos de los hermanos, la fe no crece, no madura. En la Eucaristía de cada domingo reconocemos su Presencia. Si Tomás muestra la honestidad de su duda es porque el Señor no le concedió inicialmente lo que sí tuvo María Magdalena: no sólo escuchar y ver al Señor, sino tocarlo con sus propias manos. Cristo viene a nuestro encuentro, sobre todo, cuando nos reencontramos con los hermanos y cuando con ellos celebramos la fracción del Pan, es decir, la Eucaristía. Entonces nos invita a “meter la mano en su costado”, es decir, a penetrar en el misterio insondable de su vida. El paso de la incredulidad a la fe tiene sus etapas. Nuestra conversión a Jesucristo —el paso de la oscuridad a la luz— es un proceso personal, pero necesitamos de la comunidad. En los pasados días de Semana Santa, todos nos sentimos urgidos a seguir a Jesús en su camino hacia la Cruz. Ahora, en pleno tiempo pascual, la Iglesia nos invita a entrar con Él a la vida nueva, con obras hechas según la luz de Dios (cf. Jn 3,21). También nosotros hemos de sentir hoy personalmente la invitación de Jesús a Tomás: «No seas incrédulo, sino fiel» (Jn 3,21). Nos va la vida en ello, ya que «el que cree en Él, no es juzgado» (Jn 3,18), sino que va a la luz” (Manuel Valls).
El proyecto de Dios no es de condenación, ni de juicio, sino de vida eterna y salvación. El juicio se concreta en la adhesión a Cristo, la luz que vino al mundo, y en el rechazo de la tiniebla, de las obras malas. La motivación y la finalidad del don o del envío por Dios del Hijo único es el amor («tanto amó Dios al mundo»), «para que tengan vida eterna», «para que el mundo se salve por Él». Aunque existe la triste posibilidad de escoger las tinieblas, como comenta San Agustín: «Amaron las tinieblas más que la luz... Muchos hay que aman sus pecados y muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados... Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a desterrar lo que hiciste, entonces empiezan tus obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las obras buenas es la confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres justo, cuando eres inicuo. Así es como tú empiezas a practicar la verdad, así es como vienes a la Luz».
La oscuridad nos inquieta. La luz, en cambio, nos da seguridad. En la oscuridad no sabemos dónde estamos. En la luz podemos encontrar un camino. En pocas líneas, el Evangelio nos presenta los dos grandes misterios de nuestra historia. Por un lado, “tanto amó Dios al mundo”. Sin que lo mereciéramos, nos entregó lo más amado. Aún más, se entregó a sí mismo para darnos la vida. Cristo vino al mundo para iluminar nuestra existencia. Y en contraste, “vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz”. No acabamos de darnos cuenta de lo que significa este amor de Dios, inmenso, gratuito, desinteresado, un amor hasta el extremo.
El infinito amor de Dios se encuentra con el drama de nuestra libertad que a veces elige el mal, la oscuridad, aun a pesar de desear ardientemente estar en la luz. Pero precisamente, Cristo no ha venido para condenar sino para salvarnos. Viene a ser luz en un mundo entenebrecido por el pecado, quiere dar sentido a nuestro caminar.
Obrar en la verdad es la mejor manera de vivir en la luz. Y obrar en la verdad es vivir en el amor. Dejarnos penetrar por el amor de Dios “que entregó a su Hijo unigénito”, y buscar corresponderle con nuestra entrega.
San Pablo en su carta a los Romanos no sale del asombro en cuanto al desmedido amor de Dios, pues dice: “Por un hombre bueno alguien estaría dispuesto a dar su vida, pero Dios probó que nos ama, dando a su Hijo por nosotros que somos malos”. ¿Quién puede entender un amor como este, un amor que no reclama sino que se goza en dar, y en dar incluso lo que más ama? Esta es la locura del amor de Dios: amarnos a nosotros, pobres pecadores. Pero si esto es asombroso lo es más el hecho de que no sólo nos amó y se entregó por nosotros, sino que junto con esto nos regaló el poder ser “hijos de Dios”, nos dio la vida y la Vida en Abundancia. Es triste que haya todavía quien no acepta este regalo y que sigue creyendo en el Dios vengativo y castigador. Jesús murió y resucitó para que no sigamos viviendo en el temor. Su resurrección nos abrió las puertas a la alegría y al gozo, a la confianza infinita en el amor y el perdón del Padre que nos ha amado, nos ama y no dejará jamás de amarnos. Y lo mejor es que no puede hacer otra cosa que amarnos de manera infinita. Te invito a hacerte consciente del gran amor de Dios en tu vida (Ernesto María Caro).
b) La Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a su propio Hijo. Dios es amor, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Ga 2,20)”. El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Ge 1,27), y Dios es Amor (1 Jn 4,8). Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; sólo cuando ama puede ser feliz. La santificación personal está centrada en el amor a Cristo, en un amor de mutua amistad. Para amar al Señor es necesario tratarle, hablarle, conocerle. Le conocemos en el Evangelio, en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Cuanto el Señor ha hecho por nosotros es un derroche de amor. Nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor. La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. “Amor con amor se paga”, pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumplir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir “cuesta arriba”, incluso con una aridez total, si el Señor permitiera esta situación.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de la existencia, en una verdadera unidad de vida. Una persona verdaderamente piadosa procura cumplir su deber de cada día con pleno abandono, abrazando siempre la Voluntad del Señor. La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano: no se traduce en el mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás. La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel ‘hágase en mí según tu palabra’ (Lucas 1, 38), nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios (Francisco Fernández Carvajal). Lluciá Pou Sabaté
Hechos de los apóstoles 5, 27-33: “En aquellos días el sumo sacerdote y los de su partido –los saduceos- mandaron prender a los apóstoles y meterlos en la cárcel común. Y así lo hicieron. Pero por la noche un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó fuera, diciéndoles: “Id al templo y explicad allí al pueblo este modo de vida”.
Al amanecer, ellos entraron en el templo y se pusieron a enseñar... El comisario salió con los guardias y se los trajo de nuevo a la cárcel, sin emplear la fuerza, por miedo a que el pueblo los apedrease”.
Salmo 34/33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él».
Evangelio según san Juan 3, 31-36: Continuando su conversación con Nicodemo, Jesús le dijo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.
Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Quien cree en el Hijo no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras son malas...”
Comentario: 1. a) Los apóstoles han sido detenidos ya una vez por su predicación (Hch 4,1-21). Su detención es decretada de nuevo (v. 18) y no cabe esperar sino que esta vez la condena será pesada. En los Hechos, cada detención de los apóstoles va seguida inmediatamente de una liberación providencial: así, por ejemplo, la de Pedro (Hch 12,7-10), la de Pablo (Hch 16, 25-26) y la que es objeto de la lectura de este día (v. 19). Esta liberación milagrosa se produce, ante todo, para dar ánimos (v. 20) a los perseguidos y convencerles de que viven realmente los tiempos mesiánicos caracterizados por la apertura de las prisiones (Is 42,7; Sal 106/107,10; Is 49, 9). Tras su primera detención, los apóstoles habían pedido precisamente a Dios que les hiciera patente su presencia mediante algunos signos, para darles fuerza y valor (Hch 4, 23-31): he aquí que han sido escuchados. El misterio de la liberación pascual no se les presenta ya a los apóstoles tan solo como un acontecimiento de la vida de Cristo de la que han de dar testimonio: se convierte en una experiencia religiosa personal, un hecho de vida concreto. Sólo en ese momento alcanza la fe su culminación. La Eucaristía conmemora precisamente los hechos antiguos para que aprendamos a encontrarlos en nuestra vida personal, y especialmente en todo acontecimiento que libera y promociona al hombre. La amnistía de los prisioneros y la asistencia a los condenados incluso por delitos de derecho común han sido siempre signos de la fe cristiana en las estructuras del mundo (Maertens-Frisque).
b) -El que cree en Él, no es juzgado. El que no quiere creer, ya está condenado. Es "la opción" radical: por... o contra... Jesús; creer... no creer en... Jesús. Hay pues una responsabilidad del hombre. ¡Qué misterio! Dios quiere salvar. Pero algunos "rehúsan" esta salvación y se condenan a sí mismos.
-Cuando vino la luz al mundo, los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal aborrece la luz... Pero el que obra según la verdad viene a la luz.
"Hacer el bien"... "Hacer el mal"... Suele ser de esta manera práctica que se hace la división. Cualquiera que hace el bien aun si no conoce a Cristo -está ya en una cierta comunión con Dios” (Noel Quesson).
Así pedimos en las oraciones de hoy: «Que el misterio pascual que celebramos se actualice siempre en el amor» (oración). Damos gracias al Señor: «Jesucristo, nos amaste y lavaste nuestros pecados con tu sangre» (aleluya), y a la disposición del Padre: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (evangelio). Y queremos corresponder: «Que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos» (ofrendas). Con la confianza que nos muestran los apóstoles, sin miedo, por la gracia del Espíritu Santo, como recuerda San Juan Crisóstomo: «Muchas son las olas que nos ponen en peligro y una gran tempestad nos amenaza; sin embargo, no tememos ser sumergidos, porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir si no es para vuestro bien espiritual. Por eso os hablo de lo que ahora sucede, exhortando vuestra caridad a la confianza».
2. Sal. 33. Dios está cerca de aquellos que le temen y en su bondad confían; los libra de la mano de sus enemigos. Hagamos la prueba y veremos qué bueno es el Señor. Sintiéndonos amados y protegidos por Dios, vivamos con fidelidad en su presencia, de tal forma que toda nuestra vida se convierta en una continua alabanza de su santo Nombre. Él jamás abandonará a los suyos, pues es nuestro Dios y Padre. Él sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde muy temprana edad; por eso envió a nuestros corazones su Espíritu Santo, para que nos fortalezca y desde nosotros dé testimonio de la Verdad, del Amor y de la rectitud que se espera de quienes ya no se dejan guiar por los propios caprichos y pasiones, sino por Aquel que habita en nuestros corazones como en un templo (www.homiliacatolica.com).
La acción de Dios en el interior del hombre está vista con profundidad por el salmista, que la canta, todo ello es mucho más rico desde la fe cristiana. Según san Agustín, «el que medita día y noche la Palabra del Señor, es como si rumiase y encontrase deleite en el sabor de esa Palabra divina dentro del que podría llamarse paladar del corazón».
3. a) “Hoy, el Evangelio nos vuelve a invitar a recorrer el camino del apóstol Tomás, que va de la duda a la fe. Nosotros, como Tomás, nos presentamos ante el Señor con nuestras dudas, pero Él viene igualmente a buscarnos: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La mañana del día de Pascua, en la primera aparición, Tomás no estaba. «Pasados ocho días», no obstante su rechazo a creer, Tomás se une a los otros discípulos. La indicación está clara: lejos de la comunidad no se conserva la fe. Lejos de los hermanos, la fe no crece, no madura. En la Eucaristía de cada domingo reconocemos su Presencia. Si Tomás muestra la honestidad de su duda es porque el Señor no le concedió inicialmente lo que sí tuvo María Magdalena: no sólo escuchar y ver al Señor, sino tocarlo con sus propias manos. Cristo viene a nuestro encuentro, sobre todo, cuando nos reencontramos con los hermanos y cuando con ellos celebramos la fracción del Pan, es decir, la Eucaristía. Entonces nos invita a “meter la mano en su costado”, es decir, a penetrar en el misterio insondable de su vida. El paso de la incredulidad a la fe tiene sus etapas. Nuestra conversión a Jesucristo —el paso de la oscuridad a la luz— es un proceso personal, pero necesitamos de la comunidad. En los pasados días de Semana Santa, todos nos sentimos urgidos a seguir a Jesús en su camino hacia la Cruz. Ahora, en pleno tiempo pascual, la Iglesia nos invita a entrar con Él a la vida nueva, con obras hechas según la luz de Dios (cf. Jn 3,21). También nosotros hemos de sentir hoy personalmente la invitación de Jesús a Tomás: «No seas incrédulo, sino fiel» (Jn 3,21). Nos va la vida en ello, ya que «el que cree en Él, no es juzgado» (Jn 3,18), sino que va a la luz” (Manuel Valls).
El proyecto de Dios no es de condenación, ni de juicio, sino de vida eterna y salvación. El juicio se concreta en la adhesión a Cristo, la luz que vino al mundo, y en el rechazo de la tiniebla, de las obras malas. La motivación y la finalidad del don o del envío por Dios del Hijo único es el amor («tanto amó Dios al mundo»), «para que tengan vida eterna», «para que el mundo se salve por Él». Aunque existe la triste posibilidad de escoger las tinieblas, como comenta San Agustín: «Amaron las tinieblas más que la luz... Muchos hay que aman sus pecados y muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados... Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a desterrar lo que hiciste, entonces empiezan tus obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las obras buenas es la confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres justo, cuando eres inicuo. Así es como tú empiezas a practicar la verdad, así es como vienes a la Luz».
La oscuridad nos inquieta. La luz, en cambio, nos da seguridad. En la oscuridad no sabemos dónde estamos. En la luz podemos encontrar un camino. En pocas líneas, el Evangelio nos presenta los dos grandes misterios de nuestra historia. Por un lado, “tanto amó Dios al mundo”. Sin que lo mereciéramos, nos entregó lo más amado. Aún más, se entregó a sí mismo para darnos la vida. Cristo vino al mundo para iluminar nuestra existencia. Y en contraste, “vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz”. No acabamos de darnos cuenta de lo que significa este amor de Dios, inmenso, gratuito, desinteresado, un amor hasta el extremo.
El infinito amor de Dios se encuentra con el drama de nuestra libertad que a veces elige el mal, la oscuridad, aun a pesar de desear ardientemente estar en la luz. Pero precisamente, Cristo no ha venido para condenar sino para salvarnos. Viene a ser luz en un mundo entenebrecido por el pecado, quiere dar sentido a nuestro caminar.
Obrar en la verdad es la mejor manera de vivir en la luz. Y obrar en la verdad es vivir en el amor. Dejarnos penetrar por el amor de Dios “que entregó a su Hijo unigénito”, y buscar corresponderle con nuestra entrega.
San Pablo en su carta a los Romanos no sale del asombro en cuanto al desmedido amor de Dios, pues dice: “Por un hombre bueno alguien estaría dispuesto a dar su vida, pero Dios probó que nos ama, dando a su Hijo por nosotros que somos malos”. ¿Quién puede entender un amor como este, un amor que no reclama sino que se goza en dar, y en dar incluso lo que más ama? Esta es la locura del amor de Dios: amarnos a nosotros, pobres pecadores. Pero si esto es asombroso lo es más el hecho de que no sólo nos amó y se entregó por nosotros, sino que junto con esto nos regaló el poder ser “hijos de Dios”, nos dio la vida y la Vida en Abundancia. Es triste que haya todavía quien no acepta este regalo y que sigue creyendo en el Dios vengativo y castigador. Jesús murió y resucitó para que no sigamos viviendo en el temor. Su resurrección nos abrió las puertas a la alegría y al gozo, a la confianza infinita en el amor y el perdón del Padre que nos ha amado, nos ama y no dejará jamás de amarnos. Y lo mejor es que no puede hacer otra cosa que amarnos de manera infinita. Te invito a hacerte consciente del gran amor de Dios en tu vida (Ernesto María Caro).
b) La Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a su propio Hijo. Dios es amor, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Ga 2,20)”. El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Ge 1,27), y Dios es Amor (1 Jn 4,8). Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; sólo cuando ama puede ser feliz. La santificación personal está centrada en el amor a Cristo, en un amor de mutua amistad. Para amar al Señor es necesario tratarle, hablarle, conocerle. Le conocemos en el Evangelio, en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Cuanto el Señor ha hecho por nosotros es un derroche de amor. Nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor. La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. “Amor con amor se paga”, pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumplir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir “cuesta arriba”, incluso con una aridez total, si el Señor permitiera esta situación.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de la existencia, en una verdadera unidad de vida. Una persona verdaderamente piadosa procura cumplir su deber de cada día con pleno abandono, abrazando siempre la Voluntad del Señor. La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano: no se traduce en el mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás. La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel ‘hágase en mí según tu palabra’ (Lucas 1, 38), nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios (Francisco Fernández Carvajal). Lluciá Pou Sabaté
sábado, 15 de enero de 2011
Navidad, 7 de Enero: hemos de examinar los espíritus para reconocer los que vienen de Dios, es decir el amor: es Luz que nos trae Jesús para recorrer
Navidad, 7 de Enero: hemos de examinar los espíritus para reconocer los que vienen de Dios, es decir el amor: es Luz que nos trae Jesús para recorrer este año nuevo con magnanimidad
Primera carta del apóstol san Juan 3,22-4,6. Queridos hermanos: Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Queridos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.
Salmo 2,7-8.10-12a. R. Te daré en herencia las naciones
Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra.»
Y ahora, reyes, sed sensatos; escarmentad, los que regís la tierra: servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando.
Texto del Evangelio (Mt 4,12-17.23-25): En aquel tiempo, cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, se retiró a Galilea. Y dejando la ciudad de Nazaret, fue a morar en Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y de Neftalí. Para que se cumpliese lo que dijo Isaías el profeta: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino de la mar, de la otra parte del Jordán, Galilea de los gentiles. Pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz, y a los que moraban en tierra de sombra de muerte les nació una luz».
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: «Haced penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca». Y andaba Jesús rodeando toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos y predicando el Evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo. Y corrió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían algún mal, poseídos de varios achaques y dolores, y los endemoniados, y los lunáticos y los paralíticos, y los sanó. Y le fueron siguiendo muchas gentes de Galilea y de Decápolis y de Jerusalén y de Judea, y de la otra ribera del Jordán.
Comentario: 1. 1 Jn 3,22-4,6. Durante las ferias que pueda haber desde la Epifanía del día 6 hasta el domingo siguiente, la fiesta del Bautismo del Señor (que puede caer desde el día 7 hasta el 13), la primera lectura seguirá siendo la de la carta de Juan, que da unidad a todo el Tiempo de Navidad. En la página de hoy, Juan insiste en varias de las direcciones de su carta que ya hemos escuchado los últimos días. Ante todo, la doble dirección del mandamiento de Dios: la fe y el amor, la recta doctrina y la práctica del amor fraterno. Creer en Cristo Jesús y amarnos los unos a los otros. Quien guarda esos mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Y podrá orar confiadamente, porque será escuchado. Aparece también el tema del discernimiento de espíritus y de la vigilancia contra los falsos profetas, los anticristos, que no aceptaban a Cristo venido como hombre, encarnado seriamente en nuestra condición humana. El Espíritu Santo nos ayudará a saber distinguir los maestros buenos y los malos. Finalmente insiste en nuestra lucha contra el mundo, en la tensión entre la verdad y el error, entre la luz y la tiniebla. Los cristianos estamos destinados a vencer al mundo en cuanto contrario a Cristo Jesús. Y como Dios es más fuerte que el anticristo, nuestra victoria está asegurada si nos apoyamos en él.
Si la verdadera comunión con Dios está reservada para la eternidad (1 Jn 3,2), si esa comunión está ya actuando en la vida presente, aunque de manera misteriosa, que se sustrae a las miradas del mundo (1 Jn 3,1), ¿de qué criterios disponemos para saber si esa comunión nos acompaña realmente en esta tierra; qué seguridad podemos tener ante Dios sobre si esa presencia no es incluso percibida por nosotros mismos? A esta preguntas viene a contestar este pasaje. Podemos conocer experimentalmente que Dios mora en nosotros (v. 24) por la manera en que guardamos los mandamientos. Esa observancia de los mandamiento hará que nuestro corazón no nos acuse (v 21), que estemos seguros ante Dios hasta el punto de poder pedirle con la seguridad de ser escuchados (v 21); la misma doctrina encontramos en Jn 15,15-17. El mandamiento que nos dará la seguridad delante de Dios y nos garantiza su estancia entre nosotros es doble: creer en el nombre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros (v 23). Estos dos preceptos nos los presenta Juan de tal manera que no parecen constituir sino uno. Juan estima, en efecto, que no hay dos virtudes distintas: la fe por una parte y la caridad por otra, sino que esas dos virtudes no son más que las dimensiones trascendente e inmanente de una sola actitud (cf Jn 13,34-36; 15,12-17): somos hijos de Dios por nuestra fe y la caridad entre hermanos deriva de esa filiación (1 Jn 2,3-11).
Atenerse al mismo tiempo a la dimensión horizontal y a la dimensión vertical del mandamiento de Dios no es fácil. Hoy, en particular, la tentación del cristiano es la de buscar un amor fraterno más auténtico y más universal, pero sin referencia necesaria a Dios, olvidando que la salvación del hombre depende de una sola palabra: el amor, pero un amor que hunde sus raíces en la vida misma de Dios.
Creer en Jesucristo como pide San Juan, es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo y querer participar en esa mediación del amor. Creer en Jesucristo es admitir igualmente que Jesús es la mejor réplica humana al amor del Padre y querer imitarle en su renuncia total a sí mismo y en su filiación obediente a su Padre.
Cada Eucaristía sitúa al cristiano en relación simultánea con Dios y con todos los hombres; nos reúne para dar gracias a Dios y después volverse hacia los hombres: la simultaneidad de ambas misiones es su misterio por excelencia (Maertens-Frisque).
-Dios nos concede cualquier cosa que le pedimos confiadamente porque somos fieles a sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. ¿Cómo podemos saber que «Dios está con nosotros»? ¿Qué seguridad tenemos de estar «en comunión con Dios» y de que nuestras oraciones sean atendidas? San Juan contesta: Estamos en comunión con Dios si «hacemos lo que le agrada... si permanecemos fieles a lo que nos manda...». Es lo mismo que sucede con las personas que amamos: la verdadera unión, la verdadera prueba de amor consiste en hacer lo que agrada al otro. Se da entonces la comunión de pensamientos y de voluntades. Si dos se aman son sólo uno: Todo lo mío es tuyo. Agradarte, Señor. Hacer tu voluntad. Mis proyectos, mis actividades, mi jornada entera, todo según tu propio proyecto divino. Está claro entonces que mi plegaria será atendida, porque correspondo con todo mi ser a «lo que Tú quieres», a "lo que te agrada".
-Y este es "su" mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo... Y que nos amemos unos a otros... Son dos aspectos de un solo mandamiento: creer y amar. No son dos preceptos, son el mismo, "su" mandamiento. Para san Juan, según parece, la fe y la caridad no son dos vIrtudes distintas, sino una sola virtud: "ser hijo de Dios". ¿Constituye esto el fondo de mi vida?
-Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Procuro que esas palabras penetren profundamente en mí. Permanecer en Dios... ¿"Permanezco yo en Dios"? o bien ¿me aparto de El con frecuencia? ¿tal vez, por el pecado, me sitúo fuera de Dios? Conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos dio. El Espíritu de Dios no es algo material, un regalo, un don inerte. Es un Impulso, es un Pensamiento, es un Querer, es un Proyecto, es una Persona... Es el Espíritu de Dios en nosotros. ¿Correspondo yo a ello? ¿Dejo que ese espíritu me vivifique?
-No os fiéis de cualquier «inspirado». Con esa doctrina a la que san Juan da tanta importancia, un cierto «subjetivismo» muy individualista sería de temer: ¡cada uno podría creerse «inspirado» por el Espíritu! En tiempo de san Juan no faltaban los falsos profetas de ese tipo. En nuestro tiempo tampoco faltan los por así decir profetas que, muy «concienzudamente» seguros de sí mismos, afirman saber lo que conviene a la Iglesia. Hoy se insiste, en particular y con razón, en la «dimensión horizontal»: el amor fraterno, el compromiso en la promoción de los hermanos... y san Juan no deja nunca de insistir en ese aspecto. Pero no podemos olvidar que su fuente, su origen se halla en una «dimensión vertical» igualmente esencial: el amor de Dios, la fe en Cristo, la oración...
-Mirad como podréis conocer si el espíritu de Dios les inspira: Todo «inspirado» que confiesa que Jesucristo es el Mesías venido ya en carne mortal, procede de Dios. Jesucristo vuelto, a la vez, hacia Dios y hacia los hombres (Noel Quesson).
2. Sal. 2. Tú eres mi Hijo amado en quien tengo puestas mis complacencias. Hoy, el hoy de la eternidad, el eterno presente en el que es engendrado el Hijo de Dios por el Padre Dios, lo hace igual a Él en el ser y en la perfección, de tal forma que quien contempla al Hijo contempla al Padre, pues el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo. A nosotros corresponde reconocer al Hijo de Dios, encarnado, como Señor de nuestra vida siéndole fieles al escuchar su Palabra y ponerla en práctica; postrándonos de rodillas ante Él para estar atentos a su voluntad y permitirle que Él lleve a efecto su obra salvadora en nosotros. Aquel que vive en la rebeldía a Jesucristo, aquel que va por caminos de pecado y de muerte, a pesar de que acuda a dar culto a Dios, no le pertenece a Dios, pues sus obras son malas. Manifestemos nuestra fe no sólo con palabras, sino con una vida íntegra entregada a realizar el bien conforme a las enseñanzas del Señor. Entonces estaremos demostrando, con la vida misma, que en realidad pertenecemos al Reino y familia de Dios.
3. A. Comentario mío de 2008. Jesús comienza a predicar con palabras de Isaías: «El pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz» (Mt 4,16). “La esperanza que salva”, ha titulado Benedicto XVI su nueva Encíclica, siguiendo el surco que dejó Juan Pablo II con su doctrina y su acción social, pues ayudó no poco a la reconversión de los países comunistas hacia la libertad. Pero Occidente necesita aquella esperanza que ha va perdiendo, agostado por la engañosa llamarada del consumismo. En una escuela de inspiración cristiana, un día de reunión de padres, una madre se me acercó contenta: “estamos muy alegres, desde que venimos por aquí, y nos hemos decidido a tener otro hijo, lo estoy esperando...” el pequeño de la familia tenía ya 14 años, otro ya tenía 18, y después de ese largo período de tiempo se animaron a tener otro más; me gustó eso de que la paternidad fuera fruto de esa alegría de vivir que se respira en un ambiente esperanzado, que estuviera unida esta alegría a la ilusión de dar la vida. (Ya sabemos que los índices de nacimientos de algunos países de Europa, por ejemplo España, son los más bajos del mundo). Como recordaba hace poco J. Magraner, el filósofo danés S. Kierkegard vio con extraordinaria lucidez que el hombre que no cree en Dios es un hombre profundamente desesperado, aunque viva en medio de un progreso material nunca visto. También él comprendió que el cristiano que flojea en la fe, aunque tenga muchas esperanzas , va perdiendo la verdadera esperanza que sólo en Dios tiene su fundamento.
“La fe -nos dice Hebreos 11,1- es la sustancia de lo que esperamos, prueba de aquello que no vemos”. Y por la fe –dirá Benedicto XVI siguiendo al Santo de Aquino- ya están presentes en nosotros, si bien de manera incipiente, las realidades que esperamos: la vida eterna. Porque la vida eterna –que no es otra cosa que Cristo mismo- ya está presente en nosotros por el bautismo y los otros sacramentos que junto con la oración nos permiten mantener, acrecentar, y transmitir esa vida nueva que es divina sin dejar de ser muy humana. Es la vida enamorada de un hijo de Dios que lo espera todo de su Padre y al mismo tiempo no deja de luchar para cooperar con sus pobres fuerzas humanas para que se cumpla el mensaje navideño por excelencia: ¡Gloria a Dios en Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!
* Esta es la gran luz que vino Jesús a traernos, como dice mi amigo Jordi Castellet: “Hoy comienza el tiempo en que Dios nos da una vez más su tiempo para que lo santifiquemos, para que estemos cerca de Él y hagamos de nuestra vida un servicio de cara a los otros. La Navidad se acaba, lo hará el próximo domingo —si Dios quiere— con la fiesta del Bautismo del Señor, y con ella se da el pistoletazo de salida para el nuevo año, para el tiempo ordinario —tal y como decimos en la liturgia cristiana— para vivir in extenso el misterio de la Navidad. La Encarnación del Verbo nos ha visitado en estos días y ha sembrado en nuestros corazones, de manera infalible, su Gracia salvadora que nos encamina, nuevamente, hacia el Reino del Cielo, el Reino de Dios que Cristo vino a inaugurar entre nosotros, gracias a su acción y compromiso en el seno de nuestra humanidad. / Por esto, nos dice san León Magno que «la providencia y misericordia de Dios, que ya tenía pensado ayudar —en los tiempos recientes— al mundo que se hundía, determinó la salvación de todos los pueblos por medio de Cristo». / Ahora es el tiempo favorable. No pensemos que Dios actuaba más antes que ahora, que era más fácil creer cerca de Jesús —físicamente, quiero decir— que ahora que no le vemos tal como es. Los sacramentos de la Iglesia y la oración comunitaria nos otorgan el perdón y la paz y la oportunidad de participar, nuevamente, en la obra de Dios en el mundo, a través de nuestro trabajo, estudio, familia, amigos, diversión o convivencia con los hermanos. ¡Que el Señor, fuente de todo don y de todo bien, nos lo haga posible!”
Se suele decir: año nuevo, vida nueva. Será verdad en el sentido de que, si renovamos nuestra confianza en Dios, será una vida de conversión en algo más alto, en vivir de fe y de amor, arrostrando dificultades, eso sí, como Juan Pablo II recordaba a los jóvenes: “La fe incluye siempre un desafío. Nunca ha sido de otro modo. Hoy existen ciertas dificultades para el que quiere ser cristiano. Pero ayer había otras. Y mañana -es una profecía que se puede arriesgar sin temor de ser desmentidos-, mañana las nuevas generaciones de jóvenes tendrán que afrontar nuevas dificultades. Ser cristianos nunca ha sido, ni lo será jamás, una opción "tranquila"”. Esto implica lucha, para mejorar cada día un poco:”si dijeses: ¡ya basta!, has perecido. Añade siempre, camina siempre, adelanta siempre; no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se detiene el que no adelanta; vuelve atrás el que vuelve a pensar en el punto de donde había partido (...). Mejor es el cojo en el camino, que el que corre fuera del camino” (San Agustín, Sermón 169). Por tanto, ante las dificultades la gracia nos da fuerzas para evitar el derrotismo y el pesimismo. No sólo ante la soberbia y la sensualidad, expresiones del egoísmo que llevamos dentro, sino también ante los ataques de la cultura en sus formas equivocadas de expresarse contra la libertad religiosa, incomprensiones que no suelen faltar en todas las épocas hacia los inconformistas.
Ahora que empieza el año, pensemos que lo importante no será lo que hagamos con nuestra fuerza, aunque hemos de poner buena voluntad en nuestra lucha, sino que lo que más cuenta es lo que hace Dios en nosotros: vamos a dejarle “espacio vital”, dejarle hacer. Para ello, ayuda la magnanimidad, ánimo grande, que el alma sea amplia en la que quepan muchos. “Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar; se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios” (san Josemaría Escrivá).
** “Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance”. La aventura de tener un vuelo así, hasta mirar el sol de hito en hito, es majestuosa. La experiencia de “pájaro solitario” viene del salmo 101: "Recordé y fui hecho semejante al pájaro solitario en el tejado": abrí los ojos y me hallé sobre todas las inteligencias naturales, solitario sin ellas en el tejado, por encima de todas las cosas de abajo. Así es, por ejemplo, el celibato de amor, entendido como un voluntario estar solitario de otros amores, incluso del amor propio, para adquirir las alas célibes del ceibe, del libre: la envergadura voladora de una poderosa libertad, como leí no sé donde: Vaciamiento y libertad, pues, como ingeniería del alma para llegar a las cumbres más altas del amor divino. Vaciamiento, que es desnudez y es oquedad, capacidad de resonancia, para la escucha sabrosa de la música callada, la soledad sonora.
Hay como 5 notas de la contemplación: I: El ave solitaria se pone en lo más alto. Siempre por encima del suelo. Siempre en trato con Dios. Siempre buscando la perspectiva cimera de lo sobrenatural. Siempre desafiando el vuelo rasante, gallináceo y timorato. “No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas”, decía S. Josemaría Escrivá, quien a los comienzos del Opus Dei se reúne con mujeres de la Obra para mostrarles algunas labores apostólicas que soñaba para el futuro: granjas escuelas para campesinas; residencias universitarias; clínicas de maternidad; centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos: hostelería, secretariado, enfermería, docencia, idiomas; actividades en el campo de la moda; bibliotecas ambulantes. Quedaron pasmadas, entre el asombro y el vértigo. Les dice: "Ante esto se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante".
II: A toda hora tiene el pájaro vuelto el pico donde viene el aire. Vuelta la atención y vuelto el afecto hacia donde sopla el Espíritu. Pendiente en todo momento de lo que Dios quiera decir, señalar, sugerir, dar o pedir.
III: Está sólo y no consiente otra ave junto a sí, sino que, cuando alguna se posa a su lado, luego se va, emprende el vuelo. El pájaro quiere estar solitario, en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, porque no consiente en sí otra cosa que su soledad en Dios.
IV: Canta muy suavemente. Así en voz baja y perfumando con fragancia suave, “in odorem suavitatis”, como los gramos de incienso que se queman despacio, sin grandes humaredas, lentamente, sube hasta Dios su tenue canto, nada vocinglero: la sencilla canción de un pájaro pequeño. Canta muy suavemente, porque no canta para ser oído y aplaudido por los hombres. No desea llamar la atención de ninguno. Su espectador y su escuchador es Dios sólo. Y a Dios se le habla mejor sin grandes ruidos, sin muchas palabras. Dios entiende, como nadie, ese hablar suave que sólo se pronuncia con el corazón. Y entonces, cuando se llega a hacer la música callada, se empieza a saborear la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
V: El pájaro solitario no luce en sus plumas algún determinado color. No tiene ningún color de efecto particular, ni hacia otros ni hacia sí. No es que no quiera a nadie. Es que a todos quiere sin discriminación, sin acepción y sin distingos de una especial coloración. Reparte su amor con liberalidad, sin particularismos, sin predilecciones, sin dejarse llevar admiración, debilidades o simpatía…
“Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”. S. Juan de la Cruz nos da pensamientos para volar este año con magnanimidad, como el pájaro solitario, vacío de riquezas y de querencias, libre de arrimos y ligaduras: porque es abismo de noticia de Dios, la que posee. No le cuesta nada comportarse así, porque no necesita otro desahogadero que el del Dios de sus secretos, porque -sellada su alma y sellados sus labios con el sello del Amor más excelente-, todo suceso de acá abajo es bagatela de poca monta que no puede trabarle, ni distraerle, ni deslumbrarle: es abismo de noticia de Dios, la que posee. De todo lo demás, es hombre ceibe, libre y vaciado, su vida es para Dios y los demás.
B. comentario de 2010, con textos de mercaba.org- Mt 4,12-17.23-25 (ver domingo 3 A). Los evangelios serán una selección de pasajes de los cuatro evangelistas, en que leemos unas manifestaciones de Jesús Mesías, como la multiplicación de los panes y la calma de la tempestad, a modo de prolongación de la epifanía a los magos de Oriente y de preparación a la fiesta del Bautismo. El milagro de las bodas de Caná, tan propio de este tiempo, se ha guardado para el domingo segundo del Tiempo Ordinario. Esta es la semana de los "signos", de las "epifanías": la Iglesia nos propone un cierto número de gestos que "manifiestan" a Cristo. Jesús inicia su ministerio mesiánico en Cafarnaúm. El que ha sido revelado a los magos con una intención universalista, en efecto empieza a actuar como Mesías en una población de Galilea muy cercana a los paganos. Desde el principio de su predicación se empiezan a cumplir los anuncios proféticos que tantas veces oímos durante el Adviento: «el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande». Jesús anuncia la cercanía del Reino de los cielos, los tiempos mesiánicos que Dios preparaba a su pueblo y a toda la humanidad.
El Niño de Belén, adorado por los magos de Oriente, ahora ya se manifiesta como el Mesías y el Maestro enviado por Dios. Enseña, proclama el Reino, cura a los enfermos, libera a los posesos. Y, de momento. el éxito le acompaña: una gran multitud cree en él y le sigue.
Algunos dan mayor importancia a la ortodoxia de la doctrina, por ejemplo, sobre la persona de Cristo. Otros, a la ortopraxis de la caridad fraterna. La carta de Juan nos ha dicho claramente que los dos mandamientos van unidos y son inseparables. Por una parte, debemos discernir las muchas voces que escuchamos, guiados por el Espíritu de Dios, sabiéndonos defender de la seducción de otros espíritus, que pueden obedecer al egoísmo, la facilidad o el materialismo ambiente. Por otra debemos fortalecer en nuestra vida la actitud de caridad fraterna. Es la lección que también nos da ese Jesús que empieza su vida misionera y andariega por los caminos de Palestina, totalmente dedicado a los demás. Sus destinatarios primeros y preferidos son los pobres, los marginados, los enfermos, los que sufren las mil dolencias que la vida nos depara.
Imitando el estilo de actuación de Cristo Jesús es como mejor permanecemos en la recta doctrina y como mejor cumplimos su mandamiento del amor a los hermanos. Ojalá al final de este año que ahora estamos empezando se pueda decir que lo hemos vivido «haciendo el bien», como se pudo resumir de Cristo Jesús: ayudando, curando heridas, liberando de angustias y miedos, anunciando la buena noticia del amor de Dios. Se trata de ver a Dios en los demás, sobre todo en los pobres y los débiles, en los marginados de cerca y de lejos. Se trata de que este amor que aprendemos de Cristo lo traduzcamos en obras concretas de comprensión y ayuda. El Bautista daba como consigna de la preparación al tiempo mesiánico una muy concreta: el que tenga dos túnicas, que dé una. El amor no es decir palabras solemnes, sino imitar los mil detalles diarios de un Cristo entregado por los demás (J. Aldazábal).
-Habiendo oído que Juan había sido preso, Jesús se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se fue a morar en Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del mar, en los términos de Zabulón y Neftalí. Jesús cambia de domicilio; deja el pueblo donde había vivido hasta ahora y va a habitar a una ciudad más importante. En nuestro siglo de tanta movilidad, me gusta pensar que Jesús, El también, debió acostumbrarse a una nueva vecindad, a hacer nuevas relaciones, a cambiar de medio.
-Así se cumplió lo que el Señor había dicho por el profeta Isaías ¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habita en tinieblas vio una gran luz. Jesús no cambia de domicilio sin una razón. Es un signo. Este gesto tiene una significación misionera. Galilea era una provincia en la que convivían varias razas, una "feria de gentiles", un camino de invasión, un país abierto por donde pasaban las caravanas que iban hacia el mar. Jesús va a vivir en ese cruce de caminos, en ese lugar de trasiego de pueblos: allí es donde piensa que podrá evangelizar a muchos de aquellos que viven aún "en las tinieblas" y que esperan la luz. Durante toda su infancia, Jesús ha vivido en un pueblo bien protegido, Nazaret, al margen de las grandes corrientes humanas de su época: aquel día escogió habitar en Cafarnaúm, donde hay gentes ansiosas y que buscan... Señor, ¿tengo yo recelo de entrar en contacto con el paganismo, o el ateísmo? ¿Qué cualidad tienen mis reflejos misioneros?
-Y para los que habitan en la región de sombras y de muerte, una luz se levantó. He ahí lo que viene a hacer Jesús. Dejo resonar estas palabras en mí. Las prolongo en la oración.
-Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: "Arrepentíos porque se acerca el reino de Dios". Recorría Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando la buena nueva del Reino... Te contemplo, Señor, avanzando por los caminos, de pueblo en pueblo, predicador ambulante. ¿De qué trataban tus homilías? ¿De qué les hablabas? ¿En qué consistía tu "enseñanza? La totalidad del evangelio nos lo dirá. Pero, por el momento, ya sabemos una cosa: que el reino de los cielos ha llegado... ¡esto es! Dios está ahí, con nosotros, si queremos acogerle. Y precisamente, el clamor de Jesús, su "proclamación" es que nos dispongamos a acoger a Dios: "¡convertíos! ¡Cambiad de corazón! ¡Cambiad de vida!" Todo puede llegar a ser hermoso y bueno: es un "algo bueno', una buena nueva. No transformemos la predicación de Jesús exclusivamente en predicación moralizante: hay que hacer esto; no hay que hacer aquello. Es ante todo un nuevo estado de espíritu -que lo cambia todo, evidentemente, también nuestros comportamientos morales- ¡El evangelio, es "bueno"!
-Y curaba en el pueblo toda enfermedad, toda dolencia... Le traían todos los que sufrían... y El los curaba... He ahí la epifanía de Dios; el signo de que ¡Dios está obrando allí! Muy simplemente, me imagino estas escenas: toda la desventura de los hombres, todo el mal que como una ola humana afluye hacia ti, Señor. Sálvanos, hoy también. Salva a los que están en "la sombra de la muerte (Noel Quesson)… Sin duda hay una variada presencia eclesial en lugares de tinieblas y muerte: el 25 % de las instituciones dedicadas a los enfermos de SIDA son eclesiales; misioneras y misioneros están diariamente en el filo entre la vida y la muerte, y rondan la treintena los que mueren al año de forma violenta (en el año 2001, el número exacto ha sido de 33); sacerdotes, laicos y religiosos se infiltran en instituciones penitenciarias. El sacerdote francés Léon Burdin acaba de publicar un libro titulado "Decir la muerte", habla de cóm hemos de ayudar, ser “barqueros” del más allá... ayudar a los moribundos a “pasar” a la otra orilla, recoger su último aliento o su última palabra, prodigar los últimos consuelos, acompañarlos en su postrer viaje...
Todos somos testigos de la gran luz que nos ha iluminado. Cristo niño se ha hecho hombre por amor a nosotros para convertirse en la luz que guiará nuestros pasos. Se dice que cuando la noche es más oscura es cuando más brillan las estrellas. Podríamos decir también que cuando más oscuro es nuestro peregrinar por este mundo es cuando más brilla la luz de Cristo en nuestros corazones. Cuando más solos nos sentimos es cuando Cristo está más cerca de nosotros. Porque como dice el profeta Isaías: “este mundo camina en tinieblas pero ya ha visto una gran luz que viene a salvarle”. No permitamos que la ceguera de nuestro egoísmo entenebrezca la luz de Cristo en nuestros corazones. Tengamos bien abiertos los ojos de la fe en Dios para caminar por la senda del verdadero amor y de la verdadera esperanza. Sabemos por el evangelio de hoy que el Reino de los cielos ha llegado, pero ¿cómo le hemos recibido? ¿Nos hemos dado cuenta de su llegada? O por el contrario, ¿hemos permitido que otras luces que no es la de Cristo guíen nuestra vida? No gastemos nuestro fuego en otros infiernillos. Confiemos en que Jesús es la verdadera luz que nos traerá aquella felicidad que buscamos en las cosas de este mundo. Porque sólo Cristo llenará las ansias de felicidad que buscamos (José Rodrigo Escorza).
San León Magno (hacia 461) papa, doctor de la Iglesia en su Tercer sermón para Epifanía (SC 22, pag. 209-211) habla de que “El pueblo que habita en las tinieblas vio una gran luz”… dice así: “Instruidos en estos misterios de la gracia divina, queridos míos, celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquél en que comenzó la salvación de lo paganos. Demos gracias al Dio misericordioso, quien, según palabras del Apóstol, “nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz; él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1,12-13). Porque, como profetizó Isaías, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló” (Is 9,1). También a propósito de ello dice el propio Isaías al Señor: “Naciones que no te conocían te invocarán, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti” (Is 55,5).
Abrahán vio este día y se llenó de alegría, cuando supo que sus hijos según la fe serían benditos en su descendencia, a saber, en Cristo, y él se vio a sí mismo, por su fe, como futuro padre de todos los pueblo “dando gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete” (Rm 4,21). También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre (Sal 85,9); y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a la naciones su justicia” (Sal 97,2).
Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo. Todos los que en la Iglesia viven en la piedad y la castidad, todos los que aprecian las realidades del cielo más que las de la tierra, se parecen a esta luz celestial. Mientras mantienen en su vida el esplendor de una luz santa, muestran ante el mundo, como una estrella, el camino que lleva a Dios. Tened todos este deseo. Así brillaréis como hijos de la luz e el reino de Dios”. Llucià Pou Sabaté
Primera carta del apóstol san Juan 3,22-4,6. Queridos hermanos: Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó. Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Queridos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.
Salmo 2,7-8.10-12a. R. Te daré en herencia las naciones
Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra.»
Y ahora, reyes, sed sensatos; escarmentad, los que regís la tierra: servid al Señor con temor, rendidle homenaje temblando.
Texto del Evangelio (Mt 4,12-17.23-25): En aquel tiempo, cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, se retiró a Galilea. Y dejando la ciudad de Nazaret, fue a morar en Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y de Neftalí. Para que se cumpliese lo que dijo Isaías el profeta: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino de la mar, de la otra parte del Jordán, Galilea de los gentiles. Pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz, y a los que moraban en tierra de sombra de muerte les nació una luz».
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: «Haced penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca». Y andaba Jesús rodeando toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos y predicando el Evangelio del Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia del pueblo. Y corrió su fama por toda Siria, y le trajeron todos los que tenían algún mal, poseídos de varios achaques y dolores, y los endemoniados, y los lunáticos y los paralíticos, y los sanó. Y le fueron siguiendo muchas gentes de Galilea y de Decápolis y de Jerusalén y de Judea, y de la otra ribera del Jordán.
Comentario: 1. 1 Jn 3,22-4,6. Durante las ferias que pueda haber desde la Epifanía del día 6 hasta el domingo siguiente, la fiesta del Bautismo del Señor (que puede caer desde el día 7 hasta el 13), la primera lectura seguirá siendo la de la carta de Juan, que da unidad a todo el Tiempo de Navidad. En la página de hoy, Juan insiste en varias de las direcciones de su carta que ya hemos escuchado los últimos días. Ante todo, la doble dirección del mandamiento de Dios: la fe y el amor, la recta doctrina y la práctica del amor fraterno. Creer en Cristo Jesús y amarnos los unos a los otros. Quien guarda esos mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Y podrá orar confiadamente, porque será escuchado. Aparece también el tema del discernimiento de espíritus y de la vigilancia contra los falsos profetas, los anticristos, que no aceptaban a Cristo venido como hombre, encarnado seriamente en nuestra condición humana. El Espíritu Santo nos ayudará a saber distinguir los maestros buenos y los malos. Finalmente insiste en nuestra lucha contra el mundo, en la tensión entre la verdad y el error, entre la luz y la tiniebla. Los cristianos estamos destinados a vencer al mundo en cuanto contrario a Cristo Jesús. Y como Dios es más fuerte que el anticristo, nuestra victoria está asegurada si nos apoyamos en él.
Si la verdadera comunión con Dios está reservada para la eternidad (1 Jn 3,2), si esa comunión está ya actuando en la vida presente, aunque de manera misteriosa, que se sustrae a las miradas del mundo (1 Jn 3,1), ¿de qué criterios disponemos para saber si esa comunión nos acompaña realmente en esta tierra; qué seguridad podemos tener ante Dios sobre si esa presencia no es incluso percibida por nosotros mismos? A esta preguntas viene a contestar este pasaje. Podemos conocer experimentalmente que Dios mora en nosotros (v. 24) por la manera en que guardamos los mandamientos. Esa observancia de los mandamiento hará que nuestro corazón no nos acuse (v 21), que estemos seguros ante Dios hasta el punto de poder pedirle con la seguridad de ser escuchados (v 21); la misma doctrina encontramos en Jn 15,15-17. El mandamiento que nos dará la seguridad delante de Dios y nos garantiza su estancia entre nosotros es doble: creer en el nombre de Jesucristo y amarnos los unos a los otros (v 23). Estos dos preceptos nos los presenta Juan de tal manera que no parecen constituir sino uno. Juan estima, en efecto, que no hay dos virtudes distintas: la fe por una parte y la caridad por otra, sino que esas dos virtudes no son más que las dimensiones trascendente e inmanente de una sola actitud (cf Jn 13,34-36; 15,12-17): somos hijos de Dios por nuestra fe y la caridad entre hermanos deriva de esa filiación (1 Jn 2,3-11).
Atenerse al mismo tiempo a la dimensión horizontal y a la dimensión vertical del mandamiento de Dios no es fácil. Hoy, en particular, la tentación del cristiano es la de buscar un amor fraterno más auténtico y más universal, pero sin referencia necesaria a Dios, olvidando que la salvación del hombre depende de una sola palabra: el amor, pero un amor que hunde sus raíces en la vida misma de Dios.
Creer en Jesucristo como pide San Juan, es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo y querer participar en esa mediación del amor. Creer en Jesucristo es admitir igualmente que Jesús es la mejor réplica humana al amor del Padre y querer imitarle en su renuncia total a sí mismo y en su filiación obediente a su Padre.
Cada Eucaristía sitúa al cristiano en relación simultánea con Dios y con todos los hombres; nos reúne para dar gracias a Dios y después volverse hacia los hombres: la simultaneidad de ambas misiones es su misterio por excelencia (Maertens-Frisque).
-Dios nos concede cualquier cosa que le pedimos confiadamente porque somos fieles a sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. ¿Cómo podemos saber que «Dios está con nosotros»? ¿Qué seguridad tenemos de estar «en comunión con Dios» y de que nuestras oraciones sean atendidas? San Juan contesta: Estamos en comunión con Dios si «hacemos lo que le agrada... si permanecemos fieles a lo que nos manda...». Es lo mismo que sucede con las personas que amamos: la verdadera unión, la verdadera prueba de amor consiste en hacer lo que agrada al otro. Se da entonces la comunión de pensamientos y de voluntades. Si dos se aman son sólo uno: Todo lo mío es tuyo. Agradarte, Señor. Hacer tu voluntad. Mis proyectos, mis actividades, mi jornada entera, todo según tu propio proyecto divino. Está claro entonces que mi plegaria será atendida, porque correspondo con todo mi ser a «lo que Tú quieres», a "lo que te agrada".
-Y este es "su" mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo... Y que nos amemos unos a otros... Son dos aspectos de un solo mandamiento: creer y amar. No son dos preceptos, son el mismo, "su" mandamiento. Para san Juan, según parece, la fe y la caridad no son dos vIrtudes distintas, sino una sola virtud: "ser hijo de Dios". ¿Constituye esto el fondo de mi vida?
-Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. Procuro que esas palabras penetren profundamente en mí. Permanecer en Dios... ¿"Permanezco yo en Dios"? o bien ¿me aparto de El con frecuencia? ¿tal vez, por el pecado, me sitúo fuera de Dios? Conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos dio. El Espíritu de Dios no es algo material, un regalo, un don inerte. Es un Impulso, es un Pensamiento, es un Querer, es un Proyecto, es una Persona... Es el Espíritu de Dios en nosotros. ¿Correspondo yo a ello? ¿Dejo que ese espíritu me vivifique?
-No os fiéis de cualquier «inspirado». Con esa doctrina a la que san Juan da tanta importancia, un cierto «subjetivismo» muy individualista sería de temer: ¡cada uno podría creerse «inspirado» por el Espíritu! En tiempo de san Juan no faltaban los falsos profetas de ese tipo. En nuestro tiempo tampoco faltan los por así decir profetas que, muy «concienzudamente» seguros de sí mismos, afirman saber lo que conviene a la Iglesia. Hoy se insiste, en particular y con razón, en la «dimensión horizontal»: el amor fraterno, el compromiso en la promoción de los hermanos... y san Juan no deja nunca de insistir en ese aspecto. Pero no podemos olvidar que su fuente, su origen se halla en una «dimensión vertical» igualmente esencial: el amor de Dios, la fe en Cristo, la oración...
-Mirad como podréis conocer si el espíritu de Dios les inspira: Todo «inspirado» que confiesa que Jesucristo es el Mesías venido ya en carne mortal, procede de Dios. Jesucristo vuelto, a la vez, hacia Dios y hacia los hombres (Noel Quesson).
2. Sal. 2. Tú eres mi Hijo amado en quien tengo puestas mis complacencias. Hoy, el hoy de la eternidad, el eterno presente en el que es engendrado el Hijo de Dios por el Padre Dios, lo hace igual a Él en el ser y en la perfección, de tal forma que quien contempla al Hijo contempla al Padre, pues el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo. A nosotros corresponde reconocer al Hijo de Dios, encarnado, como Señor de nuestra vida siéndole fieles al escuchar su Palabra y ponerla en práctica; postrándonos de rodillas ante Él para estar atentos a su voluntad y permitirle que Él lleve a efecto su obra salvadora en nosotros. Aquel que vive en la rebeldía a Jesucristo, aquel que va por caminos de pecado y de muerte, a pesar de que acuda a dar culto a Dios, no le pertenece a Dios, pues sus obras son malas. Manifestemos nuestra fe no sólo con palabras, sino con una vida íntegra entregada a realizar el bien conforme a las enseñanzas del Señor. Entonces estaremos demostrando, con la vida misma, que en realidad pertenecemos al Reino y familia de Dios.
3. A. Comentario mío de 2008. Jesús comienza a predicar con palabras de Isaías: «El pueblo que estaba sentado en tinieblas, vio una gran luz» (Mt 4,16). “La esperanza que salva”, ha titulado Benedicto XVI su nueva Encíclica, siguiendo el surco que dejó Juan Pablo II con su doctrina y su acción social, pues ayudó no poco a la reconversión de los países comunistas hacia la libertad. Pero Occidente necesita aquella esperanza que ha va perdiendo, agostado por la engañosa llamarada del consumismo. En una escuela de inspiración cristiana, un día de reunión de padres, una madre se me acercó contenta: “estamos muy alegres, desde que venimos por aquí, y nos hemos decidido a tener otro hijo, lo estoy esperando...” el pequeño de la familia tenía ya 14 años, otro ya tenía 18, y después de ese largo período de tiempo se animaron a tener otro más; me gustó eso de que la paternidad fuera fruto de esa alegría de vivir que se respira en un ambiente esperanzado, que estuviera unida esta alegría a la ilusión de dar la vida. (Ya sabemos que los índices de nacimientos de algunos países de Europa, por ejemplo España, son los más bajos del mundo). Como recordaba hace poco J. Magraner, el filósofo danés S. Kierkegard vio con extraordinaria lucidez que el hombre que no cree en Dios es un hombre profundamente desesperado, aunque viva en medio de un progreso material nunca visto. También él comprendió que el cristiano que flojea en la fe, aunque tenga muchas esperanzas , va perdiendo la verdadera esperanza que sólo en Dios tiene su fundamento.
“La fe -nos dice Hebreos 11,1- es la sustancia de lo que esperamos, prueba de aquello que no vemos”. Y por la fe –dirá Benedicto XVI siguiendo al Santo de Aquino- ya están presentes en nosotros, si bien de manera incipiente, las realidades que esperamos: la vida eterna. Porque la vida eterna –que no es otra cosa que Cristo mismo- ya está presente en nosotros por el bautismo y los otros sacramentos que junto con la oración nos permiten mantener, acrecentar, y transmitir esa vida nueva que es divina sin dejar de ser muy humana. Es la vida enamorada de un hijo de Dios que lo espera todo de su Padre y al mismo tiempo no deja de luchar para cooperar con sus pobres fuerzas humanas para que se cumpla el mensaje navideño por excelencia: ¡Gloria a Dios en Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!
* Esta es la gran luz que vino Jesús a traernos, como dice mi amigo Jordi Castellet: “Hoy comienza el tiempo en que Dios nos da una vez más su tiempo para que lo santifiquemos, para que estemos cerca de Él y hagamos de nuestra vida un servicio de cara a los otros. La Navidad se acaba, lo hará el próximo domingo —si Dios quiere— con la fiesta del Bautismo del Señor, y con ella se da el pistoletazo de salida para el nuevo año, para el tiempo ordinario —tal y como decimos en la liturgia cristiana— para vivir in extenso el misterio de la Navidad. La Encarnación del Verbo nos ha visitado en estos días y ha sembrado en nuestros corazones, de manera infalible, su Gracia salvadora que nos encamina, nuevamente, hacia el Reino del Cielo, el Reino de Dios que Cristo vino a inaugurar entre nosotros, gracias a su acción y compromiso en el seno de nuestra humanidad. / Por esto, nos dice san León Magno que «la providencia y misericordia de Dios, que ya tenía pensado ayudar —en los tiempos recientes— al mundo que se hundía, determinó la salvación de todos los pueblos por medio de Cristo». / Ahora es el tiempo favorable. No pensemos que Dios actuaba más antes que ahora, que era más fácil creer cerca de Jesús —físicamente, quiero decir— que ahora que no le vemos tal como es. Los sacramentos de la Iglesia y la oración comunitaria nos otorgan el perdón y la paz y la oportunidad de participar, nuevamente, en la obra de Dios en el mundo, a través de nuestro trabajo, estudio, familia, amigos, diversión o convivencia con los hermanos. ¡Que el Señor, fuente de todo don y de todo bien, nos lo haga posible!”
Se suele decir: año nuevo, vida nueva. Será verdad en el sentido de que, si renovamos nuestra confianza en Dios, será una vida de conversión en algo más alto, en vivir de fe y de amor, arrostrando dificultades, eso sí, como Juan Pablo II recordaba a los jóvenes: “La fe incluye siempre un desafío. Nunca ha sido de otro modo. Hoy existen ciertas dificultades para el que quiere ser cristiano. Pero ayer había otras. Y mañana -es una profecía que se puede arriesgar sin temor de ser desmentidos-, mañana las nuevas generaciones de jóvenes tendrán que afrontar nuevas dificultades. Ser cristianos nunca ha sido, ni lo será jamás, una opción "tranquila"”. Esto implica lucha, para mejorar cada día un poco:”si dijeses: ¡ya basta!, has perecido. Añade siempre, camina siempre, adelanta siempre; no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se detiene el que no adelanta; vuelve atrás el que vuelve a pensar en el punto de donde había partido (...). Mejor es el cojo en el camino, que el que corre fuera del camino” (San Agustín, Sermón 169). Por tanto, ante las dificultades la gracia nos da fuerzas para evitar el derrotismo y el pesimismo. No sólo ante la soberbia y la sensualidad, expresiones del egoísmo que llevamos dentro, sino también ante los ataques de la cultura en sus formas equivocadas de expresarse contra la libertad religiosa, incomprensiones que no suelen faltar en todas las épocas hacia los inconformistas.
Ahora que empieza el año, pensemos que lo importante no será lo que hagamos con nuestra fuerza, aunque hemos de poner buena voluntad en nuestra lucha, sino que lo que más cuenta es lo que hace Dios en nosotros: vamos a dejarle “espacio vital”, dejarle hacer. Para ello, ayuda la magnanimidad, ánimo grande, que el alma sea amplia en la que quepan muchos. “Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar; se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios” (san Josemaría Escrivá).
** “Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance”. La aventura de tener un vuelo así, hasta mirar el sol de hito en hito, es majestuosa. La experiencia de “pájaro solitario” viene del salmo 101: "Recordé y fui hecho semejante al pájaro solitario en el tejado": abrí los ojos y me hallé sobre todas las inteligencias naturales, solitario sin ellas en el tejado, por encima de todas las cosas de abajo. Así es, por ejemplo, el celibato de amor, entendido como un voluntario estar solitario de otros amores, incluso del amor propio, para adquirir las alas célibes del ceibe, del libre: la envergadura voladora de una poderosa libertad, como leí no sé donde: Vaciamiento y libertad, pues, como ingeniería del alma para llegar a las cumbres más altas del amor divino. Vaciamiento, que es desnudez y es oquedad, capacidad de resonancia, para la escucha sabrosa de la música callada, la soledad sonora.
Hay como 5 notas de la contemplación: I: El ave solitaria se pone en lo más alto. Siempre por encima del suelo. Siempre en trato con Dios. Siempre buscando la perspectiva cimera de lo sobrenatural. Siempre desafiando el vuelo rasante, gallináceo y timorato. “No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas”, decía S. Josemaría Escrivá, quien a los comienzos del Opus Dei se reúne con mujeres de la Obra para mostrarles algunas labores apostólicas que soñaba para el futuro: granjas escuelas para campesinas; residencias universitarias; clínicas de maternidad; centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos: hostelería, secretariado, enfermería, docencia, idiomas; actividades en el campo de la moda; bibliotecas ambulantes. Quedaron pasmadas, entre el asombro y el vértigo. Les dice: "Ante esto se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante".
II: A toda hora tiene el pájaro vuelto el pico donde viene el aire. Vuelta la atención y vuelto el afecto hacia donde sopla el Espíritu. Pendiente en todo momento de lo que Dios quiera decir, señalar, sugerir, dar o pedir.
III: Está sólo y no consiente otra ave junto a sí, sino que, cuando alguna se posa a su lado, luego se va, emprende el vuelo. El pájaro quiere estar solitario, en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, porque no consiente en sí otra cosa que su soledad en Dios.
IV: Canta muy suavemente. Así en voz baja y perfumando con fragancia suave, “in odorem suavitatis”, como los gramos de incienso que se queman despacio, sin grandes humaredas, lentamente, sube hasta Dios su tenue canto, nada vocinglero: la sencilla canción de un pájaro pequeño. Canta muy suavemente, porque no canta para ser oído y aplaudido por los hombres. No desea llamar la atención de ninguno. Su espectador y su escuchador es Dios sólo. Y a Dios se le habla mejor sin grandes ruidos, sin muchas palabras. Dios entiende, como nadie, ese hablar suave que sólo se pronuncia con el corazón. Y entonces, cuando se llega a hacer la música callada, se empieza a saborear la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
V: El pájaro solitario no luce en sus plumas algún determinado color. No tiene ningún color de efecto particular, ni hacia otros ni hacia sí. No es que no quiera a nadie. Es que a todos quiere sin discriminación, sin acepción y sin distingos de una especial coloración. Reparte su amor con liberalidad, sin particularismos, sin predilecciones, sin dejarse llevar admiración, debilidades o simpatía…
“Tras de un amoroso lance, / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”. S. Juan de la Cruz nos da pensamientos para volar este año con magnanimidad, como el pájaro solitario, vacío de riquezas y de querencias, libre de arrimos y ligaduras: porque es abismo de noticia de Dios, la que posee. No le cuesta nada comportarse así, porque no necesita otro desahogadero que el del Dios de sus secretos, porque -sellada su alma y sellados sus labios con el sello del Amor más excelente-, todo suceso de acá abajo es bagatela de poca monta que no puede trabarle, ni distraerle, ni deslumbrarle: es abismo de noticia de Dios, la que posee. De todo lo demás, es hombre ceibe, libre y vaciado, su vida es para Dios y los demás.
B. comentario de 2010, con textos de mercaba.org- Mt 4,12-17.23-25 (ver domingo 3 A). Los evangelios serán una selección de pasajes de los cuatro evangelistas, en que leemos unas manifestaciones de Jesús Mesías, como la multiplicación de los panes y la calma de la tempestad, a modo de prolongación de la epifanía a los magos de Oriente y de preparación a la fiesta del Bautismo. El milagro de las bodas de Caná, tan propio de este tiempo, se ha guardado para el domingo segundo del Tiempo Ordinario. Esta es la semana de los "signos", de las "epifanías": la Iglesia nos propone un cierto número de gestos que "manifiestan" a Cristo. Jesús inicia su ministerio mesiánico en Cafarnaúm. El que ha sido revelado a los magos con una intención universalista, en efecto empieza a actuar como Mesías en una población de Galilea muy cercana a los paganos. Desde el principio de su predicación se empiezan a cumplir los anuncios proféticos que tantas veces oímos durante el Adviento: «el pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande». Jesús anuncia la cercanía del Reino de los cielos, los tiempos mesiánicos que Dios preparaba a su pueblo y a toda la humanidad.
El Niño de Belén, adorado por los magos de Oriente, ahora ya se manifiesta como el Mesías y el Maestro enviado por Dios. Enseña, proclama el Reino, cura a los enfermos, libera a los posesos. Y, de momento. el éxito le acompaña: una gran multitud cree en él y le sigue.
Algunos dan mayor importancia a la ortodoxia de la doctrina, por ejemplo, sobre la persona de Cristo. Otros, a la ortopraxis de la caridad fraterna. La carta de Juan nos ha dicho claramente que los dos mandamientos van unidos y son inseparables. Por una parte, debemos discernir las muchas voces que escuchamos, guiados por el Espíritu de Dios, sabiéndonos defender de la seducción de otros espíritus, que pueden obedecer al egoísmo, la facilidad o el materialismo ambiente. Por otra debemos fortalecer en nuestra vida la actitud de caridad fraterna. Es la lección que también nos da ese Jesús que empieza su vida misionera y andariega por los caminos de Palestina, totalmente dedicado a los demás. Sus destinatarios primeros y preferidos son los pobres, los marginados, los enfermos, los que sufren las mil dolencias que la vida nos depara.
Imitando el estilo de actuación de Cristo Jesús es como mejor permanecemos en la recta doctrina y como mejor cumplimos su mandamiento del amor a los hermanos. Ojalá al final de este año que ahora estamos empezando se pueda decir que lo hemos vivido «haciendo el bien», como se pudo resumir de Cristo Jesús: ayudando, curando heridas, liberando de angustias y miedos, anunciando la buena noticia del amor de Dios. Se trata de ver a Dios en los demás, sobre todo en los pobres y los débiles, en los marginados de cerca y de lejos. Se trata de que este amor que aprendemos de Cristo lo traduzcamos en obras concretas de comprensión y ayuda. El Bautista daba como consigna de la preparación al tiempo mesiánico una muy concreta: el que tenga dos túnicas, que dé una. El amor no es decir palabras solemnes, sino imitar los mil detalles diarios de un Cristo entregado por los demás (J. Aldazábal).
-Habiendo oído que Juan había sido preso, Jesús se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se fue a morar en Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del mar, en los términos de Zabulón y Neftalí. Jesús cambia de domicilio; deja el pueblo donde había vivido hasta ahora y va a habitar a una ciudad más importante. En nuestro siglo de tanta movilidad, me gusta pensar que Jesús, El también, debió acostumbrarse a una nueva vecindad, a hacer nuevas relaciones, a cambiar de medio.
-Así se cumplió lo que el Señor había dicho por el profeta Isaías ¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habita en tinieblas vio una gran luz. Jesús no cambia de domicilio sin una razón. Es un signo. Este gesto tiene una significación misionera. Galilea era una provincia en la que convivían varias razas, una "feria de gentiles", un camino de invasión, un país abierto por donde pasaban las caravanas que iban hacia el mar. Jesús va a vivir en ese cruce de caminos, en ese lugar de trasiego de pueblos: allí es donde piensa que podrá evangelizar a muchos de aquellos que viven aún "en las tinieblas" y que esperan la luz. Durante toda su infancia, Jesús ha vivido en un pueblo bien protegido, Nazaret, al margen de las grandes corrientes humanas de su época: aquel día escogió habitar en Cafarnaúm, donde hay gentes ansiosas y que buscan... Señor, ¿tengo yo recelo de entrar en contacto con el paganismo, o el ateísmo? ¿Qué cualidad tienen mis reflejos misioneros?
-Y para los que habitan en la región de sombras y de muerte, una luz se levantó. He ahí lo que viene a hacer Jesús. Dejo resonar estas palabras en mí. Las prolongo en la oración.
-Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: "Arrepentíos porque se acerca el reino de Dios". Recorría Galilea, enseñando en las sinagogas, predicando la buena nueva del Reino... Te contemplo, Señor, avanzando por los caminos, de pueblo en pueblo, predicador ambulante. ¿De qué trataban tus homilías? ¿De qué les hablabas? ¿En qué consistía tu "enseñanza? La totalidad del evangelio nos lo dirá. Pero, por el momento, ya sabemos una cosa: que el reino de los cielos ha llegado... ¡esto es! Dios está ahí, con nosotros, si queremos acogerle. Y precisamente, el clamor de Jesús, su "proclamación" es que nos dispongamos a acoger a Dios: "¡convertíos! ¡Cambiad de corazón! ¡Cambiad de vida!" Todo puede llegar a ser hermoso y bueno: es un "algo bueno', una buena nueva. No transformemos la predicación de Jesús exclusivamente en predicación moralizante: hay que hacer esto; no hay que hacer aquello. Es ante todo un nuevo estado de espíritu -que lo cambia todo, evidentemente, también nuestros comportamientos morales- ¡El evangelio, es "bueno"!
-Y curaba en el pueblo toda enfermedad, toda dolencia... Le traían todos los que sufrían... y El los curaba... He ahí la epifanía de Dios; el signo de que ¡Dios está obrando allí! Muy simplemente, me imagino estas escenas: toda la desventura de los hombres, todo el mal que como una ola humana afluye hacia ti, Señor. Sálvanos, hoy también. Salva a los que están en "la sombra de la muerte (Noel Quesson)… Sin duda hay una variada presencia eclesial en lugares de tinieblas y muerte: el 25 % de las instituciones dedicadas a los enfermos de SIDA son eclesiales; misioneras y misioneros están diariamente en el filo entre la vida y la muerte, y rondan la treintena los que mueren al año de forma violenta (en el año 2001, el número exacto ha sido de 33); sacerdotes, laicos y religiosos se infiltran en instituciones penitenciarias. El sacerdote francés Léon Burdin acaba de publicar un libro titulado "Decir la muerte", habla de cóm hemos de ayudar, ser “barqueros” del más allá... ayudar a los moribundos a “pasar” a la otra orilla, recoger su último aliento o su última palabra, prodigar los últimos consuelos, acompañarlos en su postrer viaje...
Todos somos testigos de la gran luz que nos ha iluminado. Cristo niño se ha hecho hombre por amor a nosotros para convertirse en la luz que guiará nuestros pasos. Se dice que cuando la noche es más oscura es cuando más brillan las estrellas. Podríamos decir también que cuando más oscuro es nuestro peregrinar por este mundo es cuando más brilla la luz de Cristo en nuestros corazones. Cuando más solos nos sentimos es cuando Cristo está más cerca de nosotros. Porque como dice el profeta Isaías: “este mundo camina en tinieblas pero ya ha visto una gran luz que viene a salvarle”. No permitamos que la ceguera de nuestro egoísmo entenebrezca la luz de Cristo en nuestros corazones. Tengamos bien abiertos los ojos de la fe en Dios para caminar por la senda del verdadero amor y de la verdadera esperanza. Sabemos por el evangelio de hoy que el Reino de los cielos ha llegado, pero ¿cómo le hemos recibido? ¿Nos hemos dado cuenta de su llegada? O por el contrario, ¿hemos permitido que otras luces que no es la de Cristo guíen nuestra vida? No gastemos nuestro fuego en otros infiernillos. Confiemos en que Jesús es la verdadera luz que nos traerá aquella felicidad que buscamos en las cosas de este mundo. Porque sólo Cristo llenará las ansias de felicidad que buscamos (José Rodrigo Escorza).
San León Magno (hacia 461) papa, doctor de la Iglesia en su Tercer sermón para Epifanía (SC 22, pag. 209-211) habla de que “El pueblo que habita en las tinieblas vio una gran luz”… dice así: “Instruidos en estos misterios de la gracia divina, queridos míos, celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquél en que comenzó la salvación de lo paganos. Demos gracias al Dio misericordioso, quien, según palabras del Apóstol, “nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz; él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1,12-13). Porque, como profetizó Isaías, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló” (Is 9,1). También a propósito de ello dice el propio Isaías al Señor: “Naciones que no te conocían te invocarán, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti” (Is 55,5).
Abrahán vio este día y se llenó de alegría, cuando supo que sus hijos según la fe serían benditos en su descendencia, a saber, en Cristo, y él se vio a sí mismo, por su fe, como futuro padre de todos los pueblo “dando gloria a Dios, al persuadirse de que Dios es capaz de hacer lo que promete” (Rm 4,21). También David anunciaba este día en los salmos cuando decía: “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor; bendecirán tu nombre (Sal 85,9); y también: El Señor da a conocer su victoria, revela a la naciones su justicia” (Sal 97,2).
Esto se ha realizado, lo sabemos, en el hecho de que tres magos, llamados de su lejano país, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de los magos a esta estrella nos indica el modo de nuestra obediencia, para que, en la medida de nuestras posibilidades, seamos servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo. Todos los que en la Iglesia viven en la piedad y la castidad, todos los que aprecian las realidades del cielo más que las de la tierra, se parecen a esta luz celestial. Mientras mantienen en su vida el esplendor de una luz santa, muestran ante el mundo, como una estrella, el camino que lleva a Dios. Tened todos este deseo. Así brillaréis como hijos de la luz e el reino de Dios”. Llucià Pou Sabaté
NAVIDAD, Misa de la Vigilia: prepararnos para entrar en el pesebre, abrir las puertas a Jesús para que nos dé su luz y vida
NAVIDAD, Misa de la Vigilia: prepararnos para entrar en el pesebre, abrir las puertas a Jesús para que nos dé su luz y vida
Profeta Isaías 62,1-5. Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria; te pondrán un nombre nuevo pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.
Salmo 88,4-5.16-17.27 y 29. R/. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo. «Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades.»
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo.
El me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora.»
Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.
Hechos de los Apóstoles 13,16-17.22-25. Al llegar a Antioquía de Pisidia,Pablo se puso en pie en la sinagoga y, haciendo seña de que se callaran, dijo:
-Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto, y con brazo poderoso los sacó de allí.
Y después suscitó a David por rey; de quien hizo esta alabanza: «Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos.
De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel: Jesús.
Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: -Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias.
Evangelio según San Mateo 1,1-25. El texto entre [] puede omitirse por razón de brevedad
[Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y Zará, Farés a Esrón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David el rey.
David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Así las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce, desde David hasta la deportación a Babilonia catorce y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías catorce.]
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: La madre de Jesús estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
-José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»). Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús.
Comentario: La misa vespertina del 24 de diciembre se sitúa entre el final de Adviento y la venida de Cristo en la carne. ¿Cómo esperarle mejor que conociendo su genealogía? ¡Emocionante esta lista de los antepasados de Cristo! Helo ahí inserto en nuestra raza; es de verdad uno de los nuestros, hijo de David (Mt 1, 1-25). Pero el evangelio, en el texto elegido para la proclamación de la liturgia, parece haber tenido un concepto demasiado exclusivamente humano de Cristo y se apresura a presentar a los fieles las palabras del ángel a José, turbado por el estado de su prometida: "la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.
Dará a luz un hijo y tu le pondrás por nombre Jesús (es decir, "el Señor salva"), porque él salvará a su pueblo de los pecados". Jesús es Emmanuel: Dios con nosotros". Así deja en su sitio la verdadera presentación de Cristo, Dios-Hombre. Es el final de una larga historia. ¿El final? En cierto modo es más bien el comienzo de una nueva historia, la de un mundo que se renueva, la de unos hombres que encuentran una novedad de vida y caminan hacia el definitivo cumplimiento.
Es el pueblo de Israel, que ha sido escogido; Jerusalén, que ha sido la preferida; y es la Iglesia, a la que pertenecemos, aquella a la que pertenecen al menos de deseo todos los que buscan su propio camino con lealtad. La 1ª. lectura de esta vespertina del 24 de diciembre presenta a esa Jerusalén, la Iglesia, la de hoy lo mismo que la de ayer y que la de mañana. Corona resplandeciente entre los dedos del Señor, diadema en la mano de Dios; se la llama "favorita", "desposada", "alegría de Dios". Tal es la realidad provocada por la Encarnación y la visita de Dios. El mismo Señor se alegra de ello en el salmo responsorial (Sal 88): "El me invocará: 'Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora'. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable".
San Pablo hoy, lo mismo que en la sinagoga de Antioquía, nos presenta al Señor Jesús: "De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel, Jesús. Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión" (Hech 13, 16... 25).
El canto del Aleluya resume todo el espíritu de la celebración de esta tarde: "Mañana quedará borrada la maldad de la tierra, y será nuestro rey el Salvador del mundo". Navidad es una Pascua (Adrien Nocent).
En el nacimiento de Jesús alcanza una cima señera la alianza de Dios con la humanidad. El Dios concreto de Israel es el Dios de la promesa; una promesa mantenida en la fidelidad. Y esa promesa nace de una alianza que da cuerpo a la forma de ser y de actuar que Dios tiene. Como un padre, como un esposo, como un pastor solícito, comparte nuestra historia sin abandonarnos nunca.
Esta alianza ha surgido de su iniciativa personal y es un compromiso suyo de vivir en comunión constante con nosotros, aun cuando nosotros le seamos infieles. La alianza más elocuente y expresiva, más sugerente y profunda es la que se forja entre dos amigos, dos amantes, dos esposos. La alianza de Dios con el pueblo es, según la Biblia, parecida a la alianza nupcial; mejor, es su raíz y posibilidad. No es un contrato, una ley, sino un compromiso personal. La historia del pueblo de Dios, la historia bíblica es la historia de esa alianza tejida de infidelidades por parte del hombre y de una fidelidad sin falla por parte de Dios.
La Navidad es la cota hasta ahora más alta de lo que da de sí la entrega y el compromiso de Dios con los hombres, simbolizado por la alianza. Ahora sabemos lo que encierra la promesa de fecundidad hecha a Abrahán, la promesa de descendencia hecha a David. Del amor de Dios al hombre, de las nupcias del cielo con la tierra nace el rocío y la vida del Niño-Dios; del árbol frondoso de generaciones y generaciones mantenidas por Dios en la esperanza brota el retoño de Jesús, primogénito de una humanidad nueva.
“Hoy vais a saber que el Señor vendrá y nos salvará” (antífona de entrada, cf. Ex 16, 6-7). Nos alegramos en la esperanza que hemos fomentado en todo este Adviento, para entrar en la fiesta que hoy comenzamos, del misterio de Navidad. Damos gracias a Dios Padre, ya que "por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma, ha brillado la luz nueva de tu resplandor, para que contemplando a Dios visiblemente, seamos por El arrebatados al amor de las cosas invisibles" (Prefacio de Navidad). La gran luz ha resplandecido sobre nosotros, porque se nos ha dado al Salvador (“Lux fulgebit super nos, quia natus est nobis Dominus"). Es la gran fiesta, celebramos que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, y eso nos alegra; pero para ello hemos de disponer nuestro corazón, abrir los ojos a la maravilla ("Expergisce homo, pro te Deus factus est homo"): "Puer natus est nobis, Filius datus est nobis". Ha nacido para mí, se nos ha sido dado Jesús para salvarnos. "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio..." (Sab 18, 14-15). Se ha abierto la divinidad a la humanidad, el cielo se abre otra vez a la tierra, se reconcilia uno y otro por el que es Dios y Hombre al mismo tiempo. Con la Luz se da muerte a las tinieblas; y se ha abierto otra vez la visión del cielo. Como dice Macarii, es un camino para los hombres hacia Dios y un camino de Dios hacia el alma... Efectivamente toda la creación lanzó un grito, arrastrada hacia la corrupción por la caída de Adán, que era rey de esas realidades. Pero el Señor ha venido a renovar en él, como conviene, la verdadera imagen de Dios y a recrearla... Hoy se realiza la unión, la comunión y la reconciliación entre las realidades celestes y las terrenas: Dios y el hombre.
1. Is 62.1-5. Ciro acaba de extender (538) su edicto autorizando la reconstrucción del templo de Jerusalén. Sin duda ha salido ya de Babilonia una primera misión hacia Jerusalén. Las esperanzas de los desterrados se concretizan en torno a un templo, y un profeta, discípulo del Segundo Isaías, va a recoger la antorcha dejada por su maestro para cantar la esperanza de los judíos en el templo reconstruido.
Los primeros exiliados que vuelven a Jerusalén no han encontrado, seguramente, más que una ciudad que ha recuperado una parte de su actividad de antaño, ya que era capital de una de las provincias del imperio de Ciro. Pero ¿qué podía significar esa actividad en torno a un templo en ruinas y en el seno de una población indiferente a Yahvé? El profeta sostiene los ánimos de los exiliados poniendo ante sus ojos el futuro extraordinario de la ciudad. Recibirá un nombre nuevo (vv. 2 y 4), un cambio importante que sella un cambio de situación: la ciudad volverá a ser la esposa de Yahvé; ya no será la abandonada, sino la esposa. Será como una joven desposada preparada para su esposo (v. 5), una imagen tanto más interesante cuanto que prepara, con un siglo largo de antelación, el Cantar de los Cantares.
Lo esencial de la descripción de la ciudad futura está constituido por la presencia de Yahvé en el corazón de la ciudad. El profeta se imagina a Yahvé sentado sobre el Sión y tomando en su mano el turbante o la corona con que va a ceñir sus sienes y que no son otra cosa que los muros mismos de la ciudad (v 3). El tema de los esponsales de Yahvé y de Jerusalén que inaugura el profeta tendrá un éxito tal en la Escritura y en el simbolismo cristiano que no es difícil sacar la lección cifrada de este pasaje. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales porque esa forma de amor es la que mejor expresa la coparticipación y el don mutuo. No habrá mejor coparticipación que la encarnación en la que Cristo intercambiará su divinidad con nuestra humanidad, y la Eucaristía, en la que se continúa la coparticipación animada por el amor incesantemente nuevo que la asamblea y Cristo no dejan de manifestarse.
No tiene nada de extraño que la Biblia, como muchos mitos paganos, compare la ciudad con una mujer. Como esta, la ciudad está sacada de la sustancia del hombre o de Dios; es la proyección de todo lo que el hombre no es todavía, de todo lo que le subleva y le pone en actividad.
Lo mismo que el hombre se descubre por medio de la mujer, así sucede con la ciudad. Lo mismo que la mujer enseña el amor al hombre y le sacrifica la superación de sí misma, así sucede también con la ciudad. Para tratar concretamente de emprender una obra, el hombre (y Dios) tiene necesidad de un ser vivo a quien amar.
La ciudad existe, ante todo, gracias a las mujeres. Un campo militar, un campo minero, que no conocen más que mercenarias y prostitutas, no serán jamás ciudades. Son las mujeres quienes dan a la ciudad su estilo y lo transmiten. Lo mismo que por la mujer, gracias a la ciudad el hombre entra en comunión y en convivencia de simpatía con los demás seres (Maertens-Frisque).
Las nupcias reales. El texto de la primera lectura, tomado de Isaias, insiste también en el tema y lo asocia con el de las nupcias de Dios con el pueblo elegido. Unas nupcias que brillan como una luz sobre el mundo entero, «todos los reyes verán tu gloria». Y en la entrega definitiva de Dios a su pueblo -que acontece en el envío de su Hijo-, Israel será «una corona fúlgida en la mano del Señor, una diadema real en la palma de tu Dios». Pero no se trata de una concesión externa de poder, sino de la creación de una íntima relación de amor, «como un joven se casa con su novia, como la alegría que encuentra el marido con su esposa». El poder divino que el pueblo recibe en Jesús, y que le hace partícipe del poder real de Dios, es el poder del amor, en el que Dios como Esposo confiere su poder supremo a la criatura, quien de este modo, ella que era una simple esclava, se convierte ahora en reina: la humanidad de Jesús deviene así digna de ser adorada junto con su divinidad (von Balthasar).
2. Salmo 88. Este salmo más que cualquier otro, debe orarse en tres tiempos inseparables, sin embargo, el uno del otro. Su carácter de oración escrita "por Israel" brilla en cada una de sus líneas. La situación humana evocada es la de una "entronización real" en la dinastía de David rey de Jerusalén. El cuadro de fondo del salmo, es el dramático fin de la realeza bajo los golpes de Nabucodonosor. El decorado es la geografía de la tierra de Palestina: se nombran los montes del Tabor y Hermón, las fronteras al occidente están marcadas por el Mar Mediterráneo y al oriente por los ríos Tigris y Eufrates. Cuando se desea éxito al rey en sus campañas, se hace decir a Dios: "Extenderé su poder sobre el mar y su dominio hasta el Gran río". El fondo cultural y religioso de este salmo es el de Israel, basado en "la Alianza" entre Dios y el pueblo elegido...
* He aquí un "salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh. Observemos la letanía de alabanza que exalta el poder cósmico del creador:
-Tú dominas la soberbia del mar...
-Tú amansas la hinchazón del oleaje.
-Tú traspasaste y despojaste a Rahab
(monstruo marino, potencia infernal).
-Tu brazo potente desbarató al enemigo.
-Tú cimientas el orbe y cuanto contiene.
-Tú creas el norte y el mediodía...
-Tú tienes un brazo vigoroso...
Pero para Israel, la maravilla de las maravillas, más aún que la "Creación", es "LA ALIANZA": "Bienaventurado el pueblo que sabe aclamar, que camina a la luz de Tu rostro... Danza de alegría todo el día. Tú eres nuestra fuerza, Tú acrecientas nuestro vigor". Sí, Israel tiene conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una especie de pareja se repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el número siete es la cifra de la perfección): "¡AMOR" y "FIDELIDAD!". La unión de estas dos palabras, hace énfasis en la estabilidad, en la perennidad del amor, ideas que se refuerzan aún más mediante la repetición por siete veces de las palabras "sin fin", "para siempre".
"La Alianza" con el conjunto del pueblo está simbolizada mediante la "Alianza" con el "Rey". David es el modelo. Toda la segunda parte del salmo es un recorderis del famoso Oráculo-Profecía de Natán, que anunciaba la estabilidad de la Dinastía de David hasta el fin de los tiempos (2 Samuel 7 - I Crónicas 17,1-15 - Jeremías 33,14-26).
Pero las dos primeras partes (Himno-Oráculo) no son sino la introducción de la tercera, que es una Lamentación por el desastre del fin de la realeza de Jerusalén. Viene a la memoria en particular el pequeño rey Joaquim, llevado cautivo a la edad de 18 años por Nabucodonosor... O Sedecías, el último rey, cuyos hijos fueron degollados ante su vista, antes que a él mismo le arrancaran los ojos... Entonces la audacia de la oración llega a invertir completamente la "letanía hímnica" para convertirla en una "letanía de reproches": en vez de "Eres tú", "Eres tú", repetidos insistentemente vienen ahora los "Tú has", "Tú has"... Dios, echado de lado, como si hubiera sido infiel a sus promesas y a su poder.
-"Has roto la Alianza y profanado su corona"...
-"Has derribado sus murallas, y reducido a escombros sus fortalezas"...
-"Has acrecentado el poder del adversario y alegrado a sus enemigos...
-"Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono"...
-"Has acortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia"...
¡Qué sinceridad la de esta oración, no obstante comenzar con estas palabras!
"El amor del Señor canto sin cesar, anuncio tu fidelidad de generación en generación".
** No podemos quedarnos en esta primera lectura. Desde que Jesús, Hijo de David, se presentó como el Mesías en quien se cumplían todas las promesas de Dios a Israel, llama la atención el extraordinario paralelo entre los anuncios de este salmo y lo que se realizó en la vida de Jesús "Mesías-Rey despreciado, escarnecido" y que sin embargo clamó a todos los vientos: "sin cesar, canto en el amor del Señor y de generación en generación anunciaré su fidelidad".
Sólo en Jesucristo alcanza este salmo pleno sentido. Sólo El puede decir a plenitud: "Tú eres mi Padre". El es el verdadero "Mesías", el "Ungido" (en griego "Christos"), consagrado por el Espíritu Santo.
Resulta emotivo colocar esta lamentación en los labios de Jesús durante su Pasión; El sabía que era "Rey". "Sí, Yo soy Rey, pero mi Reino no es de este mundo" (Juan 18,33-37). Una vez más digamos, que la resurrección es el centro de nuestra fe cristiana. Da respuesta definitiva a los interrogantes y promesas del Antiguo Testamento: "¿Hasta cuándo estarás escondido? ¿Nos habrías creado para la nada? ¿Quién puede vivir y no ver la muerte? ¿Dónde está tu primer amor, Señor? ¡Jamás violaré mi Alianza! Su Trono permanecerá para siempre, como el sol en mi presencia, como la luna puesta para siempre, testigo fiel allá arriba" Sin la Pascua, todas estas promesas son irrisorias.
*** Si queremos "orar" de verdad y no solamente "recordar el pasado" mediante dos reconstrucciones históricas, hay que trasladar este salmo a la actualidad. A pesar de las apariencias "particulares" de este salmo, tiene un trasfondo "universal"; a pesar de estar "situado" en el pasado, es de gran actualidad. Creer en Dios a pesar de todas las apariencias contrarias. Hoy como en aquel tiempo, se vive la "fe" de la misma manera. El Reino de Dios es semejante a un "campo de trigo lleno de mala hierba", en que están íntimamente mezclados "gérmenes de vida y simientes de muerte". El enemigo, aparentemente, triunfa por doquier. Pobre Rey, nuestro Dios; parece impotente, no se defiende, se deja crucificar. Digamos de una vez: "¿hasta cuándo estarás escondido?"... Y luego: "¡bendito sea el Señor para siempre!". Situaciones de fracaso, convertidas en llamado a la esperanza. La experiencia de su fragilidad, hace experimentar al hombre con mayor vehemencia la necesidad de una estabilidad. "Acuérdate, Señor, cuán breve es mi vida". Las pruebas personales o colectivas, pueden cambiar nuestros sentimientos de fe y esperanza en rebeldía contra Dios. Pero también pueden convertirse en un trampolín hacia una mayor esperanza, purificada, probada, robustecida por el triunfo sobre la dificultad.
Dios nos sorprende más allá de toda previsión. Dios nos creó para la felicidad de vivir. El es Todopoderoso. Pero a menudo nos desconcierta y sorprende. Su "vida" no es como la nuestra. Tampoco su poder. Dios supera totalmente nuestras concepciones. No necesita de nuestras apariencias de vida y poder para ser viviente y poderoso. La muerte misma no tiene ningún poder sobre El. El es el "Todo-otro". Nadie esperaba que el "Mesías de Dios" apareciera tal como Jesús lo hizo. Sin embargo, en su muerte, nos da la más maravillosa imagen de su AMOR y su FIDELIDAD. Secreto que permanecerá oculto a los corazones superficiales. Señor, "abre nuestros ojos a las maravillas de tu amor". Misericordias Domini in aeternum cantabo. ¡Cantaré eternamente el amor del Señor! (Noel Quesson).
El poder de la promesa. El salmo es largo, pero el mensaje breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor.
El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. ¿Cómo es esto, Señor?
«Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dice: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Bello comienzo para un ataque frontal, ¿no te parece? ¿Adivinaste, Señor, lo que venia en este salmo después de esa obertura tan musical? Tu amor es firme, y tu fidelidad eterna. Son cosas que siempre te gusta oír. Alabanza sincera del pueblo que mejor te conocía, porque era tu Pueblo. Y además sobre un tema al que eres muy sensible: tu fidelidad. Siempre te has preciado de tu verdad que nunca falla y de tus promesas que nunca decepcionan. Pero desde este momento, Señor, estás atrapado por las mismas palabras que tanto te gusta oír. Eres fiel y cumples tus promesas. ¿Por qué, entonces, no has cumplido la promesa más solemne que diste a tu pueblo y a tu rey?
«El cielo proclama tus maravillas, Señor, y tu fidelidad en la asamblea de los ángeles. ¿Quién sobre las nubes se compara a Dios? ¿Quién como el Señor entre los seres divinos? El poder y la fidelidad te rodean. Tú domeñas la soberbia del mar y amansas la hinchazón del oleaje. Tuyo es el cielo, tuya es la tierra, tú cimentaste el orbe y cuanto contiene. Tienes un brazo poderoso: fuerte es tu izquierda y alta tu derecha. Justicia y Derecho sostienen tu trono, Misericordia y Fidelidad te preceden».
Continúa el ritmo de alabanza. Tu poder y tu fortaleza. Tu dominio sobre tierra y mar. Todos lo reconocen, desde los ángeles en el cielo hasta los hombres en la tierra. Nada se te resiste. Tú eres el señor de la historia, el dueño del corazón humano. Tú dispones los sucesos y ordenas las circunstancias como asientas montañas y diriges las árbitas de los astros. Todo es obra de tus manos. Hemos visto tu poder y reconocemos tu soberanía absoluta sobre todo lo que existe. Nos sentimos orgullosos de ser tu pueblo, porque no hay dios como tú, Señor.
«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro. Tú eres su honor y su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder. Porque el Señor es nuestro escudo, y el Santo de Israel nuestro rey».
Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravilllas. Tu historia es nuestra historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos tu pueblo.
Y aquí llega la promesa. Abierta y generosa, firme e inamovible. Gustamos de recordar cada palabra saborear cada frase, ser testigos de tu juramento solemne y atesorar en la memoria la carta magna de nuestro futuro. Palabras que son fuerza en nuestro corazón y música en nuestros oídos.
«Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: 'Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades'. Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo le haga valeroso. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable; le daré una posteridad perpetua .v un trono duradero como el cielo».
Palabras consoladoras, sobre todo viniendo como vienen de labios de quien es la verdad misma. Sólo queda una duda mortificante: si te fallamos, si tu pueblo se extravía, si el rey se hace indigno del trono, ¿no hará eso que se anule la promesa y se deshaga la alianza? Y aquí vienen las palabras tranquilizadoras de tu propia boca.
«Si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas; pero no les retiraré mi favor ni desmentiré mi fidelidad, no violaré mi alianza ni cambiaré mis promesas. Una vez juré por mi santidad no faltar a mi palabra con David; su linaje será perpetuo, y su trono como el sol en mi presencia, como la luna que siempre permanece: su solio será más firme que el cielo».
Divinas palabras de infinito aliento. Nosotros podremos fallarte, pero tú no nos fallarás nunca. Si desobedecemos, sufriremos el castigo correspondiente, pero la promesa de Dios permanecerá intacta, y el trono seguirá asegurado para los descendientes de David para siempre. El juramento es sagrado y no será violado jamás. La palabra de Aquel que hizo el cielo y la tierra ha quedado empeñada a favor nuestro. El futuro está asegurado.
Y sin embargo... «Sin embargo, tú te has encolerizado con tu Ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado hasta el suelo su corona. Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono; has cortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia». Ignominia es lo único que nos queda. Somos tu pueblo, tu Ungido es Hijo tuyo y Señor nuestro, su trono es el lugar que ocupa en los corazones de los hombres y en el gobierno de la sociedad. Y la sociedad no se acuerda hoy mucho de tu Hijo, Señor. Sólo cierto respeto a distancia, cierta cortesía de etiqueta. Pero poca obediencia y escasa devoción. La humanidad no acepta a tu Rey, Señor, y su trono dista mucho de ser universal. Los que lo amamos sufrimos al ver su ley despreciada y su persona olvidada. Nos duele ver que la situación no mejora; al contrario, parece alejarse más y más de tu Reino, y no sabemos cuánto va a durar esto.
«¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido y arderá como fuego tu cólera?¿ Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos: lo que tengo que aguantar de las naciones, de cómo afrentan, Señor, tus enemigos, de cómo afrentan las huellas de tu Ungido».
Y así acaba el salmo en abrupta elocuencia. La bendición y el amén del último verso son sólo. una rúbrica añadida para marcar el fin del tercer libro de los salmos. El salmo como tal acaba con el dolor amargo de la afrenta que sufrimos. A ti te toca ahora hablar, Señor (Carlos G. Vallés).
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
El salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a esta lectura: "Sellé una alianza con mi elegido jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono para todas las edades". Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua. La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre? Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
3. Hch 13,16-17.22-25. La forma en que se presenta la predicación de Pablo en la sinagoga se debe sin duda a la labor literaria de Lucas, como resulta de la comparación con la pieza correspondiente del sermón de Pedro en pentecostés y también con partes del discurso de Esteban ante el sanedrín (7,2-53). Sin embargo, conviene notar que cada relato lleva sus propios acentos, puestos eficazmente en consonancia con la situación respectiva.
En una densa mirada retrospectiva a las obras salvíficas de Dios en favor del pueblo elegido por él y liberado de la esclavitud, se muestra la línea de la historia de la salvación que conduce al verdadero «Salvador», a Jesús. La historia precristiana aparece marcadamente en lo que tiene de transitorio y pasajero. Deliberadamente se pone ante los ojos de los oyentes judíos la promesa del Salvador en la figura de David. Pero sobre todo se muestra claramente cómo el Dios del pueblo de Israel es el que dirige el curso de la historia y, por encima de toda insuficiencia humana conduce a la plenitud de los tiempos, al salvador Jesús. Conscientemente se sitúa Pablo sobre el fondo de historia de la salvación, sobre el que se sabe ligado con sus oyentes judíos. Desde esta situación común quiere despertar la atención hacia lo que va a proclamar tocante a este Salvador Jesús, verdadero cumplidor de la promesa. El carácter provisional y transitorio de lo precedente en comparación con la plena realidad salvífica aparece también claro en la figura del precursor Juan Bautista (cf. 1z5; 1,22; 10,37; 18,25; 19,3s).
Pablo describe el comportamiento del hombre elegido con respecto a esta gracia recibida de Dios. Sólo Dios ha «enaltecido» al pueblo elegido. Ya en tierra extranjera, en Egipto: «Con su brazo poderoso los sacó de allí». «Después suscitó a David por rey». Esta elevación procede exclusivamente de Dios, y se produce para que el hombre elegido pueda «cumplir todos mis preceptos»: la realeza por gracia divina es siempre puro servicio a Dios. El salvador de la estirpe de David consumará esto en cuanto que, como rey del universo, «no hará su voluntad, sino la voluntad del Padre». Este servicio se cumple en el gesto de homenaje del último precursor, que se declara indigno de «desatar las sandalias» al rey supremo que viene detrás de él. Todavía en el Apocalipsis, los elevados a la dignidad real son los que adoran más profundamente al Rey eterno (von Balthasar).
4. Es importante abrir las puertas del corazón a esta Visita que Jesús quiere hacernos, pues donde quiere él nacer es en nuestro corazón. Para esto, nos decía Juan Pablo II: “Mantened vivo el sentido verdadero de la Navidad; sed siempre conscientes de su significado auténtico: Jesús ha nacido para cada uno de nosotros, para cada hombre, para cada muchacho y muchacha, incluso aunque no lo sepan ni estén enterados; ha nacido para amarnos, para salvarnos, para enseñarnos el sentido verdadero de la vida. Por ello mantened siempre viva la alegría de la Navidad que es una alegría inmensa, interior, sobrenatural” (Homilía, 22.XII.79)
Es por nosotros que “Cristo se ha hecho pobre en la noche de Belén, pobre en la casa de Nazaret, despojado de todo en la hora de la muerte en la cruz. En la noche de Belén, contemplamos con grandísimo estupor el misterio de su nacimiento; ¡oh cuán pobre se ha hecho Dios! ¡oh cuán rico se ha hecho el hombre! Bendita pobreza de Dios, que ha sido fuente de tal enriquecimiento para el hombre” (Juan Pablo II, Hom. 25.XII.84).
En otro lugar hemos visto al comentar este mismo Evangelio como nuestra grandeza está en el amor que Dios nos tiene. Estamos interconexionados en este «libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham». La genealogía de Jesús nos lleva a pensar en dos puntos: en primer lugar, que nuestra grandeza no está en los méritos sino en el amor que Dios nos tiene. Luego, que estamos todos interconexionados, y lo que hacemos influye en los demás y en la historia. Estos dos puntos están muy vivos en el pesebre. Por un lado, entre los antepasados de Jesús hay muchos pecadores, y esto no lleva al desánimo, sino que el pecado exalta la misericordia de Dios. Ante la pregunta ¿es posible hoy tener esperanza? La respuesta es “sí”: la conciencia de la fragilidad del hombre y sobre todo del amor de Dios constituyen las grandes garantías de la esperanza.
Esta noche leeremos como “en aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo.” María y José como eran de la casa de David tuvieron que ir a empadronarse a Belén: cuatro o cinco días de camino, en medio del tumulto, como uno más, sin llamar la atención, pero llenando de Dios todo a su paso. Estos días pasados hemos acompañado a María y a José por el camino hacia Belén. Poco después de atravesar Jerusalén a unos nueve kilómetros hacia el sur está Belén, un pequeño pueblo de pastores y campesinos que normalmente no tenía más de mil habitantes, contando con sus contornos. Sin embargo ahora está repleto de gente, debido a este censo de Roma ejecutado por Quirino. Si la gente hubiera sabido que de aquella sencilla y joven mujer iba a nacer el Mesías, fácilmente le hubieran otorgado aposento. Pero de hecho como otros viajeros pobres no encuentra un lugar, ni en las casas de sus parientes, ni en el mesón. El único albergue recintado para las caravanas que van y vienen de Egipto, cuya construcción seguramente se remontaba a tiempos de David, se encuentra abarrotado de gente. Allí se hacinan bestias y hombre en total confusión. No es el sitio más apropiado para que María dé a luz; por eso S. Lucas dice escuetamente que “no hubo lugar para ellos en la posada”.
José se las ingenia lo mejor que puede para buscar abrigo durante la noche. En los alrededores hay algunas cuevas abiertas en la ladera del monte, que habitualmente se utilizaban para guardar los animales de carga durante la noche. Quizá fue la misma Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo en las afueras de Belén. José se quedaría confortado por esas palabras y por la sonrisa de María. De modo que allí se quedaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa de abrigo, algo de comida.... Allí fueron María y José “y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”.
Un poco de fuego llenaría de resplandor la cueva donde la Luz ha nacido. Sin embargo, ni la luna cambia de curso, ni los luceros de brillo, ni la aurora saluda en la madrugada. La naturaleza calla al nacer el Salvador: Naturalidad.
“Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus”, hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma (J. Escrivá, “Es Cristo que pasa” 12).
Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre (“Es Cristo que pasa” 18).
Recuerdo al siervo de Dios Álvaro del Portillo, en mis años romanos, cómo nos animaba a prepararnos, con aquella jaculatoria: “veni Domine Iesu!” –¡ven, Señor Jesús! Y nos animaba a la correspondencia, con palabras de san Josemaría Escrivá: “¿dónde está el Cristo que busco en ti?” Son momentos para ahondar en la filiación divina, aunque parezca que muchas cosas no van, pero sabedores que al final “Omnia in bonum!” -¡todo será para bien! Y por eso son momentos para ir dando gracias a Dios por todo, por lo que parece bueno y lo que es malo… por todo, porque él ha traído la luz de Belén, que da sentido a todo. Es tiempo de acción de gracias, porque “hoy nos ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 2, 11). También dar gracias por los defectos, como los árboles cuyas ramas están caídas y hay que aguantarlas con palos, pues están llenas de fruto y no aguantan tanto peso. Así pasa con las almas que se ocupan de los demás, que se dedican al servicio, parece que no son mejores, porque de ellas no se ocupan nunca, pero el Señor valora. El que juzga es Dios, y hay que dejarle hacer a Él, lo importante de verdad no es pensar que somos mejor o peores, sino no cerrar la puerta a Jesús, con desánimos ni preocupaciones. Esta es la humildad más auténtica, dejar actuar a Dios.
Queremos entrar en esta ciencia divina, estar junto a la Sagrada Familia, penetrar en esta lógica de Dios, en el portal renovar nuestra entrega, hacernos más pequeños… y estar como la mula y el buey, o ser como será más tarde el borrico, portador de Jesús, así podemos dejar que Jesús nos posesione. Y seremos portadores de Dios. Ante tantos problemas, la solución es siempre la misma: formamos en piedad y doctrina, y estaremos en situación de atender cualquier necesidad. Y si a veces nos vemos indignos, y no nos atrevemos a ir a Jesús, porque nos vemos miserables, vamos a contárselo a Nuestra Madre, ella nos acoge en su regazo y nos acerca a su Hijo que está en el otro brazo.
Al estar mirando el amor de Dios encarnado, nos apenamos al ver mucha gente que no conoce a Jesús Salvador. Vemos a Jesús que tiene frío de amor, y por eso decimos con los himnos de la liturgia de las horas: “Te diré mi amor, Rey mío, / en la quietud de la tarde, / cuando se cierran los ojos / y los corazones se abren. / Te diré mi amor, Rey mío, / con una mirada suave, / te lo diré contemplando / tu cuerpo que en pajas yace. / Te diré mi amor, Rey mío, / adorándote en la carne, / te lo diré con mis besos, / quizá con gotas de sangre. / Te diré mi amor, Rey mío, / con los hombres y los ángeles, / con el aliento del cielo / que espiran los animales. / Te diré mi amor, Rey mío, / con el amor de tu Madre, / con los labios de tu Esposa / y con la fe de tus mártires. / Te diré mi amor, Rey mío, / ¡oh Dios del amor más grande! / ¡Bendito en la Trinidad, que has venido a nuestro valle! Amén.” O también: “Ver a Dios en la criatura, / ver a Dios hecho mortal / y ver en humano portal / la celestial hermosura. / ¡Gran merced y gran ventura / a quien verlo mereció! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Ver llorar a la alegría, / ver tan pobre a la riqueza, / ver tan baja a la grandeza / y ver que Dios lo quería. / ¡Gran merced fue en aquel día / la que el hombre recibió! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Poner paz en tanta guerra, / calor donde hay tanto frío, / ser de todos lo que es mío, / plantar un cielo en la tierra. /¡Quien lo hiciera y fuera yo! Amén. (Himno Oficio de lectura). Es el asombro que ha recitado la Iglesia en estos 7 días con las antífonas que comienzan con aquel “¡oh!” y que ahora llega al anhelado día, y queremos estar preparados en la medida que podamos: “¡Que misión de escalofrío / la que Dios nos confió!” (Himno de Vísperas). Pero no hemos de tener miedo, pues es Niño y nos acoge con una sonrisa de amor.
Belén es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeo su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Es un momento para formular estos propósitos, con la ayuda de la Virgen.
Mateo y Lucas hacen sus genealogías en direcciones distintas. Mateo asciende desde Abrahán a Jesús. Lucas baja desde Jesús hasta Adán. Pero el asombro crece cuando vemos que las generaciones no coinciden. Mateo pone 42, Lucas 77. Y ambas listas coinciden entre Abrahán y David, pero discrepan entre David y Cristo. En la cadena de Mateo, en este periodo, hay 28 eslabones, en la de Lucas 42. Y en este tramo entre David y Cristo sólo dos nombres de las dos listas coinciden. Mateo coloca catorce generaciones entre Abrahán y David, otras catorce entre Abrahán y la transmigración a Babilonia y otras catorce desde entonces a Cristo. La historia nos dice que el primer periodo duró 900 años y los otros dos 500 y 500. Si seguimos analizando vemos que entre Joram y Osías, Mateo se «come» tres reyes; que entre Josías y Jeconías olvida a Joakin; que entre Fares y Naasón coloca tres generaciones cuando de hecho transcurrieron 300 años. Y, aun sin mucho análisis, no puede menos de llamarnos la atención el percibir que ambos evangelistas juegan con cifras evidentemente simbólicas: Mateo presenta tres períodos con catorce generaciones justas cada uno; mientras que Lucas traza once series de siete generaciones. Los evangelistas parten de unas listas verdaderas e históricas, pero las elaboran libremente con intención catequística. Con ello la rigurosa exactitud de la lista sería mucho menos interesante que el contenido teológico que en ella se encierra.
Luces y sombras en la lista de los antepasados. ¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el antiguo testamento». Dentro de este enfoque, Mateo -que se dirige a los judíos en su evangelio- trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas -que escribe directamente para paganos y convertidos- bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán. A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes. Escribe Guardini: “¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos. Adán. penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé. rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido!”
Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhíbe su árbol genealógico trata de ocultarlo, por lo menos, de no sacar a primer plano las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegitimo y mucho más el matrimonio vergonzoso. No obran así los evangelistas. En la lista aparece -y casi subrayado- Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David. Los escritores bíblicos no ocultan -señala Cabodevilla- que Cristo desciende de bastardos.
Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza. No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta. Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth, y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz.
Y no se dice -hubiera sido tan sencillo- «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado.
¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están poniendo el dedo en una tremenda verdad: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venia a salvar. Dios, que escribe con lineas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos que-¡ay!- son los de la humanidad (J. L. Martín-Descalzo).
a) Cristo es el fin de los tiempos. Todas las revelaciones anteriores son trascendidas en la revelación de Cristo; todas aluden a El; El las resume y revela su sentido último, de forma que sólo desde El pueden ser plenamente entendidas. "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Hb 1,1-2). Las genealogías, citadas varias veces al comienzo de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, tienen el sentido de situar a Cristo como fin de la revelación de Dios a través de los siglos, de subrayar la continuidad entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Las figuras citadas salen en larga procesión al encuentro de Cristo, como los profetas en los pórticos de las Iglesias medievales. Del sentido de las genealogías, habla San Ireneo: "San Lucas muestra cómo las generaciones que van desde la generación del Señor hasta Adán comprenden setenta y dos series. Une así el fin con el principio, atestiguando que es el Señor el que reúne así, a todos los pueblos, desparramados sobre la faz de la tierra, en la variedad de lenguas y de estirpes, resumiéndolas a todas con Adán en sí (Adversus Haereses III, 22, 3).
Cristo es el Esperado en todo el AT; allí se habla de El como del que va a venir. El AT es la prehistoria de Cristo, en la que en cierta manera se traslucen los rasgos de su vida. La figura de Cristo proyecta su sombra en el AT en una rara inversión del ejemplarismo griego y del pensamiento natural, que conocen tan sólo las sombras de lo que realmente existe. Aquí la aurora es el reflejo del día: el Antiguo Testamento es la irradiación del Evangelio (Hebr 10,1; Rom 5,14; Gal 3,16; 1 Cor 10,6; Col 2,17). Según esto, todo el AT es un texto profético, cuyas palabras y signos se cumplen en Cristo (Schmaus).
Desde Abrahán hasta Cristo (Mt 1,1-16), el itinerario de la historia de la salvación no fue un viaje triunfal. Se diría más bien que en él se mezclan la gracia y el pecado, una alternativa de luces y de sombras. Junto al amor de Dios, que sigue siendo indefectible, está el elemento humano, capaz de subir e inclinado a caer. Entre sus antepasados Cristo tiene santos y pecadores; tanto a los unos como a los otros no se avergüenza de llamarlos hermanos (cf Heb 2,11-12).
Aquella larga peregrinación que se extiende desde Abrahán hasta Cristo alcanza por fin la meta. María es el penúltimo eslabón de esta cadena genealógica. También ella por la vocación especial que se le ha asignado, es testigo de la fidelidad de Dios a sus promesas de querer estar al lado de los hombres (cf Gén 3,15). La Virgen surge del río de las generaciones humanas como alba que prepara el día de Cristo, salvación eterna: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo"( Mt 1,16; A. Serra).
Jesús, reconocido como Hijo de Dios por la comunidad cristiana, tiene un origen humano estrechamente vinculado a su pueblo Israel y a los avatares de la historia humana. La genealogía es género literario reconocido en la Biblia para mostrar la vinculación de los hombres con la historia de su propio pueblo; y es, al mismo tiempo, título que garantiza la transmisión legítima de la bendición de Dios.
Dios se vale de los hombres para realizar su designio en la historia. Jesús está ligado para siempre con sus hermanos los hombres. Con él la historia ha llegado a un remanso de nueva vida divina. Sabemos que por la fe y no por la sangre recibimos de él el nuevo impulso creador. El nombre de Jesús anuncia la novedad de la salvación.
La obra del Espíritu se perpetúa en todo creyente que ha de ofrecer, también, su colaboración. Como la de María Virgen, generosa y fiel en el amor; como la de José, honrado, reverente ante Dios y con la obediencia de su fe oscura.
San Agustín comenta que José es padre de Jesús, no por obra de la carne, sino por la del amor: “El que las generaciones se cuenten por la línea de José y no por la de María no debe ser motivo de preocupación. De ello ya se ha hablado bastante. Del mismo modo que ella fue madre sin concupiscencia carnal, así también él fue padre sin unión carnal. Por él pueden descender o ascender las generaciones. No lo apartemos porque le faltó la concupiscencia carnal. Su mayor pureza reafirme su paternidad, no sea que nos lo reproche la misma santa María. Ella no quiso anteponer su nombre al del marido, sino que dijo: Tu padre y yo te estábamos buscando con dolor (Lc 2,48). No hagan, los perversos murmuradores lo que no hizo la casta esposa.
Computemos, pues, por la línea de José, porque como es marido casto, así es igualmente casto padre. Pero antepongamos el varón a la mujer según el orden de la naturaleza y de la ley de Dios. Si, apartándole a él, ponemos a María en su lugar, dirá y con razón: «¿Por qué me habéis separado? ¿Por qué no suben o bajan por mí las generaciones?». ¿Acaso ha de respondérsele: «Porque tú no lo engendraste con la obra de tu carne»? Pero él replicará: «¿Acaso ella le dio a luz por la obra de la carne»? La acción del Espíritu Santo recayó sobre los dos. Siendo, dice, un hombre justo. Justo era el varón, justa la mujer. El Espíritu Santo que reposaba en la justicia de ambos, a ambos les dio el hijo. Pero obró en el sexo al que le correspondía dar a luz lo que al nacer sería también para el marido. Así, pues, el ángel ordena a los dos que impongan el nombre al niño, con lo que se manifiesta que ambos tienen autoridad paterna. Pues estando todavía mudo Zacarías, la madre impuso el nombre al hijo que le había nacido. Y cuando los allí presentes preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamase, tomando las tablillas escribió lo mismo que ella había dicho. Se dice también a María: He aquí que vas a concebir a un hijo y le pondrás por nombre Jesús (ib., 31). Y a José: José, hijo de David, no temas acoger a María como tu esposa, porque lo que en ella ha nacido es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús: él salvará a su pueblo de todos sus pecados (Mt 1,20.21). Se afirma también: Y le dio a luz un hijo (Lc 2,7), con lo que se le reconoce como padre, no por obra de la carne, sino por la del amor. De esta manera es él padre.
Con suma cautela y prudencia, pues, cuentan los evangelistas las generaciones por su línea, tanto Mateo descendiendo desde Abrahán hasta Cristo, como Lucas ascendiendo desde Cristo hasta Dios, pasando por Abrahán. Uno las cuenta en línea ascendente, otro en línea descendente, pero ambos pasan por José. ¿Por qué? Porque era padre. ¿Cómo es que era padre? Porque su paternidad era tanto más auténtica cuanto más casta. Ciertamente era considerado como padre de nuestro Señor Jesucristo, pero de otra manera, es decir, no como los demás padres que engendran en la carne y reciben hijos por cauce distinto al solo afecto espiritual. Lucas dice también: Se le creía padre de Jesús (ib. 3,23). ¿Por qué se le creía así? Porque la opinión y juicio de los hombres se deja llevar por lo que suele suceder entre los hombres. Pero el Señor no nació de la sangre de José, aunque así se pensara; sin embargo, a la piedad y caridad de José le nació de la virgen María un hijo, Hijo a la vez de Dios”.
Navidad, fiesta de la alianza amorosa. Jerusalén, ciudad destruida y prostituida por sus enemigos, desterrada y solitaria, infiel y pecadora, es, a pesar de todo, invitada por Yavé a unirse a El en una alianza de amor, como una novia virgen y joven.
Es ésta una de las más bellas imágenes de lo que es Navidad, día en el que brilla hasta el exceso el apasionado amor de Dios hacia los hombres; el total y absoluto amor, más fuerte que la misma infidelidad.
Hoy se nos dice que no es cierto que Dios castiga nuestro pecado y desprecia nuestra pequeñez. El Dios de Jesús, nuestro Dios, no conoce el resentimiento ni la venganza. Todo él vibra como un novio en la noche de bodas. Y en esta noche, la novia es la humanidad; mujer de cuyo seno brota y surge el bello fruto de la libertad, de la paz, de la justicia y de la alegría.
El esposo divino hoy invita a su mujer a vivir amando, a amar gozando, a gozar entregándose. Bien lo intuimos al considerar este día como una de nuestras fiestas populares más grandes y más bulliciosas, como también más íntima y más familiar. Es la noche de bodas...
Los cristianos, tan acostumbrados a llamar Padre a Dios, hemos olvidado este otro nombre con que la Biblia invoca a Dios: esposo. Es cierto que a los hombres nos cuesta sentirnos «la esposa» de Dios, cumpliendo un papel femenino ante su masculinidad. Pero más allá de las palabras, está la realidad profunda: dos esposos son dos seres que se unen en una empresa común: amarse y gozar, crecer y hacer crecer. La figura de «padre» siempre nos deja la impresión de autoridad, de severidad, de poder, hasta de castigo. No así la de esposo: nuestro Dios se nos acerca seduciéndonos, sin gritos ni amenazas, enamorado de la raza humana, atrapado por nuestra condición humana. Tanto se enamora que se vuelca totalmente y él mismo se hace «hijo» de la tierra, se hace hombre: es Jesús. Sentir en esta noche a Dios como esposo, nos lleva, sin duda alguna, a un cambio muy grande en nuestra concepción de la religión y de la fe. Al esposo se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte de uno mismo, la otra mitad de nuestro ser. Sólo en la unión con el esposo la mujer se siente entera, total. Y lo mismo le sucede al marido.
Navidad nos muestra a este Dios presente en un niño, en todo igual a los hombres; necesitado de cariño y afecto, de una madre, de gente a su alrededor... Dios necesita de los hombres. Y los hombres necesitamos de este Dios, interioridad de nuestra vida, plenitud de ser, totalidad de amor.
Jesús es el hijo de Dios, porque es su don, el fruto de su amor. Pero también es el fruto de la tierra, el don de la humanidad, la expresión de un profundo amor yacente en una mujer. Así María, en esta noche, con ese amor delicado, íntimo y total, bien expresa lo que debe ser la comunidad cristiana: receptora del Espíritu, dadora de vida.
Celebrar Navidad es colocar en el centro de nuestro interés una sola cosa: el amor. El hijo de este amor es Jesús. Poco importa quiénes son sus padres. Poco importa de dónde viene ese hombre o aquella mujer... Navidad nos enseña que todo hombre y toda mujer son expresión de amor y llamada al amor.
El rey prometido. Los textos de la misa de la vigilia giran en torno a este tema: el salvador prometido a Israel será su rey. En el concepto de rey se incluyen dos elementos: él rey es el resumen representativo de todo el pueblo y, a la vez, el que le supera, el que le confiere sentido y orden. El árbol genealógico de Jesús, tal y como lo presenta Mateo en el evangelio, muestra tres peculiaridades. En primer lugar se menciona a Jesús como descendiente de la estirpe de David, rey que desciende a su vez de Abrahán, el fundador del pueblo y de su fe. Después se mencionan los reyes de Israel según se fueron sucediendo, aunque se silencian los nombres de los que fueron especialmente impíos. Y finalmente aparece la extraña serie de nombres de mujeres y de madres: Tamar, Rut, Betsabé y María, la última de todas. El árbol genealógico de los descendientes de David termina con «José, el esposo de María», de la que nace el Mesías. Los judíos consideran como padre legal al que reconoce al niño. Es lo que hace José, por indicación del ángel. Esto coloca a Jesús dentro de la sucesión real: los Magos preguntarán por el «rey de los judíos que ha nacido» (Hans Urs von Balthasar).
Profeta Isaías 62,1-5. Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia y su salvación llamee como antorcha. Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria; te pondrán un nombre nuevo pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; a ti te llamarán «Mi favorita», y a tu tierra «Desposada; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.
Salmo 88,4-5.16-17.27 y 29. R/. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo. «Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades.»
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo.
El me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora.»
Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable.
Hechos de los Apóstoles 13,16-17.22-25. Al llegar a Antioquía de Pisidia,Pablo se puso en pie en la sinagoga y, haciendo seña de que se callaran, dijo:
-Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto, y con brazo poderoso los sacó de allí.
Y después suscitó a David por rey; de quien hizo esta alabanza: «Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos.
De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel: Jesús.
Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: -Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias.
Evangelio según San Mateo 1,1-25. El texto entre [] puede omitirse por razón de brevedad
[Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y Zará, Farés a Esrón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David el rey.
David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amós a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Así las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce, desde David hasta la deportación a Babilonia catorce y desde la deportación a Babilonia hasta el Mesías catorce.]
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: La madre de Jesús estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
-José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»). Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, y se llevó a casa a su mujer. Y sin que él hubiera tenido relación con ella, dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús.
Comentario: La misa vespertina del 24 de diciembre se sitúa entre el final de Adviento y la venida de Cristo en la carne. ¿Cómo esperarle mejor que conociendo su genealogía? ¡Emocionante esta lista de los antepasados de Cristo! Helo ahí inserto en nuestra raza; es de verdad uno de los nuestros, hijo de David (Mt 1, 1-25). Pero el evangelio, en el texto elegido para la proclamación de la liturgia, parece haber tenido un concepto demasiado exclusivamente humano de Cristo y se apresura a presentar a los fieles las palabras del ángel a José, turbado por el estado de su prometida: "la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.
Dará a luz un hijo y tu le pondrás por nombre Jesús (es decir, "el Señor salva"), porque él salvará a su pueblo de los pecados". Jesús es Emmanuel: Dios con nosotros". Así deja en su sitio la verdadera presentación de Cristo, Dios-Hombre. Es el final de una larga historia. ¿El final? En cierto modo es más bien el comienzo de una nueva historia, la de un mundo que se renueva, la de unos hombres que encuentran una novedad de vida y caminan hacia el definitivo cumplimiento.
Es el pueblo de Israel, que ha sido escogido; Jerusalén, que ha sido la preferida; y es la Iglesia, a la que pertenecemos, aquella a la que pertenecen al menos de deseo todos los que buscan su propio camino con lealtad. La 1ª. lectura de esta vespertina del 24 de diciembre presenta a esa Jerusalén, la Iglesia, la de hoy lo mismo que la de ayer y que la de mañana. Corona resplandeciente entre los dedos del Señor, diadema en la mano de Dios; se la llama "favorita", "desposada", "alegría de Dios". Tal es la realidad provocada por la Encarnación y la visita de Dios. El mismo Señor se alegra de ello en el salmo responsorial (Sal 88): "El me invocará: 'Tú eres mi Padre, mi Dios, mi Roca salvadora'. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable".
San Pablo hoy, lo mismo que en la sinagoga de Antioquía, nos presenta al Señor Jesús: "De su descendencia, según lo prometido, sacó Dios un Salvador para Israel, Jesús. Juan, antes de que él llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión" (Hech 13, 16... 25).
El canto del Aleluya resume todo el espíritu de la celebración de esta tarde: "Mañana quedará borrada la maldad de la tierra, y será nuestro rey el Salvador del mundo". Navidad es una Pascua (Adrien Nocent).
En el nacimiento de Jesús alcanza una cima señera la alianza de Dios con la humanidad. El Dios concreto de Israel es el Dios de la promesa; una promesa mantenida en la fidelidad. Y esa promesa nace de una alianza que da cuerpo a la forma de ser y de actuar que Dios tiene. Como un padre, como un esposo, como un pastor solícito, comparte nuestra historia sin abandonarnos nunca.
Esta alianza ha surgido de su iniciativa personal y es un compromiso suyo de vivir en comunión constante con nosotros, aun cuando nosotros le seamos infieles. La alianza más elocuente y expresiva, más sugerente y profunda es la que se forja entre dos amigos, dos amantes, dos esposos. La alianza de Dios con el pueblo es, según la Biblia, parecida a la alianza nupcial; mejor, es su raíz y posibilidad. No es un contrato, una ley, sino un compromiso personal. La historia del pueblo de Dios, la historia bíblica es la historia de esa alianza tejida de infidelidades por parte del hombre y de una fidelidad sin falla por parte de Dios.
La Navidad es la cota hasta ahora más alta de lo que da de sí la entrega y el compromiso de Dios con los hombres, simbolizado por la alianza. Ahora sabemos lo que encierra la promesa de fecundidad hecha a Abrahán, la promesa de descendencia hecha a David. Del amor de Dios al hombre, de las nupcias del cielo con la tierra nace el rocío y la vida del Niño-Dios; del árbol frondoso de generaciones y generaciones mantenidas por Dios en la esperanza brota el retoño de Jesús, primogénito de una humanidad nueva.
“Hoy vais a saber que el Señor vendrá y nos salvará” (antífona de entrada, cf. Ex 16, 6-7). Nos alegramos en la esperanza que hemos fomentado en todo este Adviento, para entrar en la fiesta que hoy comenzamos, del misterio de Navidad. Damos gracias a Dios Padre, ya que "por el misterio de la Encarnación del Verbo, en los ojos de nuestra alma, ha brillado la luz nueva de tu resplandor, para que contemplando a Dios visiblemente, seamos por El arrebatados al amor de las cosas invisibles" (Prefacio de Navidad). La gran luz ha resplandecido sobre nosotros, porque se nos ha dado al Salvador (“Lux fulgebit super nos, quia natus est nobis Dominus"). Es la gran fiesta, celebramos que Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, y eso nos alegra; pero para ello hemos de disponer nuestro corazón, abrir los ojos a la maravilla ("Expergisce homo, pro te Deus factus est homo"): "Puer natus est nobis, Filius datus est nobis". Ha nacido para mí, se nos ha sido dado Jesús para salvarnos. "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero saltó del cielo, desde el trono real, en medio de una tierra condenada al exterminio..." (Sab 18, 14-15). Se ha abierto la divinidad a la humanidad, el cielo se abre otra vez a la tierra, se reconcilia uno y otro por el que es Dios y Hombre al mismo tiempo. Con la Luz se da muerte a las tinieblas; y se ha abierto otra vez la visión del cielo. Como dice Macarii, es un camino para los hombres hacia Dios y un camino de Dios hacia el alma... Efectivamente toda la creación lanzó un grito, arrastrada hacia la corrupción por la caída de Adán, que era rey de esas realidades. Pero el Señor ha venido a renovar en él, como conviene, la verdadera imagen de Dios y a recrearla... Hoy se realiza la unión, la comunión y la reconciliación entre las realidades celestes y las terrenas: Dios y el hombre.
1. Is 62.1-5. Ciro acaba de extender (538) su edicto autorizando la reconstrucción del templo de Jerusalén. Sin duda ha salido ya de Babilonia una primera misión hacia Jerusalén. Las esperanzas de los desterrados se concretizan en torno a un templo, y un profeta, discípulo del Segundo Isaías, va a recoger la antorcha dejada por su maestro para cantar la esperanza de los judíos en el templo reconstruido.
Los primeros exiliados que vuelven a Jerusalén no han encontrado, seguramente, más que una ciudad que ha recuperado una parte de su actividad de antaño, ya que era capital de una de las provincias del imperio de Ciro. Pero ¿qué podía significar esa actividad en torno a un templo en ruinas y en el seno de una población indiferente a Yahvé? El profeta sostiene los ánimos de los exiliados poniendo ante sus ojos el futuro extraordinario de la ciudad. Recibirá un nombre nuevo (vv. 2 y 4), un cambio importante que sella un cambio de situación: la ciudad volverá a ser la esposa de Yahvé; ya no será la abandonada, sino la esposa. Será como una joven desposada preparada para su esposo (v. 5), una imagen tanto más interesante cuanto que prepara, con un siglo largo de antelación, el Cantar de los Cantares.
Lo esencial de la descripción de la ciudad futura está constituido por la presencia de Yahvé en el corazón de la ciudad. El profeta se imagina a Yahvé sentado sobre el Sión y tomando en su mano el turbante o la corona con que va a ceñir sus sienes y que no son otra cosa que los muros mismos de la ciudad (v 3). El tema de los esponsales de Yahvé y de Jerusalén que inaugura el profeta tendrá un éxito tal en la Escritura y en el simbolismo cristiano que no es difícil sacar la lección cifrada de este pasaje. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales porque esa forma de amor es la que mejor expresa la coparticipación y el don mutuo. No habrá mejor coparticipación que la encarnación en la que Cristo intercambiará su divinidad con nuestra humanidad, y la Eucaristía, en la que se continúa la coparticipación animada por el amor incesantemente nuevo que la asamblea y Cristo no dejan de manifestarse.
No tiene nada de extraño que la Biblia, como muchos mitos paganos, compare la ciudad con una mujer. Como esta, la ciudad está sacada de la sustancia del hombre o de Dios; es la proyección de todo lo que el hombre no es todavía, de todo lo que le subleva y le pone en actividad.
Lo mismo que el hombre se descubre por medio de la mujer, así sucede con la ciudad. Lo mismo que la mujer enseña el amor al hombre y le sacrifica la superación de sí misma, así sucede también con la ciudad. Para tratar concretamente de emprender una obra, el hombre (y Dios) tiene necesidad de un ser vivo a quien amar.
La ciudad existe, ante todo, gracias a las mujeres. Un campo militar, un campo minero, que no conocen más que mercenarias y prostitutas, no serán jamás ciudades. Son las mujeres quienes dan a la ciudad su estilo y lo transmiten. Lo mismo que por la mujer, gracias a la ciudad el hombre entra en comunión y en convivencia de simpatía con los demás seres (Maertens-Frisque).
Las nupcias reales. El texto de la primera lectura, tomado de Isaias, insiste también en el tema y lo asocia con el de las nupcias de Dios con el pueblo elegido. Unas nupcias que brillan como una luz sobre el mundo entero, «todos los reyes verán tu gloria». Y en la entrega definitiva de Dios a su pueblo -que acontece en el envío de su Hijo-, Israel será «una corona fúlgida en la mano del Señor, una diadema real en la palma de tu Dios». Pero no se trata de una concesión externa de poder, sino de la creación de una íntima relación de amor, «como un joven se casa con su novia, como la alegría que encuentra el marido con su esposa». El poder divino que el pueblo recibe en Jesús, y que le hace partícipe del poder real de Dios, es el poder del amor, en el que Dios como Esposo confiere su poder supremo a la criatura, quien de este modo, ella que era una simple esclava, se convierte ahora en reina: la humanidad de Jesús deviene así digna de ser adorada junto con su divinidad (von Balthasar).
2. Salmo 88. Este salmo más que cualquier otro, debe orarse en tres tiempos inseparables, sin embargo, el uno del otro. Su carácter de oración escrita "por Israel" brilla en cada una de sus líneas. La situación humana evocada es la de una "entronización real" en la dinastía de David rey de Jerusalén. El cuadro de fondo del salmo, es el dramático fin de la realeza bajo los golpes de Nabucodonosor. El decorado es la geografía de la tierra de Palestina: se nombran los montes del Tabor y Hermón, las fronteras al occidente están marcadas por el Mar Mediterráneo y al oriente por los ríos Tigris y Eufrates. Cuando se desea éxito al rey en sus campañas, se hace decir a Dios: "Extenderé su poder sobre el mar y su dominio hasta el Gran río". El fondo cultural y religioso de este salmo es el de Israel, basado en "la Alianza" entre Dios y el pueblo elegido...
* He aquí un "salmo real", cuyo fondo es la ceremonia de entronización de un nuevo rey: el trono, los atavíos reales, la corte, el palacio, los guardias, la campaña para vencer a los enemigos.
Pero estamos en Israel, sabemos que el régimen político de este pueblo tenía un carácter muy particular: el verdadero "rey" era Dios. De ahí que el comienzo del poema es un "himno" que canta el poder real de Yahveh. Observemos la letanía de alabanza que exalta el poder cósmico del creador:
-Tú dominas la soberbia del mar...
-Tú amansas la hinchazón del oleaje.
-Tú traspasaste y despojaste a Rahab
(monstruo marino, potencia infernal).
-Tu brazo potente desbarató al enemigo.
-Tú cimientas el orbe y cuanto contiene.
-Tú creas el norte y el mediodía...
-Tú tienes un brazo vigoroso...
Pero para Israel, la maravilla de las maravillas, más aún que la "Creación", es "LA ALIANZA": "Bienaventurado el pueblo que sabe aclamar, que camina a la luz de Tu rostro... Danza de alegría todo el día. Tú eres nuestra fuerza, Tú acrecientas nuestro vigor". Sí, Israel tiene conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una especie de pareja se repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el número siete es la cifra de la perfección): "¡AMOR" y "FIDELIDAD!". La unión de estas dos palabras, hace énfasis en la estabilidad, en la perennidad del amor, ideas que se refuerzan aún más mediante la repetición por siete veces de las palabras "sin fin", "para siempre".
"La Alianza" con el conjunto del pueblo está simbolizada mediante la "Alianza" con el "Rey". David es el modelo. Toda la segunda parte del salmo es un recorderis del famoso Oráculo-Profecía de Natán, que anunciaba la estabilidad de la Dinastía de David hasta el fin de los tiempos (2 Samuel 7 - I Crónicas 17,1-15 - Jeremías 33,14-26).
Pero las dos primeras partes (Himno-Oráculo) no son sino la introducción de la tercera, que es una Lamentación por el desastre del fin de la realeza de Jerusalén. Viene a la memoria en particular el pequeño rey Joaquim, llevado cautivo a la edad de 18 años por Nabucodonosor... O Sedecías, el último rey, cuyos hijos fueron degollados ante su vista, antes que a él mismo le arrancaran los ojos... Entonces la audacia de la oración llega a invertir completamente la "letanía hímnica" para convertirla en una "letanía de reproches": en vez de "Eres tú", "Eres tú", repetidos insistentemente vienen ahora los "Tú has", "Tú has"... Dios, echado de lado, como si hubiera sido infiel a sus promesas y a su poder.
-"Has roto la Alianza y profanado su corona"...
-"Has derribado sus murallas, y reducido a escombros sus fortalezas"...
-"Has acrecentado el poder del adversario y alegrado a sus enemigos...
-"Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono"...
-"Has acortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia"...
¡Qué sinceridad la de esta oración, no obstante comenzar con estas palabras!
"El amor del Señor canto sin cesar, anuncio tu fidelidad de generación en generación".
** No podemos quedarnos en esta primera lectura. Desde que Jesús, Hijo de David, se presentó como el Mesías en quien se cumplían todas las promesas de Dios a Israel, llama la atención el extraordinario paralelo entre los anuncios de este salmo y lo que se realizó en la vida de Jesús "Mesías-Rey despreciado, escarnecido" y que sin embargo clamó a todos los vientos: "sin cesar, canto en el amor del Señor y de generación en generación anunciaré su fidelidad".
Sólo en Jesucristo alcanza este salmo pleno sentido. Sólo El puede decir a plenitud: "Tú eres mi Padre". El es el verdadero "Mesías", el "Ungido" (en griego "Christos"), consagrado por el Espíritu Santo.
Resulta emotivo colocar esta lamentación en los labios de Jesús durante su Pasión; El sabía que era "Rey". "Sí, Yo soy Rey, pero mi Reino no es de este mundo" (Juan 18,33-37). Una vez más digamos, que la resurrección es el centro de nuestra fe cristiana. Da respuesta definitiva a los interrogantes y promesas del Antiguo Testamento: "¿Hasta cuándo estarás escondido? ¿Nos habrías creado para la nada? ¿Quién puede vivir y no ver la muerte? ¿Dónde está tu primer amor, Señor? ¡Jamás violaré mi Alianza! Su Trono permanecerá para siempre, como el sol en mi presencia, como la luna puesta para siempre, testigo fiel allá arriba" Sin la Pascua, todas estas promesas son irrisorias.
*** Si queremos "orar" de verdad y no solamente "recordar el pasado" mediante dos reconstrucciones históricas, hay que trasladar este salmo a la actualidad. A pesar de las apariencias "particulares" de este salmo, tiene un trasfondo "universal"; a pesar de estar "situado" en el pasado, es de gran actualidad. Creer en Dios a pesar de todas las apariencias contrarias. Hoy como en aquel tiempo, se vive la "fe" de la misma manera. El Reino de Dios es semejante a un "campo de trigo lleno de mala hierba", en que están íntimamente mezclados "gérmenes de vida y simientes de muerte". El enemigo, aparentemente, triunfa por doquier. Pobre Rey, nuestro Dios; parece impotente, no se defiende, se deja crucificar. Digamos de una vez: "¿hasta cuándo estarás escondido?"... Y luego: "¡bendito sea el Señor para siempre!". Situaciones de fracaso, convertidas en llamado a la esperanza. La experiencia de su fragilidad, hace experimentar al hombre con mayor vehemencia la necesidad de una estabilidad. "Acuérdate, Señor, cuán breve es mi vida". Las pruebas personales o colectivas, pueden cambiar nuestros sentimientos de fe y esperanza en rebeldía contra Dios. Pero también pueden convertirse en un trampolín hacia una mayor esperanza, purificada, probada, robustecida por el triunfo sobre la dificultad.
Dios nos sorprende más allá de toda previsión. Dios nos creó para la felicidad de vivir. El es Todopoderoso. Pero a menudo nos desconcierta y sorprende. Su "vida" no es como la nuestra. Tampoco su poder. Dios supera totalmente nuestras concepciones. No necesita de nuestras apariencias de vida y poder para ser viviente y poderoso. La muerte misma no tiene ningún poder sobre El. El es el "Todo-otro". Nadie esperaba que el "Mesías de Dios" apareciera tal como Jesús lo hizo. Sin embargo, en su muerte, nos da la más maravillosa imagen de su AMOR y su FIDELIDAD. Secreto que permanecerá oculto a los corazones superficiales. Señor, "abre nuestros ojos a las maravillas de tu amor". Misericordias Domini in aeternum cantabo. ¡Cantaré eternamente el amor del Señor! (Noel Quesson).
El poder de la promesa. El salmo es largo, pero el mensaje breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor.
El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. ¿Cómo es esto, Señor?
«Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque dice: tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad».
Bello comienzo para un ataque frontal, ¿no te parece? ¿Adivinaste, Señor, lo que venia en este salmo después de esa obertura tan musical? Tu amor es firme, y tu fidelidad eterna. Son cosas que siempre te gusta oír. Alabanza sincera del pueblo que mejor te conocía, porque era tu Pueblo. Y además sobre un tema al que eres muy sensible: tu fidelidad. Siempre te has preciado de tu verdad que nunca falla y de tus promesas que nunca decepcionan. Pero desde este momento, Señor, estás atrapado por las mismas palabras que tanto te gusta oír. Eres fiel y cumples tus promesas. ¿Por qué, entonces, no has cumplido la promesa más solemne que diste a tu pueblo y a tu rey?
«El cielo proclama tus maravillas, Señor, y tu fidelidad en la asamblea de los ángeles. ¿Quién sobre las nubes se compara a Dios? ¿Quién como el Señor entre los seres divinos? El poder y la fidelidad te rodean. Tú domeñas la soberbia del mar y amansas la hinchazón del oleaje. Tuyo es el cielo, tuya es la tierra, tú cimentaste el orbe y cuanto contiene. Tienes un brazo poderoso: fuerte es tu izquierda y alta tu derecha. Justicia y Derecho sostienen tu trono, Misericordia y Fidelidad te preceden».
Continúa el ritmo de alabanza. Tu poder y tu fortaleza. Tu dominio sobre tierra y mar. Todos lo reconocen, desde los ángeles en el cielo hasta los hombres en la tierra. Nada se te resiste. Tú eres el señor de la historia, el dueño del corazón humano. Tú dispones los sucesos y ordenas las circunstancias como asientas montañas y diriges las árbitas de los astros. Todo es obra de tus manos. Hemos visto tu poder y reconocemos tu soberanía absoluta sobre todo lo que existe. Nos sentimos orgullosos de ser tu pueblo, porque no hay dios como tú, Señor.
«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro. Tú eres su honor y su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder. Porque el Señor es nuestro escudo, y el Santo de Israel nuestro rey».
Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravilllas. Tu historia es nuestra historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos tu pueblo.
Y aquí llega la promesa. Abierta y generosa, firme e inamovible. Gustamos de recordar cada palabra saborear cada frase, ser testigos de tu juramento solemne y atesorar en la memoria la carta magna de nuestro futuro. Palabras que son fuerza en nuestro corazón y música en nuestros oídos.
«Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: 'Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades'. Encontré a David mi siervo y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo le haga valeroso. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable; le daré una posteridad perpetua .v un trono duradero como el cielo».
Palabras consoladoras, sobre todo viniendo como vienen de labios de quien es la verdad misma. Sólo queda una duda mortificante: si te fallamos, si tu pueblo se extravía, si el rey se hace indigno del trono, ¿no hará eso que se anule la promesa y se deshaga la alianza? Y aquí vienen las palabras tranquilizadoras de tu propia boca.
«Si sus hijos abandonan mi ley y no siguen mis mandamientos, si profanan mis preceptos y no guardan mis mandatos, castigaré con la vara sus pecados y a latigazos sus culpas; pero no les retiraré mi favor ni desmentiré mi fidelidad, no violaré mi alianza ni cambiaré mis promesas. Una vez juré por mi santidad no faltar a mi palabra con David; su linaje será perpetuo, y su trono como el sol en mi presencia, como la luna que siempre permanece: su solio será más firme que el cielo».
Divinas palabras de infinito aliento. Nosotros podremos fallarte, pero tú no nos fallarás nunca. Si desobedecemos, sufriremos el castigo correspondiente, pero la promesa de Dios permanecerá intacta, y el trono seguirá asegurado para los descendientes de David para siempre. El juramento es sagrado y no será violado jamás. La palabra de Aquel que hizo el cielo y la tierra ha quedado empeñada a favor nuestro. El futuro está asegurado.
Y sin embargo... «Sin embargo, tú te has encolerizado con tu Ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado hasta el suelo su corona. Has quebrado su cetro glorioso y has derribado su trono; has cortado los días de su juventud y lo has cubierto de ignominia». Ignominia es lo único que nos queda. Somos tu pueblo, tu Ungido es Hijo tuyo y Señor nuestro, su trono es el lugar que ocupa en los corazones de los hombres y en el gobierno de la sociedad. Y la sociedad no se acuerda hoy mucho de tu Hijo, Señor. Sólo cierto respeto a distancia, cierta cortesía de etiqueta. Pero poca obediencia y escasa devoción. La humanidad no acepta a tu Rey, Señor, y su trono dista mucho de ser universal. Los que lo amamos sufrimos al ver su ley despreciada y su persona olvidada. Nos duele ver que la situación no mejora; al contrario, parece alejarse más y más de tu Reino, y no sabemos cuánto va a durar esto.
«¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido y arderá como fuego tu cólera?¿ Dónde está, Señor, tu antigua misericordia que por tu fidelidad juraste a David? Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos: lo que tengo que aguantar de las naciones, de cómo afrentan, Señor, tus enemigos, de cómo afrentan las huellas de tu Ungido».
Y así acaba el salmo en abrupta elocuencia. La bendición y el amén del último verso son sólo. una rúbrica añadida para marcar el fin del tercer libro de los salmos. El salmo como tal acaba con el dolor amargo de la afrenta que sufrimos. A ti te toca ahora hablar, Señor (Carlos G. Vallés).
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
El salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a esta lectura: "Sellé una alianza con mi elegido jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono para todas las edades". Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua. La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre? Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano «la misericordia y la fidelidad de Dios».
3. Hch 13,16-17.22-25. La forma en que se presenta la predicación de Pablo en la sinagoga se debe sin duda a la labor literaria de Lucas, como resulta de la comparación con la pieza correspondiente del sermón de Pedro en pentecostés y también con partes del discurso de Esteban ante el sanedrín (7,2-53). Sin embargo, conviene notar que cada relato lleva sus propios acentos, puestos eficazmente en consonancia con la situación respectiva.
En una densa mirada retrospectiva a las obras salvíficas de Dios en favor del pueblo elegido por él y liberado de la esclavitud, se muestra la línea de la historia de la salvación que conduce al verdadero «Salvador», a Jesús. La historia precristiana aparece marcadamente en lo que tiene de transitorio y pasajero. Deliberadamente se pone ante los ojos de los oyentes judíos la promesa del Salvador en la figura de David. Pero sobre todo se muestra claramente cómo el Dios del pueblo de Israel es el que dirige el curso de la historia y, por encima de toda insuficiencia humana conduce a la plenitud de los tiempos, al salvador Jesús. Conscientemente se sitúa Pablo sobre el fondo de historia de la salvación, sobre el que se sabe ligado con sus oyentes judíos. Desde esta situación común quiere despertar la atención hacia lo que va a proclamar tocante a este Salvador Jesús, verdadero cumplidor de la promesa. El carácter provisional y transitorio de lo precedente en comparación con la plena realidad salvífica aparece también claro en la figura del precursor Juan Bautista (cf. 1z5; 1,22; 10,37; 18,25; 19,3s).
Pablo describe el comportamiento del hombre elegido con respecto a esta gracia recibida de Dios. Sólo Dios ha «enaltecido» al pueblo elegido. Ya en tierra extranjera, en Egipto: «Con su brazo poderoso los sacó de allí». «Después suscitó a David por rey». Esta elevación procede exclusivamente de Dios, y se produce para que el hombre elegido pueda «cumplir todos mis preceptos»: la realeza por gracia divina es siempre puro servicio a Dios. El salvador de la estirpe de David consumará esto en cuanto que, como rey del universo, «no hará su voluntad, sino la voluntad del Padre». Este servicio se cumple en el gesto de homenaje del último precursor, que se declara indigno de «desatar las sandalias» al rey supremo que viene detrás de él. Todavía en el Apocalipsis, los elevados a la dignidad real son los que adoran más profundamente al Rey eterno (von Balthasar).
4. Es importante abrir las puertas del corazón a esta Visita que Jesús quiere hacernos, pues donde quiere él nacer es en nuestro corazón. Para esto, nos decía Juan Pablo II: “Mantened vivo el sentido verdadero de la Navidad; sed siempre conscientes de su significado auténtico: Jesús ha nacido para cada uno de nosotros, para cada hombre, para cada muchacho y muchacha, incluso aunque no lo sepan ni estén enterados; ha nacido para amarnos, para salvarnos, para enseñarnos el sentido verdadero de la vida. Por ello mantened siempre viva la alegría de la Navidad que es una alegría inmensa, interior, sobrenatural” (Homilía, 22.XII.79)
Es por nosotros que “Cristo se ha hecho pobre en la noche de Belén, pobre en la casa de Nazaret, despojado de todo en la hora de la muerte en la cruz. En la noche de Belén, contemplamos con grandísimo estupor el misterio de su nacimiento; ¡oh cuán pobre se ha hecho Dios! ¡oh cuán rico se ha hecho el hombre! Bendita pobreza de Dios, que ha sido fuente de tal enriquecimiento para el hombre” (Juan Pablo II, Hom. 25.XII.84).
En otro lugar hemos visto al comentar este mismo Evangelio como nuestra grandeza está en el amor que Dios nos tiene. Estamos interconexionados en este «libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham». La genealogía de Jesús nos lleva a pensar en dos puntos: en primer lugar, que nuestra grandeza no está en los méritos sino en el amor que Dios nos tiene. Luego, que estamos todos interconexionados, y lo que hacemos influye en los demás y en la historia. Estos dos puntos están muy vivos en el pesebre. Por un lado, entre los antepasados de Jesús hay muchos pecadores, y esto no lleva al desánimo, sino que el pecado exalta la misericordia de Dios. Ante la pregunta ¿es posible hoy tener esperanza? La respuesta es “sí”: la conciencia de la fragilidad del hombre y sobre todo del amor de Dios constituyen las grandes garantías de la esperanza.
Esta noche leeremos como “en aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo.” María y José como eran de la casa de David tuvieron que ir a empadronarse a Belén: cuatro o cinco días de camino, en medio del tumulto, como uno más, sin llamar la atención, pero llenando de Dios todo a su paso. Estos días pasados hemos acompañado a María y a José por el camino hacia Belén. Poco después de atravesar Jerusalén a unos nueve kilómetros hacia el sur está Belén, un pequeño pueblo de pastores y campesinos que normalmente no tenía más de mil habitantes, contando con sus contornos. Sin embargo ahora está repleto de gente, debido a este censo de Roma ejecutado por Quirino. Si la gente hubiera sabido que de aquella sencilla y joven mujer iba a nacer el Mesías, fácilmente le hubieran otorgado aposento. Pero de hecho como otros viajeros pobres no encuentra un lugar, ni en las casas de sus parientes, ni en el mesón. El único albergue recintado para las caravanas que van y vienen de Egipto, cuya construcción seguramente se remontaba a tiempos de David, se encuentra abarrotado de gente. Allí se hacinan bestias y hombre en total confusión. No es el sitio más apropiado para que María dé a luz; por eso S. Lucas dice escuetamente que “no hubo lugar para ellos en la posada”.
José se las ingenia lo mejor que puede para buscar abrigo durante la noche. En los alrededores hay algunas cuevas abiertas en la ladera del monte, que habitualmente se utilizaban para guardar los animales de carga durante la noche. Quizá fue la misma Virgen quien propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas, que hacían de establo en las afueras de Belén. José se quedaría confortado por esas palabras y por la sonrisa de María. De modo que allí se quedaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa de abrigo, algo de comida.... Allí fueron María y José “y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”.
Un poco de fuego llenaría de resplandor la cueva donde la Luz ha nacido. Sin embargo, ni la luna cambia de curso, ni los luceros de brillo, ni la aurora saluda en la madrugada. La naturaleza calla al nacer el Salvador: Naturalidad.
“Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus”, hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma (J. Escrivá, “Es Cristo que pasa” 12).
Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre (“Es Cristo que pasa” 18).
Recuerdo al siervo de Dios Álvaro del Portillo, en mis años romanos, cómo nos animaba a prepararnos, con aquella jaculatoria: “veni Domine Iesu!” –¡ven, Señor Jesús! Y nos animaba a la correspondencia, con palabras de san Josemaría Escrivá: “¿dónde está el Cristo que busco en ti?” Son momentos para ahondar en la filiación divina, aunque parezca que muchas cosas no van, pero sabedores que al final “Omnia in bonum!” -¡todo será para bien! Y por eso son momentos para ir dando gracias a Dios por todo, por lo que parece bueno y lo que es malo… por todo, porque él ha traído la luz de Belén, que da sentido a todo. Es tiempo de acción de gracias, porque “hoy nos ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 2, 11). También dar gracias por los defectos, como los árboles cuyas ramas están caídas y hay que aguantarlas con palos, pues están llenas de fruto y no aguantan tanto peso. Así pasa con las almas que se ocupan de los demás, que se dedican al servicio, parece que no son mejores, porque de ellas no se ocupan nunca, pero el Señor valora. El que juzga es Dios, y hay que dejarle hacer a Él, lo importante de verdad no es pensar que somos mejor o peores, sino no cerrar la puerta a Jesús, con desánimos ni preocupaciones. Esta es la humildad más auténtica, dejar actuar a Dios.
Queremos entrar en esta ciencia divina, estar junto a la Sagrada Familia, penetrar en esta lógica de Dios, en el portal renovar nuestra entrega, hacernos más pequeños… y estar como la mula y el buey, o ser como será más tarde el borrico, portador de Jesús, así podemos dejar que Jesús nos posesione. Y seremos portadores de Dios. Ante tantos problemas, la solución es siempre la misma: formamos en piedad y doctrina, y estaremos en situación de atender cualquier necesidad. Y si a veces nos vemos indignos, y no nos atrevemos a ir a Jesús, porque nos vemos miserables, vamos a contárselo a Nuestra Madre, ella nos acoge en su regazo y nos acerca a su Hijo que está en el otro brazo.
Al estar mirando el amor de Dios encarnado, nos apenamos al ver mucha gente que no conoce a Jesús Salvador. Vemos a Jesús que tiene frío de amor, y por eso decimos con los himnos de la liturgia de las horas: “Te diré mi amor, Rey mío, / en la quietud de la tarde, / cuando se cierran los ojos / y los corazones se abren. / Te diré mi amor, Rey mío, / con una mirada suave, / te lo diré contemplando / tu cuerpo que en pajas yace. / Te diré mi amor, Rey mío, / adorándote en la carne, / te lo diré con mis besos, / quizá con gotas de sangre. / Te diré mi amor, Rey mío, / con los hombres y los ángeles, / con el aliento del cielo / que espiran los animales. / Te diré mi amor, Rey mío, / con el amor de tu Madre, / con los labios de tu Esposa / y con la fe de tus mártires. / Te diré mi amor, Rey mío, / ¡oh Dios del amor más grande! / ¡Bendito en la Trinidad, que has venido a nuestro valle! Amén.” O también: “Ver a Dios en la criatura, / ver a Dios hecho mortal / y ver en humano portal / la celestial hermosura. / ¡Gran merced y gran ventura / a quien verlo mereció! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Ver llorar a la alegría, / ver tan pobre a la riqueza, / ver tan baja a la grandeza / y ver que Dios lo quería. / ¡Gran merced fue en aquel día / la que el hombre recibió! / ¡Quien lo viera y fuera yo! / Poner paz en tanta guerra, / calor donde hay tanto frío, / ser de todos lo que es mío, / plantar un cielo en la tierra. /¡Quien lo hiciera y fuera yo! Amén. (Himno Oficio de lectura). Es el asombro que ha recitado la Iglesia en estos 7 días con las antífonas que comienzan con aquel “¡oh!” y que ahora llega al anhelado día, y queremos estar preparados en la medida que podamos: “¡Que misión de escalofrío / la que Dios nos confió!” (Himno de Vísperas). Pero no hemos de tener miedo, pues es Niño y nos acoge con una sonrisa de amor.
Belén es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida. Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quien es Cristo. Aquí comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeo su vida durante su estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos, las costumbres el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido. Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo. ¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina! Es un momento para formular estos propósitos, con la ayuda de la Virgen.
Mateo y Lucas hacen sus genealogías en direcciones distintas. Mateo asciende desde Abrahán a Jesús. Lucas baja desde Jesús hasta Adán. Pero el asombro crece cuando vemos que las generaciones no coinciden. Mateo pone 42, Lucas 77. Y ambas listas coinciden entre Abrahán y David, pero discrepan entre David y Cristo. En la cadena de Mateo, en este periodo, hay 28 eslabones, en la de Lucas 42. Y en este tramo entre David y Cristo sólo dos nombres de las dos listas coinciden. Mateo coloca catorce generaciones entre Abrahán y David, otras catorce entre Abrahán y la transmigración a Babilonia y otras catorce desde entonces a Cristo. La historia nos dice que el primer periodo duró 900 años y los otros dos 500 y 500. Si seguimos analizando vemos que entre Joram y Osías, Mateo se «come» tres reyes; que entre Josías y Jeconías olvida a Joakin; que entre Fares y Naasón coloca tres generaciones cuando de hecho transcurrieron 300 años. Y, aun sin mucho análisis, no puede menos de llamarnos la atención el percibir que ambos evangelistas juegan con cifras evidentemente simbólicas: Mateo presenta tres períodos con catorce generaciones justas cada uno; mientras que Lucas traza once series de siete generaciones. Los evangelistas parten de unas listas verdaderas e históricas, pero las elaboran libremente con intención catequística. Con ello la rigurosa exactitud de la lista sería mucho menos interesante que el contenido teológico que en ella se encierra.
Luces y sombras en la lista de los antepasados. ¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el antiguo testamento». Dentro de este enfoque, Mateo -que se dirige a los judíos en su evangelio- trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas -que escribe directamente para paganos y convertidos- bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán. A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes. Escribe Guardini: “¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos. Adán. penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé. rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido!”
Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhíbe su árbol genealógico trata de ocultarlo, por lo menos, de no sacar a primer plano las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegitimo y mucho más el matrimonio vergonzoso. No obran así los evangelistas. En la lista aparece -y casi subrayado- Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David. Los escritores bíblicos no ocultan -señala Cabodevilla- que Cristo desciende de bastardos.
Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza. No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta. Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth, y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz.
Y no se dice -hubiera sido tan sencillo- «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado.
¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están poniendo el dedo en una tremenda verdad: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venia a salvar. Dios, que escribe con lineas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos que-¡ay!- son los de la humanidad (J. L. Martín-Descalzo).
a) Cristo es el fin de los tiempos. Todas las revelaciones anteriores son trascendidas en la revelación de Cristo; todas aluden a El; El las resume y revela su sentido último, de forma que sólo desde El pueden ser plenamente entendidas. "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Hb 1,1-2). Las genealogías, citadas varias veces al comienzo de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, tienen el sentido de situar a Cristo como fin de la revelación de Dios a través de los siglos, de subrayar la continuidad entre el Antiguo y Nuevo Testamento. Las figuras citadas salen en larga procesión al encuentro de Cristo, como los profetas en los pórticos de las Iglesias medievales. Del sentido de las genealogías, habla San Ireneo: "San Lucas muestra cómo las generaciones que van desde la generación del Señor hasta Adán comprenden setenta y dos series. Une así el fin con el principio, atestiguando que es el Señor el que reúne así, a todos los pueblos, desparramados sobre la faz de la tierra, en la variedad de lenguas y de estirpes, resumiéndolas a todas con Adán en sí (Adversus Haereses III, 22, 3).
Cristo es el Esperado en todo el AT; allí se habla de El como del que va a venir. El AT es la prehistoria de Cristo, en la que en cierta manera se traslucen los rasgos de su vida. La figura de Cristo proyecta su sombra en el AT en una rara inversión del ejemplarismo griego y del pensamiento natural, que conocen tan sólo las sombras de lo que realmente existe. Aquí la aurora es el reflejo del día: el Antiguo Testamento es la irradiación del Evangelio (Hebr 10,1; Rom 5,14; Gal 3,16; 1 Cor 10,6; Col 2,17). Según esto, todo el AT es un texto profético, cuyas palabras y signos se cumplen en Cristo (Schmaus).
Desde Abrahán hasta Cristo (Mt 1,1-16), el itinerario de la historia de la salvación no fue un viaje triunfal. Se diría más bien que en él se mezclan la gracia y el pecado, una alternativa de luces y de sombras. Junto al amor de Dios, que sigue siendo indefectible, está el elemento humano, capaz de subir e inclinado a caer. Entre sus antepasados Cristo tiene santos y pecadores; tanto a los unos como a los otros no se avergüenza de llamarlos hermanos (cf Heb 2,11-12).
Aquella larga peregrinación que se extiende desde Abrahán hasta Cristo alcanza por fin la meta. María es el penúltimo eslabón de esta cadena genealógica. También ella por la vocación especial que se le ha asignado, es testigo de la fidelidad de Dios a sus promesas de querer estar al lado de los hombres (cf Gén 3,15). La Virgen surge del río de las generaciones humanas como alba que prepara el día de Cristo, salvación eterna: "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús el llamado Cristo"( Mt 1,16; A. Serra).
Jesús, reconocido como Hijo de Dios por la comunidad cristiana, tiene un origen humano estrechamente vinculado a su pueblo Israel y a los avatares de la historia humana. La genealogía es género literario reconocido en la Biblia para mostrar la vinculación de los hombres con la historia de su propio pueblo; y es, al mismo tiempo, título que garantiza la transmisión legítima de la bendición de Dios.
Dios se vale de los hombres para realizar su designio en la historia. Jesús está ligado para siempre con sus hermanos los hombres. Con él la historia ha llegado a un remanso de nueva vida divina. Sabemos que por la fe y no por la sangre recibimos de él el nuevo impulso creador. El nombre de Jesús anuncia la novedad de la salvación.
La obra del Espíritu se perpetúa en todo creyente que ha de ofrecer, también, su colaboración. Como la de María Virgen, generosa y fiel en el amor; como la de José, honrado, reverente ante Dios y con la obediencia de su fe oscura.
San Agustín comenta que José es padre de Jesús, no por obra de la carne, sino por la del amor: “El que las generaciones se cuenten por la línea de José y no por la de María no debe ser motivo de preocupación. De ello ya se ha hablado bastante. Del mismo modo que ella fue madre sin concupiscencia carnal, así también él fue padre sin unión carnal. Por él pueden descender o ascender las generaciones. No lo apartemos porque le faltó la concupiscencia carnal. Su mayor pureza reafirme su paternidad, no sea que nos lo reproche la misma santa María. Ella no quiso anteponer su nombre al del marido, sino que dijo: Tu padre y yo te estábamos buscando con dolor (Lc 2,48). No hagan, los perversos murmuradores lo que no hizo la casta esposa.
Computemos, pues, por la línea de José, porque como es marido casto, así es igualmente casto padre. Pero antepongamos el varón a la mujer según el orden de la naturaleza y de la ley de Dios. Si, apartándole a él, ponemos a María en su lugar, dirá y con razón: «¿Por qué me habéis separado? ¿Por qué no suben o bajan por mí las generaciones?». ¿Acaso ha de respondérsele: «Porque tú no lo engendraste con la obra de tu carne»? Pero él replicará: «¿Acaso ella le dio a luz por la obra de la carne»? La acción del Espíritu Santo recayó sobre los dos. Siendo, dice, un hombre justo. Justo era el varón, justa la mujer. El Espíritu Santo que reposaba en la justicia de ambos, a ambos les dio el hijo. Pero obró en el sexo al que le correspondía dar a luz lo que al nacer sería también para el marido. Así, pues, el ángel ordena a los dos que impongan el nombre al niño, con lo que se manifiesta que ambos tienen autoridad paterna. Pues estando todavía mudo Zacarías, la madre impuso el nombre al hijo que le había nacido. Y cuando los allí presentes preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamase, tomando las tablillas escribió lo mismo que ella había dicho. Se dice también a María: He aquí que vas a concebir a un hijo y le pondrás por nombre Jesús (ib., 31). Y a José: José, hijo de David, no temas acoger a María como tu esposa, porque lo que en ella ha nacido es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús: él salvará a su pueblo de todos sus pecados (Mt 1,20.21). Se afirma también: Y le dio a luz un hijo (Lc 2,7), con lo que se le reconoce como padre, no por obra de la carne, sino por la del amor. De esta manera es él padre.
Con suma cautela y prudencia, pues, cuentan los evangelistas las generaciones por su línea, tanto Mateo descendiendo desde Abrahán hasta Cristo, como Lucas ascendiendo desde Cristo hasta Dios, pasando por Abrahán. Uno las cuenta en línea ascendente, otro en línea descendente, pero ambos pasan por José. ¿Por qué? Porque era padre. ¿Cómo es que era padre? Porque su paternidad era tanto más auténtica cuanto más casta. Ciertamente era considerado como padre de nuestro Señor Jesucristo, pero de otra manera, es decir, no como los demás padres que engendran en la carne y reciben hijos por cauce distinto al solo afecto espiritual. Lucas dice también: Se le creía padre de Jesús (ib. 3,23). ¿Por qué se le creía así? Porque la opinión y juicio de los hombres se deja llevar por lo que suele suceder entre los hombres. Pero el Señor no nació de la sangre de José, aunque así se pensara; sin embargo, a la piedad y caridad de José le nació de la virgen María un hijo, Hijo a la vez de Dios”.
Navidad, fiesta de la alianza amorosa. Jerusalén, ciudad destruida y prostituida por sus enemigos, desterrada y solitaria, infiel y pecadora, es, a pesar de todo, invitada por Yavé a unirse a El en una alianza de amor, como una novia virgen y joven.
Es ésta una de las más bellas imágenes de lo que es Navidad, día en el que brilla hasta el exceso el apasionado amor de Dios hacia los hombres; el total y absoluto amor, más fuerte que la misma infidelidad.
Hoy se nos dice que no es cierto que Dios castiga nuestro pecado y desprecia nuestra pequeñez. El Dios de Jesús, nuestro Dios, no conoce el resentimiento ni la venganza. Todo él vibra como un novio en la noche de bodas. Y en esta noche, la novia es la humanidad; mujer de cuyo seno brota y surge el bello fruto de la libertad, de la paz, de la justicia y de la alegría.
El esposo divino hoy invita a su mujer a vivir amando, a amar gozando, a gozar entregándose. Bien lo intuimos al considerar este día como una de nuestras fiestas populares más grandes y más bulliciosas, como también más íntima y más familiar. Es la noche de bodas...
Los cristianos, tan acostumbrados a llamar Padre a Dios, hemos olvidado este otro nombre con que la Biblia invoca a Dios: esposo. Es cierto que a los hombres nos cuesta sentirnos «la esposa» de Dios, cumpliendo un papel femenino ante su masculinidad. Pero más allá de las palabras, está la realidad profunda: dos esposos son dos seres que se unen en una empresa común: amarse y gozar, crecer y hacer crecer. La figura de «padre» siempre nos deja la impresión de autoridad, de severidad, de poder, hasta de castigo. No así la de esposo: nuestro Dios se nos acerca seduciéndonos, sin gritos ni amenazas, enamorado de la raza humana, atrapado por nuestra condición humana. Tanto se enamora que se vuelca totalmente y él mismo se hace «hijo» de la tierra, se hace hombre: es Jesús. Sentir en esta noche a Dios como esposo, nos lleva, sin duda alguna, a un cambio muy grande en nuestra concepción de la religión y de la fe. Al esposo se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte de uno mismo, la otra mitad de nuestro ser. Sólo en la unión con el esposo la mujer se siente entera, total. Y lo mismo le sucede al marido.
Navidad nos muestra a este Dios presente en un niño, en todo igual a los hombres; necesitado de cariño y afecto, de una madre, de gente a su alrededor... Dios necesita de los hombres. Y los hombres necesitamos de este Dios, interioridad de nuestra vida, plenitud de ser, totalidad de amor.
Jesús es el hijo de Dios, porque es su don, el fruto de su amor. Pero también es el fruto de la tierra, el don de la humanidad, la expresión de un profundo amor yacente en una mujer. Así María, en esta noche, con ese amor delicado, íntimo y total, bien expresa lo que debe ser la comunidad cristiana: receptora del Espíritu, dadora de vida.
Celebrar Navidad es colocar en el centro de nuestro interés una sola cosa: el amor. El hijo de este amor es Jesús. Poco importa quiénes son sus padres. Poco importa de dónde viene ese hombre o aquella mujer... Navidad nos enseña que todo hombre y toda mujer son expresión de amor y llamada al amor.
El rey prometido. Los textos de la misa de la vigilia giran en torno a este tema: el salvador prometido a Israel será su rey. En el concepto de rey se incluyen dos elementos: él rey es el resumen representativo de todo el pueblo y, a la vez, el que le supera, el que le confiere sentido y orden. El árbol genealógico de Jesús, tal y como lo presenta Mateo en el evangelio, muestra tres peculiaridades. En primer lugar se menciona a Jesús como descendiente de la estirpe de David, rey que desciende a su vez de Abrahán, el fundador del pueblo y de su fe. Después se mencionan los reyes de Israel según se fueron sucediendo, aunque se silencian los nombres de los que fueron especialmente impíos. Y finalmente aparece la extraña serie de nombres de mujeres y de madres: Tamar, Rut, Betsabé y María, la última de todas. El árbol genealógico de los descendientes de David termina con «José, el esposo de María», de la que nace el Mesías. Los judíos consideran como padre legal al que reconoce al niño. Es lo que hace José, por indicación del ángel. Esto coloca a Jesús dentro de la sucesión real: los Magos preguntarán por el «rey de los judíos que ha nacido» (Hans Urs von Balthasar).
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