viernes, 21 de enero de 2011

1ª semana, sábado: «La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo», y «los mandatos del Señor son rectos y alegran el cora

Hebreos 4: 12 – 16: 12 Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. 13 No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta. 14 Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos - Jesús, el Hijo de Dios - mantengamos firmes la fe que profesamos. 15 Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. 16 Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna.

Salmo 19: 8 - 10, 15: 8 La ley de Yahveh es perfecta, consolación del alma, el dictamen de Yahveh, veraz, sabiduría del sencillo. 9 Los preceptos de Yahveh son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento de Yahveh, luz de los ojos. 10 El temor de Yahveh es puro, por siempre estable; verdad, los juicios de Yahveh, justos todos ellos, 15 ¡Sean gratas las palabras de mi boca, y el susurro de mi corazón, sin tregua ante ti, Yahveh, roca mía, mi redentor.

Marcos 2: 13 – 17:13 Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. 14 Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» El se levantó y le siguió. 15 Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. 16 Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?» 17 Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.»

Comentario: 1.- Hb 4, 12-16. a) La carta a los Hebreos aduce dos argumentos para exhortar una vez más a sus lectores a la fidelidad y la perseverancia. Ante todo, la fuerza de la Palabra de Dios, que sigue viva, penetrante, tajante, y nos conoce hasta el tondo. Es como una espada de dos filos, que llega hasta la juntura de la carne y el hueso, que lo ve todo. Dios nos conoce por dentro, sabe nuestra intención más profunda. Si somos fieles nos premiará. Si vamos cayendo en la incredulidad, quedamos descubiertos ante sus ojos.
b) Cada día nos ponemos a la luz de la Palabra viva y penetrante de Dios. Palabra eficaz, como la del Génesis («dijo y se hizo»). Nos dejamos iluminar por dentro. Nos miramos a su espejo. Unas veces nos acaricia y consuela. Otras nos juzga y nos invita a un discernimiento más claro de nuestras actuaciones. O nos condena cuando nuestros caminos no son los caminos de Dios. Eso es lo que nos va sosteniendo en nuestro camino de fe.
Nos debería resultar de gran ayuda para superar nuestros cansancios o nuestras tentaciones de cada día el recordar al Mediador que tenemos ante Dios, un Mediador que nos conoce, que sabe lo difícil que es nuestra vida. Él experimentó el trabajo y el cansancio, la soledad y la amistad, las incomprensiones y los éxitos, el dolor y la muerte. Puede com-padecerse de nosotros porque se ha acercado hasta las raíces mismas de nuestro ser. Por eso es un buen Pontífice y Mediador, y nos puede ayudar en nuestra tentación y en los momentos de debilidad y fracaso. Se encarnó en serio en nuestra existencia y ahora nos acepta tal como somos, débiles y frágiles, para ayudarnos a nuestra maduración humana y cristiana.
Los primeros cristianos procedentes del judaísmo profesaban la fe en Cristo al mismo tiempo que seguían siendo celosos observadores de la Ley (cf. Act 321, 20). Para ellos, la fe no era distinta de la religión judía hasta el punto de que les obligase a abandonar sus hábitos. Por eso seguían frecuentando el Templo (Act 3, 1-4; 2, 46; 21, 26) y muchos sacerdotes se hacían discípulos de Cristo sin dejar sus funciones (Act 6,7). Las nociones de sacerdocio y de sacrificio que parecen hoy tan esenciales eran entonces todavía muy imprecisas. Y no es seguro que los medios salidos del judaísmo descubrieran ya en la Eucaristía que celebraban los valores sacerdotales y sacrificiales que la teología posterior descubrirá en ella.
Pero la persecución de los cristianos por los judíos (Act 6; 11, 19) obliga a los primeros a alejarse de Jerusalén y de su templo. El verse privados así del sacerdocio legal y de la posibilidad de sacrificar a Dios constituye una prueba difícil para esos "hebreos". San Pablo les asegura que no han perdido ni el contacto con la Palabra de Dios y su relación, con el sacerdocio ni la posibilidad de sacrificar, puesto que la palabra está siempre disponible y el verdadero gran sacerdote no es ya el que celebra en el Santo de los Santos, sino Jesucristo, que ha oficiado una vez para siempre, y el verdadero sacrificio no consiste ya en la inmolación de los toros y de los carneros, sino en la ofrenda incesante de la comunidad de los creyentes.
a) Los hebreos están habituados a medir la eficacia de la Palabra de Dios (cf. Is 55, 11); se manifiesta en primer término en quienes la proclaman; transforma, al precio a veces de una lucha violenta (Jer 20,7; Ez 3, 26-27), al profeta en un testigo auténtico y hasta en una palabra activa de la palabra (Is 8, 1-17; Os 1-3; Sal 68/69, 12). Esta potencia de la Palabra en el profeta se verifica todavía más en Jesús, identificado en este punto con la Palabra, que es en El su propio comportamiento, signo y salvación para todos los hombres (Heb 1, 1-2).
Mas lo que la Palabra ha realizado en los profetas y en Jesús, lo realiza igualmente en cada cristiano, desvelando sus intenciones más secretas y obligándole a tomar partido. En este sentido, la Palabra es juicio, no solo porque juzga desde fuera la conducta del hombre, tal como lo haría una norma legislativa, sino, más profundamente, porque invita al hombre a elegir entre sus deseos y las exigencias de la Palabra. En este sentido es una espada (/Lc/02/35) que obliga al cristiano a los desprendimientos más radicales.
El pasaje de este día reproduce la primera de estas dos afirmaciones: el cristiano no tiene ya necesidad del sacerdocio del templo, porque Jesucristo es su único mediador. A partir del v. 14, el autor recuerda el contenido de la profesión de fe cristiana; que Cristo es "heredero de todas las cosas" y que está unido al Padre ("sentido a su diestra") (Heb 1, 2-3). Recuerda a continuación que Cristo es sacerdote y mediador (Heb 4, 15-5, 10). La argumentación del autor es doble: por una parte, Cristo representa a la humanidad, puesto que se ha hecho hombre (vv. 15-16); por otra parte, como Hijo de Dios que es, sentado a la diestra del Padre, es igualmente representativo del mundo divino (v. 1). Es, pues, un mediador perfecto. Cristo representa a la humanidad, puesto que la ha asumido en su integridad: ha conocido sus fracasos, ha sufrido sus limitaciones, ha experimentado sus tentaciones. Pero ha transfigurado esa debilidad para dar plenitud a su sacerdocio; pero entonces, ¿por qué los fieles no habrán de gozar, a su vez, de esos privilegios? La respuesta se impone por sí sola: caminemos con confianza hacia el "trono de la gracia" (v. 16; cf. Heb 10, 22), es decir, hacia un rey de bondad que perdona incluso al culpable y ofrece su benevolencia a los que la solicitan (cf. Est 4, 11; 5, 1-2). ¡Pero no basta que Cristo se muestre acogedor y bueno! Ha de reconciliar además a la humanidad con Dios y realizar de ese modo un ministerio típicamente sacerdotal y sacrificial (v. 1). El sacrificio es, en efecto, el signo de la comunión entre Dios y el hombre y solo puede realizarlo quien está perfectamente acreditado cerca del uno y del otro. Por otra parte, no puede ser perfecto si la víctima no forma parte de ambos mundos, ofreciéndose a sí misma en toda su humanidad y bajo la influencia del Espíritu de Dios. Esto es lo que hace del sacerdocio y del sacrificio de Cristo un acto único y decisivo, al que los fieles se asocian en su vida y por medio de la Eucaristía (Rom 12, 1; Heb 13, 10-15; 1 Pe 2, 5: Maertens-Frisque).
-Ciertamente ¡es viva la Palabra de Dios! «¡Viva!» Seamos siempre conscientes de que, al ponernos en oración, no somos nunca un solitario que toma un libro de su biblioteca. Somos un amigo que va a encontrar a su amigo: la oración nos coloca verdaderamente ante alguien... somos «dos» que viven frente a frente. «Dios, ante quien estoy, ¡es el Dios vivo!». No estoy ante una letra impresa, una tinta seca y muerta. Percibo su Soplo en mi rostro. No es un libro... ¡es una Palabra viva!
-Enérgica y más cortante que una espada de dos filos. Se nos ha puesto en guardia contra la falta de fe. La Palabra de Dios pasa a ser justiciera, no sólo «viva», sino «enérgica y cortante» cuando es rehusada voluntariamente. «El que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn 12,48).
-La Palabra de Dios penetra a lo más profundo del alma, hasta las junturas y médulas; juzga los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a la mirada de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Las imágenes concretas de este texto son las de un luchador vencido, reducido a la impotencia, verdaderamente «dominado», ¡desnudo y sin defensa! En efecto, por desgracia, sucede a menudo que como Jacob en el vado de Yabok tratamos de resistir a la Palabra de Dios luchando contra Dios toda una noche (Génesis 32, 23-33). Señor, que tu Palabra sea eficaz en mí. Que en vez de resistir me deje moldear por ella. Ayúdame a aceptar que tu Palabra desenmascare mis intenciones secretas y mis escapatorias... ¡Que me transforme y me conduzca a ponerme de tu parte!
-En Jesús, el Hijo de Dios, tenemos al sumo sacerdote por excelencia. Es pues inútil echar de menos a los sacerdotes del templo. Jesús los reemplaza ventajosamente: las modestas eucaristías que los primeros cristianos vivían sencillamente en sus casas, tienen más valor que las solemnes liturgias de Jerusalén, de las que los hebreos sentían nostalgia. El autor se propone desarrollar su tesis central: ¿por qué Jesucristo es el único «sacerdote»?
-El Hijo de Dios... que penetró más allá de los cielos. 1º De una parte, Cristo es Dios. Su mediación no será una mediación del exterior, como la de un intermediario que viene a discutir con las dos partes presentes; Jesús es, en sí mismo, «representativo» de lo divino: pertenece al partido de Dios... está del lado de Dios... es Dios.. «penetró más allá de los cielos». Imagen significativa, que no hay que tomar en sentido material ni espacial, pues, en otros pasajes el mismo autor dirá: «penetró en los cielos» (Hb 8, 1; 9, 24).
-Pues no tenemos a un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado. 2º de otra parte. Cristo es hombre. Tampoco aquí su mediación será exterior. Cristo es verdaderamente «representante» de la humanidad que reconciliará con Dios.
-Avancemos pues confiadamente hacia Dios todopoderoso y dador de gracia. Esta es la conclusión que se impone (Noel Quesson).
2. El salmo hace eco a la lectura, cantando a esta Palabra penetrante de Dios: «tus palabras son espíritu y vida», «los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón». Pero hay un segundo motivo para que los cristianos no pierdan los ánimos y perseveren en su fidelidad a Dios: la presencia de Jesús como nuestro Mediador y Sacerdote. Podemos sentirnos débiles y estar rodeados de tentaciones, en medio de un mundo que no nos ayuda precisamente a vivir en cristiano. Pero tenemos un Sacerdote que conoce todo esto, que sabe lo frágiles que somos los humanos y lo sabe por experiencia. Eso nos debe dar confianza a la hora de acercarnos a la presencia de Dios. Jesús, por su muerte, ha entrado en el santuario del cielo -como el sacerdote del Templo atravesaba la cortina para entrar en el espacio sagrado interior- y está ante el Padre intercediendo por nosotros. Es un Sacerdote que es «capaz de compadecerse de nuestras debilidades, porque ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado».
3.- Mc 2, 13-17: a) La llamada que hace Jesús a Mateo (a quien Marcos llama Leví) para ser su discípulo, ocasiona la segunda confrontación con los fariseos. Antes le habían atacado porque se atrevía a perdonar pecados. Ahora, porque llama a publicanos y además come con ellos. Es interesante ver cómo Jesús no aprueba las catalogaciones corrientes que en su época originaban la marginación de tantas personas. Si leíamos anteayer que tocó y curó a un leproso, ahora se acerca y llama como seguidor suyo nada menos que a un recaudador de impuestos, un publicano, que además ejercía su oficio a favor de los romanos, la potencia ocupante. Un «pecador» según todas las convenciones de la época. Pero Jesús le llama y Mateo le sigue inmediatamente. Ante la reacción de los fariseos, puritanos, encerrados en su autosuficiencia y convencidos de ser los perfectos, Jesús afirma que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar justos, sino pecadores». Es uno de los mejores retratos del amor misericordioso de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Con una libertad admirable, él va por su camino, anunciando la Buena Noticia a los pobres, atendiendo a unos y otros, llamando a «pecadores» a pesar de que prevé las reacciones que va a provocar su actitud. Cumple su misión: ha venido a salvar a los débiles y los enfermos.
b) A todos los que no somos santos nos consuela escuchar estas palabras de Jesús. Cristo no nos acepta porque somos perfectos, sino que nos acoge y nos llama a pesar de nuestras debilidades y de la fama que podamos tener. El ha venido a salvar a los pecadores, o sea, a nosotros. Como la Eucaristía no es para los perfectos: por eso empezamos siempre nuestra celebración con un acto penitencial. Antes de acercarnos a la comunión, pedimos en el Padrenuestro: «Perdónanos». Y se nos invita a comulgar asegurándonos que el Señor a quien vamos a recibir como alimento es «el que quita el pecado del mundo». Precisamente estos días contemplaremos a Jesús como el Cordero inmaculado que nos libera de todo pecado. También nos debe estimular este evangelio a no ser como los fariseos, a no creernos los mejores, escandalizándonos por los defectos que vemos en los demás. Sino como Jesús, que sabe comprender, dar un voto de confianza, aceptar a las personas como son y no como quería que fueran, para ayudarles a partir de donde están a dar pasos adelante. A todos nos gusta ser jueces y criticar. Tenemos los ojos muy abiertos a los defectos de los demás y cerrados a los nuestros. Cristo nos va a ir dando una y otra vez en el evangelio la lección de la comprensión y de la tolerancia (J. Aldazábal).
-Jesús salió de nuevo a las orillas del mar; toda la muchedumbre se llegó a El y les enseñaba. Marcos no busca ser original. Sus relatos son como unos clichés. Esta repetición constante del papel de Jesús es sorprendente: Jesús enseña.
-Al pasar, Jesús vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado en el telonio (oficina de la Aduana) y le dijo: "Sígueme." Será otro de los primeros a quien Jesús llama. Va completando su grupo; y ahora escoge a un "aduanero". Roma había organizado sistemáticamente la recaudación de impuestos y tarifas. Un procedimiento ordinario era apostar a un recaudador con una escuadra de soldados; a la entrada de las ciudades, para cobrar las tarifas de las mercancías que entraban o salían de la ciudad. Es uno de esos "publicanos", mal vistos de la población a quien Jesús llama. Leví no es otro que Mateo, el que más tarde escribirá un evangelio: estaba habituado a las "escrituras", era un hombre "sentado a la mesa" de la recaudación pública de Cafarnaúm.
-Este hombre se levantó y siguió a Jesús. Jesús se sentó a la mesa en casa de éste. Muchos publicanos y pecadores estaban recostados con "El y sus discípulos". He aquí una revelación de Dios que merece señalarse. Jesús no juzga a los que se acercan; no hace diferencias entre los hombres. No entra en las clasificaciones habituales de la opinión de su tiempo; es un hombre de ideas amplias, un hombre tolerante y comprensivo. Yo soy también un pecador. Gracias, Señor, por no juzgarme, y sentarte a mi mesa, e invitarme a la tuya. Pienso concretamente en mis pecados... Sé que tú me conoces, Señor, y que tú no me desprecias. Gracias. Los escribas del partido de los fariseos, viendo que Jesús comía con pecadores y publicanos... El "partido de los fariseos" era una especie de cofradía, o de movimiento religioso, que se dedicaba al conocimiento de la Ley y de la Tradición para promover su estricta aplicación. En particular, pedían, siguiendo a Moisés, no frecuentar ciertas personas para no comprometer su pureza legal: tenían empeño en ser unos separados, unas gentes íntegras y puras... Señor, ayúdanos a evitar cualquier clase de orgullo.
-Dijeron a sus discípulos: "¿Por qué come con publicanos y pecadores?" Ellos apuntan a Jesús; pero dirigen la pregunta a sus discípulos. Así empezamos a ver un grupo solidario: "Jesús y sus discípulos" frente a los adversarios. Durante toda la fase siguiente del evangelio según san Marcos observaremos ese triángulo que se ha formado: 1) Jesús y sus discípulos. 2) La muchedumbre. 3) Los adversarios: escribas y fariseos ¿Me mantengo al lado de Jesús? ¿Solidario con El para lo mejor y para lo peor?
-Y, oyéndolo Jesús, les dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los "justos", sino a los "pecadores". La pregunta se hizo a los discípulos; pero es Jesús quien contesta. La solidaridad se da en ambos sentidos. Jesús defiende a su grupo. ¿Cuál es mi actitud frente a los pecadores? Me repito a mí mismo la palabra de Jesús (Noel Quesson).
Un exégeta alemán decía: “la esencia del cristianismo es comer juntos”. Rafael Aguirre ha escrito “La mesa compartida”. Así que eso de compartir la mesa tiene más “miga” de la que nos pudiera parecer. Otros estudiosos, a saber, los que enseñan y escriben sobre la Eucaristía, se demoran, antes de hablar de la última cena de Jesús, en las comidas en que tomó parte durante su ministerio. En unas era un invitado. Aquí, burlando la vigilancia de los sesudos estudiosos, podemos mezclar varias de las referencias y relatos: las bodas de Caná, este banquete en casa de Leví, las invitaciones de fariseos aceptadas por Jesús, el episodio de los trajines de la hacendosa Marta y la regalada escucha de su hermana María, el convite en casa de Zaqueo..., sin olvidar la comida preparada por la suegra de Pedro. Amén de todos esos momentos, los cuatro evangelios nos narran la multiplicación de los panes en que Jesús ejerce de anfitrión. En las parábolas es recurrente el motivo del banquete. Y en cierta ocasión Jesús defenderá a sus discípulos poco propensos al ayuno diciendo que mientras estaba el novio no había que ayunar, que todo tiene su tiempo. ¡Pero si a él mismo se lo llamó comilón y borracho!
La comensalidad, es decir, el comer juntos, la confraternización, pertenece a la esencia del banquete, y también la alegría, la música, y la abundancia y calidad de los manjares. Todo ello era símbolo de la plenitud que llegaba con Jesús, una plenitud que no se servía al puñado de los cuatro justos-y-adustos que están ahítos de sobriedades. Es una plenitud que se desbordaba sobre todos, en especial sobre los “enfermos”, los alejados, los denostados y quizá envidiados colaboracionistas del imperio, los pecadores. Incluso, aunque a primera vista a regañadientes, sobre la hija de la sirofenicia y sobre los perrillos que se acercan a la mesa del amo para comer las migajas y huesos enjundiosos que caen de las bien provistas bandejas y los platos (Pablo Largo).
Los fariseos se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con toda clase de personas: ¿Porqué come con publicanos y pecadores? (Marcos 2, 13-17). Jesús se siente bien con todo el mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. En esta escena contemplamos cómo el Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Su afán salvador se extiende a todas las criaturas de cualquier clase y condición. Jesús mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término la convivencia, con las virtudes que ésta requiere, y donde tiene lugar el primero y principal trato social. Jesús es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos, por encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y a disculpar. Un cristiano que sigue a Cristo no puede estar encerrado en sí mismo, y despreocupado de lo que sucede a su alrededor.
Nosotros tenemos a lo largo del día muchos encuentros esporádicos y fugaces con diversas personas. Para un cristiano son importantes, pues es una ocasión de mostrarles aprecio porque son hijos de Dios. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y cortesía. La virtud de la afabilidad -que encierra en sí a muchas otras, según enseña Santo Tomás-, ordena “las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras” (Suma Teológica), nos lleva a hacer la vida más grata a quienes vemos todos los días. El cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de la afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios.
Son muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad y la indulgencia, la gratitud, la cordialidad y la amistad, la alegría y el respeto mutuo. El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás; a comprenderlos, a mirarlos con simpatía inicial y siempre, con una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en todos. Y muy cercana a la comprensión está la capacidad de disculpar con prontitud. Hoy sábado, hacemos el propósito, en honor de la Virgen, el cuidar con esmero todos los detalles de fina caridad con el prójimo (Francisco Fernández Carvajal). Llucià Pou Sabaté

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