Hebreos 2: 14 – 18: 14 Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, 15 y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. 16 Porque, ciertamente, no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham. 17 Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. 18 Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados.
Salmo 105: 1 - 4, 6 – 9: 1 ¡Dad gracias a Yahveh, aclamad su nombre, divulgad entre los pueblos sus hazañas! 2 ¡Cantadle, salmodiad para él, sus maravillas todas recitad; 3 gloriaos en su santo nombre, se alegre el corazón de los que buscan a Yahveh! 4 ¡Buscad a Yahveh y su fuerza, id tras su rostro sin descanso, 6 Raza de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: 7 él, Yahveh, es nuestro Dios, por toda la tierra sus juicios. 8 El se acuerda por siempre de su alianza, palabra que impuso a mil generaciones, 9 lo que pactó con Abraham, el juramento que hizo a Isaac.
Marcos 1,29-39: 29 Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. 30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. 31 Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles. 32 Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; 33 la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. 34 Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían. 35 De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración. 36 Simón y sus compañeros fueron en su busca; 37 al encontrarle, le dicen: «Todos te buscan.» 38 El les dice: «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido.» 39 Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
Comentario: 1.- Hb 2, 14-18: Complemento del relato sobre la mediación exclusiva de Cristo y sobre su funcionamiento. Ayer vimos que Cristo ejercía sobre la humanidad una mediación mucho más eficaz que la de los ángeles y que, incluso, liberaba a los hombres de la tutela de esos mismos ángeles. Ahora se dispondrá a demostrar cómo: * la salvación no puede realizarse sino por consaguinidad (vv. 14, 18). Cristo no ha querido salvar al hombre sin el hombre, como desde fuera, sino desde dentro, asumiendo El mismo nuestra carne y nuestra sangre. Como Hombre-Dios nos libera de la tutela de los ángeles (las leyes cósmicas) y especialmente de ese ángel que se considera tiene entre sus manos la coyuntura de la muerte (vv.14-15). Los ángeles son perfectamente incapaces de realizar este tipo de salvación porque no comparten la condición del hombre. **Lo mismo sucede con la misión sacerdotal de Cristo: su acción no tiene valor de expiación sino en cuanto sabe compartir (vv. 17-18; cf. Heb 4,14-20; 5,7-8).
El autor propone, en consecuencia, un concepto del sacerdocio de Cristo y de su obra de salvación diametralmente opuesto a los conceptos judíos y sobre todo paganos para quienes la salvación es un golpe de varita mágica procedente de Dios, pero que incide sobre los hombres desde fuera y para quienes, además, el sacerdocio está muy lejos de ser considerado como una consanguinidad, sino más bien como una separación y un desmembramiento (Maertens-Frisque).
-Puesto que los hombres tienen todos una naturaleza de carne y de sangre, Jesús quiso participar de esa condición humana. Ese principio es importantísimo. Es el realismo de la encarnación. San Pablo había ya dicho: «me hice judío con los judíos, griego con los griegos» (1 Corintios 9, 20-21). ¡«Participar de la condición» de aquellos que se quiere salvar! Esto se opone netamente a las concepciones judías y paganas sobre el sacerdocio, que hacen del sacerdote un ser aparte, separado del común de los mortales. El Concilio Vaticano II ha vuelto a insistir sobre ese principio de encarnación: «Los presbíteros, tomados de entre los hombres, viven con los demás hombres como hermanos. Así también el Señor Jesús... En cierta manera son segregados en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno... No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta a la terrena; pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones.» (D.M. y V.S., 3).
"Los primeros apóstoles de los obreros serán obreros" decía el Papa Pío Xl al fundar la Acción Católica. Revalorizaba así el principio de encarnación que es esencial a la Iglesia. Algunos sacerdotes adoptan hoy la condición obrera para llevar el evangelio a ese ambiente... y es muy comprensible que la Iglesia adopte la cultura y la condición africana para salvar a África. Ruego por esa gran obra de autenticidad y de encarnación. -Así también, por su muerte, pudo Jesús aniquilar al señor de la muerte, es decir, al Diablo. Jesús no ha tomado a medias nuestra condición humana, sino que ha llegado a compartir con nosotros la muerte.
El autor se atreve a decir que «tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y pontífice fiel». Tenía que experimentar desde la raíz misma de nuestra existencia lo que es ser hombre, lo que es vivir y sobre todo lo que es padecer y morir. Ayer decía que «Dios juzgó conveniente perfeccionar con sufrimientos» a Jesús, ya que tenía que salvar a la humanidad. Hoy añade que «tenía que» parecerse en todo a sus hermanos. También en el dolor. Así podrá ser «compasivo»: o sea, com-padecer, padecer con los que sufren. No habrá aprendido lo que es ser hombre en la teoría de unos libros, sino en la experiencia cálida de la misma vida. Así podrá ser «pontífice», o sea, «hacer de puente» entre Dios y la humanidad. Por un aparte es Dios. Pero por otra es hombre verdadero. Solidario con Dios y con el hombre, para así unir en sí mismo las dos orillas. Es dramática pero real la descripción que nos ha hecho la carta: la situación de miedo y de esclavitud ante el mal y la muerte. Pero a la vez es gozosa la convicción de que Cristo ha venido precisamente a salvarnos de esa situación, también a cada uno de nosotros hoy y aquí. El argumento de Hebreos es profundo y vale para siempre, también para nuestra generación: «Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella». Cada uno cree que su dolor es único y que los otros no le entienden. Pero Cristo sufrió antes que nosotros y nos comprende. Es «compasivo» porque es consanguíneo nuestro, «de nuestra carne y sangre», y su camino fue el nuestro. El camino que nosotros recorremos, cada uno en su tiempo y en sus circunstancias, es el camino que ya siguió Jesús. Ya sabe él la dificultad y la aspereza de ese recorrido. Por eso se hace solidario y «puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» y es «pontífice»: nos comunica la vida y la fuerza de Dios, da sentido a nuestra vida y a nuestro dolor, porque lo incorpora a su dolor pascual, el dolor que salvó a la humanidad. Juan Pablo II, en varias de sus cartas y encíclicas, insiste en esta cercanía existencial de Cristo a la vida humana: ya a partir de la primera, «Redemptor hominis», de 1979, y sobre todo en la carta «Salvifici Doloris» (el sentido cristiano del sufrimiento), de 1984. Debemos aprender esta lección también en nuestra relación para con los demás: sólo podemos tener credibilidad si «padecemos-con», si tomamos en serio nuestra solidaridad con los demás. En el prefacio de la misa en que se celebra la Unción de los enfermos recordamos el ejemplo de Jesús: «Tu Hijo, médico de los cuerpos y de las almas, tomó sobre sí nuestras debilidades para socorrernos en los momentos de prueba y santificarnos en la experiencia del dolor».
-Y liberó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. De esta manera, afrontando la muerte, nos libra de ella. Viviéndola, nos muestra que no hay que tenerle miedo, puesto que tampoco el temió pasar por ella como algo necesario para acceder a la verdadera vida. Señor, ayúdame a no tener miedo a la muerte... o por lo menos a que este miedo no me esclavice. Quédate conmigo, Señor, cuando llegue mi hora.
-Porque ciertamente no son ángeles a los que quiere ayudar... por eso le fue preciso asemejarse en todo a sus hermanos... ¡Gracias; Señor! «Fue preciso»... me detengo y medito esa palabra.
-Para ser, en sus relaciones con Dios, sumo Sacerdote, misericordioso y fiel. Se anuncia así el tema principal del sermón. El sacerdocio de Cristo.
-Habiendo sido probado en el sufrimiento de su pasión, puede ayudar a los que se ven probados. La prueba. La experiencia del sufrimiento. Decimos a menudo: «¡no lo podéis comprender! es preciso pasar por ello para saberlo». Efectivamente, incluso nuestro entorno más amoroso no puede comprender ciertas pruebas que se abaten sobre nosotros. Pero el hombre que ha de soportar esa misma prueba adquiere una capacidad nueva de comprensión. Como Jesús, es capaz de ayudar a los probados (Noel Quesson).
3.- Mc 1, 29-39 (ver domingo 5B). Junto con lo que leíamos ayer (un sábado que empieza en la sinagoga de Cafarnaúm con la curación de un poseído por el demonio), la escena de hoy representa como la programación de una jornada entera de Jesús. Al salir de la sinagoga va a casa de Pedro y cura a su suegra: la toma de la mano y la «levanta». No debe ser casual el que aquí el evangelista utilice el mismo verbo que servirá para la resurrección de Cristo, «levantar» (en griego, «egueiro»). Cristo va comunicando su victoria contra el mal y la muerte, curando enfermos y liberando a los poseídos por el demonio. Luego atiende y cura a otros muchos enfermos y endemoniados. Pero tiene tiempo también para marchar fuera del pueblo y ponerse a rezar a solas con su Padre, y continuar predicando por otros pueblos. No se queda a recoger éxitos fáciles. Ha venido a evangelizar a todos.
Ahora, después de su Pascua, como Señor resucitado, Jesús sigue haciendo con nosotros lo mismo que en la «jornada» de Cafarnaúm. Sigue luchando contra el mal y curándonos -si queremos y se lo pedimos- de nuestros males, de nuestros particulares demonios, esclavitudes y debilidades. La actitud de la suegra de Pedro que, apenas curada, se puso a servir a Jesús y sus discípulos, es la actitud fundamental del mismo Cristo. A eso ha venido, no a ser servido, sino a servir y a curarnos de todo mal. Sigue enseñándonos, él que es nuestro Maestro auténtico, más aún, la Palabra misma que Dios nos dirige. Día tras día escuchamos su Palabra y nos vamos dejando llenar de la Buena Noticia que él nos proclama, aprendiendo sus caminos y recibiendo fuerzas para seguirlos. Sigue dándonos también un ejemplo admirable de cómo conjugar la oración con el trabajo. El, que seguía un horario tan denso, predicando, curando y atendiendo a todos, encuentra tiempo -aunque sea escapando y robando horas al sueño- para la oración personal. La introducción de la Liturgia de las Horas (IGLH 4) nos propone a Jesús como modelo de oración y de trabajo: «su actividad diaria estaba tan unida con la oración, que incluso aparece fluyendo de la misma», y no se olvida de citar este pasaje de Mc 1,35, cuando Jesús se levanta de mañana y va al descampado a orar. Con el mismo amor se dirige a su Padre y también a los demás, sobre todo a los que necesitan de su ayuda. En la oración encuentra la fuerza de su actividad misionera. Lo mismo deberíamos hacer nosotros: alabar a Dios en nuestra oración y luego estar siempre dispuestos a atender a los que tienen fiebre y «levantarles», ofreciéndoles nuestra mano acogedora (J. Aldazábal).
El pasaje que leemos hoy en la carta a los Hebreos tiene en el fondo un una interpretación de la vida humana que pudiéramos llamar existencial, y ciertamente profunda. Dice el autor que el demonio tenía esclavizados a los seres humanos mediante el temor a la muerte, y que Jesús los salvó liberándolos del temor a la muerte... El existencialismo de Heidegger define al ser humano como el «ser-para-la-muerte». Es el único ser que no sólo muere, sino que sabe que va a morir, y que, en ese sentido, se sabe «condenado a muerte». Cuando sin la fe el ser humano se sabe reducido al espacio de su vida mortal, la perspectiva de la muerte, el miedo a la muerte que inexorablemente se acerca día a día, reviste de mayor colorido aún las seducciones de este mundo. Por el contrario, la fe en Jesús, la fe en la vida eterna destruye la muerte, en cuanto que la transforma en un simple paso. Vistas las cosas a la luz de la eternidad, esa fuerza de seducción que poseían por la amenaza de la muerte cede paso a la santa indiferencia en la que nos dejan, a la libertad de los hijos de Dios. Al confiar en la victoria de Jesús sobre la muerte, ésta es derrotada, y somos liberados del temor a la muerte.
La fe en la resurrección sería nuestra victoria sobre la muerte. Parece que las excavaciones arqueológicas avalan la hipótesis de que la casa de Pedro en Cafarnaún estaba, efectivamente, enfrente de la sinagoga, a unos pocos metros. Al salir de la sinagoga Jesús se quedó en casa de Pedro. La curación de su suegra está narrada de forma que se puede elaborar simbólicamente: Jesús la cura y ella se pone a servir; se trata de una liberación para el servicio, de una curación para el amor (Servicio bíblico latinoamericano).
No son los doce trabajos de Hércules lo que nosotros tenemos que realizar; no tenemos por qué dar motivos para sobrecogedores cantares de gesta. Más bien se nos invita a afrontar “los trabajos y los días” (Hesíodo), una vez nos hemos repuesto de nuestra enfermedad, hemos recobrado fuerzas para laborar y ganas de vivir. Escribía B. Brecht en su obra “Preguntas de un obrero lector”: Tebas, la de las siete puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran los nombres de los reyes. / ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? / (...) El joven Alejandro conquistó la India. / ¿Él solo? / Cesar venció a los galos. / ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero? / Felipe II lloró al hundirse / su flota. ¿No lloró nadie más? (Pablo Largo).
Hoy vemos claramente cómo Jesús dividía la jornada. Por un lado, se dedicaba a la oración, y, por otro, a su misión de predicar con palabras y con obras. Contemplación y acción. Oración y trabajo. Estar con Dios y estar con los hombres.
En efecto, vemos a Jesús entregado en cuerpo y alma a su tarea de Mesías y Salvador: cura a los enfermos, como a la suegra de san Pedro y muchos otros, consuela a los tristes, expulsa demonios, predica. Todos le llevan sus enfermos y endemoniados. Todos quieren escucharlo: «Todos te buscan» (Mc 1,37), le dicen los discípulos. Seguro que debía tener una actividad frecuentemente muy agotadora, que casi no le dejaba ni respirar.
Pero, Jesús se procuraba también tiempo de soledad para dedicarse a la oración: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración» (Mc 1,35). En otros lugares de los evangelios vemos a Jesús dedicado a la oración en otras horas e, incluso, muy entrada la noche. Sabía distribuirse el tiempo sabiamente, a fin de que su jornada tuviera un equilibrio razonable de trabajo y oración.
Nosotros decimos frecuentemente: —¡No tengo tiempo! Estamos ocupados con el trabajo del hogar, con el trabajo profesional, y con las innumerables tareas que llenan nuestra agenda. Con frecuencia nos creemos dispensados de la oración diaria. Realizamos un montón de cosas importantes, eso sí, pero corremos el riesgo de olvidar la más necesaria: la oración. Hemos de crear un equilibrio para poder hacer las unas sin desatender las otras.
San Francisco nos lo plantea así: «Hay que trabajar fiel y devotamente, sin apagar el espíritu de la santa oración y devoción, al cual han de servir las otras cosas temporales».
Quizá nos debiéramos organizar un poco más. Disciplinarnos, “domesticando” el tiempo. Lo que es importante ha de caber. Pero más todavía lo que es necesario (Josep Mª Massana).
Y nos dice S. Jerónimo: “¡Si Jesús se acercara a nosotros y con una sola palabra curara nuestra fiebre! Porque cada uno de nosotros tenemos nuestra fiebre. Que Jesús se acerque, pues, a nosotros, que nos toque con su mano. Si lo hace, la fiebre desaparecerá al instante porque Jesús es un médico excelente. El es el verdadero, el auténtico médico, el primero de todos los médicos. Sabe descubrir el secreto de nuestras enfermedades: él nos toca, no en el oído ni en la frente sino en las manos, es decir: en nuestras obras malas.
Jesús se acerca a la mujer enferma porque ella no podía levantarse y correr a su encuentro. El, el médico misericordioso y comprensivo se acerca a su lecho. Se acerca porque que quiere; toma la iniciativa de la curación. Se acerca a esta mujer y ¿qué le dice? “Tú tenías que haber corrido hacia mí. Tú tenías que haber venido a la puerta para recibirme para que tu curación no fuera sólo efecto e mi misericordia sino también de tu voluntad. Pero como estás abatida por la fiebre y no te puedes levantar, soy yo quien me acerco y voy hacia ti!”
Jesús se acerca y la hace levantar... La toma de la mano. Cuando uno está en peligro, como Pedro en el lago, a punto de ahogarse, Jesús lo toma de la mano y lo levanta. Jesús hace levantar a esta mujer tomándola de la mano: su propia mano coge la mano de la mujer. ¡Dichosa amistad! ¡Feliz contacto! Jesús la coge de la mano como un médico: constata la violencia de la fiebre, él, el médico y el remedio. Jesús la toca y la fiebre la abandona. ¡Que toque también nuestra mano, que cure nuestras obras! “Pero”, dirá alguno, “¿dónde está Jesús?” Está aquí, en medio de nosotros, dice el evangelio. “En medio de vosotros hay uno a quien vosotros no conocéis.”(Jn 1,26) Tengamos fe y experimentaremos también la presencia de Jesús”.
Tres enseñanzas puedo obtener del evangelio de hoy. La primera es sobre la intercesión. La suegra de Simón está enferma y se lo comunican a Jesús. Aunque claramente no se dice quien, sabemos que alguien, seguro uno de los discípulos, el mismo Simón tal vez, o la esposa de este, interceden por ella ante el maestro. Saben del poder de quién tienen delante. Lo han visto actuar, sanar enfermos, echar fuera demonio. Entonces, confían en que presentando a él la enfermedad, hará algo. Tal vez la intercesión no es directamente pidiendo que la cure; más bien es una presentación de la realidad. Aquí una segunda enseñanza. En nuestras oraciones de intercesión debe primar el presentar la realidad. Lo que Dios haga depende de él, no de nosotros. La tercera enseñanza está recogida en la primera parte del Principio y Fundamento de San Ignacio de Loyola. “Hemos sido creados para alabar, reverenciar y servir al Señor” La suegra de Simón desde que es sanada, se pone a servirle, al Maestro y a los demás. Así nosotros, una vez que hemos tenido nuestro encuentro personal con Jesús, una vez que nos ha levantado de la situación en la que estábamos postrados, nuestra vida no puede ser orientada fuera de este principio y fundamento (Miosotis).Lluciá Pou Sabaté
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