Lectura de la carta a los Hebreos 3,7–14: 7 Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, 8 no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, 9 donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras 10 durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. 11 Por eso juré en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso! 12 ¡Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; 13 antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. 14 Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio.
Salmo 95, 6-11: 6 Entrad, adoremos, prosternémonos, ¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho! 7 Porque él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo de su pasto, el rebaño de su mano. ¡Oh, si escucharais hoy su voz!: 8 «No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, 9 donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. 10 «Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen. 11 Y por eso en mi cólera juré: ¡No han de entrar en mi reposo!»
Evangelio según Marcos 1,40-45: 40 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.» 41 Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» 42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Le despidió al instante prohibiéndole severamente: 44 «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.» 45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes
Comentario: 1-2.- Hb 3, 7-14/Salmo 94/95: Siguiendo la línea de pensamiento del Salmo 94 -que, por ello, es también el responsorial de hoy-, la lectura bíblica invita a los cristianos a no caer en la misma tentación de los israelitas en el desierto: el desánimo, el cansancio, la dureza de corazón.
Cristo es el arquitecto de la casa, el patriarca Moisés no era más que el ejecutor. También Pablo en 2 Cor 10 habla como aquí de las murmuraciones de Israel en el desierto (Sal 94/95,7-11; Ex 15,23-24; Num 20,5), y la murmuración era como entonces una tentación seria, como en el desierto habían de huir de Jerusalén a raíz de la persecución de Esteban (Act 11,19-20). Murmurar era no aceptar su estado, era querer volver al pasado, negarse a descubrir la presencia de Dios en la situación actual, volver al judaísmo confortable y "reposante". Cuesta a veces mantener la fe, la tentación de los cristianos en un mundo desacralizado hoy día es también fuerte: tomar distancias del Magisterio, dejarse llevar por modas y “cabezas locas”, como dice el texto de hoy (Maertens-Frisque). La fidelidad de Jesús es un ejemplo para todos: aquí se nos invita a la constancia, con palabras del salmo 95.
-"Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón incrédulo... engañado por el pecado". Nosotros somos los cristianos de la segunda generación. Una generación que ha nacido cristiana. ¿Y cuál es el ambiente que reina en toda generación que ha nacido cristiana? La negligencia, la despreocupación, la típica indiferencia del que se sabe creyente y nunca ha pensado abandonar la fe precisamente porque ya no le preocupa. Es la situación de mediocridad totalmente contraria tanto a la tensión de la conversión como a la de la apostasía expresa. Por eso el autor dice: mirad que no haya penetrado en vuestro corazón el pecado de la incredulidad. Porque la incredulidad puede esconderse en el corazón en medio de la más absoluta tranquilidad. La despreocupación de los cristianos viejos por la vida auténticamente cristiana no es una simple cuestión de poca generosidad: es un problema de fe.
«Si oís hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones...» La «voz de Dios» se hace oír HOY. Con frecuencia no sabemos escucharla y endurecemos nuestro corazón. Perdón, Señor. Cada momento de cada una de nuestras jornadas nos trae una voluntad de Dios, una llamada, una invitación divina. Haznos atentos a tu voz, Señor.
-“Después de haber visto mis obras durante cuarenta años... vuestros padres me desafiaron y me provocaron... entonces dije: "nunca entrarán en mi descanso..."”. Dios quería hacer entrar a los hombres en su descanso, en su paz, en su «tierra prometida», en su propia intimidad. Esto es «la obra» de Dios, su trabajo cotidiano, HOY todavía. Dame, Señor, ese descanso interior.
-¡Velad, hermanos! que no haya en ninguno de vosotros un corazón pervertido por la incredulidad que le haga apostatar del Dios vivo. La Fe nos hace corresponder a la voluntad y al pensamiento de Dios. De ahí la gravedad de la incredulidad voluntaria que es en verdad un «abandono», una separación del Dios vivo... una «perversión». Creemos, Señor, pero aumenta nuestra fe. Ciertamente no tenemos derecho a juzgar a nuestros hermanos no creyentes, pues nadie conoce la responsabilidad de sus hermanos.
-Antes bien mientras dure ese hoy del salmo exhortaos mutuamente cada día para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Dios vive en un «DÍA de HOY» perpetuo. De ahí la importancia de no considerar las páginas de la Escritura, como documentos antiguos y pasados de moda. Son palabras actuales de Dios. Nunca reflexionaremos bastante sobre esto: Dios es nuestro contemporáneo. No debemos buscar a Dios en el pasado sino en el presente, en el DÍA de HOY.
-Porque hemos venido a ser compañeros de Cristo. Sí, Cristo nos «acompaña», minuto tras minuto, día tras día. La fe es definida aquí como una «camaradería»: un vivir con. ¿Verdaderamente, es así?
-A condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio. Los destinatarios de esa Epístola a los Hebreos eran manifiestamente judíos convertidos al cristianismo que parecen añorar las hermosas liturgias anteriores, del Templo de Jerusalén. Toda la Epístola va destinada a ayudarlos a no volverse atrás: «mantened firme vuestra segura confianza del principio». Es inútil volver a Jerusalén, Jesús murió fuera de la ciudad (Hebr 13,12). Es inútil añorar los sacrificios anteriores, Jesús se ofreció una vez por todas (Hebr 10,6-8). Es inútil soñar en los sacerdotes anteriores, porque ha nacido un nuevo sacerdocio (Hebr 9,15). Ayúdanos, Señor, a permanecer fieles a lo esencial en medio de las formas nuevas que toma entre nosotros el «DÍA de HOY de Dios» (Noel Quesson).
Sobre este sentido del tiempo, decía Juan Pablo II: “La revelación de Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental». En él tiene lugar toda la obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. “Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, “hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación».
La historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios».
Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”
2. Sal 95 (94). Olvidándose de lo que Dios había hecho por ellos, los israelitas «endurecieron sus corazones», «se les extravió el corazón», «no conocieron los caminos de Dios» y «desertaron del Dios vivo», murmurando de él y añorando la vida de Egipto. Dios se enfadó y no les permitió que entraran en la Tierra prometida.
Corazón duro, oídos sordos, desvío progresivo hasta perder la fe. Es lo que les pasó a los de Israel. Lo que puede pasar a los cristianos si no están atentos.
También nosotros podemos caer en la tentación del desánimo y enfriarnos en la fe inicial.
Escuchemos con seriedad el aviso: «no endurezcáis vuestros corazones como en el desierto», «oíd hoy su voz». Dios ha sido fiel. Cristo ha sido fiel. Los cristianos debemos ser fieles y escarmentar del ejemplo de los israelitas en el desierto.
Es difícil ser cristianos en el mundo de hoy. Puede describirse nuestra existencia en tonos parecidos a la travesía de los israelitas por el desierto, durante tantos años. Los entusiasmos de primera hora -en nuestra vida cristiana, religiosa, vocacional o matrimonial- pueden llegar a ser corroídos por el cansancio o la rutina, o zarandeados por las tentaciones de este mundo. Podemos caer en la mediocridad, que quiere decir pereza, indiferencia, conformismo con el mal, desconfianza. Incluso podemos llegar a perder la fe.
Se empieza por la flojera y el abandono, y se llega a perder de vista a Dios, oscureciéndose nuestra mente y endureciéndose nuestro corazón.
Por eso nos viene bien la invitación de esta carta: oíd su voz, permaneced firmes, mantened «el temple primitivo de vuestra fe». Nadie está asegurado contra la tentación.
Hay que seguir luchando y manteniendo una sana tensión en la vida.
Para esta lucha tenemos ante todo la ayuda de Cristo Jesús: «Somos partícipes de Cristo». Pero además tenemos otra fuente de fortaleza: «Animaos los unos a los otros». El ejemplo y la palabra amiga de los demás me dan fuerza a mí. Por tanto, mis palabras de ánimo pueden también tener una influencia decisiva en los demás para el mantenimiento de su fe. Como mi ejemplo les ayuda a mantener la esperanza. El apoyo fraterno es uno de los elementos más eficaces en nuestra vida de fe (J. Aldazábal).
Dios, como a nuestros antiguos padres, nos justifica únicamente por la fe. Y nuestra fe se deposita en Cristo, cuya voz escuchamos y ponemos en práctica, pues de nada nos servirá el vivir como discípulos descuidados. El Señor quiere que en todo hagamos su voluntad, pues, aun cuando la salvación no nos viene por nuestras obras, sino por creer en Cristo Jesús, sin embargo el que lleva una vida desordenada está indicando con sus malas obras que está y vive lejos del Señor; en cambio, el que lleva una vida según Dios, está indicando con sus buenas obras que ha escuchado al Señor y que le vive fiel. Entonces Dios llevará consigo a los que le pertenecen y viven conforme a sus enseñanzas. Hoy la salvación ya es nuestra en Cristo Jesús; ojalá y no despreciemos la oportunidad que Dios nos da para entrar, junto con su Hijo, a la posesión de la patria eterna.
3.- El Evangelio (Mc 1,40-45, ver también domingo 6º del año, ciclo B) nos habla de este tiempo nuestro, en el que la misericordia divina en Jesús se vierte sobre la tierra: Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación. El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros. El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.
Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida. Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida». Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado. Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». San Josemaría hablaba de estas “expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta”. Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados». La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias Eucarísticas: «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V/c). Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación» (ibídem: J. Aldazábal). San Josemaría veía a Jesús como Rey, Maestro, Amigo, Médico… “Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino”
Hemos leído esta semana pasajes de la carta a los Hebreos, que nos presentaban a Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, hermano nuestro y solidario de nuestros males y sufrimientos, nuestro intercesor y mediador ante el Padre. Ahora lo vemos haciendo milagros, ante la petición de la gente: «Si quieres, puedes limpiarme» (evangelio)… «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores» (plegaria eucarística V, c). La lepra se le quitó y quedó limpio. El Evangelio nos recuerda que también hay leprosos en nuestro tiempo, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad, son excluidos. Podemos ser también nostoros, la pobreza de nuestra condición humana la experimentamos y nos la topamos a diario: las asperezas de nuestro carácter que dificultan nuestras relaciones con los demás; la dificultad y la inconstancia en la oración; la debilidad de nuestra voluntad, que aun teniendo buenos propósitos se ve abatida por el egoísmo, la sensualidad, la soberbia ... Triste condición si estuviéramos destinados a vivir bajo el yugo de nuestra miseria humana. Sin embargo, el caso del leproso nos muestra otra realidad que sobrepasa la frontera de nuestras limitaciones humanas: Cristo. El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella, como nosotros con las nuestras, pero al aparecer Cristo se soluciona todo. Cristo conoce su situación y no se siente ajeno a ella, más aún se enternece, como lo hace la mejor de las madres. Quizá nosotros mismos lo hemos visto de cerca. Cuando una madre tiene a su hijo enfermo es cuando más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño, se desvela por él, etc. Así ocurre con Cristo. Y este evangelio nos lo demuestra; el leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Pongamos con sinceridad nuestra vida en manos de Dios con sus méritos y flaquezas para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos.
En la primera lectura de la lectio divina me quedé con la frase “no se lo digas a nadie”. Me preguntaba por qué Jesús, con frecuencia, decía esto a la gente que sanaba. No decirlo a nadie, cuando, por el contrario, la sanación producida por el milagro era algo para pregonarlo por el mundo entero. Sin embargo, a medida que fui avanzando en la lectio el Señor me dio la respuesta. Primero, una respuesta ligada a su tiempo. Jesús no le interesaba mostrarse como el “gran salvador” del pueblo de Israel; no era un político de nuestro tiempo. Conocía su misión y sabía que tenía el tiempo para cumplirse. Segundo, una respuesta que todavía es válida en nuestros días, y muy ligada a la primera, viene por el lado de las expectativas. Jesús no quería sanar basado en las expectativas que la gente pudiera tener de su poder. Quería sanar, liberar, transformar basado en una experiencia de fe. En una experiencia de amor. Por eso, en cierto sentido, sabemos por la lectura en otro pasaje del evangelio, que en su ciudad natal, no hizo muchos milagros. La gente tenía expectativas, pero le faltaba amor. Muchas veces, nosotros también queremos que Jesús nos ayude en algo, por que a otra persona le ayudó y no porque creamos firmemente que él puede hacerlo. Señor, enséñame a amarte y a conocerte, para que así vea tu brazo haciendo maravillas en mi vida desde el silencio (Miguel Ángel Andrés Ugalde).
Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. Por eso vayamos a Él sabiendo que Él no vino a condenarnos, sino a salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida por nosotros. Habiendo recibido tan gran muestra de misericordia de Dios para con nosotros, Él nos ha confiado la reconciliación de toda la humanidad a través de la historia. La Iglesia de Cristo no puede cumplir con la misión que el Señor le ha confiado para buscar el aplauso de los demás. No puede hacerse publicidad a sí misma mediante el cumplimiento de su misión; no puede querer caer en gracia de los demás haciéndoles el bien y socorriéndoles en sus necesidades. Su servicio ha de ser un servicio callado no en nombre propio, sino en Nombre del Señor. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre. Por eso, aprendamos a retirarnos a tiempo, para ir al Señor y ofrecerle lo que Él mismo hizo por medio nuestro. A pesar de que nosotros hemos abandonado muchas veces los caminos del Señor, Él jamás se ha olvidado de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno. Por eso jamás podemos decir que Dios nos ha rechazado. Dios siempre está junto a nosotros como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Hoy nos hemos reunido para celebrar el Sacramento de su amor por nosotros. Él no nos rechaza por habernos encontrado cargados de miserias que han deteriorado nuestra vida, o con las que hemos contribuido a deteriorar la vida familiar o social. A Él lo único que le interesa y le llena de gozo es el habernos encontrado. Por eso, si somos sinceros con el Señor; si en verdad hemos venido a esta Eucaristía para encontrarnos con Él y reorientar nuestra vida, le hemos de pedir, con humildad diciendo: Señor, si tú quieres, puedes curarme. Y Dios tendrá compasión de nosotros. Pero, así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también al hombre.
Dios ha tenido compasión de nosotros, y nos ha enviado a su propio Hijo, el cual, hecho uno de nosotros, no sólo ha venido a remediar nuestros padecimientos corporales, o a remediar nuestros males materiales socorriendo a los pobres, sino que ha venido a liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Unidos a Él somos hechos hijos de Dios, y no podemos guardar silencio respecto al amor que Dios nos ha manifestado. Por eso hemos de proclamar ante el mundo entero lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros, de tal forma que todos vayan a Cristo y encuentren en Él la salvación, sin importar lo grave de las maldades de su vida pasada, pues el Señor no ha venido a condenarnos sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. El Señor ha tocado nuestra vida, nuestra naturaleza humana deteriorada por el pecado, no para contaminarse, sino para salvarnos. Pongamos en Él todo nuestro amor y toda nuestra confianza.En este día el Señor nos manifiesta su amor y nos invita a la conversión para que volvamos a entrar en comunión de vida con Él. Este es el día que Él nos ofrece para que seamos limpios de todo aquello que nos alejó de su presencia. Él jamás ha dejado de amarnos; Él nos quiere para siempre a su derecha, unidos a su Hijo. Y en esta celebración se vuelve a realizar esta Alianza entre Dios y nosotros; hoy el Señor está dispuesto a recibirnos, libres de toda maldad y de toda culpa. Él jamás nos guardará rencor perpetuamente, pues es nuestro Dios y Padre y no enemigo a la puerta. Por eso hemos de venir no sólo a ponernos de rodillas y a bendecir al Señor, sino también dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica. Reconozcamos, pues los caminos del Señor y no nos extraviemos lejos de Él, hasta que, yendo tras las huellas de Cristo, lleguemos algún día al Descanso eterno. Así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros en Cristo Jesús. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también serle fieles a la persona concreta. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en una continua cercanía a Dios para escuchar su Palabra y ponerla en práctica; y en una continua cercanía al hombre para conocerle en su vida concreta, y poderle ayudar a que Cristo se convierta en la Luz que ilumine su camino hacia el encuentro de nuestro Dios y Padre. Amén (homiliacatolica.com). Llucià Pou Sabaté (con textos tomados de mercaba.org).
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