2ª semana, viernes: Jesús con su sacrificio nos salva, proclama la nueva alianza divina: «Haré con la casa de Israel una alianza nueva… Perdonaré sus delitos y no me acordaré ya de sus pecados». Cuando nos adherimos a él le decimos: «Muéstranos, Señor tu misericordia y danos tu salvación», y lo hace como hizo con los apóstoles: «Llamó a los que quiso y se fueron con él»
Hebreos 8,6–13: 6 Mas ahora ha obtenido él un ministerio tanto mejor cuanto es Mediador de una mejor Alianza, como fundada en promesas mejores. 7 Pues si aquella primera fuera irreprochable, no habría lugar para una segunda. 8 Porque les dice en tono de reproche: He aquí que días vienen, dice el Señor, y concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza, 9 no como la Alianza que hice con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron fieles a mi Alianza, también yo me desentendí de ellos, dice el Señor. 10 Esta es la Alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. 11 Y no habrá de instruir cada cual a su conciudadano ni cada uno a su hermano diciendo: «¡Conoce al Señor!», pues todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. 12 Porque me apiadaré de sus iniquidades y de sus pecados no me acordaré ya. 13 Al decir nueva, declaró anticuada la primera; y lo anticuado y viejo está a punto de cesar.
Salmo 40,7-10,17: 7 Ni sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto; no pedías holocaustos ni víctimas, 8 dije entonces: Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro 9 hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser. 10 He publicado la justicia en la gran asamblea; mira, no he contenido mis labios, tú lo sabes, Yahveh. 17 ¡En ti se gocen y se alegren todos los que te buscan! Repitan sin cesar: «¡Grande es Yahveh!», los que aman tu salvación.
Evangelio (Mc 3,13-19): En aquel tiempo, Jesús subió al monte y llamó a los que Él quiso; y vinieron donde Él. Instituyó Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que le entregó.
Comentario: 1. Hebreos 8,6-13: a) Siguiendo con el tema de Cristo como nuestro Sacerdote y Mediador, la carta a los Hebreos subraya que la Alianza nueva supera en mucho a la antigua. El «Nuevo Testamento», que significa «Nueva Alianza», no es que haya suprimido al Antiguo, pero sí lo ha llevado a la plenitud y ha supuesto un paso decisivo hacia delante. Con ello estamos entrando en el tema central de toda la carta, la superioridad del sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias para los que han decidido seguirle. Para el autor de esta carta, la Alianza del AT ha fracasado, no ha producido los frutos que Dios esperaba, porque sus destinatarios han sido infieles. Ya el profeta Jeremías -único caso en todo el AT- anunciaba solemnemente, como escuchamos hoy en la larga cita que se hace de él, que Dios ha pensado una Nueva Alianza. Esta será más interna que ritualista, impresa en el corazón y no en tablas de piedra. Y espera que encuentre fieles más constantes. De esta Alianza es de la que es Mediador Cristo Jesús: le ha tocado un ministerio (en griego «leiturguía», liturgia) mucho mejor que el de los sacerdotes del Templo, porque es Mediador de una Alianza mucho mejor.
La caducidad de la primera alianza queda demostrada por el mero hecho de haber sido sustituida. Y aduce como prueba un texto del profeta Jeremías (31, 31-34). La antigua alianza había sido grabada en piedra del Sinaí; pero, si en el pensamiento de Dios aquella alianza suponía una conversión del hombre, su resultado fue un fracaso: condujo a una obediencia externa, meramente legalista.
Por el contrario, la segunda alianza, cuyo mediador fue Jesús, es toda ella interior. En efecto, en Jesús, la voluntad de Dios alcanzó el deseo del hombre; por esta razón, los mandamientos no estaban ya escritos en piedra, sino en el corazón del que al entrar en el mundo dijo: "Aquí estoy para hacer tu voluntad" (Sal/039). Así inscribió Jesús en su carne la imagen de Dios (“Dios cada día”).
Los caps. 8 y 9 de la carta a los hebreos constituyen evidentemente su parte principal. El autor mismo, por otra parte, ha precisado en Heb 8, 1 que comenzaba el punto capital de su exposición. Se trata, en efecto, de presentar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el de los demás sacerdotes terrestres. El mismo autor ha confirmado que el sacerdocio de Cristo no era de orden terrenal: el mismo Cristo no sería en la tierra sacerdote, sino un simple "laico" (Heb 8, 4; cf. 7, 13-14). Si es sacerdote no lo es partiendo de criterios particulares que el autor va a buscar precisamente en la vocación "celeste" de Jesús, es decir, en su pertenencia al mundo divino (Heb 8, 1-5). El pasaje que se lee hoy en la liturgia no acomete aún el estudio de esos criterios, que no aparecen sino hasta Heb 9, 11; vuelve a insistir una vez más en que el sacerdocio de Cristo no puede ser analizado conforme a los criterios "terrestres" habituales como el sacerdocio de la primera alianza, por ejemplo.
a) Los criterios elaborados para definir el sacerdocio de la antigua alianza (y también todo sacerdocio terrestre) no pueden valer para definir el sacerdocio de Cristo, puesto que este último dimana (v. 6) de una alianza mejor por dos razones: En primer lugar, porque la primera alianza no ha sido irreprochable (v. 7) y ha merecido la desaprobación de Dios por la desobediencia con que los judíos se han comportado respecto a ella (v. 8; cf. 31, 30-33). En segundo lugar, porque no se basa ya, como la primera, sobre disposiciones externas, sino sobre un espíritu que anida en el corazón mismo de todo hombre (laico o sacerdote) que le permite adoptar una actitud personal y libre frente a la voluntad de Dios (vv. 10-12). La presencia del Espíritu en el corazón de cada uno implica que la religión no será ya una religión de autoridad en la que un cierto especializado anuncia desde fuera las normas queridas por Dios, puesto que cada cual llegará directamente al conocimiento de Dios (v. 11); aun cuando sea pecador, el hombre no tiene por qué recurrir a ritos exteriores de abluciones o de sacrificios para conseguir su rehabilitación: el conocimiento interior de Dios implica arrepentimiento y perdón. (v. 12).
b) Esto equivale a decir que Cristo extrae su sacerdocio del Espíritu de Dios que habita en El, el cual le proporciona el conocimiento perfecto de la voluntad de amor de su Padre, un conocimiento que supone obediencia espontánea y libre, y también perdón de los pecados para toda la humanidad. Aquí es donde Cristo ejerce un ministerio de orden radicalmente nuevo (v. 6), que constituye su mediación y su sacerdocio.
Los criterios que caracterizan a este nuevo sacerdocio, y que en Cristo alcanzan una plenitud única, se verifican igualmente en cada uno de los cristianos: presencia interior del Espíritu, conocimiento de la voluntad del Padre capaz de perdonarlos, libertad frente a las tablas exteriores de la ley, etc. Lo que el antiguo sacerdocio decididamente vetusto (v. 13), no podía transmitir a los fieles, Cristo es capaz de comunicarlo, y en este sentido su ministerio es una mediación extraordinaria (Maertens-Frisque)
El sacerdocio nuevo y excepcional de Cristo ha hecho surgir una ley nueva y una alianza nueva también. Una alianza que reemplazaría la antigua. Habría sido anunciado ya en el A. T. Para exponer este pensamiento el autor de la carta a los Hebreos presenta una larga cita de Jeremías. El autor quiere decir: si los profetas miraron hacia el futuro, hacia un alianza ideal y perfecta -porque se dieron cuenta de la insuficiencia de la alianza antigua- sería ilógico que nosotros continuásemos mirando hacia el pasado -a lo insuficiente e imperfecto- cuando ya ha sido hecha realidad la antigua promesa.
Fijémonos en la contraposición entre las dos alianzas. La experiencia de la alianza antigua fue negativa. En ella el hombre no obedeció a Dios. Consiguientemente Dios, se alejó del hombre. ¿Por qué ocurrió esto? Sencillamente porque las exigencias de la voluntad divina le fueron impuestas al hombre desde fuera. No era un principio interno que determinase al hombre en su actuación. La nueva alianza fundamenta las relaciones entre el hombre y Dios en una base completamente distinta. Una base nueva que no quiere decir una ética nueva, ya que los preceptos divinos son inalterables. La base nueva consiste en el nuevo principio determinante de la alianza, el principio de la presencia operante de Dios en el corazón humano -gracia no es simplemente "normativo" desde el exterior, sino creador de la fuerza necesaria, en el interior mismo del hombre, para que puedan ser cumplidas y obedecidas con gozo las exigencias de la alianza. Principio de intimidad, de amistad, gracias al cual las relaciones del hombre con Dios y del hombre con el hombre se hacen posibles, humanas, cordiales. Basadas en un conocimiento amoroso de Dios.
¿Cómo puede lograrse una alianza basada en principio tan distinto, un principio que al mismo tiempo humaniza y diviniza? Esto no puede ser iniciativa del hombre ni, mucho menos, puede ser obra y realización del hombre. Esto será posible solamente gracias a la misericordia de Dios que perdona los pecados del hombre. El fundamento último de esta nueva relación con Dios está, por tanto, en la voluntad de perdón, de misericordia y de gracia, que Dios, generosamente, gratuitamente, ofrece al hombre.
-Pero cuando hablamos de esta voluntad de perdón, de misericordia y de gracia por parte de Dios, corremos el peligro de perdernos en abstracciones, en teorías, en filosofías. El autor de la carta a los Hebreos lo ve de forma más concreta y tangible. Esta voluntad de Dios de perdón, de misericordia y de gracia ha adquirido en el tiempo -y de una vez para siempre- un rostro y un nombre humanos. Todos esto es y se llama Jesús. Jesús es esa alianza ideal, la última, la definitiva.
-Ahora Jesús ha obtenido un "ministerio" tanto más elevado... El griego pone: «La liturgia» -el ministerio sacerdotal- que Jesús tiene que asegurar...» El es, en efecto, el verdadero celebrante de nuestras liturgias. A través de las miserias humanas del sacerdote celebrante, ¿sabemos ver la perfección de Aquel a quien representa? -En cuanto que es Mediador de una Alianza más perfecta... Cuando dos enemistados no logran reconciliarse, se acude a un «mediador» que tratará de acercar los distintos puntos de vista de ambos para restablecer entre ellos la alianza.
Suele decirse que el mejor mediador es el hombre «neutral» que no puede ser tildado de favorecer más a uno que a otro. De hecho, el verdadero mediador es el que interiormente se siente vinculado a los dos campos y muy intensamente afectado por la división de los que desea reconciliar. Así Jesús, mediador perfecto, se sentía totalmente solidario de Dios y totalmente solidario de los hombres... puesto que, en la intimidad misma de su ser, era a la vez hombre y Dios.
En la persona misma de Jesús queda anudada la alianza, ya infrangible en adelante. Gracias, Señor, por ser, hasta tal punto solidario con nosotros.
-Pues si aquella primera Alianza fuera irreprochable no habría lugar para una segunda. El autor mostrará ahora a esos hebreos cristianos que no ha sido para ellos ninguna desventaja pasarse a la Iglesia de Cristo: la nueva Alianza es superior a la antigua... y está en continuidad con ésta porque había sido anunciada y deseada por los mayores representantes de la teología y de la espiritualidad judía, es decir, de los profetas. Citará un largo pasaje de Jeremías apoyando su demostración. (Jr 31, 31-34)
-«He aquí que vienen días, dice el Señor, que concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza, no como la Alianza que hice con sus padres. Ellos no permanecieron fieles a mi alianza; entonces yo me desentendí de ellos. La antigua Alianza era ciertamente demasiado frágil, puesto que dependía demasiado de las buenas disposiciones humanas.
-Pondré mis leyes en su mente; las grabaré en su corazón. Es Dios el que actúa. Y su gracia, como motor del corazón del hombre, inserta en él la ley de Dios, su voluntad, de modo que esa ley no sea exterior sino esté inscrita en el interior, permitiendo así una especie de obediencia espontánea y libre. Efectivamente ¡esto es lo que necesitamos, Señor! Danos primero lo que Tú nos pides. Haz que mi vida corresponda a tu querer de modo natural.
-Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. He ahí el pacto ahora concluso: es como unas nupcias, una unión definitiva, para lo mejor y para lo peor. Y el sacramento del matrimonio humano así lo significa (Efesios, 5-32). Mi relación contigo, Señor, ¿tiene ese carácter de relación personal e íntima... a la vez que comunitaria, en Iglesia, en pueblo?
-Seré indulgente con sus faltas y no me acordaré más de sus pecados. El perdón forma parte de la alianza de amor (Noel Quesson).
La humanidad Santísima está en el cielo y nuestros nombres están inscritos en sus sagradas llagas, mejor escritos que las 12 tribus de Israel sobre las gemas del pectoral de Aarón, y el deseo de su corazón a favor de nuestra salvación está siempre presente ante Dios.
26-28: conclusión: Cristo, santo no necesita ofrecer víctimas cada día, lo hizo una vez por todas ofreciéndose a sí mismo.
En el cap. 8 se ve la superioridad del sacrificio de Jesús, sobre el antiguo santuario, la antigua alianza y los sacrificios (anuales y diarios). En cuanto al santuario, Cristo reina en el cielo sentado, no oficia como ministro, el santuario es la iglesia, extensión de Cristo mismo que es él, la “Jerusalén de arriba”, “tabernáculo de Dios con los hombres”. Sacrificio es correlativo con sacerdocio > víctima y promesas mejores son el perdón, la gracia y la gloria.
2. Sal. 85 (84). El salmo nos hace cantar que, al menos par parte de Dios, «la misericordia y la fidelidad se encuentran». Se trataría de que también por la nuestra fuera así. Nosotros pertenecemos al «Nuevo Testamento», o sea, a la «Nueva Alianza». ¿De veras nuestra fe es interior, escrita en el corazón, o seguimos con la tentación de lo meramente exterior y ritualista, como los israelitas? ¿Cedemos fácilmente al cansancio o a la añoranza, como los lectores de esta carta, a los que insistentemente hay que recordarles que Dios espera fieles más perseverantes para con su Alianza? En la Eucaristía recibimos «la Sangre de la Nueva y eterna Alianza». No sólo creemos en Cristo. Participamos de la vida que nos comunica, primero en su Palabra y luego en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. En consecuencia, a lo largo de la jornada, se supone que vivimos según el espíritu de esta Nueva Alianza.
Muchas veces hemos vuelto al Señor y le hemos pedido perdón; y Él, lleno de misericordia, nos ha recibido siempre con gran amor, como un Padre recibe a sus hijos amados. Ciertamente nos vemos constantemente acosados por una diversidad de tentaciones; y muchas veces nuestra misma concupiscencia nos aleja del amor sincero a Dios y al prójimo. Nosotros mismos nos convertimos en obradores de iniquidad; o nos convertimos en víctimas de la maldad de gente sin sentimientos humanos, capaces de todo con tal de lograr sus turbios intereses. ¿Hasta cuándo nos veremos libres de todos estos males, y viviremos en un auténtico amor fraterno? Sabemos que la obra de salvación es la obra de Dios en nosotros. A nosotros corresponde estar abiertos a los dones de Dios, y esforzarnos en manifestarlos a través de una vida recta. Abramos nuestro corazón para que en Él habite el Señor, y que esa justicia que viene del cielo produzca abundantes frutos de salvación, manifestando, con obras, que realmente vamos tras las huellas de amor y de entrega del mismo Cristo, hasta que algún día lleguemos a habitar eternamente con Él en su Gloria.
3.- Mc 3,13-19. Hoy, el Evangelio condensa la teología de la vocación cristiana: el Señor elige a los que quiere para estar con Él y enviarlos a ser apóstoles (cf. Mc 3,13-14). En primer lugar, los elige: antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser santos (cf. Ef 1,4). Nos ama en Cristo, y en Él nos modela dándonos las cualidades para ser hijos suyos. Sólo en vistas a la vocación se entienden nuestras cualidades; la vocación es el “papel” que nos ha dado en la redención. Es en el descubrimiento del íntimo “por qué” de mi existencia cuando me siento plenamente “yo”, cuando vivo mi vocación.
¿Y para qué nos ha llamado? Para estar con Él. Esta llamada implica correspondencia: «Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El» (San Josemaría).
Es don, pero también tarea: santidad mediante la oración y los sacramentos, y, además, la lucha personal. «Todos los fieles de cualquier estado y condición de vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aún en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir» (Concilio Vaticano II).
Así, podemos sentir la misión apostólica: llevar a Cristo a los demás; tenerlo y llevarlo. Hoy podemos considerar más atentamente la llamada, y afinar en algún detalle de nuestra respuesta de amor.
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897) carmelita descalza, doctora de la Iglesia (Manuscrito A, 2 rº -vº) dice sobre el misterio de la vocación: “No voy a hacer otra cosa sino: comenzar a cantar lo que he de repetir eternamente -¡¡¡las misericordias del Señor!!! (cf Sal 88,1)...Abriendo el Santo Evangelio, mis ojos han topado con estas palabras: “habiendo subido Jesús a un monte, llamó a sí a los que quiso; y ellos acudieron a él” (Mc 3,13) He aquí, en verdad, el misterio de mi vocación, de toda mi vida, y el misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma... El no llama a los que son dignos, sino a los que le place, o como dice san Pablo: “Dios tiene compasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia” (Rm 9,15-16).
Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida. Me maravillaba al verle prodigar favores extraordinarios a santos que le habían ofendido, como san Pablo, san Agustín, y a los que él forzaba, por decirlo así, a recibir sus gracias; o bien, al leer la vida de los santos a los que nuestro Señor se complació en acariciar desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo que pudiera serles obstáculo para elevarse a él... Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza, y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez... Jesús ha querido crear santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a recrearle los ojos a Dios cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos”. Llucià Pou Sabaté
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